La dependencia sedentaria en el experimentar homeopático de la violencia (1)

Yacimiento romano de Segóbriga (Cuenca, España) que muestra el valor evidente conferido por los romanos a la experiencia sensoriometabólica, lo que se constata en la presencia colindante de un anfitearto además de un coliseo.

Pero el sentido de la violencia aunque la violencia física real se suprime o se limita y se transubstancia en experiencia más metabólica que corporal -como es tendencia sin duda obligatoria respecto los contextos sedentarios-, no se desvance por completo en ningun caso, pues la llevamos en el cuerpo como quien dice, en tanto parecería que no hay nada más serio -esto es, más relevante y significativo- para el sujeto homeóstico que la violencia, sobre todo cuando irrumpe dentro del mismo grupo de pertenencia, y puesto que la continuidad del tiempo colectivo depende, precisamente, de cómo nos relacionamos como grupo o sociedad con ella. Y dado que, además, como todo yo socializado es para incorporarse al colectivo, mi propia desaparición como individuo -o bien, el sobrevivir yo y que desaparecen todos los demás-, son dos vertientes, en realidad, de una misma aniquilación 1.

Por esta razón las antropologías sedentarias -universalmente- parecen incorporar auténticas instituciones miméticas (entendidas a lo Norberto Elias), siendo la más importante las religiones formales (que a grandes rasgos combinan la vivificación metabólica y fisiológico-estética con horizontes conceptuales verdaderamente epistémicos). Pero, además, resulta históricamente necesario habilitar espacios de una violencia controlada que ritualizan o convierten en juego no físicamente cruento, la imposición humana de unos frente a -y sobre- otros: evidentmente, la relación entre rituales religiosos y espectáculos artísticos o deportivos es fácil establecer, siempre que se tenga en cuenta la ya argumentada importancia histórica de las religiones (en tanto habilitación de espacios epistémicos, cosa de la que carece lo deportivo). Es asimismo evidente que la experiencia simplemente estética -en cuanto instituciones artísticas consabidas- recrea una misma experiencia metabólica que, como la vida misma, invita al espectador-lector a definirse nuevamente como sujeto homeostático socializado–y esto como recreación o simulacro casi indéntico a la interactuación real humana.

Esta forma de desdoblamiento de la vivencia moral humana, respecto inicialmente un plano corporal real que atañe a multilples personas in corpore, frente a unas vivencias que, en tanto programadas culturalmente de alguna manera, acentúan la vivencia metabólica al mismo tiempo que reducen las consecuencias corporales, ocupa algo así como la centralidad de la experiencia sedentaria. De tal forma que la imposicón humana que espolean simplmente los procesos homeostáticos que nos rigen individualmente -aún bajo el necesario dominio de un orden político-sedentario impuesto que se alza en adelante como única violencia légitima-, la podemos seguir gozando en todo nuestro ímpetu hedonista y vital, pero ahora atados al cordel secreto que nos ciñe por dentro y que es el yo moral sujeto, sociohomeostáticamente, por los otros.

Y por tanto no solo es útil en este sentido la transgresión en mayor y menor medida de lo consabido (porque el desafiarlo es habilitarlo para que nuevamente se imponga y se refuerce), sino que toda transgresión observada como espectáculo es asimimso metabólicamente útil en tanto sustancia nutritiva -en ese sentido esctructural- que, fugazmente, pone en entredicho el orden racional-cultural, lo que supone asimismo una oportundidad de un nuevo fortalecimiento. Pues solo así por medio de esta función dionisíaca de nuestra exposición a la vivificación metabólica, una y otra vez, puede requerirse e incoativamente sustanciarse, nuevamente, la razón humana en su vertiente cultural.

En este sentido todo infortunio personal acecido; todo catastrofe natural, y todo acto violento que se comete; todo padecimiento, pérdida, enfermedad o zozobra; o bien a veces tambien todo acto generoso, heróico y de compasión para con los otros, en tanto circuntancias que muestran la figura humana que se esfuerza por perseverar en uno u otro sentido y contexto, y de las que se llega a tener constancia pública, se convierten tambien en espectáculos exempla a cuyo vicario efecto no dejamos nunca de ser suceptibles: pues nuestra condición de sujetos homeostáticos respecto a los otros nos obliga a la contemplación de todo sino vital y social ajeno como, en realidad, algo potencialmente nuestro también.

Evidentemente, estamos hablando de una función que tienen los medios de comuncación a partir de comienzos del siglo XIX, si no antes. De tal forma que si no hay -por lo general- sacrificios humanos como espectáculo público dentro de la experiencia sedentaria propiamente civilizada y contemporánea, una de las razones (pero no la más importante) es que los medios de comunicación realizan esa misma función: la de acercarnos homeostáticamente a la violencia; es decir, a través de la vivencia metabólica y vicaria mas no de una manera directamente física; o eso al menos respecto el gran numero de seres humanos que componen, por ejemplo, las audiencias televisivas y periodísticas en general–aunque, inexorablemente, alguien tiene que padecerla propiamente in corpore, para que así cobre valor -es decir, sentido– sensoriometabólico para los demás (pues así de susceptibles somos moralmente respecto a, simplemente, la figura humana y sus aflicciones)–. Sin embargo, la comparación numérica entre, digamos, los participantes corporales directos y los milliones de espectadores sensoriometabólicos repartidos potencialmente por todo el planeta que gozan de esta seriedad moral coreografiada ante nosotros, no admite duda respecto a la importancia estructural-antropológica que está en juego.

La otra razón por la que no sigue habiendo sacrificios humanos es el hecho de que la viabiliad estructural de lo sedentario, que se basa en una obligada y aumentada interactuación humana, acaba profundizando la psique en su vertiente cultural como parte de un proceso de verdadera elevación espiritual-ética que parece ser heredad exclusiva de los procesos civilizatorios y la urbanización asimismo implícta en ellos. Es decir, la violencia cruenta respecto entornos sociales inmediatos se hace cada vez menos tolerable por cuanto la impronta dolorosa que conlleva su contemplación en extremo sobrepasa el limíte de la viabilidad urbana y su dependencia estrctural en la comunicación entre personas. Por otra parte, los contextos sedentarios son deudores de la monopolización de la violencia por parte de un única fuente de legitimidad política (o bien, una limitada rivalidad respecto la misma), lo que obliga cada vez más a un control -y hasta una adminstración– respecto otros fenómenos violentos no autorizados o de alguna manera no provistas.

El dolor que nos puede provocar la contemplación del sufrimiento y aflicciones humanos es ambivalente, siendo a un mismo tiempo una forma de alimento sensoriometabólico reforzante de lo racional en sí, a la vez que supone un pontencial fuerza de anomia en su forma más extremada. Así, es el dolor que alimenta la razón recobrada que busca, por tanto, reconstituirse preferiblmente sobre sostenes semióticos cada vez más desarrollados para, así, soslayar los confrontanción directa entre los cuerpos: así se podría entender una mecánica fisioantropológica de lo sedentario que, como constante, se ha mantenido a lo largo de los milenios -y a través de algunas regresiones pasajeras- hasta el día de hoy, y pese a los cambios tecnológicos (o, en realidad, sirviéndose de ellos).

Como si de dos turbinas gigantes se tratara, en la imagen que encabeza este texto parecería que todas las hoy imaginarias hileras de edificios que en su día hubieran llegado hasta la cima de la colina al fondo de la imagen, como conjunto arquitectónico-humano, dependiera para avanzar en su propio tiempo colectivo de la propulsión mimética del anfiteatro-coliseo (respecto eso dos “tubos de escape” del primer plano de la imagen) donde se representaba y se recreaba, en algún que otro grado de intensidad, una violencia, tanto moral-artísitca como también respecto un manierista imposición de la figura humana sobre otra (o frente a algun toro u otro bestia). Todo esto, además, añadido a la presencia de esa otra institución mimética sedentaria por excelencia que apenas se atisba en esta imagen, que son los credos divinos formales y antropomorfos.

Es decir, el motor del tiempo sedentario que es la vivencia metabólica (dependiente a su vez de un desarrollo semiótico cada vez más elabroado) para que, digamos, todo siga girando sobre sí, de manera estancionaria al mismo tiempo que en permanente avance en este sentido virtual que no corporal. Que de tener esta imagen una explicación fisioarquitectónica y estructural-antropológica, pienso que sería ésta, y teniendo en cuenta que fuera y más allá de su encuadre, siempre están -como en contraposición- los campos a sembrar, recolectar o roturar en cuya quietud vegital se sigue sujetando, en realidad, todo el tinglado:

Imagen en torno al año 1970

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1Salvo con la distinción objetiva númerica entre las dos partes de la comparación, pues aunqe nos cuesta aceptarlo visceralmente y desde nuestra óptica existencial corporal, la importancia ética última la tiene el grupo y su permanencia en el tiempo, que no nosotros como individuos. Que se es individuo socializado para interactuar en el grupo, lo que convierte la indiviudalidad, sobre un plano evolutivo, en accesorio y complemento instrumental del colectivo: conviene, pienso, tener esto muy claro, si bien la posibilidad moral la fundamenta, en realidad, la singularidad corporal y sensorio-emotiva ; pero esta es contradicción solo aparente en tanto que desde una óptica estructural y «macroantropológica» debe entenderse la homeostasis sensorio-metabólica del individuo como punto real de la articulación colectiva y cultural de los grupos antropológicos.

Patrias metabólicas (3): la lógica estructural de la violencia

La razón del más fuerte es, en efecto, una forma de lógica de gran utilidad estructural; supone algo así como el sentido de la violencia misma que solo se matiza en contraposición a un rival o oponente. Pero el problema, claro está, es que este tipo de sentido es muy útil para ordenar los contextos sedentarios en el tiempo. Y, por tanto, entiéndase como un modo operativo siempre potencialmente presente respecto las socidedades agrarias y por muy paradójico que parezca.

Constituye la violencia una forma de tentación permanente precisamente por su simpleza y a causa de nuestro vínculo original con ella en tanto imposición viviente (o sea, la violencia en su concepción más vital). Pero los contextos sedentarios, si bien siguen susceptibles a la lógica de la violencia (porque es parte inherente de nuestra propia naturaleza socio-homeostática y en tanto grupos), entra en otra dinámica respecto al dolor, pues la calidad analgésica del desplazamiento nómada que se pierde para la antropología agraria se sustituye a través del movimiento o locomoción metabólico que postulamos como la clave de lo inmóvil antropológico; porque el dolor ante la aflicción humana presenciada colectivamente tiene papel estructural básico para la permanencia de los grupos socio-homeostáticos. Porque para todo sujeto perteneciente lo que tiene mayor valor, muchas veces sin que lo entendamos de forma explícita es, en realidad, el grupo mismo sin el cual no tendría sentido siquiera nuestra propia individualidad en tanto dispositivo socio-cognitivo (pues el yo socializado sirve, precisamente, para socializarse; ese es el sentido funcional del mismo). De tal manera que el morir yo o bien la desaparición de todos vosotros vienen a constituir dos caras de la misma moneda, y dos vertientes, desde una óptica funcional, de una misma aniquilación.

De ahí que sea el espectáculo del dolor y aflicción humanos un punto sensible para la viabilidad sedentaria y dada la carga de seriedad fisiológica que implica para la permanencia en el tiempo del grupo. Y la respuesta histórica ha sido el desarrollo y afianzamiento de espacios metabólicos de gran potencia vivificadora que proporcionan experiencias analgésicas en tanto salidas fisiológicas de descarga para los sujetos que, de alguna manera, impiden que el grupo se disgregue debido a la zozobra interna.

El desarrollo y afianzamiento del sujeto no solo perteneciente sino moral y capaz de sentir culpa, si bien debió de estar presente respecto estadios evolucionarios nómadas anteriores, se vuelve estructuralmente ineludible para los contextos sedentarios. Y parecería la experiencia religiosa universal, en tanto modo formalizado y antropomorfo de espiritualidad que se relaciona teóricamente solo con los asentamientos agrarios, apunta a esta misma noción, pues la carga moral con la que todo sujeto homeostático perteneciente ha de acarrear crea, en efecto, el contexto para sustituir la violencia en principio directamente corporal, por una violencia moral al centro mismo de la personalidad socializada de cada uno ante nuestra íntima y nunca culminada lucha por la pertenencia al grupo: no parecería haber otra forma de acoger, respecto un locus colectivo más o menos inmóvil, a todos los cuerpos presentes sino a través del aprovechamiento de este aspecto de nuestra naturaleza socio-dependiente más profunda.

De tal manera que se amplia y se refuerza dentro de la experiencia sedentaria cierto bucle entre el dolor y la angustia experimentados / presenciados, por una parte, y la comprensión moral-racional colectivamente consabida al que nos hemos de aferrar por mor de la permanencia en el tiempo del grupo. Es decir, no solo nos beneficiamos en un sentido humano de nuestros propios padecimientos colectivamente contemplados, sino que dependemos para el refuerzo de nuestra visión sociorracional-moral del mundo -y de nosotros mismos- de que no nos veamos privados nunca de futuros episodios de sufrimiento, zozobra y aturdimiento en algún grado y medida.

Naturalmente emerge una cierta elevación humana a través de la cultura que, aquí se ve, debe entenderse consustancial a la posibilidad antropológica de lo sedentario. Pues se va entrando en una situación en la que se vuelven estructuralmente imperiosos nuevos espacios no físicos (de carácter, por ejemplo, epistémico y ético) que no pueden darse dentro de las antropologías menos afincadas, simplemente porque, respecto a un mundo humano no arraigado en la agricultura, dichos espacios de locomoción más metabólica (y neuroquímica) que corporal, no son funcionalmente imperativos.

Sin embargo, el recurso de nuevo a la violencia -y por tanto a una verdadera regresión técnica- como sentido estructural, permanece al acecho. Y surge, con esto, la cuestión comparativa de niveles de gasto metabólico agregados respecto una antropología sedentaria estable, frente a otra que se abisma en el conflicto bélico directo y sostenido. Pero como parece claro que -y siguiendo cierta hipóteiss de «tejido caro» que es el cerebro humano evolutivo- debe considerarse la focalización de la conciencia humana (o sea, el racionio en su acepción más literal) como quizá el estado metabólico más «costoso» de la experiencia humana en sí, todo indicaría, paradójicamente, que serían los contextos sedentarios que se articulasen en torno a la violencia bélica las más «económicas» en términos de gasto metabólico agregado (si bien, puestas en relieve respecto las antropologías más dependientes de la cognición, pudieran parecer una auténtica pérdida de tiempo).

Depende, en última instancia, de las circunstancias y de lo que quiera y pueda hacerse ante las mismas.

Otras vertientes antropológicas

Sitio de Gravelinas (1652), de Peter Snayers

El valor antropológico de los «exempla» y el espectáculo moral de víctimas y victimarios históricos

Pues siempre son estos dilemas y estandartes morales producto a su vez de la hibris humana dado que lo sedentario solo logra hacerse viable acomodando, en realidad, la hibris y desmesura humanas al entrelazarlas con sus consecuencias potenciales, lo que acaba por crear una a veces para nosotros incomoda relación de dependencia entre lo moral-racional y la anomia. Porque incómodamente extraña es para nuestra comprensión analítica entender que es la anomia de lo que se alimenta la funcionalidad sedentaria (de tal manera que es necesario tanto el luchar contra la anomia como el defenderla en su vertiente estructural y diacrónica).

¿Cómo se defiende publica y políticamente eso?

De hecho, no se puede como parecería indicar la historia humana y su aspecto siempre recurrente; pero no porque se repita la historia, exactamente, sino porque la fisiología humana y su vertiente «socio-metabólica» es una constante que rige la antropología sedentaria desde la centralidad estructural de la misma: el sentido humano, y por ende la Historia, jamás pueden rebasarla completamente puesto que parten de la experiencia simplemente corporal y sobre la que se erige la cultura como universal antropológico.

Es decir, a partir de todo episodio de hibris generacional humana, puede esperarse una futura corrección moral como proceso catártico, pues se trata de un muy conveniente momento de transición generacional en tanto el tiempo anterior se convierte poco a poco en una suerte de atrezzo para el ejercicio metabólico de la siguiente. Porque comprobado está que los excesos en cualquier sentido o dirección, máxime respecto contextos sedentarios que dependen en mayor grado del sentido de las cosas, no pueden suportarse de forma prolongada en el tiempo. Y entonces he ahí que a la nueva quinta sociometabólica se le aparece una oportunidad respecto su propia y muy necesaria definición moral, y puesto que los contextos sedentarios constituyen, para ser viables y en sustitución del fragor directamente corporal, espacios de movimiento más metabólico (fisiológico y de carácter neuroquímico) antes que físicos:

Pues ante algo moralmente relevante nos hemos de mortificar si o si, y en tanto sujetos homeostáticos sedentarios. Ese es, desde una óptica estructural y de la antromecánica, el quehacer más importante que todos nosotros tenemos asignados, si bien muy rara vez nos sentimos inclinados a contemplarlo.1 Pero de tal manera esto es así que se puede prever todo enlace estructural para el fluir de las generaciones y respecto los grandes disturbios y tribulaciones morales. Puede asimismo concebirse el vínculo entre la elevación y mantenimiento ético-cognitivo y la aparición de nuevos excesos. Y puede, por último, reconciliarse con nuestra necesidad gestora de garantizar, de una manera u otra, futuros contextos de zozobra (así de paradójico y «complejo» está el asunto).

Y habrá que aceptar que, a partir de cada trauma moral que alcance plenamente el conocimiento público, contaremos con la posibilidad estética de catarsis durante cierto tiempo (incluso más de una sola generación, si nos lo proponemos a través de su repetido recordatorio semiótico). Aunque eso no exime de la necesidad de nuevos episodios de auténtica tribulación estético-moral ofrecidas a la contemplación general como si de una inmolación brindada a cualquier deidad se tratara.

No hay otra alternativa si nos interesa la continuidad del contexto sedentario en el tiempo, contexto del que, evidentemente, dependen las sociedades de consumo, sean estas democráticas o no, y como su mismo alimento esturctural.

Pero, ¿estamos preparados para acarrear con tamaña complejidad funcional? O quizá la cuestión más importante sea la de si estamos dispuestos a admitir que, por mor de la gestión real de la vida humana sobre la tierra

alguien tiene que encargarse.

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1 Parte de esta ingente tarea (es decir, prácticamente constante en la vida fisiológico-mental del individuo) es la recreación neurofisiológica de la memoria propia en función de los nuevos estímulos; que por lo vista la identidad se basa también este ejercicio memorística de querer ajustarnos en nuestra propia emotividad acutal a aquella autoimagen de nosotros que depende de la experiencia por nosotros ya vivida y tal y como la hemos asumido en nuestros recuerdos más íntimos; ejercicio que hemos de suponer de gran gasto energético respecto un plano demográfico agregado en el tiempo.