Para qué un custodio del desvelamiento y otros asuntos heideggerianos

1.Porque el poder de descernimiento individual e íntimo es el eje vital, en realidad, de los grupos; porque vivimos en la fisiología de nuestra propia cognición incoativa que nos lleva de todo nuevo estar, otra vez al ser.

2.Los individuos se amparan in corpore valiéndose de una semiótica sociorracional colectiva, de tal manera que nuestra racionalidad como seres socializados, que constituye nuestra efectiva integración antropológica, ha de articularse por un parámetro definido que, si bien puede rebasarse en tanto expectativa posible, no puede excederse sin más, como atestiguan las múltiples leyendas admonitorias que aparecen en muchas culturas (pero cuya función bien pudiera entenderse no como una prohibición sino una forma enrevesada de, en realidad, estimular el avance mismo en cuanto tensión creada de efecto fascinador para los sujetos homeostáticos).

3.El control y delimitación epistemológicos, por tanto, regulan de esta manera, y en parte, el plano socio-metabólico del locus de pertenencia sedentaria culturalmente particular, para que los sujetos homeostáticos podamos apropiarnos de una y otra idealización culturalmente disponible y proyectarnos de alguna manera en nuestro propio ser (en el anhelo de imponernos según una u otra imagen idealizada colectiva); al mismo tiempo que vivimos como encandilados por la idea de un mas allá transgresor como territorio efectivamente sobrehumano, y respecto del cual siempre se ha podido afirmar cualquier cosa divina, pero donde, de vez en cuando -y mucho más respecto al mundo contemporáneo- el hombre también pisa tentativamente dando pequeños pero certeros pasos, en la forma de tecnología.

4.Pero ante el límite del conocimiento y de lo consabido, podemos nosotros también atrevernos a ir más allá, pues que plasmar nuevos asertos a partir nuestras propias deducciones es algo así como la quintaesencia de la libertad humana y la fuerza vital ciertamente ilusoria de todo yo: es decir, abierto y todavía por hacer se nos ha de parecer el horizonte vital que delante nuestra tenemos, aunque no lo esté realmente, pues solo en la apertura a futuro se gusta el vivir como vida.

5.Se concebiría, por tanto, la custodia efectiva del desvelamiento como en sí mismo un dispositivo de eficiencia en realidad energética. De manera que lo que está disponible sobre el horizonte epistémico-cultural de los sujetos homeostáticos supone asimismo la definición paradigmática y potencial de un gasto metabólico agregado proyectado, según un criterio regidor y respecto a un futuro necesariamente previsto, frente a -y en función de- futuras necesidades energéticas también anticipadas.

6.De la misma manera, eso requería entender la propia ciencia en su vertiente tempo-estructural como de valor y función mucho más importantes en tanto que actividad antropológico-estructural que por lo que definitivamente creyera saber (sin prejuicio de que la tecnología producida incide directamente en la cuestión del gasto metabólico agregado, lo que sin duda ubica la ciencia-tecnología al centro mismo de esta mecánica antropológica como sistema proyectado a futuro).

7.Y lo que damos por real como cohabitantes antropológicos, define en buena medida lo que después haremos con nuestros cuerpos, más allá del bucle base del estar que se hace ser y sobre el que se erige el tiempo sedentario. Pues con la “verdad”, en tanto asumida como tal por el colectivo (siempre con cierta margen de interpretación personal, claro está) se abren a los sujetos homeostáticos todas las opciones vital-existenciales por las que el sistema en su conjunto se sujetará en el tiempo de una nueva generación.

8.Y es que en la tarea vital del discernimiento de lo verdadero, tanto respecto una realidad más objetiva como en cuanto una honradez emocional íntima, caben todos los cuerpos pertenecientes (esto es, todos los que estén presentes de una u otra forma sobre el locus de pertenencia de las sociedades contemporáneas de consumo); e incluso desde una óptica rigorosamente técnico-estructural respecto la experiencia sedentaria, para eso están los cuerpos, y para eso sirve la vivencia en su raíz homeostática de todo estar susceptible de hacerse ser.

9.Es decir, la “verdad” jamás es empírica de forma absoluta, sino que su sentido es, ante todo, estructural y respecto el tiempo mismo antropológico que necesariamente ha de facultar espacios de imposición personal y autorrealización metabólica a disposición de los sujetos homeostáticos pertenecientes.

10.Pero de nuevo y desde una óptica estrictamente técnica, respecto un tiempo humano que se concibe en su conjunto y a partir del agregado metabólico que conforma, puede valer tanto una “verdad” como cualquier otra, siempre que resuelve la cuestión del sostenimiento respecto un determinado locus de pertenencia homeostática y cultural (otra cosa sería, naturalmente, la calidad humana última respecto de una y otra experiencia antropológica, tema que, como está subordinado también a la eficiencia energética –como la biología misma, ojo– puede ajustarse).

11.Porque sin esta “verdad” en este sentido sitial que ocupa en lugar de referencia y de obligatoria relevancia para todos nosotros, no cabría ninguna perspectiva homeostática individual, ni haría falta, en cierto sentido, que fuéramos sujetos sociales pues el sentido del yo como opción vital, íntima e intransferible, ya no sería necesario. Aunque tampoco funcionaría la experiencia sedentaria, pues en tal supuesto solo quedaría la opción del volver al desplazamiento trashumante o recolector que subsume todo a un transitar casi totalmente corporal y que excluye una parte importante de la interacción social que sí es estructuralmente necesaria para sostener la antropología sedentaria. 

12. Porque en la experiencia nómada y cazador-recolectora, sobre el sentido de las cosas predomina la vivencia directamente corporal, mientras que en los contextos sedentarios lo sociorracional tiende hacia la experiencia más sensoriometabólica de forma predominante sobre la interactuación corporal cruenta. Ciertamente, los grupos humanos culturales, sean nómadas o sedentarios (como asimismo todas las especias vivas “sociales”) se articulan por medio de una interactuación como vivencia probablemente de carácter más fisiológico (léase electro y neuroquímico), que netamente corporal; en cambio, la antropología dependiente de la agricultura intensiva verdaderamente se sujeta como sistema en el tiempo por este tipo de vivencia mimética1 e inicialmente incruenta.

1 Con el sentido que maneja Norberto Elias este término como una recreación incruenta del mundo natural o social (frente a la otra acepción léxica que es la de imitación).

13. De manera que el exhorto de Pablo a los filipenses, aquello de que se abrazaran a todo lo que fuera para ellos “lo verdadero” (y por tanto lo más virtuoso), habría de considerarse asunto basal de toda antropología sedentaria, planteado como fuera que se hubiera entendido universalmente, según una u otra tradición cultural cualquiera que se hubiera dado -o se diere- en el tiempo de la especie: pues ante la verdad consabida de los nuestros se abre la posibilidad del yo en tanto necesidad estructural del disenso, el perspectivismo y la anomia frente a lo homogéneo. Porque solo así pueden los grupos humanos ubicar en su mismo seno mecánico la homeostasis individual.

14.De manera que la verdad acomoda a los cuerpos al seno del colectivo socializando -que es decir también racionalizando– la vivencia del yo de cada uno, al mismo tiempo que abre la posibilidad al ejercicio por parte del individuo de una “violencia” homeostática, la de nuestra propia imposición moral frente a la disonancia que siempre será nuestra idiosincrasia corporal-emotiva singular e íntima: pues esa es la función colectiva de lo racional, ese saber consabido que, trasladando todo a un plano moral y de carácter mimético (sentido norbertoelisiano), nos permite seguir luchando por la vida, como si dijéramos, pero ahora como sujeto social que arriesga en todo momento quedar defenestrado de entre los suyos; una tensada lucha ahora metabólica, sobre todo en la forma de la disonancia que supone la experiencia emotivo-corporal singular de cada uno ante unos ideales colectivos culturalmente particulares (los cuales, en caso de desconocerlos, no prestarlos la debida relevancia o abiertamente transgredirlos,  supone nuestra fática exclusión – “muerte”- social).

15.Pero, en el momento en que la susodicha lucha por la vida individual se conceptualice como brete individual por mantenerse dentro del grupo de pertenencia y por granjear la aprobación y prestigio por parte de los suyos; y que se entienda lucha reconvertida ahora en vivencias metabólicas (íntimas, electro y neuroquímicas) que ocurren generalmente antes o de alguna manera al margen de los actos físicos e interpersonales, entonces podremos entender la política desde su vertiente estructural como, en realidad fuerza e instrumento del sostenimiento de los contextos antropológicos sedentarios: es decir, de la homeostasis humana que se somete al imperativo colectivo y sociorracional de la pertenencia antropológica, abriéndose con ello el espacio mimético del yo socializado (racional y moral), nace la política como juego en primer lugar metabólico por discernir, defender e imponer, “lo verdadero”.

16. Naturalmente, dicha posibilidad exige una cada vez más limitada extensión de la violencia física como proceso que sustenta la historia humana a partir del neolítico, en tanto que la violencia legitima va quedando reducida, al final, a una única fuente que, al menos respecto del interior de una sociedad determinada: de esta manera se entenderá que toda mecánica política (esencial, como decimos, respecto del sostenimiento sedentario) solo se consolida en su forma no violenta paralelamente con otras fuentes de violencia homeopática (eso que es la vivificación metabólica y catártica a partir, sobre todo, del espectáculo de la violencia en el seno de la sociedad propia, pero de forma que los beneficiados sonsoriometabólicos sobrepasen -siempre masivamente- a los relativamente pocos cuerpos protagonistas/víctimas necesarios para dichos «espectáculos»).

17.Como regresión estructural habría que entender asimismo el estallido abierto de los conflictos bélicos, pues el gran papel de la violencia respecto de la experiencia sedentaria, desde siempre, ha sido su paulatina virtualización en forma sobre todo de espacios miméticos, junto con su transformación en fuerza metabólica de amenaza anticipada como tensión; fuerza que fuera sustituyendo progresiva y universalmente las estructuras anteriores dependientes en mucho mayor grado del choque corporal directo.

18.Pues hacer la violencia virtual y de carácter homeopático para así montar el teatro mundi moral sobre el que se ha asentado en realidad desde siempre las antropologías dependientes de la agricultura extensiva, es el peaje estructuralmente óptimo que puede pagarse a este socio e invitado de piedra nuestra que es la violencia, como constante que nos acompaña a las sociedades sedentarias y su fantasmal promesa de un nuevo orden potencial, esto es, en caso de necesidad, o así parece que como secretamente la vemos, como en última instancia, una forma de insidiosa esperanza que crípticamente y a espaldas de nuestra propia racionalidad, nos sostiene.

19.Y sirve la “verdad” como aserto que todos entendemos como real y plausible que se parapeta tras la imposibilidad de contradicción (pues que alcanza su mayor funcionalidad sistémica justamente en el hecho de que nadie puede definitivamente descartarla), para que los contextos sedentarios puedan alimentarse de la tensión metabólica y vivificadora de los riesgos existenciales que cualquier verdad cultural como cosmogonía, divina o no (o hasta “científica”) postulan como al menos potenciales.

20.Pero para entender los riesgos futuros y poder gozar de la vivencia de la tensión que crean, es necesario aferrarse a lógicas culturales y epistémicas determinadas que sean al menos plausibles. Pero el que sean ciertas o no, ocupa lugar secundario respecto a la función más importante de dichas lógicas, esa de vivificar los contextos sedentarios a partir de una moderada pero sostenida tensión creada respecto de todo futuro necesariamente incierto y ante el cual cada persona vive el periplo de definirse un uno u otro sentido.

21.Porque para sostenerse en el tiempo, lo sedentario requiere de la anomia que supone la vivencia corporal de cada uno de nosotros; anomia que, ante los demás y el imperativo que son ellos para que cada uno de nosotros nos sociorracionalicemos, solo puede existir en función de una inicial indefinición de las cosas. Porque es la indefinición lo que nos espolea al ser, haciendo brotar a su vez y por doquier, una renovada anomia que somos cada uno para los demás.

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¿Le interesa una póliza de seguros mitológica?

Personaje de dicha pelicula del año 1968

“…Thomas Sebeok publicó en 1984 un artículo donde defendía que la forma más sólida de proteger un mensaje frente a la erosión del tiempo profundo consistía en crear una leyenda. Sebeok depositó su fe en el poder y la pervivencia de los mitos. Los almacenes de residuos nucleares debían convertirse en lugares legendarios, malditos, amurallados por una invisible hilera de relatos. Nada es tan resistente y duradero como una historia alojada en la mente humana.”

Irene Vallejo en El País, 7abr24 El ombligo de los sueños

Porque los relatos no inciden de forma físicamente violenta en la vida del individuo sino acaso solo de forma coercitiva y moral: pues en eso consiste también el poder de los relatos sobre un plano social de una pertenencia antopológica determinada, el de constituirse en dispositivos de mortificación para el sujeto homeostático, cuyos limites de lo colectivamente consabido no pueden cruzarse sino al precio de la expulsión individual del grupo. Si bien, como no se trata de una violencia física inmediata, dicho dispositivo se convierte sobre todo en una fuente de muy necesaria tensión existencial para los habitantes sedentarios de cualquier locus espacial-cultural de pertenencia sociorracional, en el que gozar de la vivencia de la repetición de su propia autodefinición moral que, como terapéuticamente, se pone en tela de juicio una y otra vez en respuesta al torrente más o menos continuo de nuestra propia emotividad, apetencias y pulsiones más íntimas.

Los relatos culturalmente imperativos o relevantes le dejan a uno en paz de alguna manera, inicialmente, para luego erguirse en escenario socio-homeostático en el que poder seguir embarcándonos, una y otra vez, en el gran periplo del yo moral y socializado de cada uno. Periplo y gran aventura sedentaria que vivimos como la vida misma cuando, siendo sin duda eso desde la óptica de nuestra corporeidad propia, no hay más remedio que entenderlo también como dispositivo estructuralmente crucial para el consumo estable del tiempo, siempre generacional, de las sociedades modernas, particularmente respecto de las sociedades contemporáneos de consumo.

Y, sin embargo, un uso mortificador de los relatos de este tipo, si bien resulta esencial para los contextos sedentarios, tiene muy mala acogida una vez que se entiendan mejor y en qué mecanismos se basan realmente (esto es, en el hecho de consistir en una patraña que se vale, en realidad, de nuestra imbricación socio-homeostática con el colectivo identitario, y que explota en el fondo nuestro desamparo físico -como por otra parte lo hace todo fenómeno que entendemos cultural-).

El orangután-consejero político en la película de El planeta de los simios (1968), por ejemplo, que hubiera creado un mito de admonición y peligro respecto del desierto colindante, para que permaneciera siempre oculto la verdadera historia del origen de aquella sociedad regida por los simios y en contra de los seres humanos, sería sin duda una de las figuras de la cultura popular más oprobiosas para las generaciones televisivas y cinematográficas nacidas a partir de 1960 en adelante (o hasta cuándo hubiera alcanzado la relevancia semiótica de dicha película).

Es decir, bienvenidas son las patrañas técnicamente necesarias para la definición sociometabólica del tiempo sedentario, siempre que no se acaben definitivamente desvelando. No hay nadie que se preste voluntariamente y a sabiendas a ser el primo y con toda razón.

Dicho personaje simio-regidor semiótico de la película referida, por otra parte, se presentaba siempre de color naranja, si no recuerdo mal.

Pues eso.

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El estar y el ser en «La banalidad» (1989) de José Luis Pardo

Del año 1989

I

….Estoy solo, completamente solo junto al mar y en esta habitación. Si hay algunas personas en este lugar, no se preocupan por mí, y yo no me preocupo por ellas. Vivimos en la mutua indiferencia. Ellos son cosas para mí, yo soy una cosa para ellos. No nos interferimos ni nos consolamos… El tampoco se ocupa de mi soledad, no entiendo su lengua, ignoro la letra de sus canciones insensatas. Sobre todo, no hablo….Cuando cae la noche, quiero mirar por la ventana a las casas de al lado y la ilusión diurna de vecindad se disipa, no aparece ninguna luz. Son las casas de nadie y nadie habita en ellas. Esta es una parte de mi vida completamente al margen de mi biografía. Tengo que conectar rápidamente mis aparatos audiovisuales para ser yo durante un tiempo el que vigile al mundo, en busca de un poco de calor humano.

«Para ser yo…»: así el acto de percibir es la piedra angular del yo; y en el arrancarse a discernir el mundo presentado mediáticamente, nos imponemos de alguna manera en el poder agentivo que somos_en tanto yo sociorracionalizado; quien puede entrar en comunión, pudiéramos decir, en tanto cuerpo singular embutido, no obstante, en la coraza -o armadura- sociofisiológica que la pertenencia homeostática al grupo cultural nos brinda.

Nuestra racionalidad como constructo en todos los casos cultural, es, por tanto, un traje_fisioantropológico en el que nos cobijamos, pero que existe gracias a nuestra vivencia homeostática; traje personalísimo que nos forjamos cada uno a lo largo de nuestra vida y como periplo sensorial homeostático. Pero como del estar sensoriometabólico se construye el ser ontológico individual y socializado, el proceso puede tener lugar de manera casi completamente virtual, pues lo moral-racional humano tiene que remitir a la existencia corporal individual mas no transcurre necesariamente respecto de un plano físico real, sino que es de carácter más metabólico y neuroquímico: la zozobra moral con la que brega el sujeto homeostático, como fenómeno fisiológico, antecede siempre cualquier acto posterior; de hecho la fisiología puede existir-existe ya- con derecho propio e independiente de los acontecimientos en última instancia interpersonales

He aquí el planteamiento que subyace al conjunto de los textos de este blog, que la antropología sedentaria ha podido desarrollarse porque ha explotado el lado sensoriometabólico y neuroquímico de la experiencia humana para poder elevarse por encima del espacio social corporal y solo proxémico.

Percibir, por tanto, como sujeto homeostático perteneciente (y por tanto culturalizado) es volver uno a afirmarse en su propio ser cultural; es pasar, una vez más, del estar singular desamparado al ser ontológico. Para eso estamos, para eso vertemos el estar idiosincrático nuevamente en el molde colectivo de lo que al final resulta ser la misma voz interna nuestra mediatizada por la existencia colectiva de los otros: el ser que somos cada uno siendo uno de ellos, esto es, de los nuestros.

He aquí el porqué de la sociorracionalidad y el porqué del yo socializado: porque la supervivencia evolutiva concierne siempre al grupo; y que es el grupo que ha de apropiarse de alguna manera de la vivencia homeostática y sensoriometabólica del individuo a través de la misma racionalidad como constructo cultural.

Pero este bucle incesante en el que vivimos, entre el estar singular y el ser sociorracional se convierte en nuestra intimidad misma, en el sentido más profundo de nuestra propia subjetividad. De esta manera, nos reconforta ser nosotros mismos, pues llevamos todo una vida estando para ser, sintiéndonos para ser, y percibiendo para ser; y, en general, experimentándonos en nuestras propias vivencias emotivas para ser, que es decir, para ser el yo perteneciente y socializado que a ratos nos reconocemos como tal, aunque, claro está, nunca podemos estar del todo seguros de nuestra propia pertenencia y puesto que necesariamente y por razones técnicas, hemos de seguir estando como cuerpos singulares singularmente desamparados; que si no, la misma racionalidad no tendría por qué existir.

He aquí el periplo funcional central de la posibilidad sedentaria que consiste en la íntima cuestión de nuestra propia pertenencia, ilusoria por imperativo estructural, y de la que no podemos nunca confiarnos del todo puesto que la posibilidad humana de lo moral depende precisamente de esta duda que en nosotros nos genera nuestra propia realidad sensoriocoroporal singular, este «estar» enajenado “in corpore” que, no obstante, es requisito inexorable para poder «ser».

 

II

El estar y los rituales

Los rituales y atrezzo religiosos, aunque sea uno de lo más ateo, son una cosa que se regala al_cuerpo, para el disfrute fisiocorpóreo que la cultura católico-española, por ejemplo, valora tanto. Los rituales se regalan al estar, que parece agradecerlos, hasta posiblemente precisarlos; o al menos eso desde la óptica mía de sujeto homeostático originalmente de una experiencia cultural que no tiene de forma explícita el estar (o sea, respecto la experiencia cultural en mi caso en inglés).

El estar se prende de los rituales porque se trata de un ámbito que fundamenta el razonamiento racional-cultural del ser ontológico, pero que no es razonador en sí mismo. Luego, la repetición es un instrumento de auto-organización del que se sirve el estar para apoyarse; mientras que la mente consciente y hermenéutica tiende a rechazar el sentido ritual, si bien el ser humano que suele gustar de los rituales, y de la rutina en general, no sopesa a menudo ni de forma intensa, a través del pensamiento focalizado (de alto coste energético), el porqué real y razonado de dicho goce.

Pero perecería indiscutible cierta sensación de integración en el goce como vivencia que no precise de una explicación racional focalizada (o que incluso se resiste a ella).

Cuestión del ser y estar religados a través de la narrativa

Pues el relato hace compatible, de nuevo, el estar con el ser, si bien nunca -o apenas nunca para la mayoría de las personas- resulta intelectualmente comprensible sino solo de forma o manera_<<mitológica>>. Pues toda narrativa más o menos antropológica tiene esta misma función tácita, la de la religación del estar con el ser, si bien esto se entiende por, simplemente, la <<razón>> o <<lógica>> cultural de autoridad; es decir simple y llanamente, la verdad.

De forma que podríamos decir que la verdad en tanto que producto socio-homeostático, siempre elude de alguna manera la cognición humana, puesto que una vez se establece, en el mismo momento de entenderse como tal en un sentido ontológico-cultural, la verdad queda separada nuevamente del siguiente estar (puesto que todo ser sociorracional reconstituido implica, se erige sobre, un estar anterior; que es decir el ser y el estar nunca son simultáneos sino seceunciales, y se excluyen mutuamente).

Es decir, toda narrativa que produce el ser ontológico acaba convirtiéndose en una forma de imposición sobre el estar puesto que el ser supone en cierto sentido una decodificación posterior de algo que existe de hecho, si bien ha de ficcionalizarse en algún grado en aras de la continuidad del colectivo.

Y si bien el funcionamiento base de la cultura sedentaria tiende por razones estructurales hacia la supremacía del ser sobre el estar como modus operandi estándar, existe siempre el riesgo -ya comentado aquí en más de una ocasión- de que la voluntad de imposición metafísica estrangule el estar (lo que significaría, no hace falta decir, la imposibilidad de todo futuro ser). El desmadre, por ejemplo, que supuso la experiencia histórica y mundial de la vida de Hitler sería un ejemplo, entre otros.

Por tanto se hace necesario preguntarse por qué es tan necesario el ser ontológico y sociorracional si ya existe una doxa esencial a partir del estar colectivo. Evidentemente, la respuesta está en una mayor complejidad colectiva y, particularmente respecto la complejidad <<sociofisiológica>> que supone la paulatina consolidación de la antropología dependiente de la agricultura intensiva.

Es decir, la cultura simbólica universal, tanto la del lenguaje natural como de las matemáticas, no solo coincide con la antropología sedentaria sino que surge a causa de ella, en tanto que el desarrollo semiótico permite la ampliación de espacios miméticos (no físicamente cruentos) que, sin embargo, acojen la violencia individual de imposición metabólica, auxiliando así de esta forma estructural una sociofisiología humana originalmente nómada. Y proponemos la noción de que, de no poder acomodar la voluntad de imposición individual, el dolor experimentado y ante el prójimo presenciado, haría insostenible toda comunidad que no dispusiera todavía del recurso colectivo de ponerse, como grupo, en marcha.

Un ejemplo de un espacio mimético más metabólico que físicamente cruento que habilite el desarrollo semiótico sería la aparición de los dioses antropomorfos y la tendencia paulatina hacia el monoteísmo en uno u otro grado (conjuntamente con distintos códigos morales y jurídico-divinos). Pues en contextos colectivos sedentarios regidos por tales narrativas, la violencia interpersonal -y la zozobra colectiva que acarrea- queda reducida a su mínima expresión en tanto que la furia de la violencia física puede ahora y a grandes rasgos convertirse en violencia “moral”, de carácter ante todo íntimo y como intensa agitación fisiológica a través de la vivencia individual de la vergüenza o la culpa.

Parece evidente que no habría otra manera de que las comunidades más sedentarias no se destruyeran desde dentro sino canalizando de esta manera la anomia vital del individuo a través de su sometimiento a sistemas morales abstractas, a cambio de su individualidad sociorracional (el mismo ser) y el periplo como dilema ya existencial de su pertenencia identitaria (siempre incompleta y necesariamente imposible, pues el estar sensoriocorporal y prerreflexivo permanece).

Pero no viéndose constreñidos por los límites de lo sedentario ni atados de ninguna manera a los campos sembrados, para los grupos nómadas, ante las disrupciones importantes de cualquier índole pero sobre todo respecto al dolor en los padecimientos colectivos, existe el recurso al desplazamiento físico colectivo. Es decir, de eso que nosotros entendemos como cultura, no tienen los grupos nómadas necesidad, o no al menos con la misma intensidad que los grupos sedentarios.

III

El ser como producción sociohomeostática a partir del estar

La relación entre el estar y el ser es de carácter incoativo y esto presupone entender la antropología sedentaria en sí misma como una mecánica incoativa, un estar agregado que se hace ser sociocultural y ontológico. De manera que puede decirse que el estar fundamenta el ser ontológico, pero no que el poder político sojuzque completamente el estar, pues la singularidad anatómica y fisiológica permanece como en sí misma una constante inexorable. De tal manera que el Estar fisiocorpóreo y prerreflexivo se erige en el centro críptico del tiempo sociohomeostático y que se sirve del Ser ontológico y sociorracional para perseverar en el tiempo sedentario colectivo (lo que implica que todo lo que entendemos que es, según una óptica semiótica normativa racional y razonable, se convierte en vector, de generación a generación, del Estar).

La estabilidad sedentaria se sujetaría por este bombeo que es la aglutinación sociohomeostática (la incorporación fisionantropológca y sociorracional) que depende del “alimento” sensoriometabólico incesante. O la misma voz interna y consciente de usted, si lo ubicamos en su vertiente estructural, puede concebirse como contenedor-vector respecto de su carga en realidad más importante y preciosa a nivel evolutivo, esto es, el Estar.

Una forma de “biopoder” en tanto que el poder político-existencial incide sobre el estar sociohomeostático preconsciente de camino hacia el ser cultural como imposición ontológica; un cacarieado biopoder tan sinestro resulta que desde el origen de lo urbano -desde, en realidad, el origen de los grupos humanos- ha existido en tanto forma de procesar todo estar singular para la producción cultural del ser ontológico necesariamente colectivo.

Es decir, el poder político acaba por incidir de alguna manera en este proceso subyacente pues que la sostenibilidad de lo sedentario se erige en la cuestión estructural principal y más importante, que existe independientmente de todo modelo político histórico determinado. Pero los regímenes políticos históricamente conocidos acaban valiéndose (más por inercia que de forma razonada, claro está) del Estar socio-homeostático y preconsciente, mas no tienen la capacidad de control completo respecto del mismo.

El Ser (“ontológico”, “sociorracional”) siempre se ha ofrecido al Estar sociohomeostático individual para que este haga con ello a su antojo, en tanto viviencia vital de nuestro propio yo y el poder que nos atañe de ser nostros mismos respecto a nuestro propio grupo identitario; si bien la presión seguramente evolutiva de la pertenencia que experimenta el invididuo (la pulsión moral de generalmente todo individuo ante la anticipación de su propia defenestración in corpore frente a lo suyos) obliga a formas normalmente pragmáticas (incruentas y solo de cáracter sensoriometabólico) de protesta, abnegación y rebeldía ante nuestros compañeros sociorracionales y co-pertencientes.

En tanto que la manía y el odio personales e intragrupales obligan a nuevas formas de lo sociorracional, puede decirse que son constructivos para la viviencia continuamente renovada del tiempo antropológico generacional (del Ser). Otra cuestión para otro enfoque de análisis ligeramente distinto es el odio intergrupal, si bien la principal función de lo sedentario, en tanto su viabilidad sostenida, es dar salida al hedonismo homeostático humano -a la violencia humana en su sentido simplemente vital- para así incorporalo a la continua reproducción del Ser.

Probablmente deba decirse, al fin, que los regímenes políticos históricamente conocidos se perfeccionan de alguna manera en el arte de aprovechar el Estar frente al Ser (a través del control ferréo y socrático-platónico de las imágenes, por ejemplo que aborda Pardo), mas no han podido nunca soslayar el hecho hedonista de nuestra condición biológica que obliga a entendernos como criaturas homeostáticas que, en cuanto tales, entendemos visceralmente el poder en general como la capacidad de procurar el confort ante nuestra propia emotividad somatosensoría y neuroquímica.

De manera que, de forma un tanto ilusoria, el Ser se ofrece culturalmente a todo Estar individual; de ahí que sea tan imperativa la libertad ante todo como vivencia del yo, pues que fundamenta nuestra misma cognición y sostiene, en tanto forma repitida una y otra vez de bisoñez individual, el fluir sucesivo de las generaciones.

Y la experiencia del yo es eso, la vivencia de nuestro poder personal de nuestra propia autoimposición, de ser nostoros mismos frente a los demás.

Es decir, una parte implícita del poder que entendemos político, por razones ahora biológicas ha de concebirse bajo los rótulos de “seducción” o “apetencia” -o con el appeal del inglés- respecto del individuo inmerso en el periplo intímo de su propio yo socio-homeostático.

Pero decimos “arte” porque esto de incidir en el estar para intentar controlar el ser nunca se ha hecho metódo exactamente técnico -y mucho menos en los terminos aquí planteados-, si bien la visión de Pardo respecto del hecho de que todo régimen comunicacional se basa sobre una sofística anterior, cosa que saca (y desarrolla) a partir de Socrates, apunta a que tampoco se trata de nigún secreto para la ciencias políticas y humanistas en general.

Pero yo estoy hablando ahora, y en las paginas de este blogue, de una técnica mucho más exacta que humanista.

IV

El autor entiende la sociedad audiovisual como esa experiencia colectiva a la que se le ha perdonado, de alguna manera, la tarea de una mayor focalización cognitiva; de ahí, precisamente, el título del ensayo. Pero en ningún momento se constata la mención de ninguna causa última propuesta, ni la posibilidad de remitir todo a un plano lógico mayor y más amplio (¿en qué pudiera haber consistido dicho plano mayor hipotético, a finales de los años 80 del siglo pasado, salvo la idea, por ejemplo, de la abducción alienígena planetaria, o algo así?).

Y, sin embargo, inexorable es establacer subrayando el hecho de que, a nivel metabólico agregado, la banalidad supone una forma de ahorro energético que, en tanto recurso estructural, permite asignar cuotas de energería a otros menesteres no aparentes (para nosotros, quiero decir). Que la focalización cognitiva individual cuesta caro, precisamente porque depende, lo más seguro, de una emotividad tambien mayor; mientras que el rebajar la vivencia de nuestras emociones, se está reduciendo la necesidad de la focalización. Y dado que un estar rebajado sigue siendo un Estar que, a nivel agregado, demográfico -y terrícola- implica la producción de un Ser ontológico más eficiente que requiere menos coste en términos energéticos.

Pero aquí, en este punto, deja de tener, me parece a mí, sentido esta reflexión, pues que rebasamos la línea de la utilidad colectiva para adentrarnos en una oscuridad “técnica” probablmente innecesaria. Y como aquí defendemos el estar, nos resistimos a que nos arrastre el ser ontológico y sus melífulas promesas analíticas; dulce manjar, sin duda, pero que tienden a minar, de nuevo, el Estar.

Y, entonces, ¿qué haces?

Pues que me callo un rato.

Vale.

El pensamiento mágico para qué

Película del año 2005

Para saber a qué ateneros y a dónde meternos corporalmente puesto que el sentido humano en general sirve en origen para salvaguardar el cuerpo singular y desamparado frente al medio natural y exogrupal. De ahí la avidez nuestra de sentido y también nuestra necesidad de imponerlo nosotros mismos y como sea. Y, en este mismo sentido, la «verdad» no deja nunca de ser cuestión crítica para todo sujeto homeostático pues es la clave que abre, de nuevo, la puerta al amparo ofrecido por colectivo en tanto lo verídico solo es tal si puede entenderse sociorracionalmente, según toda semiótica culturalmente determinada, respecto cualquier locus de pertenencia antropológica históricamente -o sea, físicamente– efectiva.

Pero, desgraciadamente, la violencia es una forma de imponer sentido porque después de su imposición como resolución, empieza un nuevo tiempo digamos antropológico que se ha de entender muchas veces de forma icónica, sobre un plano colectivo, pues todos somos visualmente sensibles al espectáculo de la imposición humana, y mucho más respecto a la violencia física cuyo sentido nos es visceral e inmediatamente cognoscible.

Tan emparejada está la violencia con el sentido humano que la política desde siempre y respecto los contextos antropológicos sedentarios, gira en torno a qué persona o grupo ejerce de hecho (que luego será legítimamente) la violencia única del poder consolidado. Es decir, la historia política humana puede entenderse como la evolución de cómo tratar esta condición nuestra y su recorrido histórico a través de distintas propuestas de rección estructural (a través de caudillos, reyes, empedradores-dioses antropomorfos, consejos colectivos y, en última instancia, la democracia), pues se trata de una constante de evidente carácter filogenético que no solo permanece sino que determina en buena medida el orden de lo sedentario, o respecto al menos los límites del mismo.

Y es de notar que existe un claro conflicto entre la violencia y la necesidad después de explicarla y justificarla, normalmente a través de cualquier narrativa mitológica. Aunque esto, precisamente, es imposible, de tal manera que hasta el día hoy queda pendiente la resolución irresoluble de la siguiente paradoja: que el hecho de nuestra racionalidad (y en última instancia nuestra posibilidad ética que de ella surge) dependa y se nutra de la violencia, imposibilitará de por siempre aproximarnos racionalmente a la fuente de nuestra propia racionalidad. Es decir, no hay más opción que servirnos de lo mítico y una comprensión no explícita (o sea, críptica) de lo que estructuralmente somos en realidad, puesto que, simplemente, nuestra cognición no lo permite (si bien existe el planteamiento estructural suprahomeostático ya comentado, el que aquí y de momento, prescindiremos de repetir).

El así llamado pensamiento mágico y como imposición sobre espacios conceptuales no susceptibles de contradicción funciona también colectivamente, pues cualquier aserto que hagamos que no pueda contradecirse, podrá adquirir con el tiempo carácter colectivamente normativo. Pero la ventaja del pensamiento es que es eso, pensamiento, y que puede compartirse sustituyendo en cierta manera la violencia corporal; o mejor decir, relacionándose de otra manera con ella, puesto que sigue imperando la violencia del desamparo de nuestro propio cuerpo que nos sigue espoleando a arroparnos socio-racionalmente en la normativa existencial-fisioconceptual del grupo.

Nuestra apertura y participación sensorio-emotivas respecto de los relatos que atañen en general a los seres humanos, está también espoleada por el desamparo físico que supone nuestra propia singularidad corporal que se vuelca en este tipo de vivificación sensorio-metabólica ante dicha urgencia de amparo: ¿de qué otra manera pueden constituirse los grupos humanos sino a través de la vivencia sensorio-estética y como fuelle en última instancia , precisamente, de aquello que puede, por no constituirse in corpore, acoger todos los cuerpos pertenecientes?

El hacer aseveraciones sobre lo que no puede contradecirse es pues una forma de imposición humana no corporal ni directamente violenta que tiene evidentes beneficios colectivos potenciales: los demás no tienen por qué rechazarlas en tanto dichas afirmaciones quedan más allá de toda forma de comprobación, sino que por mor de la pertenencia (y la urgencia para con nuestro propio cuerpo) tenemos la opción de prestarnos a ellas también sin caer necesariamente en la incoherencia (¡pues que la lógica de nuestra propia autoconservación físico-existencial a través de la pertenencia al medio social es cristalina, sin duda, y, además, irreprochable, en principio!). Y coherente según la misma lógica es también el abstenerse de abrazar cualquier aserto que en nuestro fuer interno no nos convence del todo, por lo que sea, pues que el disimulo con el fin de que no nos rechacen los nuestros es el pan nuestro de que día, como si dijéramos, para todo yo socializado.

Y todos vamos rebasando nuestra propia bisoñez en la vida para saber que, al final, no pasa nada que disimulemos nuestras propias respuestas emocionales ante las cosas que percibimos, sobre todo de forma pública; es más, se supone que es lo que tenemos precisamente que aprehender a hacer, ¡por mucho que prediquen constantemente la más absoluta honradez y ejemplaridad!

(No estoy defendiendo la falta de honradez entre individuos, ¡ojo!)

Debido a la presión estructural de lo sedentario, sin embargo, se vuelve imperativo el desarrollo y expansión de espacios fisiológicos no físicos que son posibles a través la creación y mantenimiento un plano semiótico que se asienta precisamente sobre preceptos abstractos no sujetos a la posibilidad de contradicción: la epistemología como ámbito estructuralmente clave de lo sedentario no sería posible sin esta fortificación inicial sobre postulaciones no empíricas. En este sentido, por lo tanto, hay que entender el pensamiento mágico como clave en la supervivencia humana por cuanto permite incorporar la imposición fisiológica incruenta del individuo dentro la viabilidad colectiva y antropológica.

Así es que después de los asertos (aquellos que logren vigencia colectiva y socio-homeostática, pero sin que sean necesariamente «ciertos»), empezará la política propiamente dicha; la autoritaria en tanto que el poder dominante y físicamente fáctico se explica y se legitima a través una narrativa interesada, como respecto de los contextos más democráticos que se establecen mucho mas sobre la pugna entre narrativas distintas y de alguna manera discrepantes o contrapuestas.

Aunque en cualquiera de los dos modos el tiempo sedentario se va consumiendo sujeto por una cierta ordenada planicidad que solo puntualmente (aunque de forma cíclica constante en el tiempo) se revoluciona a partir de nuevas y sucesivas contingencias provenientes de:

  • 1)la irrefrenable emotividad y hibris humanas (y, en general, todos los fenómenos preconscientes y «subcorticales»;
  • 2)los padecimientos que sufrimos y los que presenciamos respecto de los nuestros;
  • 3) los conflictos interpersonales y los que irrumpen entre distintos grupos sociales (¡que por eso existen universalmente las jerarquías sociales, por cierto!);
  • 4): la guerra, como polo extremo en relación con esto último.
  • Y, finalmente, 5): los conflictos que surgen a partir de nuevos asertos «mágicos» y la tensión que suelen causar respecto a lo consabido.

Pero pensándolo bien, la diferencia entre una mecánica antropológica de tipo autoritario y otra de estilo democrático, probablemente consista en el grado de corporeidad implicada por cada uno de los sistemas. Porque, como argumentamos, el vínculo humano con la violencia en su sentido más vital es de tal importancia que las antropologías históricas -evidentemente- no han podido prescindir de ella, sino que la han acomodado a su mismo centro estructural atenuándola siempre en alguna medida. De manera que en eso radicaría la diferencia entre los dos sistemas respecto de cómo organizan la violencia a través de dispositivos más y menos incruentos y de carácter mimético (esto es, que por constituir contextos más sensoriometabólicos que directamente corporales): todo grupo humano –y hasta los de otros especies–derivan la violencia hacia espacios más fisiológicos y neuroquímicos que físicos en aras de la unicidad colectiva y su continuidad en el tiempo; pero respecto las antropologías sedentarias este proceso se intensifica de tal manera que no tiene más remedio que sujetarse en la opacidad de lo asertos no sujetos a la contradicción, pues como no pueden incidir directamente de ninguna manera sobre el plano público-moral de los cuerpos pertenecientes, toda relevancia o autoridad semiótica que puedan llegar a ostentar dichos asertos solo será, inicialmente, de forma «sensoriometabólica». Es decir, que serán instrumentos a disposición socio-homeostática de los cuerpos pertenecientes respecto de un determinado locus de pertenencia identitaria y cultural, para que cada cual se defina según nuestro propio brete homeostático más íntimo, para conformarnos con el contexto colectivo que en cualquier momento puntual más amparo corporal nos prometa, o bien para transgredir alternativamente y de forma normalmente pasajera (pues que la violencia como voluntad de vida es en nosotros mismos también solo parcialmente refrenable siendo necesario que nos desfoguemos sobre planos fisiológicos sin consecuencias morales inmediatas o al menos respecto nuestro propios compañeros homeostáticos).

De tal manera que podía aventurarse la hipótesis que la racionalidad humana debe entenderse como una estrategia evolutiva para acorazar, a través de la fisiología humana y su vinculación socio-homeostática, los cuerpos pertenecientes respecto universalmente de cualquier locus antropológico de pertenencia que se dé y que se hubiera dado. Y así, se entendería que la racionalidad sirve precisamente para postular lógicas que permiten a los demás cuerpos guarecerse en la unicidad colectiva de una experiencia metabólica y neuroquímica en buena medida común o de alguna manera y (en principio) estándar, contando, claro está, con que ellos también comprenden dicha lógica, dado que el poder del pensamiento mágico como postulación depende y es producto de la capacidad cognitiva de manejar (comprendiendo y postulando) la lógica.

Aunque esto nos obliga a ponernos digamos delante del espejo de la especie y considerar la deuda que tenemos con la violencia. Pues si seguimos a modo de ejercicio la historia de la consciencia humana como hipotética fuerza revulsiva respecto de la violencia; fuerza como respuesta que crece, se desarrolla y evoluciona precisamente para no prescindir de la violencia sino para incorporarla de forma cada vez más sofisticada al grupo mismo, verdaderamente asombra pensar en una diacronía evolutiva de violencia, generación tras cientos de generaciones, necesaria como para naciera la conciencia humana.

Y así se haría necesario entender que la racionalidad acaba siendo una alternativa al sentido inherente a la violencia humana; y que la racionalidad permite al grupo, al final, una mayor capacidad de gestión de su propia violencia frente al medio, incluyendo, lamentablemente (pero sobre todo) a otros grupos humanos ajenos.

Los sistemas políticos autoritarios representan pues evoluciones importantes de organización colectivo al mismo tiempo que suponen un desarrollo humano truncado que no puede soltar amarras, en un sentido estructural, con los cuerpos ajenos (políticos, culturales, raciales, ect). El sistema autoritario cual criatura infantil aferrado a su chupete, solo se entiende a través la literalidad de los cuerpos sometidos; el de estilo más democrático muestra una mayor seguridad y autoconfianza en este sentido.

Pero el asunto es, sigue siendo, que ambos se relacionan de diferente modo con una misma violencia humana, si bien hay otras circunstancias adicionales que habrían de tomarse en cuenta respecto del porqué histórico de uno y otro (o, en realidad, el de todos, desde al menos la década de los 60 del siglo XX).

Pero ésa es otra vertiente de esta historia que dejamos para otro día.

Aunque una cosa sí que está claro: ¡no te olvides, nene/nena, de lo castrense!

Que te puedes evacuar en la madre que lo parió, si así te ves con la urgencia corporal-moral, pero tienes que contar con ello a través de la historia humana como socio-invitado de piedra.

(‘stá claro)

Apuntes comparados sobre Pierre Bourdieu (1982)

Versión en español del año 1985
  1. El lenguaje no como objeto de intelección sino en tanto instrumento de acción y poder: El poder de la propia autorrealización como yo socializado, y el de la integración fisioantropológica; autorrealización que puede entenderse como la efectiva acomodación del ímpetu vital individual –la «violencia» — a la condición necesaria en gran parte mimética de lo sociorracional, siendo la competencia sociolingüística (tanto la gramatical como toda competencia dóxica “suprasegmental” de cualquier tipo) requisito probablemente imprescindible para la consecución de dicha adaptación. Se trataría de una acomodación a nivel estructural que el individuo, sin embargo, experimenta como el poder y fuerza viva de su propia imposición vital.
  2. El hablar es, en realidad, el ejercicio individual de una competencia social: Además de la lengua materna, cierto valor simbólico colectivo está también a disposición del sujeto homeostático quien se esfuerza en manejarlo para existir socialmente como un yo (apropiándose de lo lingüístico-sociorracional) a través de su propia voz, precisamente porque es comprendido por los demás, como también lo utilizará para distinguirse de ellos. De manera que la homogenización necesaria para la comunicación en tanto semiótica compartida, se contrarresta por medio de la distinción estilística de la personalidad propia.
  3. ¿Qué son los bienes simbólicos de Bourdieu? Te permiten realizarte en tu propia proyección fisiosemiótica; existen tanto como imposición como también una forma de poder personal al servicio del sujeto homeostático en su lucha o brete biológico-existencial por la consecución de confort socio-homeostático. Se trata de una forma para todos de sometimiento fisiocorpóreo a cambio de poder ser de forma socialmente consabida y, por ello, aceptable a ojos de los demás. Los bienes simbólicos son un horizonte semiótico culturalmente particular a disposición del sujeto homeostático en la apropiación creativa de su propia identidad socio-racional.
  4. La cuestión estilística según Bourdieu: La diferencia o variación que presenta la producción lingüística individual como características distintivas respecto de la norma se debe a que los hablantes son sujetos que sólo existen en relación con otros sujetos perceptores. De tal manera que la lengua, vista desde una óptica antropóloga, es también, en parte, un idiolecto en tanto que cada individuo la amolda de alguna manera estilística, respecto de una idiosincrasia que permanece -necesariamente- sin prejuicio de que se le sigue comprendiendo por la comunidad. Esto puesto que la adquisición de lengua constituye en términos estructurales un proceso de acomodación fisio-metabólica que, precisamente por eso, equiparará al individuo integrado con la posibilidad de cierto ejercicio incruento de la violencia vital de cada uno. La distinción como concepto de Bourdieu refleja esta necesidad de parte del individuo de distinguirse en la apropiación de su propio yo socio-cultural respecto de los suyos y en tanto su propia autoafirmación e imposición vitales; es decir, en su propia violencia por ser y para quien ha de pertenecer homogeneizándose, al mismo tiempo que se resiste a su singular anulación y dado que, evolutivamente hablando, los grupos humanos perseveran en base a la furia vital que solo conoce el cuerpo singular y desamparado.
  5. La necesidad estructural del desamparo individual: Pues es la clave de la continuidad en el tiempo de la mecánica de los grupos humanos y dado que estos, en cuanto a su decurso evolutivo, no han podido nunca renunciar a la mayor potencia violenta de la que solo es capaz de producir el individuo corpóreo singular; una violencia, por tanto, que no puede desparecer de la experiencia colectiva, sino que ésta ha de acomodarla a través de la canalización mimética y por medio de elementos filogenéticamente evolucionados de los que se vale el decurso original sociobiológico humano como pueden ser, entre otros, los siguientes:
    • El desamparo físico singular
    • La capacidad de sentir miedo al rechazo por parte de nuestros propios congéneres como amenaza anticipada que siente el individuo respecto a su grupo de pertenencia.
    • La capacidad filogenéticamente evolucionada de sentir asco
    • La capacidad filogenéticamente evolucionada de sentir vergüenza.
    • La rivalidad endogrupal entre individuos pertenecientes.
    • El establecimiento de jerarquías con subgrupos, facciones (o, más tarde, castas).
    • La introducción del afecto entre los subgrupos (entre quintas etarias o de sexo, y otros tipos de comadrería, y respecto de la aparición en la evolución sociobiológica humana de la figura y función paternas.
    • El uso estratégico-estructural del dolor (propio y ajeno) a partir de la capacidad empática individual.
    • La culpa
  6. La distinción de Bourdieu refleja la contradicción al centro de grupo social animal: Pues el mismo Konrad Lorenz lo registra en su famoso libro sobre la agresión como una constante de las especies sociales: la violencia individual ha de reconducirse, de alguna manera, hacia la creación de sentido estructural (colectivo, el único sentido que hay, en última instancia), poniendo al centro de la resiliencia de los muchos la furia vital de cada uno de los individuos. Parecería lógica entender la distinción de Bourdieu como exactamente eso, una estrategia de atemperar la violencia, pero dando salida a la misma, pues el sentido arquitectónico de la mecánica de la pertenencia antropológica retiene como su misma piedra angular al individuo singular desamparado.
  7. ¿Cómo se manifiesta esta constante en el resto de las facetas de la cultura? Puede considerarse la base de la idea mimética de Norberto Elías.1 También puede descodificarse desde la misma óptica el pensamiento expiatorio de Rene Girard2: son ambos estrategias para reconducir la violencia individual pero dando salida a la misma; atemperándola en algunos casos, o reduciendo su extensión potencial, pero sin eliminarla completamente pues que la violencia -en su sentido más amplio y vital e en tanto imposición individual- es el motor real todo lo humano, incluso de nuestra benevolencia (pues puede entenderse ésta como nuestra capacidad de experimentar el dolor como una solución más para seguir haciendo la violencia individual compatible que la continuidad en el tiempo del grupo; y, lamentablemente, si debido a causas evolutivas te vedan finalmente la violencia dentro tu propio grupo, la buscamos fuera en las víctimas que nos son culturalmente ajenas, como evidencia la historia y la también toda actualidad humana).
  8. El ruido y la furia del actor sobre el escenario que significa algo: Pues que en esta metáfora shakesperiana (que no aparece en la obra de Bourdieu, por cierto) ya se vislumbra un sentido relacional respecto de una audiencia -un contexto socio-generacional potencialmente en su entera extensión cuantitativa- que ya sabemos está afectivamente involucrada en lo que ve (pues que en el espectáculo social se están jugando los espectadores, en realidad, nuestra propia corporeidad, o así al menos resuenan en nosotros las desgracias/hazañas ajenas de las que somos testigos o de las que nos enteramos por otros medios). Pero, ¿qué es esto sino un entramado de producción de sentido que contradice el nihilismo de la cita original de ese particular paisaje de la obra de Macbeth (aunque eso no quita, claro, que tengamos que morir igual al final como los seres mortales que somos).
  9. Denotación versus connotación en Bourdieu: De nuevo, es necesario entender la imposición distintiva en su plano estructural en el que este poder de connotación individual (como espacio individual de imposición estilística frente a la denotación normativa de la competencia lingüística estándar) resiste de alguna manera a la fuerza homogeneizadora que constituye la base del orden racional-cultural. Y por René Girard ya sabemos cuán violentos nos pone la indiferenciación como amenaza anticipada; pero, de nuevo, estamos ante una paradoja estructural similar a la del orden mitológico apolíneo-dionisíaco, en tanto que una parte resiste a la otra, pero con el efecto en principio contraintuitivo de reforzar la otra parte (y, por ende, el conjunto como sistema complejo).
  10. La producción y recepción del lenguaje común por locutores que ocupan posiciones diferentes en el espacio social: He aquí la premisa base de la visión de Bourdieu respecto de la lengua, lo que obliga a incorporar una noción sociológica a la lingüística, si esta pretende abarcar el objeto último de su escrutinio, es decir, al sujeto lingüístico como hablante que es, antes que nada, un sujeto homeostático que ocupa física y corporalmente un mismo locus de pertenencia homeostática que, a su vez, se subdivide en diferentes grupos, facciones o clases. El sentido humano, pues, se funda en la singularidad corporal de cada uno que la evolución sociobiológica no ha obviado en tanto que grupos que preservan en el tiempo, sino que los grupos antropológicos han podido perseverar homogeneizándose precisamente porque refuerzan, a cada paso, la centralidad de la autoafirmación e imposición individuales.
  11. La importancia de los bienes simbólicos en su vertiente estructural: La mecánica sociolingüística que esboza Bourdieu supone la efectiva reubicación del ímpetu homeostático individual respecto de un plano corporal real y doliente que se traslada al seno del grupo antropológico y cultural propio. De tal manera que la emotividad individual de cada uno tiene una salida real a través del lenguaje y el recurso al acervo simbólico común: puede ahora el individuo ejercitarse en su propio poder para hacerse entender por los demás; por transmitir su sentir personal a sus compañeros; y también por distinguirse de múltiples formas y artimañas originales y creativas; todo esto de una forma ahora incruenta, en principio, y que aboca a un estímulo cada vez más vivaz sobre el plano social endogrupal, lo cual supone cierta autonomía fáctica respecto al entorno, pues el centro de la vivencia antropológica es, efectivamente, la interactuación social en sí misma; y esto hace que la cohesión del grupo dependa más de las contingencias socio-afectivas que vayan sugiriendo entre los actores sociales que cualquier elemento externo al grupo, si bien en cualquier momento, y debido a la gravedad de las amenazas externas, puede revertirse el orden colectiva a un modo más evolutivamente arcaico que supone una dependencia estructural directa en la amenaza externa.
  12. La diacronía antropológica en este aspecto bipartita: Pues que el proceso general de homogenización que supone toda cultura se sujeta en la fuerza contraria del poder individual de la distinción, creándose entre ambos elementos una simbiosis compleja en que la unión entre las partes es su continuamente reforzada separación. Porque la violencia de la autoafirmación individual homeostática es la constante principal de la homogenización identitaria, lo que obliga a que, según avanza ésta, nuevos contextos de definición y diferenciación individual hayan de aparecer: la experiencia humana grupal muestra a las claras cómo, por ejemplo, los bienes simbólicos son el instrumento primario y universalmente presente para esta función técnica, esto es, la de crear espacios para la imposición individual -en toda su “violencia” simbólica de autoafirmación, autodefinición y distinción-que, además de incruentos (en principio) alimentan a su vez el teatro socio-homeostático que es la vida pública y mediática para sucesivas respuestas metabólicas de parte de múltiples sujetos homeostáticos cuya propia corporeidad individual está icónicamente maridada con la zozobra y padecimientos ajenos contemplados (las neuronas espejo). He aquí el patrón base del tiempo humano colectivo, en realidad, existencial, en tanto que la voz consciente individual solo se experimenta de forma solipsista, cuando en realidad está sometida como engranaje al decurso colectivo en sí. Pero todo ser cultural e identitario que logre establecerse en el tiempo, estará necesitado acto seguido de nuevos y futuros estares; es decir, todo orden precisará de nuevos desordenes, y todo funcionalidad colectiva y social establecida solo perdurará en base a nuevas disensiones y nuevas fuentes de conflicto (en principio y necesariamente, incruentas).
  13. Bourdieu no tenía recurso argumental a los conceptos neurológicos actuales. De tal manera, y siguiendo el hilo de los puntos anteriores, podemos conjeturar que los seres humanos somos una especie de capacidad simbólica precisamente debido a la posibilidad de compaginar la violencia individual como ímpetu y voluntad a la vida, con la continuada permanencia del grupo. Porque la imposición simbólica (una vez que se adquiere sociocorporalmente como competencia individual) sirve la doble función de facultar al individuo un espacio incruento de su propio poder de imposición a través de la expresión y construcción de sentido sociorracional, al mismo tiempo que como estímulo contribuye nuevamente al alimento digamos socio-homeostático colectivo en el tiempo. Pero incluso para Bourdieu esta mecánica que se basa en el cuerpo singular que se pone en la picota coercitiva colectiva de la pertenencia cultural (lo que él denomina el habitus y que para nosotros es el locus de la pertenencia homeostática), probablemente deba entenderse como más inconsciente que racional-consciente; o lo que hoy podría hacerse entender por medio del concepto de sistemas emergentes, respecto de fenómenos que hoy se dirían subcorticales (en oposición a todo lo que transcurre propiamente en el córtex cerebral).
  14. La violencia humana se convierte en la producción «furiosa» de sentido: Pues que si la verdad tiene una función performativa que a cada uno de nosotros nos ubica al instante -y como por arte de magia- al centro del amparo colectivo, arropándonos en lo consabido y en una seguridad existencial que desde siempre ha tenido lo real entendido desde las coordinadas de cualquier experiencia cultural histórica, la política también aparece (también por arte de magia) al albor de cualquier discrepancia y diferencia de opinión que acontezca. Y así, la política para Bourdieu arranca de toda doxa que llega a cuestionarse, o que siquiera se llega a descodificar explícita y racionalmente, puesto que el conocimiento mismo se vive también como amenaza a la seguridad colectiva. Porque la mente humana solo es pensante a partir de una experiencia colectiva que nos faculta para ser socialmente (precisamente porque nos fuerza a pertenecer diferenciándonos), pero que vive como trauma el retrotraerse al origen de la unicidad múltiple sobre la que en verdad se asienta nuestra cognición: particularmente provocador resulta esto para la mente conservadora (o para una parte de todos nosotros) que rehúye la sensación de terror que inicialmente puede causar en nosotros el tener que dejar de dar por sentado algunas “verdades” que hasta entonces se hubieran considerado ciertas (hasta tal punto de ni siquiera haberlas tenido explícitamente en cuenta nunca). Pero es asimismo cierto que toda transgresión en este sentido cognitivo no deja nunca de fascinarnos por la seriedad profunda y socio-homeostática ( se diría hasta subcortical) que en nosotros remite.
  15. Lo real como un “estado de la lucha de las clasificaciones”: Y como la verdad faculta la ubicación del cuerpo individual de cada uno al centro del amparo y seguridad colectivos, el no poseerla y el luchar, diente con garra, por imponerla, se vuelven fenómenos en realidad antropológico-estructurales respecto la experiencia sedentaria; experiencia para la que importa la ciencia, por ejemplo, no tanto en términos de lo que sabe o deja de saber, sino en tanto que proceso de ocupación temporal-existencial que tiene un significado inherentemente humano a partir de la configuración socio-homeostática de los grupos humanos (pues, hasta cierto punto, es tema en realidad secundario el desarrollo tecnológico a que conduce el avance científico cuando se piensa en la potencial en agregado de tejido economico -de producción, comercialización y educativo- que esta pecularidad filogenticamente evolucianda de nuestra cognición faculta a servicio del sostenimiento sedentario). Y en este sentido, política, religión y ciencia pasan todos a entenderse como grandes artefactos digamos miméticos de los que los grupos humanos -después las sociedades- nos hemos valido para dar sucesivos pasos más en la misma dirección de nuestro propio devenir, esto es, en la de reorganizar la violencia humana para poder seguir siendo nosotros en el tiempo sedentario. Pues por medio de nuestra imposición más fisiológica que físicamente cruenta sobre representaciónes simbólicas del mundo (que, no obstante, nos involucran moral y icónicamente como sujetos homeostáicos pertenecientes filogenticamente capacitados para condolernos, además, con el espectáculo ajeno), hemos podido montarnos digamos a lomos de nuestra propia hibris como especie para seguir la trayectoria de acomodo de nuestra propia violencia hasta el punto de requerir la conciencia y la razón humanas como instrumentos en este sentido de autogestión y autonomía necesarios para la continuidad temporal de la especie (o así al menos sería nuestra propuesta).

Después de todo ¿qué otra explicación puede tener la aparición histórica de la consciencia?

¿Por qué el «sostenerse» de lo sedentario? Elucubraciones a partir de la complejidad teórica de Edgar Morin

(Portada discográfica del año 1976)

  1. Se empieza con un resumen del modo incoativo de la cognición humana; de la función performativa del ser frente al estar (que incluye también la función performativa de la verdad), y las implicaciones estructurales que esto tiene por cuanto el estar necesita concebirse como alimento del ser (como también Dionisio alimentaría lo apolíneo, etc.).
  2. Desarrollar el tema de la transición de un tiempo colectivo frente a contextos inestables de grandes amenazas exogrupales, a otra situación estable que por ello obliga a buscar otras formas endogrupales de conflicto; conflicto que en presencia del afecto, sin embargo, no podrá sino atemperarse puesto que se sujetará tambien y como mecanismo de limitación, en el dolor mismo.
  3. De tal manera que se aproxima a una situación que, por incruenta, toma cada vez más la forma de un juego social, si bien al final el cuerpo propio (y los sentimientos afectivos y morales correspondientes solo consustanciales a éste) es la apuesta que arriesgamos todos.
  4. Implícito, por tanto, a una concepción diacrónica de la antropología sedentaria es una cierta dependencia estructural en el estímulo en sí mismo pues se diría que la función performativa de la cognición (esto es, la de la integración fisioantropológica del sujeto perteneciente) se inicia solo a partir de la imbricación homeostática del indviduo con su medioambiente, natural y social-humano; función de recorrido incoativo de naturaleza tanto intermitente como también permanente, salvo durante el sueño: de tal manera que la metáfora de bombeo o pulsación respecto del tiempo sedentario agregado y terráqueo, se vuelve pertinente.

Tan estrecha es la relación causal entre el estímulo exogrupal y la autoafirmación identitaria, que en ausencia de aquél, toman, pasajeramente, gran importancia la competición y conflicto endogrupales a modo de entrenamiento y práctica respecto el proceso mismo de lo sociorracional; que parecería que en la quietud total se arriesga la dispersión de la propia identidad sociorracional en tanto mecánica, en realidad, colectiva y pese a nuestra tendencia a ver solo la cognición individual. O sea, que el aburrimiento es, además de un motor de la complejidad cultural, un vacío que se diría peligroso en este sentido estructural; pero como tal queda relleno, en seguida, por toda clase de pendencia intragrupal de consecuencias normalmente incruentas que constintuyen -aquí lo importante- un sucedáneo para suplir la ausencia de las amenazas externas.

A partir de un plano mamífero (o al menos simio y respecto, seguramente otras especies sociales), la autonomía que supone el desarrollo de una mayor individualidad afectiva (entre, precisamente, más compañeros sociales, del mismo nivel jerárquico o no) faculta, justamente, nuevos espacios de antagonismo incruento en la forma de rivalidades, «piques» o pendencias de cualquier tipo: es decir, que una mayor autonomía afectiva conduce a una complejización mayor de las cosas pero cuyo fin estrctructural parecería ser el de acomodar nuevamente espacios de autoafirmación siguiendo el camino humano de nuestra dependencia en la violencia, en este caso de carácter simplemente vital y en tanto una “sana” rivalidad.

Es decir, se vuelve a equilibrar una situación primordial de poder alimentar el orden social -el ser ontológico y cultural- con nuevos desafíos a ese mismo orden; un bombear del corazón mismo de la cultura dentro de un locus socio-homeostático determinado que, además, ha evolucionado de un contexto espartano anterior a otro que, precisamente, requiere de una mayor autonomía individual (afectiva, luego moral y razonadora en un sentido social respecto su variante humana); o sea eso que dentro de contextos de violencia constante intergrupal, o respecto un medio de dureza extrema, no sería ni posible ni -esto es lo importante- necesario, pues el amparo colectivo estaría en seguir todo sometido a la jerarquía inflexible del macho alfa y su más próximos, pase lo que pase y frente toda amenaza externa sucesiva.

La transición de uno a otro contexto parecería implicar la necesidad de una individualidad más afectiva pues la tensión se centrará ahora sobre vínculos sociales, de casta pero también de compañeros de adolescencia, quinta, promoción u otras comradarías posibles. Y porque los vínculos socioafectivos se vuelven, para todo cuerpo singular desamparado, algo de gran valor que solo en las circunstancias más desesperadas despreciaría el individuo; o bien puede ser que, por falta de prudencia y en la agitación del momento, se olvida momentánamente de ellos. Pero, en cualquier caso, la recuperación del afecto perdido debido a ofensas menores, constituye un “quehacer” más con el que ocupar el tiempo fisioantropológico colectivo.

Diríase que los celos en general son también muy constructivos en este sentido estructural pues ante el daño causado es necesario cierto proyecto de reconciliación, o al menos tolerancia, si se trata de un mismo locus de pertenencia socio-homeostática en el tiempo y respecto al que ninguna de las partes implicadas tiene intención de abandonar. También la repulsión/atracción entre machos/varones tiene gran utilidad estrucutral.

El papel de la figura sociobiológica del padre (según comenta el tema Morin en El paradigma perdido (1973)) sería un ejemplo del uso del afecto para equilibrar, en realidad, una dinámica estructural y así limitar el peligro de dispersión colectiva que representa, potencialmente, toda nueva generación de jovenes -tanto respecto a los varones como las féminas. Pues con la posibilidad de sentir afecto, tanto de parte del padre hacia los jovenes como de parte de éstos hacia los mayores, el conflicto entre generaciones pierde algo de su fierza al rebajarse a una forma de antagonismo competitivo que no puede traspasar fácilmente los límites que impone, precisamente, el afecto cultivado entre una y otra generación, principalmente a través la figura y papel estructurales del padre respecto su influencia en el desarrollo psicológico de los hijos.

Porque el uso estructural del afecto supone una evolución hacia una mayor autonomía del grupo frente a su propio medio de dependencia, en tanto que el «alimento» sensoriometabólico sobre el que se asiente el tiempo colectivo la proporciona la interactuación social entre el individuos pertenecientes. Y los estímulos exogrupales, que debido a su regularidad han pasado a un segundo plano, solo volverán a incidir en la mecánica grupal cuando sean de una magnitud verdaderamente importante.

Donde hay afecto se incrementa asimismo la fuerza potencial del dolor emotivo y moral, pues en cuanto desarrollamos el afecto por otros (incluso a partir simplemente de la proximidad físicia repetida o estable entre individuos), ya quedamos susceptibles de sentir su pérdida. Es decir, el revés de la misma moneda afectiva es el dolor, lo que a su vez suele abocarnos -respecto los grupos específicamente humanos- a un renovado empeño por entender, racionalizar y sobrellevar razonando, nuestras propias respuestas emocionales.

Pero bien mirado y teniendo en cuenta el armazón socio-biológico en su conjunto (en la medida que esto sea efectivamente posible), se constata que esta mayor autonomía individual a que obliga el afecto, junto con su corolario, el dolor, viene a ser una solución redonda respecto al problema que se podía decir “de origen”, esto es, el de acomodar la violencia reorganizando nuestra relación con ella. Y es que el afecto que implica el dolor que fuerza a una mayor racionalización de las cosas (a través, precisamente, de epistemologías religiosos y morales-judiciales), impide que la violencia acabe dispersando el grupo (ahora ya la “sociedad”) al mismo tiempo que no rebaja en nada la potencial individual de ejercer la violencia. Es decir, se está reforzando la mecánica colectiva no suprimiendo la violencia sino encauzándola de otra manera sin que la capacidad inidividual de producirla merme de ninguna manera, sino que permanece como una paradójica constante que fundamenta -crípticamente- la posibilidad del desarrollo cultural, puesto que la violencia y la zozobra que provoca en nostoros pudiera entenderse como el porqué profundo de la cultura respecto a los contextos sedenatarios dependientes de la agricultura.

Y de paso justificamos teóricamente la ambivalencia y volubiliad pulsional de toda individualdidad social, algo así como el porqué estrctrual de una personalidad indiosincrática propia, pues aumenta la ocurrencia de interactuación significativa entre los individuos que, a falta de una amenaza externa susceptible de entenderse como «existencial», la evolución de los grupos de primates/humanos ha optado por reorganizarse a partir de lo que en general puede entenderse como crisis o conflictos homeostáticos internos al propio locus de pertencia colectiva: nuestra irritabilidad, mal humor, celos e invidia, pero también nuestros anhelos, gracietas, afectos y lealtades, son víveres digamos en los estantes de la dispensa cultural al que el tiempo colectivo puede acudir para su propio sustento.

Aunque, claro, solo provisionalmente pasan a un segundo plano las amenazas exogrupales existenciales; o mejor dicho, permanecen siempre las estructuras subyacentes de acorazamiento grupal inherentes a la mecánica de los grupos (de la que depende, evidentemente, nuestra propia individualidad), en espera, digamos, por si vuelve aparecer el críptico rey estrctural que ocuparía de nuevo su posición sitial de regidor dominante: pues ante las amenezas reales, o siquiera la idea de las mismas, vuelve a activarse el modo de organzación que podríamos llamar del macho alfa, que de un plumazo borra toda otra estructura socioafectiva para sustituirla con una consolidación colectiva en forma de piña acorazada detrás del soberano (orginalmente el macho alfa; luego el héroe -guerrero o también moral-, un rey y, después, el sobrerano postulado en forma de divinidad antropomorfa).

Es precisamente esta estrctructura subyacente que todo político populista desaprensivo busca rentabilizar al hablar insistenemente de las amenezas externas con el objetivo de minar de esta forma las establidad compleja anterior. Pues que en la apelación a la amenaza externa se está desactivando ese otro modo de articulación colectiva que tiene su fundamento en el afecto, el dolor, y el esfuerzo revulsivo por razonar.

El sentido humano, por tanto, probablmente deba entenderse como, en primer lugar, una respuesta colectiva al estímulo y zozobra sensoriometabólicos individuales: el grupo se resiste a disperarse gracias a la autonomía aumentada del sujeto socio-racional, autonomía que logra, paradójicamente, mantener al mismo tiempo la furiosa voluntad individual a la vida (la «violencia» vital en su sentido más amplio) por una parte, junto con una homogeneización identitaria que faculta precisamente nuestro recurso al razonamiento (moral-racional y finalmente ético-epistémico). Y tal como el dolor moral para con nuestros congéneres solo es posible a partir de los mínimos lazos de afecto que hayamos podido forjar, todo sentido ontológico de todo ser como contingencia cultural (a partir de cualquier estar étnico-geográfico que sobre el planeta pueda darse) solo emerge en respuesta a los estímulos con suficiente enjundia homeostática para nostoros los sujetos de un locus de pertenencia cultural específica que vayan teniendo lugar.

De manera que un uso teatral de la vida y escenario públicos, en donde el sino moral de toda individualidad social que se pone una y otra vez en la picota pública, bien en tanto víctima física o bien moral, como asimismo todo tipo de victimario (material o bien intelectual), parecería devenir en base estrcutural estético-moral del alma sedentario, pues que se trataría de un mecanismo (en términos netos, ojo) más incruento que físicamente violento, y dado que siempre hay más beneficiarios sensorio-homeostáticos que bajas reales.

Pero el espectáculo ha der ser, como decimos, de suficiente enjundia homeostática como para alimentar y mantener la fogata estructural que necesita seguir consumiéndose en la trastienda de lo aparente sedentario. Si bien solo la violencia (tambien aquí se entiende en su sentido más amplio que no solo la brutalidad corporal entre personas, aunque también eso) resuena en nostoros con la necesaria fuerza fisiológico-estética como para se requiera en nosotros, otra vez, el auxilio de lo moral y, en última instancia, la fuerza misma de lo racional.

Es decir, solo el arresto del embate furioso de autoimposicón humana, en tanto espectáculo vivido del que no nos podemos escapar, y ante sus consecuencias dolosas tambien vislumbradas, solo entonces se nos obliga (con el mayor y más vital gozo por nosotros experimentados, dicho sea de paso) a buscar condolernos en la razón, la compasión y la ética.

Porque el poder con que nos obsequia la cultura de pertenencia para nuestra propia autoimposición, moral-racional, después ética, a partir de la zozobra que en nosotros nos pueden provocar los padecimientos y miserias ajenos contemplados; cuando nos encontramos en el brete de tener que afrontarlos y no rehuirlos, y cuando nace en nosotros el sentimiento de nuestra propia respuesta emocional que nos obliga, a su vez, a saber de algun manera quiénes somos cada uno como la persona que entendemos que somos, ese momento lo vivimos -seguramente- con el ímpetu de lo real y nuestro propia capacidad de ser ante ello, como al menos cierto poder de ser nosotros mismos.

Pero si te gusta esa otra parte benevolente y elevada de ti mismo, ahora sabes a quién te debes y a quién has de agradecer (quiero decir no en ningun sentido religioso ni espiritual -aunque cabe eso también, claro- sino respecto de nuestra comprensión de cómo funciona la antropología como mecánica).

Que debido a la dependencia de nuestra razón, en realidad del colectvio, y como nuestro propio pensamiento queda superado por esta circunstancia, resulta necesaria cierta aproximación laica -técnica- a lo sacro como concepto, en tanto que solo dificilmente puede nuestra experiencia racional dar cuenta de su verdadero origen a partir del grupo homeostático.

Y tambien nos convendría a todos entender mejor, precisamente, las religiones y cierta función performativa-estrctural que también les corresponde.

¡Cosas que tiene la complejidad edagarmoriana!

He aquí el comienzo de una respuesta respecto la pregunta de qué es realmente eso del «sostenimiento» sedentario.

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El paradigma perdido: ensayo de bioantropología (1973)

Introduccion al pensamiento complejo (1990)

       

           

La trampa del ser frente al estar en «¿Cuánta verdad necesita el hombre?» (1990) de Rüdiger Safransky

Edición del 2013

1

Partimos de una concepción damasiana de la emergencia de la consciencia humana (el ser), pero remarcamos que parecería que la reconstitución de la consciencia, sobre todo respecto a su más alto nivel del yo autobiográfico, no puede darse sino a través de, auxiliado por, una experiencia cultural colectiva específica y respecto de la cual depende el sujeto homeostático.

Es decir, pensándolo con detenimiento, no hay manera de concebir la reconstitución damasiana de la consciencia individual sino al mismo tiempo como un fenómeno antropológico, pues la consciencia humana no se da sino a partir de una experiencia cultural colectiva.

He aquí el punto performativo de la racionalidad humana y, por extensión, el de la “verdad”, en tanto que la psique individual es, puede entenderse como, un dispositivo de integración recurrente (pero también permanente) de integración fisioantropológica del sujeto homeostático perteneciente. Se trataría del porqué estructural de la individualidad y razón de ser de todo yo socializado, la de asegurar la unicidad colectiva a través de un patrón común de lo sociorracional y culturalmente particular.

Pero esta unicidad colectiva en el tiempo que es el grupo humano cultural, no puede mantenerse como tal sino facultando espacios de gran vivificación sensoriometabólica individual que, en lugar de contribuir a disgregar el grupo, terminan por alimentar reforzando la misma permanencia colectiva. Sería precisamente de esta manera que toda contingencia nueva que ofreciera todo entorno natural, debido a nuestra particular mecánica sociocognitiva, se convertiría en vivencia reafirmadora del grupo; y que por más extrema que resultara (y mientras no fuera definitivamente apocalíptico) tarde o temprano, redundaría en el fortalecimiento colectivo.

Porque parecería que todo lo que ontológicamente es, solo adquiere consistencia para nosotros frente a la anomia permanente que es la otra esfera de nuestra experiencia sensoria, inconsciente o pre-reflexiva, de eso que puede entenderse como el estar, tanto inconsciente como más y también menos pre-reflexivo que abarca la percepción nuestra, tanto externa como interna. Ese flujo constante de estímulo que nos fuerza a descodificar en uno u otro grado el mundo al que nos enfrentamos (y al mismo tiempo del que dependemos) y sin el cual no tendría por qué existir ninguna comprensión racional de nada.

Y otro tanto puede decirse respecto a los demás, pues son nuestros compañeros de anomia, podíamos decir, quienes, entre todos, ejercitamos aún más presión urgente sobre nosotros mismos por discernir lo real, lo que es apropiado, virtuoso y, sobre todo “verdadero”. Porque de lo contario ¿cómo evitaríamos que nos echaran de entre ellos, defenestrándonos de la vida misma, o al menos así lo temen nuestros cuerpos en lo más profundo frente a la imagen anticipada de nuestra expulsión?

Y así, la capacidad de todo grupo humano para su propia autoimposición respecto al mundo exogrupal, se entendería por lo que parece ser, esto es, una maquinaria universal de arraigo y apropiación cultural de parte un colectivo frente a sus circunstancias; una mecánica humana colectiva que se alimenta de estas mismas circunstancias y de un sensorio común; una mecánica al centro de la cual está el sujeto homeostático físico singular.

Y, entonces, la personalidad de usted, con todas sus ambivalencias encontradas entre el deseo y el miedo, entre el retraimiento y la expansión emotivos; entre el amor y el odio, la arrogancia, la humildad o el autodesprecio; la admiración y la envidia, etc., adquiere su sentido técnico respecto de un plano colectivo más allá del espacio vital, homeostático y, cognitivamente solo correlativo de usted y su cuerpo: en este sentido, el ser ontológico se ubica siempre más allá del estar; que nosotros no podemos acceder nunca al ser real de las cosas porque lo que es no dejará nunca de ser para nosotros algo así como una imagen que como tal será siempre incompatible con nuestra existencia física (aunque no respecto nuestros anhelos y emotividad).

(O al menos debería reconocerlo usted que se relaciona de forma sola correlativa con la realidad que percibe y con la propia autoimagen personal, pues ese es nuestro elemento natural dado que somos criaturas corpóreas: las imágenes en este sentido acogen a nuestros cuerpos permitiéndonos un vigoroso ejercicio fisiológico de nuestra vitalidad, frente a espacios físco-materiales reales potencialmente trituradores. Convendría pues que revisáramos en qué medida y hasta qué punto somos realmente seres “racionales” y empíricos dado que parecería que, efectivamente, para el fluir del tiempo colectivo y como sociedades, solo son exigibles para funcionar las correlaciones respecto de una certeza relativa y solo aproximada de las cosas).

Las religiones antropomorfas sedentarias históricas y cada vez más monoteístas, deben entenderse dentro de esta mecánica de arraigo y apropiación existencial, pero respecto al contexto como problema en el que surgieron históricamente, esto es, a partir de la agricultura. Pues que la experiencia sedentaria se vio obligada a auxiliarse epistemológicamente a través de los credos divinos, en tanto que los espacios semióticos lingüísticos se prestaban a la creación de espacios miméticos (de vivificación metabólica pero menos físicamente cruentos) siendo probablemente el más importante y universal de entre ellos el sentido moral del yo socializado.

Porque las religiones sedentarias monoteístas pueden entenderse en su desglose más pretendidamente técnico como espacios virtuales e íntimos de gran vivificación sensoriometabólica para el sujeto homeostático creyente o practicante, o respecto a quien se encuentre sujeto a un mismo locus de pertenencia homeostática.

Y si bien esta característica filogenéticamente evolucionada del grupo que se sirve de la homeostasis-cognición individual estuviera presente ya en los grupos humanos anteriores nómadas, son los contextos sedentarios que se ven abocados a desarrollar un andamio conceptual respecto de divinidades postuladas antropomorfas en aras de rentabilizar la gran capacidad vivificadora que tiene la moralidad como fenómeno metabólico humano.

O así puede entenderse el sostenimiento sedentario a partir, en primer lugar, de este periplo icónico-moral en el que transcurrimos en el tiempo del yo social de cada uno, respecto universalmente de cualquier experiencia antropológica culturalmente particular. Y esto esencialmente porque los contextos sedentarios no pueden relacionarse directamente con la violencia corporal sino solo a través de la experimentación mimética y homeopática (catártica) y fisio-estética de la misma.

Pues el dolor ajeno presenciado de los míos y respecto un plano endogrupal, se hace imposible de sobrellevar, y por eso, a toda costa y en aras de la integridad en el tiempo del grupo, se hace estructuralmente necesario entender a través de una racionalidad postulada (la que sea que esté colectivamente sancionada). Pues es en la comprensión del sentido culturalmente consabido donde nos amparamos todos los cuerpos físicos singulares.

Y así que, respecto los contextos sedentarios dependientes de la agricultura extensiva, nuestra relación con la violencia, que se hace por lo general mimética, de carácter más sensoriometabolico y neuroquímico que físicamente cruento, puede continuarse gracias, precisamente, al valor más preciado que acaban aportando los credos divinos, esto es, la posibilidad epistémica sin la cual no hubieran podido extenderse en el tiempo las antropologías sedentarias.

Porque toda epistemología es una metafísica que por muy apoyada en datos empíricos que esté, sigue siendo una metafísica: pero la metafísica es otra forma de imposición colectiva sobre la representación de la realidad, y los grupos humanos nunca han podido no tener razón respecto de sus propias circunstancias, tanto antes como después de la consolidación de la agricultura.

Aunque son los grupos agrarios quienes, viéndose acorralados frente a los límites de sus propios campos de cultivo, no tuvieron más opción que elevarse conceptualmente sobre el peso granítico de la inmovilidad (puesto que no cabía reinsertarse en una existencia trashumante que se auxiliara en el desplazamiento físico en sí). Y solo a través las vivencias virtuales, estético-conceptuales y neuroquímico-metabólicos hemos podido seguir el camino de nuestra sociobiología original nómada.

Y, sin embargo, la violencia como imposición vital brota de nuestra naturaleza simplemente homeostática que nos aboca a la vida y a perseverar; a vivir asimismo en la consecución del confort como satisfacción a nuestras necesidades, carencias y deseos; y también en el afán vital del poder mismo de satisfacernos en este sentido. Aunque, evidentemente, la moralidad humana permite que este mismo ímpetu “salvaje” e individual por perdurar, se pueda reconfigurar, a través de la racionalidad (cualquiera culturalmente especificada) en su forma colectiva, puesto que la supervivencia humana no puede ser sino cultural, es decir, colectiva.

Pues ese y no otro es –sería– el sentido técnico y funcional de la moralidad, que pone el anhelo vital del individuo (que, por otra parte, solo puede conocer el cuerpo humano singular) a disposición estructural del colectivo antropológico. Y que en el apropiarse el individuo perteneciente de su propia personalidad sociorracional, en toda ontogenia psicológica singular y respecto una experiencia colectiva determinada, es esa experiencia cultural como mecánica antropológica que se apropia -estructuralmente- del ímpetu más vital del individuo.

Es decir, no nos libramos de la violencia nunca puesto que somos ella en nuestro ímpetu vital por ser y perdurar; pero sí que cambia nuestro modo de relacionarnos con ella. Y desde esta óptica puede concebirse la sociorracionalidad cultural (la que sea, con tal de que esté culturalmente disponible) como dispositivo que faculta, precisamente, la vivificación metabólica (homeostática y neuroquímica) sin que peligre la cohesión colectiva.

Y esto de la única manera posible que es llevando la violencia humana en la medida de lo posible al ámbito fisio-estético e incruento de la representación a partir de la expansión de la psique humana y cierta densificación moral que parecería asociarse con la experiencia más sedentaria, y en tanto que la antropología más inmóvil se encuentra más susceptible a los estragos del dolor padecidos y las consecuencias disruptivas de los mismos. Así se ha de avenir en el reconocimiento de la moralidad humana –tanto en su capacidad de provocar la experiencia fisiológica de la culpa en el individuo como también la indignación ética y compasiva—como algo así como la gran fogata comunal alrededor de la cual gira el tiempo sedentario; y es el surgimiento histórico de las epistemologías jurídico-divinas lo que ha permitido crear la leña como combustible de la que provisionarnos a partir del acontecer colectivo y su teatralización del sino personal ajeno, de lo que estamos sin duda filogéneticamente condicionados a no quitar ojo nunca (porque en ello se nos va el mismísimo cuerpo propio como destino potencial nuestro, al menos parecería que así experimentamos los padecimientos ajenos contemplados).

Y salvo la opción de basarse en experiencias bélicas recurrentes (y por tanto permanentes en su repetición), no se concibe fácilmente otra manera de progresar en el decurso de la especie a partir de la agricultura. O que cabe asimismo pensar que las antropologías más sedentarias acaban relacionándose con la guerra en tanto extremo máximo a evitar pero que, al mismo tiempo, se convierte en fuente de tensión de efectos en última instancia positivos –paradójicamente—respecto al sostenimiento colectivo del tiempo sedentario (esto es, siempre que permanezca como efectivamente una fuente de tensión de carácter más fantasmal que corporalmente real). Pues que donde gran industria armamentística y sus ganancias financieras puede haber, grandes aspavientos, ciertamente, non debemos hacer, o esa es al menos la lección que ofrece, evidentemente, la historia moderna.

(Además, los attrezzos bélicos en forma de tecnología militar –armas, vehículos, sistemas robóticos, equipos, uniformes y demás parafernalia guerrera y su siempre histriónica y exagerada solemnidad–, en tanto objetos simplemente a vista del público, son en sí mismos una forma de sutil admonición catártica y dionisíaca que seguramente pueden entenderse como dispositivo de efecto en ultima instancia preventivo respecto la violencia real.)

Y sería –postulamos—igualmente la violencia física real la que ocuparía una parecida posición estructural que la de la guerra, esto es, como un extremo a temer pero cuya anticipación barruntada que, sin embargo, nunca cesa de mantenernos en estado de difusa a la vez que sutil tensión vital y como sociedades; un terror fantasmal ante eso que podría suceder si no estamos atentos y dejamos que nuestra emotividad y pulsiones más primordiales nos jueguen una mala pasada. De tal manera que el porqué de la vida civilizada y nuestra visceral adhesión a ella, se nos está recordando regularmente y a través de una catártica sugestión de su contrario, para así seguir mejor nosotros en la brecha de la inmovilidad sedentaria, o algo así.

2

La trampa del ser frente al estar consiste en perder de vista la función, en realidad, performativa del ser que aquí hemos esbozado en función de la continuidad del grupo cultural a través la sociorracionalidad, respecto originalmente la experiencia pre-agraria y también después con el desarrollo epistémico que posibilitaron los credos religiosos antropomorfas, finalmente monoteístas. O es decir, no es necesario que recordemos siempre la realidad estructural en la que participamos a través del ser, sino probablemente baste con la tensión por lo menos de no olvidarnos, puesto que el ímpetu vital tiene que vivirse como, en realidad, el socio ausente en la complejidad antropológica de lo racional; y que de la misma manera que no puede haber lo apolíneo sin lo dionisíaco, ni  el amor al padre cristiano sin contar con nuestra condición de pecadores, no podemos tampoco habitar el ser cultural si sofocamos, estrangulamos o de alguna manera anulamos el estar.

En el libro de Sanfranski se agrupan en un mismo fenómeno las trayectorias creativo-vitales de, entre otros autores o personajes históricos, Rousseau, Kleist y Nietzsche: todos ellos naufragan al final de sus días en cierto delirio metafísico que supone quedarse, en los tres casos, arrumbados respecto la vida de sus contemporáneos dentro de espacios intelectuales-conceptuales que se aíslan del sentir emotivo propio y, sobre todo ajeno; y así llegan a presidir universos teóricos-creativos que denigran –como planteamientos—la estatura psíquica del sujeto humano al eliminar de sus consideraciones el papel de la compasión a partir del dolor inherente a la nuestra experiencia corporal. Y en el caso del último Nietzsche, se trataría, según Sanfranski, de un biologismo y naturalismo que, como desvaloración de la vida “alcanza su culmen histórico” y como “una radical desmitificación de lo vivo”.

(Los tres son, además, protestantes, tema que aquí y ahora no vamos a desarrollar)

Se pierden en el ser frente al estar

Que es decir que es la coherencia exagerada y obsesiva -junto probablemente en cada caso con entrar en la senectud- que les hace renegar del estar, del propio y del ajeno, que es lo más siniestro del tema: aunque como hombres de letras no llevaron a la práctica su furia contra el estar (salvo Keist que indujo, por lo que parece, al suicidio de otra persona además del propio), todos ellos esgrimieron al final una “ideología” de la destrucción del estar desde la óptica del ser, claro está, y sin percatarse del hecho de que el ser depende del estar, y que el estar es la auténtica (aunque críptica) fuerza rectora del ser. Y es que el ser sirve de vector sociofisiológico de la permanencia física colectiva por medio de el estar en tanto dispositivo del yo socio-homeostático.

Aunque otra cosa sería sospesar la cuestión más compleja de la utilidad de acorazar el estar contra todo ser generacional particular y históricamente contingente –o sea, pasajero–. Cuestión de interés práctico (y político, supongo) solo en el caso de que se hubiera procedido real e históricamente ya en este sentido.

Pero, en tal caso, la utilidad sería en su comprensión como decisión técnica ya implementada, aunque a lo mejor no. ¿Qué ganaríamos realmente con saberlo? Cabe pues pensar que, como todo, habría múltiples opiniones y modos diferentes de relacionarse con la verdad (o mejor decir la «verdad»).

Porque por razones de operatividad humana y antropológica, la «verdad» es siempre preferible a la verdad, aunque no sea cierta (o debido a que precisamente no lo sea). Pues que vivimos en el desvelamiento de las cosas, lo que quiere decir que no podemos prescindir nunca de la ambigüedad y del no saber, o al menos no completamente, pese a que es algo que podría parecer contraintuitivo.

Una cosa que tendrá que ver con el hecho de que habitamos cuerpos físicos de carne y hueso, lo más seguro.

Así que no quiera usted saberlo todo: o quiéralo al mismo tiempo que, abrazándose a las paradojas (o sea, la complejidad), entienda que eso no puede -no debe- ocurrir nunca, y por lo que más quiera.

Y asimismo también conviene recordar (o al menos a mí me sirve) que toda verdad en el mismo momento de enunciarla y si no trae consecuencias inmediatas ni performativas para nadie, se convierte en una opinión más entre otras muchas (Hannah Arendt dixit1).

Porque con la verdad como opinión (o sea, la «verdad») es más fácil relacionarse como sociedades y en compañía de los demás.

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1 Hombres en tiempos de oscuridad (1968)

Anontaciones posteriores:

(Del 17nov25) Se pierden en el ser:…Proposición cromática de los tres cerebros (límbico-cortical-suprahomeostático): Pero el ascenso último supone también un cambio de dirección que es un revertir su acción sobre el conjunto límbico-cortical precedente; y esto para reafirmar de nuevo la centralidad estructural y suprema del Estar. Un Estar ya no opacado sino equipado precisamente de un control y dirección que, en realidad, opaca al Ser frente a un nuevo plano histórico inexistente hasta los años 50 del siglo XX…

-la verdad solo es útil (en su función socio-homeostática) si refuerza el plano correlativo. He aquí una dura verdad antropológica; es decir, si no refuerza lo correlativo no puede -no debe- nunca tomarse por lo verdadero (y el todo lo que sea verdadero bíblico posiblemente sea, desde la óptica de la gestión antropológica entonces, una temeridad).

Propuesta de revisión técnica de lo apolíneo-dionisíaco en «El nacimiento de la tragedia» de Nietzsche (frente al ensueño sedentario)

Sueño causado por el vuelo de una abeja alrededor de una granada (Salvador Dalí, 1944)

I

Lo apolíneo

                –individuación

                –subjetividad

                –representación artística, simbólica, plástica, de imagen

                –productor a partir de la materia dionisíaca anterior

                –el ser frente al estar (lo dionisíaco)

                –la lógica analítica

                –el artista en general épico: Hómero, por ejemplo

O sea, lo apolíneo es la única forma de aproximarse a lo dionisíaco:

no podemos conocer lo dionisiaco sino a través la imposición apolínea del artista

que es entender asimismo que es lo dionisiaco que alimenta y auxilia, de alguna manera, lo apolíneo.

Lo apolíneo, en tanto representación artística, es una apariencia que protege contra lo dionisíaco

  -lo dionisíaco es una amenaza (además de alimento) para lo apolíneo.

Lo dionisíaco es una forma de liminalidad frente a la centralidad apolínea de la cultura (y de la personalidad del yo)

central, lo apolíneo; mientras que lo dionisíaco es periférico.

lo apolíneo es historicidad; lo dionisíaco es perenne e inalterable

La música en su esencia es dionisíaca pero apolínea en tanto artefacto estético refinado o de alguna manera elaborado.

II

Preguntas para D. Antonio Damasio y el Sr. Daniel Kanehman (entre otros)

La focalización cognitiva que es la conciencia, también podría entenderse como lo apolíneo; mientras que toda vivencia homeostática o neuroquímica aún sin emerger en la mente consciente, lo sentiríamos como lo dionisíaco, amenazando de nuevo -desde la óptica de nuestra racionalidad- con su potencial retorno (eterno). O al menos la viabilidad sedentaria previsiblemente se haría dependiente de la tensión creada a partir de este relación simbiótica recurrente entre conciencia, orden racional y seguridad, por una parte, frente a las fuerzas “oscuras” de de la vivificación sensoriometabólica y neuroquímica. Esto es, mejor este juego incialmente incruento de tensiones entre contrarios de cualquier narrativa cultural potenencial (entre lo apolíneo y lo dionísacio, la luz y la noche, los vivos y los espíritus, etc.) que ponen las antropologías a disposición de los sujetos homeostáticos pertencientes, que la violencia directamente corporal, eso está claro.

Es decir, nuestra percepción de nuestro propio fondo inconsciente más y menos prerracional, prerreflexivo, se convierte en una fuente de tensión no real sino de lo más virtual. Y que desde una óptica estructural, puede entenderse como estrategia evolutiva de aprovechamiento de, simplemente, nuestra vacuidad neurológica (todo lo preconscienente y sensorial que aun no significa en ningún sentido racional para el sujeto, pues que no es posible desde un punto pensante de la conciencia invidual, retrotraerse más allá de lo sentidos sensoriales y homeostáticos). Pero esto no quita que el cuerpo homeostático -con su mente preconsciente y “automática”- no siga rigiendo como siempre, si bien solo le llega a la mente consciente y focalizada de usted un pequeña parte de este significado.

Pudiera decirse, por tanto, que usted vive en una permanente curiosidad por ese otro lado solo barruntado de la vida de su propio cuerpo; una difusa actividad visceral y neuroquímica que siente que le mueve, pero que solo parcialmente entiende de forma consciente como usted mismo. Pero, si no es usted…

…¿quién sería?

En este sentido, “Dionisio” es solo una de múltiples -potencialmente infinitas- postulaciones posibles respecto las fuerzas telúricas del mundo, fuerzas que, por no poder nosotros aprehenderlas, no tenemos más remedio que entender que nos someten. Pero he aquí una cuestión cuya consideración y respuesta tiene que proveer la ciencia contemporánea -probablemente según su vertiente neurológica- pero aplicada, evidentemente, a la antropología.

Que la tragedia griega pueda considerarse un mecanismo institucional para incorporar una necesaria vivificación a la planicidad sedentaria que, en tanto sostenimiento, es viable porque susceptible de vivificarse (es decir, en el someter a Dionisio a la función estructural de servir a lo apolíneo), permite que también establezcamos analogías similares con otras culturas sedentarias y con otros momentos históricos respecto a la civilización (la occidental u otras): como pueden ser, entre otras, las peleas de gallo de Bali que estudiara Geertz; la teorización estética de Wagner (junto, en realidad, con todo el romanticismo europeo); la música pop contemporánea y el deporte profesional asimismo contemporáneo televisado, además de periodismo tanto escrito, fotográfico como televisado.

Evidentemete, parecería lógica que la experiencia sedentaria fuera universalmente procurando descorporeizar esta mecánica de refuerzo del orden social a través de su riego dionisíaco, en aras de atenuar el impacto del dolor vivenciado (padecido personalmente y en el dolor ajeno presenciado). Y en este sentido, “descoproreizar” quiere decir convertir en experiencia mimética a través de la moralización de las cosas (en tanto contexto que faculta la autocoacción psíquica en el individuo); por medio de la estetización de la violencia en forma, sobre todo, de vivencia sensoriometabólica; como así mismo el desarrollo epistémico en tanto horizonte incorpóreo por donde podemos reanudar, como si dijeramos, la marcha humana primordial hacia la desconocido (pero ahora de forma casi del todo abstracto y conceputal, que es decir de carácter metabólico y neuroquímico y como gran electrización de la vivencia fisiológico-mental).

Y tambien respecto de toda ritualización social o individual, pues la posibilidad de relegar a un segundo plano la focalización consciente para gozar directamente de la vivificación sensoriometabólica y, también en el ejericio de la violencia vital individual, como imposición de autorrealización (en el definirnos nosotros según una u otra opción culturalmente presente), constituye lo que parecería el decurso base y estructural del tiempo sedentario (además de las rivalidades, las pugnas y la política en general), esto es, compatibilizar el ímpetu de la vida como imposición simpelemente biológica y sociobiológica, y en el grado más vibrante que esta pueda darse, pero garantizando al mismo tiempo la posibilidad constantmente renovada, del grupo en su propio tiempo generacional. ¿Qué otro sentido, desde una óptica de la eficiecia energética (metabólica) cabría entender respecto la vida, máxime cuando parecería que la escisión base homoestática, entre cuerpo y sistema nervioso sobre la que se erige lo humano, está ideada para el ahorro y eficiencia de energía?

III

He aquí que las religiones suponen (siempre han supeusto) un andamiaje conceptual para crear contextos ritualistas y estéticos para la vivificación sensoriometabólica pura y dura.

Pueden también servirse de otras formas de atrezzo dichos contextos pero es previsible pensar que tenderían hacia el uso del sentido mismo semiótico-epistémico para crear espacios funcionales de gran vivificación sensoriometabólica, empezando sobre todo con la posibilidad misma de sentirse culpable. Es asimismo lógico pensar que a medida que fueran desarrollándose históricamente cada vez más posibilidades de vivificación sensoriometabólica gracias a adelantos técnicos (la imprenta –tanto letra impresa como imágenes–, la fotografía, el cine, la radio y la televisión) se iría retirándose en alguna medida la necesidad de sentido espiritual o religioso respecto la viabilidad sedentaria, lo que no presupone de ninguna manera que fuera a desaparecer por completo. Pero sí que puede entenderse su pérdida de una otrora centralidad estructural, respecto de antropologías pretecnológicas.

Asimismo podemos concebir las antropologías sedentarias de todos los latitudes y tiempos históricos como una mezcla de sentido en la forma de espistemologías religioso-espirituales, con todos los espacios rituales de vivificación sensoriometabólica que facultan por una parte, y la violencia directamente beligerante y guerrera por otra. Porque también parecería históricamente evidente que la fuente más inmediata de vivificación metabólica –y quizá para nosotros la más intensa que conocemos– sea la violencia física, la que está más a mano y la que más fácilmente desborda los límites apolíneos de todo orden colectivo, desde el más pequeño y tecnológicamente desprovisto hasta el entorno más tecnológicamente avanzado actual.

O al menos cabe considerar un último avatar de lo dionisácico en la guerra misma, como catastrofe potencial que siempre acompaña las sociedades humanas (que nos llevamos en el bosillo o mochila, como si dijeramos) y cuya tensión creada probablemente interesa que se fomente a través de medios no directamente cruentas, como es su contemplación constante política en la forma de los presupestos estatales de defensa y cierta solemne prestigio no del todo explícito de la industria del armamento, siempre que se trate, en ultima instancia, de ahuyentar y mantener a raya los estallidos de conflictos bélicos reales (o que estos existan pero de forma controlada, geográficamente localizadas y sin que desborden el ambito local, o como mucho, regional).

Y particularmente hábil –o al menos a mí me lo ha parecido– es el uso de objetos que señalan hacia una violencia existencial que, sin embargo, solo en muy contadas ocasiones (pero nunca para la mayoría numérica de las personas, la mayor parte del tiempo) se materializa: las armas de cualquier tipo (las blancas, de fuego y las de más sofisticación tecnológica) que se ven expuestas de alguna manera a la vida rutinaria civil; como también, por ejemplo, los chalecos policiales ya generalizados a partir de los años 2000 en todo occidente que, como atrezzo, denotan una perpetúa amenaza potencial que, aunque se materializa anecdotalmente alguan vez, contituyen siempre para una mayoría agregada de sujetos perceptores una trágala de lo más vivificadora, pero cuyo sentido pareciera adquirir una función estructural en tanto fuente de tensión permanente en la vivencia sensorio-cognitiva del sujeto homeostático (a partir de un continuo y subliminal fuste de ideas autoritarias respecto la seguridad, en realidad, existencial más psicológicamente reconforante que real).

Pues en cuanto a la viabilidad antropológica, así parecen ser los trucos necesarios (entre otros muchos) para tejer un vigoroso espejismo -principalmente a través del miedo y las amenazas anticipadas- con el fin de que sigamos fuertes en nuestro forzado acomodo evolutivo a la inmovilidad sedentario-agraria. Porque en su ausencia, vuelve a surgir la violencia corporal, particularmente la guerra entre grupos enfrentados, como evidente mecánica estándar y por defecto de todo orden colectivo.

¡Así que vengan los trucos, aunque nos pudiera fastidiar el tener que reconocer que dependemos como sociedades de las ficciones dionisíacas, y hasta el punto de que el mismísmo Apolo se revela, recurrentemente, mero títere!

Después de todo, la experiencia civilizada sedentaria parece depender de esta ambiguedad irresoluble –que necesariamente ha de seguir sin resolución– respecto de a quién realmente nos debemos, a lo apolíneo o a la dionísiaco. Y el hecho de que sea tan esencial esta indefinición (el “misterio” al decir de algunos desaprensivos) se debe a que se trata de un límite de la racionaldiad humana que no se puede rebasar, pues no podemos racionalmente (ni éticamente ni de ninguna manera humanitaria) abrazar la idea que el origen de la razón humana, en vista de su condición sociobiológica, dependa de la violencia.

Como ser socializado no puede -ni debe- usted aceptar esto y, sin embargo, la mecánica universal antropológica de la que la experiencia humana siempre ha dependido (de la que sigue aferrrándose a día de hoy) incorpora la violencia -un su acpeción más amplia- a su mismísma centralidad estructural.

Pero como digo, es mejor que usted siga disconociendo este hecho.

¿Estamos?

El Estado jardín: Descernimientos personales y suprahomeostáticos a partir de Pierre Bourdieu en «Qué significa hablar» (1982)

I

“…Aun cuando se transmita [la literatura] en la forma de un acto público o de un recital, los cerebros de los asistentes no están interconectados ni el público concorde en una interpretación textual única. Dicho esto, quizá no sea un despropósito sugerir que un libro, literario o no, pueda causar un amplio eco doctrinal a condición de que se haga presente en un alto número de conciencias, eventualidad que depende a su vez de los índices de lectura del lugar. Leído de forma multitudinaria, el libro entrará por fuerza en unos cauces comerciales que interferirán para bien o para mal en la asimilación de su contenido. No es imposible ni acaso paradójico que un ensayo contra el capitalismo resulte una buena inversión. Tan pronto como una obra humana, de la naturaleza que sea, alcance una vasta repercusión, quedará expuesta a ser instrumentalizada por este o el otro actor social. El dinero y la política no tardarán en llamar a la puerta. La literatura entendida como modalidad genuina del arte tiende a ser minoritaria, lo que la preserva hasta cierto punto de servir a intereses espurios por cuanto su complejidad y la importancia en ella de los ingredientes estéticos la hacen poco apta para fines propagandísticos. Pero ¿y si un libro (el Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas del racista Gobineau, el Mein Kampf, Los protocolos de los sabios de Sion…) influye decisivamente en la formación y afianza las certezas de un individuo que al cabo de un tiempo asume la jefatura de un Gobierno? “ (Fernando Aramburo en “Mucho cuidado con la literatura“, El País, 29ene24)

Comentario no subido

Porque la cognición nuestra está condenada a existir a partir, necesariamente, de una representación del mundo pues el protogrupo originario humano no tuvo más opción que montar e imponer su propia verdad sociorracional a partir de la que pudiera depender, a su vez, la psicología íntima y racional de cada uno de nosotros, frente siempre al mundo exogrupal (tanto respecto al mundo natural como en cuanto a otros grupos antropológicos). Y así es, de forma esquemática y resumida, como funciona el llamado pensamiento salvaje en tanto que sistemática clasificatoria que se impone sobre la realidad percibida y cuya característica más funcionalmente importante es, simplemente, el hecho de que se trata de una comprensión del mundo no sujeto de ninguna manera a que se contradiga. Porque, evidentemente, al grupo no le queda más remedio que tener razón respecto del mundo en tanto que su conocimiento de la realidad (solo parcial o remotamente empírico en origen) es el dispositivo performativo garante de su propia permanencia colectiva; y como consecuencia, la conciencia de cada uno de nostros, como voz íntima del yo, procede de y se debe aún a, ese apaño original (y culturalmente particular en cada caso, por supuesto).

La inteligencia humana, por tanto, es siempre una representación con la que nos relacionamos con la realidad porque nuestra cognición se debe ante todo al colectivo al que está sujeto y al que sirve, en realidad y pese a las apariencias percibidas, sobre todo para que este perdure en el tiempo y de una a otra generación. Es decir, toda inteligencia humana lo es porque parte de una experiencia cultural a priori, anterior a todo individuo que, en cada generación sucesiva, se integra fisioantropológiamente como sujeto homeostático.

La inteligencia humana es humana precisamente porque tiene esta característica de burbuja colectiva culturalmente particular a la vez que ausente, si no se tiene en cuenta la dimensión, en realidad estructural, de toda personalidad individual: lo que otrora constituía algo así como un traje de armadura metabólica para cuerpos individuales pertenecientes, sigue siendo hoy el paradigma culturalmente particular de nuestra mente. Es decir, tanto hoy como en la antropología nómada y pre agraria, la función performativa de lo verdadero como utilidad colectiva homegeneizadora y aglutinante, en aras de la supervivencia asimismo colectiva (la única que importa sobre un plano evolutivo y respecto al tiempo humano), sigue imperando sobre el sentido conceptual y lógico de la su representación.

Pero, ¿en qué consistiría librarse de esta forma de sometimiento a las representaciones del mundo y pasar directamente a relacionarnos con la realidad?

  1. Incidir sobre la realidad de tal manera que se vuelvan irrelevantes la posición y opinión de los demás.
  2. Incidir sobre la realidad directamente de forma que se vuelva totalmente prescindible toda representación de ese mismo dominio técnico, pues que se trata, ahora, de un plano suprahomeostático y agentivo (y agentivo por medio, también, de la homeostasis) que no tiene interés –o lo tiene muy poco—en relacionarse con el plano de los usuarios antropológicos por medio de la revelación.
  3. Intervenir de tal manera en la realidad electro-molecular terráquea que el espacio propiamente humano, el de las representaciones con las que se van realizando el orden fisio-semiótico de los contextos culturales particulares en el tiempo de toda generación sucesiva, pasase a considerarse una utilidad planetaria a cuidar y mantener en aras de la continuidad de la especie y tiempo humanos.
  4. Pero quizá más importante es que no habría voz discrepante alguna, salvo posiblemente las que pudieran ocupar distintos espacios o posiciones dentro de dicho ente supra-homeostático.
  5. Esto lo convierte un poder fáctico que es, en sí mismo, algo postivo en tanto estabilidad.
  6. Pero al carecer de rival, su dominio se tornaría responsabilidad técnica incluso más ardua por cuanto no disputada por ninguna otra parte.
  7. Un ente suprahomeostático que, a diferencia de los dioses postulados, no se revela sino a través de insinuaciones, signos y referencias semióticas nunca desarrolladas y que solo se refieren en todo caso a un meta nivel de su propia gestión terráquea; y esto probablemente porque su misma existencia es –y probablemente deba seguir considerándose  como tal— una permanente afrenta moral a la condición humana, si bien al mismo tiempo debe entenderse también como su máximo (último) garante. 
  8. Por todo ello podríamos entender que un ente regidor a la vez que extra político de este tipo estaría en posición de operar desde una posición de agencia verdaramente —técnicamente–racional y hasta un extremo desconocido en la historia, respecto de su objeto de gestión, o sea el espacio antropológico en sí.
  9. De obligada mención es también el hecho de que si a usted se le obligara a tomar siquiera medio en serio esta idea, experimentaría una intensa turbación que enseguida, muy probablemente, desembocaría, al menos transitoriamente, un un paroxismo furioso que, sin embargo, aminoraría bien pronto y en la medida que usted se fuera dando cuenta de la absolutamente nula importancia que tiene, a nivel antropológico y tempo-estructural, el estado emotivo particular de solo usted.
  10. Pero a partir de entonces no le costará tanto a usted reconconerse, ya por fin, como sujeto homeostático respecto, en realidad, su propia cultura, lo que, acto seguido, probablemente le aumentará su capacidad empática respecto a sus congéneres.
  11. (esperemos)

II

Pero en cuanto a Á:
Se sale de la necesidad antropológica de intentar incidir en lo real a través de la representación de lo real, como nosotros sí que estamos obligados, pues el dispositivo sociocognitivo que entendemos como el pensamiento «salvaje», esto de postular sobre la real cualquier lógica siempre que no pueda contradecirse, es básicamente eso: intentar procurar amparo colectivo a través de plasmación de una base lógica inmune a la realidad en sí, puesto que depende de unas afirmaciones no susceptibles a la prueba de contradicción; siempre han funcionado, siguen de hecho funcionado a día de hoy, de esta manera debido a nuestra particular cognición que, en nombre del colectivo, obliga a los individuos pertenecientes a que interioricen una visión que se entiende real o verdadera de la realidad solo en cuanto apuntala al grupo en su propia viabilidad en el tiempo.


Á no incide sobre la representación del mundo, sino que incide directamente en él: y como que deja a los seres humanos el espacio vital que les es propio, eso de pelearse entre sí por la lógica de la representación epistemológica del mundo, o eso al menos históricamente.
Pero también dicho sin ironía, pues la «verdad» en tanto su función performativa antropológica (esa de, efectivamente, establecer una visión de lo «real» del mundo según una experiencia cultural particular que constituye asimismo una identidad colectiva) debe de ser algo así como la función cognitiva base nuestra, el porqué de hecho de que tengamos consciencia para poder reforzar, en nuestra propia fisiología pensante individual (ante el dilema permanente de qué es lo verdadero), al grupo mismo en el tiempo.

“Culturas de la vergüenza” frente a las de la culpa y el desarrollo sedentario hipotetizado

Total, que el culparse uno mismo de su propia suerte frente a los infortunios sobre los que difícilmente puede entenderse que tuviéramos poder alguno, es una forma de antropomorfismo en tanto adscripción causal. Pero es ante todo una imposición de sentido, y como tal fortalece psicológicamente al sujeto como responsable último de sus circunstancias, pues se sale de la tesitura de verse como objeto de fuerzas mayores.

De esta manera puede decirse que la culpa y el sentido (no exactamente conceptual) que proporciona ha tenido siempre un efecto reconfortador para el sujeto psicológico en tanto poder que ejerce a través de la culpa; poder que percibimos como moralmente más aceptable que recurrir el uso expiatorio de otro ser humano que, evolutivamente hablando, hubiera sido el modo operativo respecto las culturas de la vergüenza.

Pues pudiera ser un punto divisor entre ambas cuando la tendencia propiciatoria que motiva la vergüenza (que nos compele a defendernos recurriendo a cualesquiera medios inmediatamente disponibles -respecto sobre todo a otros seres humanos- a los que transferir de alguna manera el terror ante nuestra propia aniquilamiento), se sustituye por una causalidad dirgida, ahora, hacia nosotros mismos.

O sea, qué duda cabe de que la culpa y la autoincoaccion psíquica ha llegado a sustituir en buena medida el recurso más atávico a la violencia misma como instrumento de plasmación y manentimiento de sentido; que el contexto sedentario más tendente a la autocoacción psíquica es un contexto que organiza la violencia a través de su legitimación solo de parte del poder establecido; que es también entender que dichos contextos no toleran el dolor mismo que genera la violencia, siendo que los sujetos homeostáticos pertenecientes, con el tiempo, están desacostumbrados a la otrora brutalidad de contextos antropológicos pre sedentarios, mucho más proxémicos y menos dependientes de ambitos semióticos abstractos de caracter simbólico.

¿Es cierto esto último? ¿Son las “culturas de la vergüenza” también culturas mucho más expiatorias, tanto en cuanto sujeto como objeto?

-“Cultura de la vergüenza”: contexto socio-homeostático más expiatorio y proxémico.

“Cultura de la culpa”: contexto menos expiatorio y más dependiente de planos simbólicos

Pero sí parece que está claro que las culturas sedentarias basadas en la agricultura se han de auxiliar metabólicamente a través de espacios miméticos que tienden, paracería que en todos los casos, hacia el uso del lenguaje escrito. Luego también podría argumentarse -en todos los casos- que existe un desplazamiento hacia el uso de la culpa y la autoincoacción psíquica predominando sobre el recurso a la violencia persecutoria-expiatoria (aunque esto nunca desaperece del todo, claro, puesto que debe de ser de origen filogénticamente evolucionado).

Decir pudieramos que dichos contextos, por tanto, pierden el gusto por la brutalidad para el sujeto homeostático, lo que introduce asimismo el dolor empático experimentado frente a los padecimientos ajenos como nueva fuerza estructural (o que ahora adquiere más peso, pues que desde muy pronto la violencia humana se ha visto contrarrestada por nuestra capacidad de sentir compasión por nuestros congeneres; que si no, no se explicaría la continuidad elvolutiva de los grupos humanos).

Lo sedentario lo resumimos, entonces, como dependiente del desarrollo de un ámbito fisiosemiótico incruento que se auxilia, precisamente, de una violencia más metabólica que corporal y de función homeopática; mientras que lo persecutorio-expiatorio, si bien no desaparece por completo (pues muy probablemente debe entenderse entenderse como de caracter troncal respecto a la psique humana), sí que pasa a un segundo plano debido a los nuevos gustos adquiridos por una nueva generación.

¿Necesidad inconsciente de autocastigo en las culturas de culpa?

Pues muy bien puede ser porque la mecánica de pertenencia social —de la integración fisioantropológica individual—en dichos sistemas se basaría en la autocoacción psíquica: pues que desde el punto de vista estructural, se es un individuo precisamente para sentir la culpa, que sería la clave tanto para la inhibición como para la transgresión, pues esta última es, muchas veces, un furioso rechazo respecto aquélla por parte del agobioado individuo socializado. Lo que, en efecto, deja montado el espacio metabólico sedentario al completo en el que ejercitarse el sujeto homeostático, tanto en la violencia vital de nuestra propia autodefinición moral (esto que por nuestra voluntad decidimos ser, pese a todo) como respecto las rebeldías transgresoras menores en las que calculamos que podemos incurrir sin grandes riesgos de mensocabar nuestra imagen social (y así, de esta manera más viritual que real, va avanzando el tiempo sedentario de una generación más).

Pues los espacios urbanos tienen que proporcionar contextos del ejercicio de la violencia vital del individuo al mismo tiempo que tienen que ir limitando el dolor y sufrimiento causado: esta estrategia sería a través de la creación constante de espacios miméticos siendo la moralidad en general el prototipo de espacio mimético debido a su carácter metabólico que antecede los actos y que, de hecho, puede existir de forma virtual más allá por completo del plano corporal e interpersonal.

Servirse de la zozobra contemplada al mismo tiempo que la va limitando a través de la creación incesante de nuevos tipos de espacios miméticos: así es como funciona la viabilidad sedentaria.

Asimismo no sería de extrañar, por lo tanto, la coincidencia en el desarrollo urbano y civilizado y el puritanismo en general; quizá también la transición base de lo vergonzoso hacia lo culpable, pues ambos constituye maneras de reforzamiento más metabólico que corporal de vivencias de gran tensión y titilación sin consecuencias, generalmente, respecto del plano político de los cuerpos físicos reales.

Tema de la posible equivalencia entre vergüenza y culpa en tanto que ambos son el mismo miedo a la defenestración que aflige al individuo perteneciente, salvo que:

-La vergüenza se relaciona más, o de forma más directa, con lo proxémico

-mientras que la culpa, como que requiere que se dé un paso mental más abstracto hacia la causalidad, puede postularse como más util, de alguna manera, para los contextos urbanos más dependiente de planos semióticos no materiales.

-La vergüenza nos aflige de forma mucho más espontánea y de forma mucho menos controlable por el individuo, mientras que la culpa, que implica un proceso de razonamiento causal, puede efectivamente utilizarse “creativamente” como una forma de imposición por parte del individuo que la asume. De manera que la culpa puede manejarse como una forma de poder que tiene el individuo -mínimo pero desde luego visceralmente real- de imponserse respecto sus propias circunstancias; y en este sentido tiene una utilidad cierta, máxime respecto los contextos sedentarios como en sí mismo un espacio mimético, más metabólico que corporal, de gran intensidad que, aunque no tiene por qué trascender necesariamente al plano social de los actos contemplados, tiene influencia cierta y contundente respecto el comportamiento individual.

Porque nosotros defendemos la posible comprensión de la moralidad y su desarrollo sedentario como culturas de “culpa” como ejemplo de la dirección general de lo sedentario respecto la búsqueda incesante de espacios miméticos más metabólicos que corporales.

¿Cuál es el porqué del individuo moral? ¿Por qué lo sedentario necesita de la vivificación incruenta que presta lo moral? Y se hace necesario una cultura de la culpa debido a razones estructurales en tanto que es una forma de vigorización metabólica incruenta (inicialmente) que sirve para alimentar lo sociorracional en su vertiente crucialmente epistémica.

O sea, relacionamos cultura de la culpa con la episteme, con el monoteísmo y la individualidad moral, todos ellos parte del utiliría obligatoria e historicamente comprobada (universalmente) de la experiencia antropológica dependiente de la agricultura. Aunque parecería necesario precisar que la vergüenza y culpa no pueden separarse como elementos universalmente presentes en toda cultura, puesto que postulamos que todo ser humano internaliza su propia emotividad homeostática y que, por tanto, podemos sentir tanto la vergüenza (que requiere una existencia corporal y sociohomeostática) como la culpa (que supone la internalización sociorracionalizada de la propia emotividad). Aunque también es asimismo constatable que la vergüenza pertenecería al ámbito de la doxa, mientras que la culpa tendría más sentido entenderla como propio de lo epistémico o como punto de arranque del mismo, puesto que depende de una lógica razonada y causal por parte del sujeto homeostático.

Y ya hemos hecho constatar la importancia que postulamos para la antropología sedentaria (después, la urbana) que tiene lo epistémico y el horizonte sensoriometabólico incruento que se abre ante los sujetos homeostáticos sedentarios.

-La vergüenza y los contextos expiatorios que se sujetan en ella constituyen marcos sociales volátiles que obstaculiza de alguna manera la vida urbana debido a la explosividad potencialmente colectiva que implica para el individuo todo lo expiatorio. La culpa, por contra, se presta más facilmente a la experiencia sedentaria y urbana por la mayor complejidad cognitiva que atañe y el efecto que suele tener de rebajar la potencial explosiva de la violencia interpersonal.

En términos nietszcheanos, la culpa se asociaría más con lo apolíneo, pues por su implicación cognitiva más compleja supone un ejercicio de control razonado respecto el mismo sentir emotivo-corporal del individuo; mientras que debido a nuestra vivencia de la vergüenza como fuerza que de alguna manera nos arrebata, probablmente debemos concebirla de carácter más dionisíaco puesto que, en tanto tenemos sobre ella mucho menos control, la vivimos como algo que nos acecha para, repentinamente, envolvernos en sus redes telúricas de las que, para librarnos nuevamente, solo cabre recurrir a la razón (de nuevo lo apolíneo).

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