La tesitura de «homo religiosus» frente a los cuerpos culturalmente ajenos

Publicado originalmente en 1956

El sentido es lo que artícula los grupos humanos a partir de la cognición individual creando el entramado evolutivamente principal que reubica el ímpetu y violencia vitales del individuo por imponerse -afán que solo conoce, de hecho, el cuerpo singular e intransferible de cada cual- al seno de la experiencia cultural-moral y afectiva de pertenencia homeostática colectiva. Es decir, el sentido como una forma de mediatización límbica que rige o enmarca después la personalidad socializada y que permite, a través del CA (“cerebro automático”) una mayor eficiencia energética respecto al decurso metabólico colectivo.

He aquí el arranque de homo religiosus que, como se ve, no se refiere al individuo sino el grupo y respecto del cual la personalidad socializada individual es apéndice, pese a las apariencias y el hecho de que esto te pueda fastidiar sobremanera (pues me pasaba a mí lo mismo al principio de tener yo que afrontar esta comprensión compleja de la psique nuestra).

Pero el sentido es necesario imponerlo y esta capacidad que poseen los individuos no lo perdemos nunca, pues solo los individuos conocen la necesidad de ampararse in corpore y respecto su entidad física solo y por siempre exclusivamente suya, y pese a la automatización hasta cierto punto a la que contribuye el CA (y por eso la “condena” por otra parte, a no dejar de ser nunca tu propia persona psíquica: ¡el poder ser de forma cultural depende de ello!).

Porque, efectivamente, en principio es la cultura misma en la que nacemos lo que proporciona aquella imposición de sentido digamos prexistente a la que nos vinculamos como sujetos homeostáticos pertenecientes. Aunque mejor sería decir que nos valemos del sentido cultural ya efectivo para recrearnos a nosotros mismos como sujetos sociales, tanto para conformarnos como para rebelarnos, jugando a combinar nuestra intimidad psíquico-homeostática con nuestra aceptación por parte de los nuestros.

En esto pues consistiría abrir cauces de “violencia” individual como espacios incruentos, es decir, no físicos sino metabólicos y electro-neuroquímicos, para nuestra propia imposición singular sin que se rompa la cohesión colectiva. Y así habría que suponer que el saber nuevamente cómo nos sentimos y qué opinión nos merecen los acontecimientos vividos y presenciados, lo experimentamos de modo visceral probablmente como una forma de poder personal del que disponemos que es el de ser nuevamente nosotros mismos, o eso al menos es lo que habría que entender que se sigue del hecho constatado por la neurología actual de la calidad emergente límbico-cortical de la consciencia humana.

Si bien la cultura universalmente se encarga, de una generación a otra, de que existan dichos marcos a disposción para nuestro ejercicio neuro-homeostático vital (en los que ejerecemos nuestra porpia violencia como imposición sobre todo electro y neuroquímica), no perdemos nunca la capacidad creativa de imponer, si las circunstancias más extremas lo requieren y en ausencia, por tanto, de otro marco consabido, nuestra propia comprensión de nuestra realidad; es decir, como una nueva imposición “violenta” respecto del mundo que nos rodea: porque en el imponernos de esta manera creamos el punto de aranque de un nuevo sentido que es asimismo la apertura y antesala de una nueva intersubjetividad que se abre a otras personas de la que pueden, de ahí en adelante valerse para una nueva integración a la vida colectiva (que es decir sin duda alguna la “humana”).

Publicado originalmente en 1966

Y aquí podríamos traer a colación los ejemplos que maneja Mary Douglas en la obra aquí rerferenciada (respecto de algunas las prohibiciones de las que universalmente se articulan los credos antropológicos) para afirmar que no importa la lógica per se de ninguna creencia colectiva y religante sino el hecho de que tengamos que relacionarnos psicofiológicamente con sus premisas, para definirnos -imponernos- en un sentido u otro, acarreando con la carga de obedecerlas en pos del confort identitario-existencial nuevamente renovado, o bien ingnorándolas un u otro grado, incluyendo hasta cierto punto el muy necesario disímulo, a veces, frente a los nuestros.

Pero que, tanto en una u otra opción, es el individuo quien se la juega en terminos de su propia corporeidad y ante la disyuntiva de pertenecer o quedar fuera y expuesto a la otrora segura muerte por abandono de parte de los nuestros. Y si bien esto no se suele entender ya en un sentido normalmente literal, el impronto limbíco en nosotros que deja esta terrible e inelectable disuyntiva, no ha perdido en nosotros ni un ápice de su fuerza evolutiva original.

Hasta se podría entender que la cultura como viritualidad incruenta que en efecto practica toda civilización agrourbana histórica o actual, se debe a esta disyuntiva interna a todos nosotros que nos obliga a asumir nuestra propia personalidad socializada, a aprehender a autocoaccionarnos de forma íntima; a benevolizarnos afectivamente con los nuestros (hasta el punto por lo menos de rehuir inicialmente la violencia corporal), y, también, afanarnos en nuevas formas de nuestra propia proyección fisio-antropológica como individuos y respecto un plano ahora social más inmóvil y menos directamente físico.

De hecho, esta manera de concebir el papel central de la cognición individual como el entramado central de los grupos humanos evolutivos, en realidad, alimenta vivificando la experiencia colectiva, una vez superado el escollo la violencia corporal, lo que convierte la idiosincrasia individual en el fuel real del tiempo cultural e histórico. Porque para poder mantenernos dentro del locus real de pertenencia dependemos, precisamente, del sentido las cosas, de la sociorracionalidad de la que formamos parte y que está continuamente recibiéndonos de nuevo a partir de cada sobresalto, aflicción y crisis que tanto vivenciamos como podamos presenciar.

Un retorno permanente que se da cada vez que logremos nosotros volver a recuperar el sentido de las cosas, como al menos un marco restablecido de significación colectiva que crece y evoluciona -es decir, cambia en algo-, a medida que nosotros consigamos volver al manto protector de la intersubjetividad cultural que realmente habitan nuestros cuerpos y a cuyo servicio se debe, en realidad, nuestro aparato neuro-homeostático.

Y en cuanto a las antropologías plenamente sedentarias y dependientes de la agricultura intensiva, se ve ineluctable que la experiencia colectiva, mientras no esté abismada en ningún episodio de violencia física desabrida (bélica), acabe erigiéndose en un juego sin fin de perspectivismos particulares que se ofrecen a la contemplación intersubjetiva común: la política consensual o democrática, el debate teológico, después filosofíco y judicial, e incluso el gusto y opciones consumidores que nos mueven a todos, devienen en modos de interacción perspectivista no-violenta que arrancan de la cognición-homeostasis individual y sobre la que se acaban estabilizando en el tiempo inmóvil de los contextos sedentarios.

Por último, si prentendemos afrontar el carácter complejo de esta mecánica, hemos de entender que la viabilidad antropológica como sistema aquí esbozado acaba alimentándose metabólicamente de todo tipo de acontecimiento moralmente -es decir, corporalmente- relevante que acontezca sobre el teatro público interpersonal (el que crean los medios, por ejemplo, tanto escritos como audiovisuales, después cibernéticos).

Quiero decir que es en verdad complejo el tener que reconcer la necesidad estructural de que siga habiendo zozobra, sufrimiento y cuitas en general humanas y toda clase a disposicón de las experiencias sedentarias, pues esta sería otra condición digamos de serie que viene impuesta por el carácter emergente -incoativo- de nuestra experiencia consciente.

La otra opción, en cambio, es la violencia física que tiene su propia lógica y mecánica igual de aplastantes, según el examen incluso más somero de la historia humana nos revela. De hecho es la violencia intergrupal es sí misma una forma de viabilidad que si bien debe evitarse (por razones evidentes), sigue siendo para la civilización contemporánea el gran invitado de piedra y secreta deidad estructural al que hay que estar constantemente rindiendo distintas formas de pleitesía (esto no lo puedéis negar).

Pero bien se ve, ahora, que la imposición de sentido es en sí misma una forma de violencia, pues precisamente por eso funciona también en tanto la alternativa sedentaria más seria y civilizada (aunque sea, a lo que parece, significativamente más caro en términos metabólicos y como vector antropológico colectivo).

Y probablemente es por eso que los grupos humanos existen primeramente de forma sociorracional en su propio seno de pertenencia, mientras que suelen preferir vincularse a través de la violencia con los grupos culturalmente ajenos. Porque el ámbito exogrupal acaba sirviendo como motor externo de la aglutinación sociorracional propia, lo más probable.

Y esto probablmente debido también a que, como seres homeostáticos a igual los demás animales, somos perezosos por naturaleza.

(También quizá convenga no olvidarlo)

Trayectorias «suprahomeostáticas» hacia una fe empírica

Ejemplos de contextos que se inician en una trayectoria suprahomeostática:

-el aislamiento

-el hilo mental de pensamiento más íntimo

-la reflexión cortical más focalizada

-los no-lugares

-la reflexión como parte de una metodología científica

-estar a disposición de una persona mucho dinero que le permite extirparse de entre los demás

no depender de los otros de tal forma y en tal grado que el contexto social para nuestra propia realización fisiosemiótica ya no sea relevante para nuestros cuerpos y, por tanto, desaparece toda tensión límbica y neuroquímica por pertenecer o no, por recibir alguna aprobación o no de los demás; situación que puede darse a través del dinero o por independencia intelectual (menos firme) o por no entender a los otros, respecto a contextos culturales ajenos y cuyo idioma, además, no entendemos…

-Pertenecer a otra cultura diferente de la que comparten los que nos rodean cotidianamente y debido a una mútua independencia que se supone con el tiempo se irá reduciendo

Grado más extremo:

Si bien existe una dependencia “supra-homeostática” que no puede describirse como físicamente relevante salvo en un sentido mucho más remoto (por ejemplo, respecto del hecho de que el confort físico y material depende en realidad de la actividad vital y económica de grandes espacios demográfico-culturales y que sin este cauce demográfico el capitalismo como garante último del confort material de la humanidad no puede mantenerse a la larga, y por mucho poder que pudiera tener un grupo reducido de personas sobre el tiempo colectivo; es decir, su propio rango y extensión técnicos y ejecutivos, dependerían en última instancia de las limitaciones del propio sistema como agregado generacional planetario). Sí existe, sin embargo, una dependencia moral en un sentido ético—porque la ética parte de los cimientos límbicos del pisque-cuerpo humano, pero que es finalmente razonada. Es decir, la ética como razonamiento es una forma de moralidad “no homestática” en tanto que es más intelectual que límbico (la ética es, por tanto, perfectamente compatible con vínculo supra-homeostático -cromático- con la humanidad). Y, en la dirección inversa, nuestra propia reflexión respecto la ética respecto a este mismo ente suprahomeostático en este sentido estructural y regidor, es también posible a partir del reconocimiento de la tajante separación entre ambos planos, el de los usuarios antropológicos frente al del regidor.

Y un último detalle: dicho ente no tiene competidor ni rival estuctural (porque evidentemente se ha blindado décadas ha frente esta posibilidad), y eso, sin lugar a dudas es un punto a su favor (y en beneficio nuestro también) porque la política, vista de esta manera y si reflexionamos sobre ello, adquiere un carácter técnico ajeno a nuestra comprensión de la política histórica, pues ésta consiste siempre también en una pragmática antropológica a partir de, condicionada por, nuestra cognición. La rección suprahomeostática de la antropología, en cambio, se libra mucho más de su propio fondo límbico por todas las razones que aquí intento esbozar a partir de la distancia de la posición que ocupa frente a nosotros. De hecho, nuestros procesos límbicos son, de hecho, objeto técnico de su regencia, lo que convierte el poder político real, por fin, en una forma de responsibilidad históricamente inaudita (es decir un poder a todos los efectos absoluto como si fuera dios) .

De hecho, la propuesta es seguir relacionándonos como si fuera tal, pues a lo que parece la antropología sedentaria y en el grado que está determinada por nuestra cognición, funciona mejor de esta manera crediticia, lo que alimenta los entornos agrourbanos con una necesaria tensión fisiológica siempre tendente, a grandes rasgos, hacia lo metabólico y neuroquímico (alejándose como tendencia de los choques corporales directos). El juego, por tanto, depende una tácita aceptación de al menos esta posibilidad, pues tampoco, a lo que parece, se va a revelar nada nunca de forma definitiva.

Tomen nota, en este sentido, de una de las responsibilidas más importanes de dicho ente, que sería la de garantizar el espacio correlativo (homeostático, arraigado en lo límbico) de los usuarios antropológicos, como ha hecho asimismo siempre la antropología histórica por su propia cuenta. Pues nuestra vivencia del yo emergido y consciente -digamos cartesiano– no ha sido nunca el acontecimiento más importante que sobre el planeta se haya dado, ni mucho menos (y eso que ahora podemos discernir mucho mejor entre ambas partes de nuestra cognición bipartita y que el orden político -efectivo- ya lleva esto incorporado a su propia operatividad técnica –hasta podíamos decir “afortundamente”).

Y probablmenete también convenga pues reconocer y aprender a abrazar un poco mejor nuestra propia pequeñez como individuos atrapados (pero en un sentido muy positivo, sin duda) por nuestra propia homeostasis, pues ¿qué podemos realmente hacer ni decir -ni siquiera pensar- respecto de las miles de millones de vidas a través de las horas del día, un día si otro también que es el cauce mismo del tiempo colectivo?

Es decir, todo el asunto nos sobrepasa.

En este sentido, entonces, solo unas pocas personas tendrían a la larga problemas con esta necesaria asunción de nuestra propia pequeñez singular, que se supone, por otra parte, que es la base de lo espiritual. Ya se les estarán ocurriendo a ustedes algunos nombres de barones tecnológicos, por ejemplo, etc.. Aunque bien pensado, quizá ni siquiera sea necesario ningún reconocimiento públicamente constatado en este sentido; que evidentemente la función digamos semiótica de unos y otros magnates y titanes de lo digital (en el servicio de esta nueva estabilidad antropológica colectiva que rinden, en realidad, a los demás) tiene poco que ver, seguramente, con su circunspección psiológica personal.

Aprovechémonos pues nuestra anonimidad.

(Mientras los cuerpos aguanten)

La opacidad cognitiva: algunos procesos socio-homeostáticos no racionalmente explícitos

La amenaza soberana:

Puede entenderse como un mecanismo de apropiación de parte del grupo cultural de su propia experiencia sensorio-existencial, pues a partir de la natural aglutinación de multiples individuos frente a las agresiones exteriores o exo-grupales, el agente externo incide de tal manera en la fisiología individual de los pertenecientes que acaba estableciéndose como una suerte de función regidora respecto al grupo. En los grupos prototípicos de simios de la savana africana, por ejemplo, cabe entender cualquier macho alfa ocupante de una posición dominante sobre los demás como una figura designada indirectamente por las amenazas externas (que son, desde un punto de vista más compleja, la fuerza en última instancia causal que entra aquí en juego). Pero esta apropiación, respecto los grupos humanos, sin embargo, requiere una lógica no solo narrativa sino también conceptual que parece condicionada por la antropología ya firmemente sedentaria (lo que después conduce a una ampliación de las posibilidades semiótico-epistémicas). Es decir, se trata de la continuidad transformada de una primera estructura o condición socio-hoemostática que se desarrolla de otra manera a raíz de las circunstancias sedentarias. La amaneza soberana debe entenderse, por tanto, como un continuo que, desde en realidad el mundo animal, traza una línea recta entre el “macho alfa”, el soberano político y, finalmente, las postulaciones divinas, pues todos ellos son diferentes manifestaciones de una misma relación socio-homoestática entre los individuos y frente a diferentes marcos naturales o antropológicos (grupos de animales sociales del bosque frente a la savanah; o contextos antropológicos nómadas frente a los sedentarios y agrourbanos). Y a un extremo (el del macho alfa) se trata de la existencia de una fuerza vital (violencia) directamente física, mientras que al otro extremo –el de las postulaciones divinas– tenemos una violencia absoluta postulada sobre espacios semióticos e imateriales (y no sujeto por ello a contradicción) que busca blindar los marcos colectivos ante las limitaciones, por ejemplo, del derecho humano siendo esto una necesidad finalmente clave del orden social sedentario y su mantenimiento como sistema.

Otros ejemplos de esta continuidad socio-homeoestática y sus evoluciones en el tiempo:

La infernal ratio:

Proviene de los primeros grupos humanos (pero con claros antencedentes en el mundo de los mamíferos sociales, quizás tambien las aves) que luego se convierte en eje de la experiencia sedentaria, a partir sobre todo del lenguaje escrito, lo que acelera la fuerza de su influencia a partir de la imprenta, eso que abre nuevas posibilidades de la vivificación sensoriometabólica a través de la política contemporánea, o esto que se puede entender a partir de algo así como las guerras europeas de religión que solo tienen sentido histórico vinculadas a la palabra impresa y la extensión y verdadera popularización de la tensión metabólica identitaria.

Porque la infernal ratio es una mecánica identitaria que trata de la infernal desgracia que son los infortunios de todo tipo padecidos por “los nuestros” que se constatan sobre un plano social, si bien los medios de comunicación -entendidos en su sentido más estéticamente amplio y hasta artístico- lo convierte en una fuente de resonancia límbica de lo más intenso (eso que es para la fisiología socio-homeostática sedentaria fuente alimentaria básica). Pero lo cierto es que el sujeto homeostático no sopesa apenas racionalmente nuestra propia emotividad y su relación con lo tempo-estructural.

El catolicismo y el mecanismo expiatorio cristiano:

Se puede entender como una particular formulación de una mecánica ya existente basada en la infernal ratio que, además, impone un sentido moral sobre la vida de la gente a través del una idea -ya epistémica- de cristo y el trato que propone, lo que es, a primera vista, una reclamación de la aceptación de buena voluntad e iniciativa propia por parte del individuo para con la comunión; si bien visto desde una visión tempo-estructural, esto mismo supone la conversión del individuo en alimento para los demás (y particularmente para la siguiente generación). Se trata de una suerte de explicación ritualizada del tiempo humano natural; el tiempo humano moralizado y convertido en punto para visionar epistémicamente la experiencia (lo que se debe a su peculiar manera de relacionarse, precisamente, con la violencia humana, que no la suprime sino que convierte en vivencia sobre todo fisio-estética culturalmente institucionalizada lo que ya existe inherente a la psique individual y socio-homeostática).

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El contrato social como concepto histórico a partir de ¿Hobbes?

Igualmente puede entenderse como una concreción racional-intelectual de un fenómeno que ya se da sobre el locus socio-homeostático de la pertenencia identitaria, si bien de forma digamos performativa y no racionalmente explícita. De hecho, a eso se refiere Herbert Geertz con su descripción de cierta función cognitiva implícita en las peleas de gallos de Bali (“Deep Play”), eso de una recreación de una violencia avícola que ofrece, en realidad, una vivencia moral y catártica de la violencia como el sentido social que subyace al orden de los clanes y que, pese a todas sus posibles injusticias, es siempre mejor que la violencia desabrida entre grupos humanos o clases sociales.

Es decir, el proto-contrato social (aún no formalizado) es con la violencia misma y dolor que anticipamos que trae su temido regreso al escenario público. De manera que cabe entender su presencia ritual o de alguna manera controlada –es decir, mimética e incluso estética — como catártico y visceral recordatorio de nuestra dependencia cognitiva en ella, si bien también sirven los espacios norbertoelisianos de autoincoacción psíquica, pues suponen una forma vicaria de nuestra propia imposición (violenta) pero sin consecuencias físicas directas (es decir morales, por no estar expuesta a escrutinio público y al ser una violencia íntima y neurofisiológica). Pero, naturalmente, tal dependencia en la violencia misma no puede tratarse de forma racionalmente explícita (o no al menos respecto a sus universales formas antoplógicas históricas), lo que obliga a que reconozcamos asimismo nuestra dependencia psíquica en la mitología.

O decir que la manera más “racional” de abordar este asunto como sociedades es aún a través de la narrativa: muestra histórica suprema podría ser,por ejemplo, el caso de Dionisio que puede entenderse en su vinculación con la antoplogía agrourbana como analogía metafísica con ni más ni menos que la neurobiología actual aplicada a los contextos antopológicos; esto mismo que esbozara pero sin concretar en su día el mismo Nietzsche.

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Una visión geocéntrica frente a la heliocéntrica:

Pues daba lo mismo respecto de la comprensión humana inicial del tiempo; y sí se considera esta última como más racional y conceptualmente explícita por certera, la geocéntrica puede entenderse como una especie de estado preconsciente o prerracional en el que, sin embargo, imperaba una lógica desde luego lo suficientemente correcta como para inventarse los relojes (invento que antecede unos cientos de años a Copérnico). 

La limitación límbica de toda extensión sociorracional:

El salirse de nuestra zona de confort a partir de vivencias sensoriometabólicas extremas, se puede llegar a desdibujar toda estabilidad consabida socavando, entonces y momentáneamente, el orden colectivo anterior. Lo límbico pues se convierte en una suerte de críptica guardián del marco cognitivo-cultural vigente, obligando al escenario colectivo a no excederse en lo que se puede entender en cualquier momento histórico como “apropiado” o no, o del todo “intolerable” y que aboca frecuentemente a una violenta zozobra psíquica en los individuos. Ejemplo ya clásico de esto es la necesidad por parte del poder de esconder, a veces, su propia violencia, pues tal espectáculo puede abrumar a las personas de tal forma que puede dejar de tener sentido alguno la diferencia entre la violencia “de los nuestros ” y la enemiga (de hecho, a partir de la guerra norteamericana en Vietnam de los 60-70, ningún ejército contemporáneo ha dejado de controlar férreamente la prensa -las imágenes en general- respecto sus propias operaciones).

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En Plaza Ciudad de Viena, número 9 (Moncloa-Aravaca) cuando Santiago Abascal era aún buena persona

Entre marzo del año 2003 y primavera quizá del 2007, acudía 4 ó 5 veces por semana al edificio-torre central de Plaza Ciudad de Viena, Madrid (para un asunto personal pero bastante intenso, un día sí y prácticamente otro también, con pausa únicamente en el mes de agosto y una semana en navidades). Y como encajaba muy bien con el horario de mi trabajo que me dejaba inactivo a partir de las nueve del mañana hasta medio día y por la tarde, solía desayunar antes de subir a eso de la 9:30 en el bar que en aquellos tiempos había en la planta baja.

Y así fue que al entrar un día me encuentro al otro lado del redil circular de aquella barra con la ensimismada y como algo apagada figura -pulcramente trajeada y encorbatada, eso sí- de un exalumno que unos años antes había entablado conmigo cierta relación personal (cosa que con frecuencia ocurriría en el contexto de mi actividad de entonces). De tal manera que sabía muy bien, y hasta había llegado a congraciarme con al menos su persona, que era falangista declarado de los que aún se identificaban en aquellos tiempos con Blas Piñar, consideraba al mismo Partido Popular como una caterva de traidores, y no sé si al rey Juan Carlos también.

Aunque este hecho personal que él atemperaba en algo por razones profesionales, pero que había querido que yo supiera y que, además, yo aceptara en pos de, simplemente, la formalidad personal entre nosotros, no había impedido que llegara a estimarlo como persona, por el sufrimiento personal que me relataba sobre su divorcio (¡enfatizando la angustia y zozobra tambien de su esposa!) y en sus muy agudas observaciones sobre su propio sector industrial (petrolero) y los siempre presentes entresijos de la corrupción que relataba cuando de estaciones de servicios se trataba. En cuanto a la consecución de licencias municipales me trazó un auténtico catálogo de las idiosincrasias regionales y hasta provinciales en España que, según una u otra zona, eran más deshonestos y duros de pelar y las que lo eran menos—aquellos tiempos eran, además, los de un tal Villanueva y el gran escándalo entonces aún reciente aquel de trucar los surtidores de toda su cadena estaciones de servicio de la que él o su familia eran propietarios).

Un tipo elegante en el vestir, en los modales y en el trato afable y divertido con la gente; era buena persona, quiero decir, eso que solemos decir todos nosotros en algún momento respecto a alguien, sin profundizar. Pero aquella mañana le percibí entonces como algo mayor para los poco más de cincuenta años que calculaba que entonces tendría, y también como entumecido de cara grisácea con sutiles pero profundas ojeras y, en general, no muy animado que digamos. De hecho, no me reconoció pese a estar casi en frente suyo y pese también de haber coincidido hacía relativamente poco-quizá había sido solo el año anterior- en algún Vips del barrio de Salamanca, donde, con otra fisiología más vivaz, me había apretado efusivamente la mano, llegando casi a abrazarme.

Pero bien: ya para entonces me había acostumbrado a los encuentros con conocidos del pasado que se presentaba en el ahora como prematuramente envejecidos, con una ligera hinchazón de sus facciones, apagados de vitalidad y faltos muchas veces de una memoria clara de su conexión anterior conmigo. Y la verdad, ya para entonces entendía que eso no era el tema más importante sobre el que articulaba mi vida entonces (y también hasta el día de hoy): no son los individuos en los que he de centrarme sino en los contextos del que dependen al mismo tiempo que contribuyen a mantener, como ya me había ocurrido (y que ocurriría con frecuencia después) con algunas otras personas en este sentido atrezo.

Es decir, ya intuía -lo que ahora me consta- que mis recuerdos personales, toda mi vida efectiva pretérita no era -ni es ahora- más que un sostén sobre el que puede seguir funcionando mi cognición y en su vertiente memorística (pues no hay, por lo visto, sujeto cognitivo sin memoria), lo que, además, me ayuda a mantener y cultivar, afortunadamente, mi sentido del humor ante las cosas.

Y porque apremia, me han hecho saber de infinidad de maneras y momentos, el tiempo colectivo, de tal manera que su urgencia como imposición es también necesariamente la mía frente el decurso los días y la perspectiva de futuro.

Pues bien, el tema entonces, en aquel momento, no era quién era o hubiera sido para mí esta persona ni cómo estaba (que forzosamente no debía de ser positivo en ningún caso), sino el sentido que tenía su presencia en ese lugar. Y en esto al menos fui rápido, pues recordé al momento que este tipo solía mencionar gestiones que de vez en cuando tenía que hacer en alguna oficina de la asociación de servicios de estación de Madrid, o algo así, pero cuya dirección yo no tenía por qué haber sabido nunca. Aunque ya me había percatado, al haber frecuentado casi a diario este bar y la arriba mencionada plaza, que eso explicaría su presencia, que dicha oficina se ubicaba efectivamente en aquella misma plaza.

Habría seguramente que decir que almacené el recuerdo de aquella mañana de alguna forma para un uso posterior mucho más preciso: el de asociar este perfil de Falganista-buena persona con el concepto de fuel; una gasolina de la que, con el tiempo, se haría dependiente la política española, pero mucho antes una política verdaderamente mundial como artimaña de lo que parece un esfuerzo por dilatar el tiempo narrativo un poco más dentro de un contexto energéticamente menguante…

Quiero decir que este atar cabos a partir de recuerdos que dan forma luego a una comprensión estructural, se me impuso, en este caso particular, mucho más tarde. Pero el hecho de vivenciar memorias personales a partir de las que se va hilando una idea, una narrativa y un sentido final que yo he de colegir por mi mismo (o así al menos percibo esta experiencia) si bien supone mi implicación personal, moral y afectiva de lo más intensa, no quiere decir que sea exactamente algo mío que yo haya forjado enteramente por mismo.

Pues la verdad es que todo este asunto en general nunca ha sido en realidad un problema mío sino vuestro; y a etas alturas creo que solo muy une a ello el deber, o algo así.

(Probablemente también el amor, aunque yo no utilizaría esa palabra)

Pero no llegué a decirle nada aquella mañana, como ha ocurrido con muchas otras personas (en realidad y hasta cierto punto, con todas las personas que conozco aún o haya conocido nunca), pues es en el silencio donde se encuentra la única ecuanimidad posible en esto que es mi nueva actividad vital, una actividad que había sido en realidad desde hacía muchas décadas antes (antes incluso de nacer yo) la mía sin que fuera necesaria mi concienciación sino desde noviembre del 2002 (y con una comprensión ya cromática más cabal a partir de febrero de 2004).

Aunque tampoco debo pensar mucho e innecesariamente en ello, la verdad. Pues aún hay trabajo por hacer y no se me permite distraer en lo esencial de este hecho base y fundamental y que es algo así como el sentido real (pero críptico) del presente de la especie.

(Avanti es lo que suelo decir a mi mismo llegado a este punto, y con escupitajo mental luego al suelo)

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La titilante relación entre la consciencia humana en su vertiente estructural y el «cerebro automático»

Imagen probablemente publicitaria de una conocida marca de gafas de sol

Emerge la conciencia humana para empujarnos hacia nuevas imposiciones vitales, en princpio correctivas de alguna manera, siendo la focalización más cortical del yo autobiográfico y reflexivo, una fuerza auxiliar que solo se activa cuando los renglones intermedios de la escalera de la consciencia (más propios del “cerebro automático”) quedan desbordados.

-Luego la percepción de una cierta insaciable manía de progresión y avance como espíritu del tiempo sedentario se debe, en realidad, a nuestra condición cognoscente que supone la necesidad del alimento sensorio que aboca a nuevas imposiciones vitales en la consecución de nuevos estados de confort psico-vital y homeostático, como ciclo incesante sociobiológico humano, en realidad, colectivo.

-Para eso paracería que deja asimismo entrever que la focalización superior no es, en realidad tan importante para la cotidianeidad funcional colectiva, si bien sirve para nuevas imposiciones sobre planos epistémicos, como también la participación en dilemas y pugnas intelectual-morales, historigráficas o ideológicas, etc. que el tiempo sedentario no tiene más opción que poner a disposición de los sujetos homeostáticos.

-Pero, en realidad, los espacios epistémicos que son claves para los contextos sedentarios importan en tanto espacios que dan salida a la violencia cognitiva humana, y no porque importe per se el razonamiento humano. Es decir, se llegó a una situación histórico de desarrollo que tuvo que dar salida esa capacidad de violencia (en su vertiente cognitiva) como imposición humana producto, en realidad, de una evolución socio-biológica anterior.

-Aunque también es cierto que esta creación de espacios miméticos y la recreación más simbólica y subliminal de la agresión como espacios de descarga fisiológica (lo típico de toda antropología urbana universal, vamos) forma parte de un desarrollo cultural asimismo ciego en tanto opaco a su mismo propósito; una estabilidad como permanente frenesí dictada, simplemente, por nuestra idiosincrasia cognitiva que históricamente llevó de forma inexorable a un engrandecimiento ético del tiempo humano.

-Pero que, a igual que el dios postulado (el único que hay, de hecho) este ser cultural y éticamente engrandecido propio del logos, no tiene por qué haberse dado y, aun hoy en día, resulta que mantiene solamente una relación de complemento respecto una mecánica socio-homeostática subcortical subyacente más estructuralmente importante.

-La pragmática de la viabilidad sedentaria como reproducción sociohomeostática, sin embargo, está condenada a no solucionar nunca definitivamente el aspecto opaco o crítipico que ocupa su centro funcional real, pues el cererbro automático tiene clara supremacía estructural sobre la focalización racional, y esto es de dificil aprehensión para nosotros, si bien lo podemos contemplar sin duda de forma intelectual y asismismo asumirlo como circunstancia y factor a tener en cuenta.

-Obliga tentativamente, por último, a la consideración de un modelo conceptual titilizante de la antropolgía sedentaria en el tiempo; modelo que entiende el entramado automático de lo estructural (lo grueso agregado del conjunto energético bajo dominio sub y menos consciente) como necesitado y dependiente de contingencias de gran fuerza metabólica y nueroquímica, siguiendo la pauta ya inherente a nosotros como seres vivos cuya homeostasis está neurológicamente mediatizada, pero que, respecto de la experiencia sedentaria, supone servirse de la razón misma como fuente de creación de nuevos estímulos y dilemas; para que haya más fuentes de drama y fascinación, más y menos moralmente relevantes de las que alimentarnos, interpretándolas y definiéndonos en nuestra reacción a ellas de una u otra manera, y enriquiciéndonos, qué duda cabe, a través de nuestra participación en ellas. Pero no porque su contenido intelectual importe exactamente, sino porque el sostenimiento de la inmovilidad sedentaria pide que nos vivifiquemos lo queramos o no, porque nos lo pide el cuerpo, en realidad, antropológico.

-En fin, puede decirse que esa sería la prebenda más gloriosa de la experiencia civilizatoria como opción colectiva frente a una nueva recaída en la violencia física desabrida; esa violencia que la antropología agraria consolidada se reserva típicamente para los cuerpos culturalmente ajenos y exogrupales al constituir otra relación titilante más (aparte de la que vincula el cerebro automático con el logos). Es decir, la que entrelaza lo sedentario con la violencia bélica como, sobre todo, espectro potencial y amenazador cuya temida vuelta da vida a la la política, estímula nuestras finanzas colectivas y nos vertebra como seres morales para visceralmente hacernos saber que, después de todo, hay algo que perder si dejemos al final que todo se desmadre.

Que si no ¿de qué otra manera suportaríamos la paz, un día sí otro también?

Pues ya ves, los grupos humanos nunca han podido mantenerse con solo la banalidad por argamasa. Es decir, la profundidad moral, intelectual y ética, en general, puede entenderse como requisito alguna vez estructural de contrapeso frente, en ultima instancia, a la vacuidad neurológica, de la misma manera que la afectividad hace de contrapeso a la agresión o que nuestra extraña signularidad psíquica basada en la memorística humana lo hace también frente al nihilismo de los sentidos humanos, más allá de los cuales no hay ni ha habido nunca nada, salvo lo que hubiéramos postulado nosotros mismos.

(Qué se le va a hacer)

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Una mecánica cognitiva como eje estructural de la antropología sedentaria y la importancia del tú

Portada discográfica del año 1969

Cuando bajo el asedio de lo real y encontrándonos otra vez unidos de repente al cuerpo propio en riesgo claro y craso, como que volvemos a nacer a la vida y al mayor goce que parecería que conocerse pueda, esto es, el integrarse de nuevo la mente con el cuerpo, el esto que soy en mis pensamientos volitivos con esto que es mi cuerpo.

De tal forma que se esfumina, momentáneamente, el peso mismo de la consciencia y la diferencia base entre si estoy o si soy. En momentos en general de gran vivificación sensoriometabólica en los que se dirime la integridad tanto física o bien moral del sujeto psíquico; en el punto más intenso de la vivencia estética e incluso entablando una conversación distendida con otra persona -o respecto de cualquier otra forma de ocupación intensa de mi propia fisiología- me libero, de alguna manera, del peso del yo socializado y vuelvo (siempre fugazmente) al no-ser de mi propio estar corporal.

(¡Pero respecto de los entornos sedentarios, nuestra forma de experimentar la moralidad, la belleza y el mismo yo puede concebirse como experiencia estética!)

O, dicho de otra manera, prescindo del ser retornado al estar, si bien solo de forma pasajera, pues como evolutivamente (y en mi propia cognición) dependo del grupo cultural -el mío en el que he nacido o bien en otro al que por circunstancias de la vida me haya incorporado posteriormente-, no es posible ninguna renuncia definitiva al ser ni a nuestro yo más reflexivo (¡siendo como es el dispositivo evolutivo por excelencia de la supervivencia de los grupos humanos!1).

Pues a este momento de gran vivificación, tan efímera como regular en su permanente reaparición (de carácter sin duda dopaminérgico o neuroquímico) y que parecería ser, en realidad, el eje de mi propia cognición entre una parte subcortical frente a otra jerarquía superior, consciente y cortical, me noto irremediablemente vinculado a través de mi visceral afición y como intenso gozo que me absorbe y que veo, respecto a los demás, que les sucede otro tanto.

Y es que nos gusta, sin duda, ser nosotros mismos en cada repetición de este momento eje y de transición que involucra raudo la memorística neuro-emotiva de cada uno de toda una trayectoria vital (eso que somos en cuerpo y alma neurológico desde el primer recuerdo hasta del día de hoy), y en la perenne pulsión nuestra hacia la consecución de confort que supone, en última instancia, alguna forma de imposicón sobre nuestro entorno. Poder nuestro de imposición vital sobre todo, en el descernir, en el interpretar y atribuirle un sentido a ese entorno, pues de ello depende, en realidad, la continuidad intersubjetiva del grupo al que pertenencemos (y que es, además, la razón de ser de nuestra propia cognición como individuos).

Extrapolando al plano histórico: esta misma facticidad hedonista porque homeostática que subyace a todo lo humano en todo tiempo y lugar antropológico, no puede dejar de condicionar el decurso de la historia de la civilización. En primero lugar, porque dicha bipartición como eje y continuo cognitivo, no puede definitivamente superarse nunca: jamás puede el estar subcortical reflexionar sobre su propia existencia sin pasar a mediarse nuevamente por el ser (si bien, justo en los momentos de nuestra mayor zozobra, euforia o aflicción emotivas, parecería que se aproximan de alguna manera el uno al otro).

Es decir, el estar neural, después sociohomeostático y que luego deviene en el ser culturalmente racional e individual de cada cual, no puede salirse de los límites de la homeostasis biológica (ni de la individual y ni de su otra vertiente socio-biológica). De ahí el caracter emergente y escalado de la consciencia humana en su atadura inexorable (necesariamente por siempre) a un cuerpo vivo que se vincula, al menos de forma fisiológico-semiótica, como integrante con un colectivo alguna vez antropológico.

En segundo lugar: es este callejón sin salida de la cognición como mécanica sociohomeostática nuestra que, a partir de la antropología agraria, ha dado alas a la creación de la cultura tal y como la conocemos (es decir, la sedentaria). Porque en la euforia de ser nosotros mismos, en la manera aquí esbozada, se necesita una fuente incesante de estímulos frente a los que hemos de reaccionar y definirnos una y otra vez (de forma, de hecho, incesante a lo largo de toda vida individual).

Estímulos de los que después se vale nuestra propia homeostasis emotiva y memorísitica para implusarnos a nuevas imposiciones vitales, tanto físicas, socioafectivas como también simbólicas, empero sin que quitemos ojo nunca (probablmente de forma más inconsciente que razonada) de las consecuencias por nostros anticipadas respecto a nuestras propias acciones y conducta frente a los otros, es decir, a los nuestros, quienes, como nebuloso tribunal imaginario, dominan nuestra psique a través de cierta jurisdicción homeostática, subcortical y emotiva (es decir, no del todo consciente para nosotros) que parecería que les compete.

Pues la sal de la vida es en verdad la tarea sisifósica de sobrellevar nuestra propia disonancia homeostático-emotiva más íntima, frente a los cuaces ya consabidos que despliega toda cultura por medio de su normatividad ontológica y sociorracional, pero internalizada por cada uno de nosotros como individuos: entender el paso del estar al ser como escalera sociohomeostática que va por grados de lo subcortical hacia la la personalidad propia, sería una manera de concebir la digamos fontanería neural y homeostático-memorística que subyace a los grupos humanos.

Ahora bien, es dificil, acaso imposible, para nosotros aprehender el hecho de que nuestra propia voz interna de conciencia pertenece y se debe revulsivamente más bien a ellos, al grupo cultural que son los nuestros y frente a los cuales nos hemos forjado, a lo largo de la vida, nuestro yo en primer lugar neurológico o neural, depués racional y socializado. Pues como un a veces incomprehensible bozal que de alguna manera sentimos que nos sujeta puede conebirse el ser; que percibimos a veces como estorbo tanto como fuente, en otros momentos, de gran seguridad existencial.

Pero, si el sostenimiento de lo sedentario depende de este mecanismo identitario emergente que pone al centro de su propia estabilidad tempo-estructural la disonancia individual, para que nos dispongamos nuevamente a nuestra propia imposición vital, la posibilidad de la violencia en su distintas formas (la física pero también una brutalidad en general vivenciada por todos) es evidente y que debe embridarse por el bien, en primer lugar, del colectivo, pues no es viable -ni siquiera concebible-, la experiencia antropológica sedentaria si campa a sus anchas la violencia más desaforada.

Porque el propósito de la emergencia cognitiva -su lógica tempo-estructural- es el de disponer al individuo, a través de su propia homeostasis emotiva, a nuevas imposiciones vitales; pulsiones apenas inmediatamente comprendidas por el individuo que, además, no deben incurrir en un anticpado riesgo moral para el individuo (lo que aboca a su vez a una mayor tensión homeostática); de tal manera que puede entenderse el tiempo antropológico en su carácter incoativo, perennemente obligado a hacerse en vez de simplemente estar, lo que añade al decurso del tiempo sedentario un aspecto de ciega e inexplicable progresión, en tanto que, trantándose de, en realidad, un ambito subcortical y propio más bien del cerebro automático (factor clave en la eficiencia energética de los grupos humanos), quedamos como culturas y sociedades a espaldas de la posibilidad misma de aprehender lo que continúa siendo un proceso y una realidad colectivos, crípticamente ubicados al centro del tiempo cultural (proceso y realidad cuya pragmática y aplicación colectivas han de seguir funcionando de esta manera opaca debido a la naturaleza de nuestra cognición, si bien admite desde luego la contemplación intelectual).

La cultura, como argumentamos en el conjunto de estos textos, es el producto de este impasse todavía original, pues con la creacion de espacios miméticos2 ampliados gracias al despegue de nuevos ámbitos semióticos (el lenguaje escrito, sistemas numéricos, nuevos instrumentos simbólicos como el dinero, etc.) se está inaugarando asismismo nuevos espacios de imposición individual, en el que es posible compatibilizar la violencia inherente a la cognición humana (en su pulsión ciega por efectivamente emeger) con una necesaria planicidad sedentaria cuyo reloj regidor es, en realidad, el tiempo vegital en el decurso cíclico de una siembra a otra cosecha sucesiva, que es también el tiempo de la digestión y el engorde de los animales.

Pero como nuestra conciencia está abocada por mandato biológico y socio-homeostático a emerger, queda inexorablemente marcado por ello el entramado energético de la antropología sedentaria. Y gracias al desarrollo histórico de espacios miméticos metabólicos incruentos, podemos seguir imponiéndonos según dicho mandato y su imperiosa emergencia (pues del yo racional y socializado depende, como argumentamos, la continuidad en el tiempo del grupo), empero derivando la violencia más cruenta hacia ámbitos metabólicos que incluyen la vivificiación moral, el dolor y la con-dolencia frente a las aflicciones ajenas, la experiencia estética -entendida en su extensión más amplia-, además de todas las posibilidades ritualistas a través de marcos religiosos y político-económicos, junto con los nuevos horizontes epistémicos por donde acabamos auxliándonos de alguna manera en forma del progreso cultural que es, en realidad, una respuesta estructural frente al problema que supone la antropología sedentaria.

(Porque, evidentmente, la experiencia nómada, aunque se articula como grupo humano antropológico de esta misma manera a través de la cognición individual, tiene a su disposción más o menos permanente el desplazamiento físico, lo que sugiere que el desarrollo simbólico intensificado propio de lo sedentario se da como respuesta compensatoria respecto a una limitación física nueva surgida históricamente).

Y para que podamos seguir aguantando lo que evidentemente se convierte como quien no quiera la cosa en una forma de orden que solo remotamente se relaciona, por lo general, con las penalidades más traumáticas de la existencia física original y aun potencial, acabamos asumiendo una posición insidiosamente reverencial respecto de la violencia bélica, pues lo que como sociedades sedentarias particulares hemos logrado extirpar cada parte de entre su propia experiencia colectiva (porque el dolor y la zozobra que causa la violencia entre los nuestros tiene su baremo de tolerancia bastante bajo) parecería que la necesistamos subliminar de alguna manera, ubicando la violencia en su forma más directa en el otro culturalmente ajeno. Y así, siempre acechante, la guerra como posibilidad nos infunde una gran tensión que solo se nos hace llevadero volcándonos nuevamente en nuestros quehaceres coditianos, para empeñarnos en proseguir en lo nuestro con renovado vigor sabiendo -de forma más visceral que razonada- que, efectivamente, hay algo que perder si se desmadran de verdad las cosas3

Si bien pudiera parecer esta situacion un tanto roma o abtusa desde el rigor del analisis analítico, reflexionando sobre su vertiente estuctural, no cabe sino abrazarla como una “solución” histórica de gran importancia respecto de la evoloución de la cultura, pues parecería que como arranca a partir del problema, en realidad, de nuestra condición cognoscente. Y apunta, por tanto, a la idea de que la antropología sedentaria no tiene más remedio que descorporizarse en el sentido de sostenerse mayormente sobre espacios más metabólicos-semióticos que físicos: puede decirse, quizás, que desde siempre la antropología urbana remite a la experiencia corporal más que incurrir en la vivencia real de la misma (esto de la cultura como simulacro baudrillardano que se comprende ahora como necesidad, en realidad, técnica que no solo en tanto crítica cultural del capitalismo).

¿Es entnonces el ser humano una hueca maquina nueral sometida a las contengencias con las que se topa y cuya respuesta es en clave, en realidad, colectiva pese a que apenas podemos aprehender esta veritiente multiple de nuestra propia cognición individual? En tanto dispostivo evolutivo pudiera precisamente acertar esta parcial descripción, pues como bien puede afirmarse respecto del conocimiento actual de las nuerociencias, la base de la congición y conciencia humanas como entramado socio-homeostática es, justamente, la vacuidad neurológica, pues más allá de la sensorialidad individual, no hay ni nunca ha habido nada (salvo lo que los seres humanos hubieran postulado, según uno u otro logos cultural históricamente determinado, ellos mismos).

Sugerimos nosotros, entonces, que es la memorística individual humana la fuerza de contrapeso estructural que, como quilla, centra de alguna manera el tiempo antropológico al convertir nuestro desarrollo memorístico individual a lo largo de nuestra niñez y juventud, en una experiencia extrañamente única si se la contrasta con el funcionamiento tempo-estrctural de la antropología. Si bien la lógica parecería clara, pues no hay mayor fuerza de imposicón vital que el cuerpo singular que brega por su propia preservación: de hecho, los grupos humanos, a través de nuestro yo socializado y moral, se apropian de alguna manera de este ímpetu (violencia) vital inherente a nuestra experiencia corporal singular, mas no buscan suprimirlo en ningún caso.

Y este aspecto verdaderamente excepcional de cada cual, en cuanto a la ideosincrasia que es todo cuerpo singular en el decurso de su propio ontogenia vital, resulta ser un vector de una necesaria anomia que refuerza y hace aun más resistente toda identidad cultural colectiva.

Y así, la resiliencia de los grupos se fundamenta en la autonomía de los individuos porque es eso que alimenta y hace posible una necesaria homogenización, esa combinación que aboca, en última instancia, en la conversión de un locus socio-homeostático colectivo en el logos cognitivo individual.

Pues por eso, en este sentido estructural, eres tan importante.

De tal manera que, lo más firme que hay sobre el horizonte vital de todos nosotros es, sigue siendo, el otro; es decir, la alteridad que son los demás y en su calidad precisamente enigmática, esa joya esturctural sobre la que se atricula el engranje del tiempo antropológico que es la personalidad del otro y del que, como posiblidad que tanto anhelamos como tambien rehuimos -pues somos ambivalentes por naturaleza-, depende el hecho de que nostoros también tengamos la nuestra propia.

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1Desarrolla [en otro momento] un argumento sucinto para apoyar la afirmación de que la consciencia individual en su forma más autobiográfica y reflexiva es el dispostivo evolutivo más importante de la supervivencia de la especie.

2 Término utlizado con la acepción que emplea Norberto Elias para el mismo término, respecto de espacios de una violencia metabólica tendente a reducir, controlar o subliminar la violencia directamente corporal; espacios que la cultura sedentaria, en la visión de dicho autor, está obligada a facultar y poner a disposición de las personas.

3 Tesis central resumida de La sociedad del riesgo (1986), de Ulrich Beck.

La personalidad humana frente a la vacuidad neurológica (Todorov, “La conquista de América: el problema del otro” del año 1992)

1.

La individualidad como joya estructural que hace posible asentar todo el aparato sociohomeostático de los grupos sobre la vacuidad neurológica. Y sin esta pieza como fuente permanente de anomia, no podría funcionar lo sedentario sino solo a través del sentido de la violencia misma (en el someter y en el quedar sometido). De tal manera que pudiera concebirse la personalidad individual humana como un cortafuegos evolutivo que hace de contrapeso precisamente respecto del sentido siempre acechante, siempre impulsivamente tentador de la violencia. Un yo inexorablemente atado al dolor propio y del de los demás y que puede potencialmente reconocer ese dolor en el otro yo culturalmente ajeno: pues en esta potencialidad solo posible, tuvo desde siempre depositado la esperanza de la especie humana respecto de cualquier mañana.

2.

Decir que nos internalizamos las reglas de nuestra sociedad es precisamente cómo funciona la individualidad sociorracional: que para eso sirve el yo socializado, lo que pone de relieve la fuerza matriz que constituye la cultura preexistente al que uno se le trae al mundo, siendo la personalidad individual producto como respuesta singularísima (eso sí) a la propia cultura de pertenencia. Y es así como la idiosincrasia de cada cuerpo individual -junto con su memorística particular- sirve de fuente permanente de anomia como alimento del que se hace posible la homogeneización cultural (el sentido como posibilidad misma de lo racional) que perpetuamente se renueva de generación en generación sucesiva.

3.

Imposición vital como consagración social (a través del cuerpo ajeno), si bien esto es solo una parte del fenómeno pues se origina en el deseo y volición vitales de carácter homeostático. Este segundo plano o cauce socio-político se funda después y sobre el ámbito socio-homeostático anterior para convertirse en un orden que, como todo orden fisiosemiótico, se reforzará después por medio del espectáculo del sino moral ajeno; o bien, cuando este concepto queda relegado a un segundo plano debido a la presencia explícita de la violencia física como fuerza inherente al poder mismo, por la representación repetida de la violencia como espectáculo sucesivo de sometimiento.

Es decir, el espectáculo del sino moral ajeno solo resulta viable cuando, respecto de cualquier forma de orden político y fisioantropológico que se trate, se relega a un punto periférico la violencia corporal desabrida. Y respecto de cualquier tipo de orden que se trate, en el momento que se regularice la violencia (puesto que los contextos sedentarios no tienen más opción que ordenar la violencia haciéndola cada vez más de carácter mimético debido a una menor tolerancia que tiene lo sedentario para con el dolor y aflicción contemplados), se activará la posibilidad funcional del sino moral ajeno como dispositivo socio-homeostático y regulador homeopático de la violencia (es decir, respecto nuestro permanente vínculo con ella, vínculo que solo cambia de forma mas sin romperse nunca de manera definitiva).

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Anotanción posterior

(12nov25) ¿Cuál es más exactamente la relación entre el sino moral ajeno y la infernal ratio? El segundo pertenence al ámbito del primero (y nunca al revés). Pero aclaramos que el segundo se refiere a este vínculo del sujeto con lo que de relevancia moral llega a presenciar/contemplar en su aspecto especificamente esturctural: existirá siempre una ratio desproporionada de personas que contemplan la violencia, zozobras y aflicciones de sus congeneres que los que, un cualquier momento determinado, las padecen físicamente en su carne propia (decimos, pues, «infernal» por esta matiz insidioso de paje que pagan los demás por nosotros, como servicio rendido, de alguna manera, al beneficio mayor de todos nosotros como habitantes corporales co-participes de un mismo locus socio-homeostático cultural y sedentario). Importante también decir: la comprensión a partir de mediados de los año 90 de las neuronas espejo es el punto teórico que permite al mismo tiempo que apoya formular esta idea, pues la experiencia física individual –podemos decir ahora– se vivencia y se recrea electro y neuroquímicamente en los cuerpos ajenos perceptores visuales.

La imagen corporal en la antropología

Todo arranca desde el espectáculo de los cuerpos humanos que forcejan entre sí, en cualquier tiempo, lugar y circunstancia humanos. Y junto al otrora deportivo combate presenciado públicamente, constatamos también los rumores contados respecto otras batallas, hazañas-fechorías e incidentes lejanos relatados; pasando después por las narrativas oficiales de los reyes, de los historiadores o de los ejércitos mismos, tomando forma ocasionalmente en los monumentos, las pinturas, o tapices de alguna conmemoración (también de cierta sublimación de la imposición anatómica humana universal que se observa en la cerámica, la artesanía en general, ademas de indrectamente a través de nuestra fascinación por las armas blancas como objetos contemplados que remiten con todo su poder sugestionador a imágenes de cuerpos nuevamente hendidos y perforados).

Tomemos nota igualmente de los relatos (desde siempre) trasgresores y de criminales en los que es la violencia de un agresor sobre una víctima que, como si de una fuente alimenticia se tratara, nos fortifica nuevamente en nuestra propia seriedad moral como individuos; pasando después por las narraciones periodísticas, tanto escritas como posteriormente gráficas (en forma de dibujos, litografías o fotos); llegando simultáneamente a formularse como ideas, conceptos y teorías (científicas o no) que no se pueden fácilmente contradecir pero que sirvieran -que sirven aun- para fundamentar actividades colectivas ritualistas que recrean un mismo espectáculo de la violencia ejercida sobre otros cuerpos; siendo todo esto posible y de manera demográficamente masiva gracias a la imprenta; para tomar posteriormente la forma de tendencias artísticas o políticas que también se apuntalasen sobre ideas cuya consecuencia inmediata era un nuevo enaltecimiento de la figura humana, bien como una filosofía de la imposición vital (en el mejor de los casos), como también su reproducción político-colectiva en la forma del colonialismo, nacionalismo, el fascismo-estalinismo, o como terrorismo en general y de cualquier ideología, en todo tiempo y lugar. Para llegar después a alimentar las grandes medios comunicativos contemporáneos, deportivos y de ocio (como fuerza también auxiliar de consumismo agregado) a través del mismo flujo de imágenes altamente vivificadoras en un sentido moral porque corporal; esto es, una relevancia imperativa e insoslayable, en diferentes grados de intensidad, para los sujetos homeostáticos que seguimos siendo frente al tiempo inmóvil de lo sedentario y bajo el peso virtual pero verdaderamente granítico de nuestro propio yo social coaccionado.

Porque es en la efervescencia de lo mimético y su imágenes -en nuestra íntima vivencia metabólica, electro y neuroquímica de las mismas- donde se sustancia realmente el espacio urbano y civilizado que comparten los cuerpos pertenecientes de cualquier locus sociohomeostático, y en tanto escenario del paso sucesivo de una a otra generación humana.

El cuerpo humano como sujeto social

Es decir, el sujeto homeostático es ante todo un cuerpo que se ampara a través de la aceptación y reconocimiento por parte de sus compañeros de grupo. Y esta primera coacción que suponen para nosotros los nuestros es sobre la que se basa, a partir de entonces, nuestra evolución personal como un yo socializado; y los sucesivos contextos sociales en los que nos coaccionamos íntimamente cada uno, según uno y otro marco cultural y antropológico, son gracias a esa primera coacción social muy al inicio de nuestras vidas entre los otros y a partir de la que vamos entrenándonos en la vivencia incoativa a la que nos obliga -y nos obligará toda la vida- nuestra cognición como mecánica sociobiológica.

Así es como funciona la adquisición del lenguaje, así como la personalidad propia que se forma siempre de alguna manera frente y en oposición a su propio grupo de pertenencia, puesto que el sentido o fin técnico de la mecánica sociohomeostática es incorporar al seno del grupo moral el ímpetu feroz de auto preservación que solo puede conocer un cuerpo singularmente desamparado.

Apuntes sobre la ambivalencia respecto un plano evolutivo

¿Cómo funciona la ambivalencia, específicamente, la que tiene para nosotros la violencia contemplada?

Imagen indexada en Duck Duck Go como “caucasian plumber wearing orange hard

-Como la violencia posee en sí misma un sentido digamos geométrico-corporal (en el imponerse o quedar sometido) parecería que es conveniente que ejerza una gran fuerza de atracción sobre nosotros por su evidente relevancia para todo cuerpo homeostático presente sobre un locus de pertenencia cultural determinada. Pero es también un problema por la aflicción y zozobra que su irrupción causa para la continuidad en el tiempo o no de un grupo humano determinado.

-La violencia tanto da vida como la quita, pero es la zozobra que causa respecto de la cohesión grupal que aboca a una búsqueda de sentido que podamos adscribir, sentido que así se pone a disposición del grupo y del confort homeostático –ahora de carácter sociorracional—de todo sujeto perteneciente (lo que con el tiempo y a cada nueva aparición de un mismo tipo de sobresalto violento, alimentará un mismo afianzamiento racional y culturalmente determinado). 

-Pero la ambivalencia puede entenderse mejor como una relevancia atrayente e insoslayable que tiene la violencia para nosotros que luego los contextos grupales históricos pueden amoldar en uno u otro sentido, partiendo del gozo (un tanto sádico pero de innegable realidad) de la imposición, o bien fustigados por una conmiseración empática que también sentimos de manera inherente y puesto que somos todos unos expulsados en tanto pertenecientes porque nuestra condición de sujetos sociales solo existe a partir de una coacción anterior que suponen para nosotros los nuestros y el auténtico pánico que nos infunde el anticipar nuestra propia caída en desgracia para con ellos (y nuestra correspondiente defenestración -o atávico asesinato- a manos suyas).

-Es decir, la importancia estructural de la violencia entre seres humanos es su misma ambivalencia, en tanto la contemplamos bien como el sujeto agentivo de la misma o bien identificándonos con la víctima o la parte más débil, pues parece que está bastante establecido que incluso los niños de pocos meses ya muestran preferencias en ambos sentidos1; y parecería también que el valor (auténtica joya en un sentido estructural, por lo que se puede armar en torno a ella) siempre ha estado en la fuerza con la que envuelve nuestra percepción siendo el concepto de las neuronas espejo, por ejemplo, un elemento que apunta en esta dirección.

-Y esto quiere decir que no tiene importancia que ambas respuestas estén en cada uno de nosotros (pues es potencialmente viable esta posibilidad e incluso frecuente) o no, sino que estén al menos presente como posibilidad sobre el horizonte colectivo; es decir, que al menos alguien sienta la zozobra de la violencia ejercida contra un cuerpo humano más débil. Pues que es esta respuesta que suele diferir de cualquier estatus quo colectivo determinado (en cualquier tiempo o lugar) que deviene en recurso revulsivo moral que se acabará montando cierta resistencia -ya estructural- a la inercia de toda mayoría gregaria necesariamente temerosa ante lo consabido.

-Por tanto, esta ambivalencia vista sobre un plano temporal refuerza una cierta calidad plástica de resiliencia del grupo frente a sus propias circunstancias y las contingencias que hubieran surgido en una u otra dirección o sentido (una dispensa a resguardo de los sucesos colectivos de la que se puede ir sacando recursos frente a una u otra dirección por donde discurran los acontecimientos colectivos-existenciales).

-La ambivalencia, por tanto, no es un problema sino baza, junto con la violencia misma y la forma que nuestra cognición socio-homoestática se relaciona con ella, si bien esto no se puede decir así como así: de hecho las experiencias antropológicas históricas no han tenido (aún no tienen) más remedio que abarcar esta situación y el conocimiento del la misma de forma mitológica: no queda otra, debido a nuestra cognición.

-Es decir, para nosotros y como habitantes de un universo de mecánica básicamente positivista, la solución es, simplemente,  no tenerlo en cuenta puesto que de manera científica (o al menos hasta hace muy poco) no se puede hablar de lo que no se puede mesurar; de hecho ni entendemos muy bien para qué sirve en realidad y estructuralmente lo mitológico. Y muy bien pudiera ser que si no operas epistémicamente a partir de la bipartición cognitiva humana y el condicionamiento que resulta este hecho para la experiencia sedentaria (cuya comprensión requiere, por tanto, el manejo del concepto de sostenimiento fisioantropológico y debido a la naturaleza emergente de nuestra cognición), sigue usted relacionándose mitológicamente con su propia vivencia del yo (aunque, con todo, no pasa nada, claro).

-Pues es para nuestra comprensión racional del mundo inconcebible (literalmente, que desborda nuestro pensamiento reflexivo) que nos debamos racional y eticamente y en toda nuestro potencial humanitario y humanista a la violencia misma; a cómo nuestro vínculo con ella a ido transformandose siguiendo una tendencia general hacia la vivencia mimética (como es la moralidad misma, por ejemplo) mas sin cortar dicho vínculo nunca del todo. Es decir, nuestra cognición en tanto de naturaleza bipartita (dividida como está entre cuerpo y sistema nervioso, electro y neuroquímico), no tiene más opción que rentabilizar como modus operativo lo ambivalente (verdadero pan nuestro de cada día visto desde una óptica antropológica estructural).

-Porque la violencia permite sobrevivir pero tambien crea dolor lo que, a su vez, espolea nuestra necesidad de lo racional, pues que en la imposición de un sentido sobre las cosas y los acontecimientos, nos resguardamos todos en el amparo que son los nuestros; por otra parte, el dolor, además de volver urgente la necesidad de un sentido, predispone las personas revulsivamente al afecto como contrafuerza equilbiradora.

-De manera que es este juego de contrarios y entre fuerzas antagónicas equilabradoras el que se irá repitiendo en el decurso sociobiológico de todo locus antropológico y cultural, para que los cuerpos puedan seguir su inexorable camino vital de la especie a partir de un origen sociohomeostático nómada que, empero, tiende ya y siempre hacia lo viritual y mimético (debido sobre todo a la circunstancia impuesta históricamente por la agricultura) mientras tú y yo, en la vivencia de nuestras respectivas subjetividades nos dedicamos a la necesariamente grandiosa tarea de ser algo y alguien en la vida, esto es, el emprendimiento de nuestra propia expiación vital como persona y sujeto social (pero que visto estructuralmente puede entenderse como una sala de espera frente al acontecimiento más importante que es la existencia colectiva física y corporal, en el tiempo de una sucesiva generación).

-Pero por eso pienso que de esta especie de fontanería antropológica y tempo-estructural es mejor que se encarguen otros, mientras que nosotros podíamos ambicionar algo así como el llegar al otro como probablemente la función y razón de ser de la subjetividad humana (puesto que por debajo y remontándonos más allá de nuestra sensorialidad, no hay nada).

Caloroso saludo, por otra parte, para los fontaneros profesionales, claro está.

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1.Sigman, Mariano La vida secreta del cerebro 2013