Más ejercicios teóricos sobre el estar frente al ser: «La creación del patriarcado» (1986) de Gerda Lener

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Ejercicio 1

1)La vivificación sociometabólica dentro de un contexto más inmóvil, junto con el traslado de la aglutinación socio-homeostática de lo sociorracional a un contexto sedentario (es decir, de lo corporal y proxémico hacia la experienica más sensoriometabólica que física, eso que faculta precisamente el desarrollo simbólico y semiótico).

2)La necesidad estructural del desarrollo semiótico pues amplía los espacios de vivificación metabólica de una forma que rebasa la corporeidad directa: es, por lo general, incruento y una forma de lujo puesto que eleva el sentido humano por encima de la materialidad, de tal manera que podría decirse que la vida no se constriñe tanto al agotamiento físico como sí es el caso cuando se reduce a un entorno inmediato sólo espacial.

3)Y esto es acorde con la violencia como imposición humana sobre las circunstancias (que a su vez está condicionada por nuestra naturaleza homeostática y por tanto hedonista): y poder imponerse uno respecto a sus circunstancias puede entenderse como la consecución de confort en todas sus manifestaciones.

4)Respecto la experiencia sedentaria de las antropologías asentadas sobre la agricultura intensiva, el imponerse el colectivo social sobre sus propias circunstancias se refiere al dolor y el trauma experimentados ante los padecimentos de nuestros congéneres copertencientes. Dicha sozobra se hace suportable precisamente porque queda sometida a una explicación sociorracional no necesariamente empírica.

Así es que puede hipotetizarse una situación en que el sostenmiento de los contextos sedentarios inciales que, por lo visto, se basaba en buena medida sobre los conflictos intergrupales de tipo físico básicamente entre hombres, se transcionaría hacia un plano smbólico abstracto y no corporal por razones antropológico-estucturales. Pero el que fueran los varones los que retuvieron su dominio en uno y otro ámbito parecería, por tanto, de esperar.

Pues el poder nombrar, y así imponerse sobre las cosas a través del lenguaje, es una forma de imposición igual o mi parecida a la furia que alimenta la violencia real, salvo que no conlleva de forma inmediata a la zozobra que sienten los seres humanos ante el espectáculo las aflicciones y padecimientos corporales de nuestros congéneres (justo aquello que convierte el desarrollo semiótico-simbólico en algo imprescindible para la experiencia antropológicamente asentada, en tanto que se trata de un contexto que parecería tolerar mucho menos el sufrimiento presenciado endogrupal).

Parecería, por tanto, lógico que la violencia varonil se aferrase a su propia supremecía que ya ejerecía dentro de culturas bélicodependientes; y que al albur de la transición entre las primeras teogonías mestopotámicas de la diosa madre hacia el monoteísmo del dios-padre único, no cabría otro desarrollo sino el de la continuación del dominio masculino, ahora sobre un plano abstracto que efectivamente, tal como argumenta la autora, hubiera de revertir -simbólicamente y como narrativa- el poder femenino de reproducción biológica en un poder y posesión del hombre.1

Por ejemplo, en el libro de Génesis es de una parte del hombre de donde nace la mujer (de la costilla de Adán) a quién se renombra “Eva”, en tanto que el único poder real y varonil de la creación es la quimera que supone el del lenguaje cuya consecuenia más inmediata, no obstante, es el arrumbamiento y cierta mixtifiación de la experiencia corporal (si bien esto último debe considerarse una constante como dirección en la cultura humana).

De tal manera que podemos entender la resolución del problema de la violencia endogrupal frente al contexto sedentario en forma de cierta alianza con ella, que no eliminación; en tanto que, gracias a la ampliación de espacios metabólicos incruentos, sujetos precisamente por un desarrollo semiótico cada vez más elaborado, rentabilzamos como grupos el espectáculo de la violencia y el padecimiento ajeno: pues tal es nuestra dependencia original como colectivos en la imposición humana, lo que ha abocado a la única solución histórica posible y respecto la experiencia sedentaria: la de hacer la presencia de la violencia cada vez más de carácter homeopático, en tanto experiencia metabólica que rebasa para la mayor parte de las personas y la mayoría de las veces, el plano corporal en sí.

Se trataría de otra forma de alimento como sustento del que es bien dificil hablar siendo normalmente solo posible desde un enfoque metafórico-religioso o “espiritual”. Si bien para algunos se entende mejor como una mécanica de los grupos humanos, especialmente los sedentarios.

1 Para otro ejemplo etnográfico de la apropiación masculina sobre un plano simbólico de algún aspecto de la biología femenina, véase Godelier, Maurice La producción de Grandes hombres: Poder y dominación masculina entre los Baruya de Nueva Guinea (1982)

Ejercicio 2

sociedad de clases

sistemas simbólicos de comunicación e interactuación humana

los dioses antropomorfos

el patriarcado

el monoteísmo

violencia homeopática

la violencia ideológica

La sociedad de clases supone un argumento a favor de la socio-homeostasis y la sociorracionalidad como dispositivos de aglutinación de los grupos humanos frente a la inmovilidad sedentaria, pues que constituye ella misma una forma de ampliación de espacios metabólicos no cruentos. Es decir, las diferencias sociales como que van en paralelo con la ampliación de espacios metabólicos en forma de sistemas simbólicos y los contextos no físicos que facultan.

Pero el experimientar individual de las diferencias sociales cae dentro de la categoría de dispositivos metabólicos de caracter moral, pues la normalidad sedentaria acabaría por depender no de la violencia física sino de la autocoacción písquica en el individuo socialmente integrado. Y a favor de la viabilidad sedentaria en el tiempo, puede decirse que el gran periplo del sujeto homeostático es la disonancia que todos sentimos internamente respecto una imagen de lo que deberíamos ser por una parte, frente a lo que sentimos que somos, lo que nos obliga a forcejar de forma permamente con un mundo de imágenes mentales de gran potencia emotiva, poniendo a disposción íntima de todos nosotros cierto espacio de poder personal, tanto en el conformarnos como en el transgredir (en uno u otro grado); si bien, solo de forma excepcional trasciende dicha agitación metabólica de la intimidad cognitiva y neuroquímica del inidividuo al plano de los actos públicamente constatados.

Pero pese a su calidad no directmente corporal, esta vivificación en principio íntima no deja de consitituir una forma de vivencia como conusmación del tiempo metabólico humano, máxime cuando se contempla desde una ópitca estructural y agregada. Puede asimismo concebirse como secreto motor del comportamiento humano basado en la interactuación social, la real y tambien la virtual.

El sistema de integracción fisioantropolgica más importante parece ser el de las creencias religiosas postuladas, originalmente, sobre un plano abstracto y no sujeto a la posibilidad de contradicción; postulaciones que van adquiriendo una normatividad colectiva de obligada referencia para todo sujeto homeostático perteneciente, hasta el punto de que la experiencia sobre todo metabólica (respecto la vivificación fisiológica y neuroquímica) del colectivo en sí, acaba esctructurándose en torno a dicha semiótica normativizada.

Pues el sentido de nuestro propio yo viene a cambio, de alguna manera, del sometimiento homeostático en que como individuos pertencientes vivimos y respecto a nuestros congéneres: el msimo sentido de libre albedrío individual puede entenderse, en este contexto, como consecuencia en realidad de nuestra pertenencia al colectivo; que es nuestra pertenencia al grupo aquello que, precisamente, nos pone en la tesitura socio-moral de ser nosotros mismos respecto la jamás superable contradicción de nuestra propia singularidad fisiocorpórea (nuestro estar) frente al único ser posible que es nuestro yo consciente necesariamente socio-racional.

Pues ambos, el estar y el ser, son co-dependientas al mismo tiempo que son mutuamente excluyentes entre sí: ésta es la ecisión que ocupa, en realidad, la centralidad de la experiencia cultural y sobre la que se sujeta la antropología de los grupos humanos, y muy particularmente las expriencias más sedentarias. Hablamos, claro está, de la ecisión entre el sistema nervioso-cerebral y neuroquímico frente al cuerpo: esta escisión que al mismo tiempo produce nuestra forma particular de cognición y todo yo consciente.

Pero para la creacion de espacios de gran vivificación metabólica incurentas (esto es, los que facultan precisamente la posibilidad de la autocoacción psíquica individual), han de existir postulaciones conceptuales no sujetas a la posibilidad de contradicción de tipo divino que legitiman el desarrollo semiótico, concretamente, respecto la aparición histórica de los primeros códigos penales. Pues, como en el caso del código de Hammurabi (1750 a.C.), una vez que la violencia física queda sometida como recurso a un único agente y actor político, pueden extenderse los espacios metabólicos de autocoacción moral solo si van acompañado de una ideología religiosa de omnipotencia abstracta, pero cuyo representante en la tierra sea, naturalmente, el monarca de turno que se ha impuesto sobre todos los demás actores políticos-violentos: El monoteísmo parecería particularmente lógico como desarrollo uniformizador (frente a estadios anteriores de múltiples dioses) en paralelo, precisamente, con la necesaria uniformización de la violencia política respecto los primeros ciudad-estados agrarios.

Según la autora, puede seguirse la consolidación del patriarcado a partir del punto en que el orden social empezara a basarse semióticamente en una divinidad abstracta cada vez más masculino (en detrimiento de los relatos originalmente femeninos de la diosa-madre); que es también establecer una cierta equivalencia entre la masculinzación de la divinidad y su caractér, en tanto postulación abstracta, incorpóreo. Pues que solo en lo conceptual puede la cultura superar lo físico-espacial.

Pero al tener que postular sobre espacios abstractos de omnipotencia divina -que progresivamente se hacen cada vez más masculinos-, se acentuá este proceso de obviar la experiencia corporal que es inherente a la cultura misma (empezando con los grupos antropológicos orginalmente nómadas): de tal forma que no solo se convierte la experiencia femenina en una suerte de “doble vida” que no ha tenido históricamente voz propia, sino que la experiencia corporal y emotiva en general tambien se opaca de alguna manera, puesto que todo ser cultural depende en su mismo origen de someter y desplazar, de alguna manera, el estar.

Pero el cuerpo y la parte somatosensoria de nuestra cognición sigue por su camino, como si dijéramos, de manera que la progresiva racionalización del espacio cultural no incide de ninguna manera sobre lo que parecería filogénticamente ya consolidado. Y eso implica que la atemperación general que conlleva la experiencia sedentaria parecería necesitada de ampliar los espacios miméticos a disposicion de los sujetos homeostáticos precisamente para suplir, por medio del aumento de la viviencia sensoriometabólica, lo que otrora hubiera defenido la mecánica original de los grupos humanos y su integeración a través de la reconstitución sociorracional.

La violencia homeopática se convierte, por tanto, en apoyo auxiliar de los contextos sedentarios en tanto que proporciona fuertes estímulos que soslayan, de alguna manera, las consecuencias morales-corporales de la violenica: los rituales religiosos, el deporte (o combate) como espectáculo, la experiencia estética y los medios de comunicación (entre otros) se convierten en vías de llegada de experiencias catárticas que alimentan la reconstitución sociorracional; o como una centralidad que constituye la racionalidad cultural respecto de una experiencia colectiva histórica determinda que, sin embargo, depende de una perferia de anomia sensoria que actúa como el mismo porqué de lo social nuevamente renovado.

La pugilística nietizcheana (el problema de Socrates) que desemboca en la violencia ideológica que, como tiene una base en lo espistémico, no tiene siempre por qué materializarse sobre un plano corporal con daños y víctimas personales para actuar como una fuerza vivificadora (pero sí que es importante que amenace con ello). Porque el “problema” en cuestón (o así lo interpretamos nosotros) no era Socrates sino las cirunstancias históricas a las que se enfrentaba: porque muy lógicamente puede suponerse que la naturaleza de la experiencia social, respecto de una Grecia urbana más evolcionada, fue haciéndose cada vez menos dependiente en su viabildad en el tiempo de la guerra; pero la violencia ideológica -aquella que no desborde su propia naturaleza abstracta y conceputal- es una forma de “violencia” y “agresividad” (más metabólica que corporal) que sí que se compatibilza facilmente con la experiencia sedentaria y urbana (aunque siempre interesa que permanezca el poso de una vaga ameneza solo barruntada de violencia potencial).

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Comprensión de lo ritual en términos de ahorro energético que aprovecha la memorística humana en su vertiente corporal para “excusar” el ser humano de tareas cognitivas causales demasiado árduas. Es decir, lo familiar una vez que llegue a serlo crea seguridad y confort límbicos en el sujeto lo que vuelve a colocar todo en un entorno correlativo, librando el organismo para nuevas contingencias causales sobrevenidas.

Ejercicio 3

Se percibe una curiosa conexión con la figura y función -según Nietzsche1– de Sócrates por una parte, y la democracia por otra: pues es sintomático de este cambio hacia una mayor independencia individual (frente a las estructuras familiares y de clan) que se diera en la antigua Grecia la creación de contextos de pugna no física de tipo dialéctico, tanto de carácter filosófico-epistémico como respecto la democracia misma; que ambos pueden entenderse como una forma de descoporiezar el conflicto civil convirtiéndolo en actividad sostenedora de lo sedentario (que vivifica en tanto antagonismo ideológico pero sin pasar, inicialmente, a un plano de violencia física): o sea, tal como N analiza a Sócrates como una necesidad que tenía Atenas de una forma de pugilismo no corporal sino dialéctico que fascinara a la juventud, lo mismo puede pensarse de la democracia, esto es en relación en ambos casos con la viabilidad sedentaria, pues que se están facultando espacios no físicos (o sea, de carácter mimético) para la vivificación metabólica y emotiva que, en un principio, se limitan a un plano exclusivmanente lingüísitco-simbólico.

1En el capítulo “El problema de Sócrates” en El ocaso de los ídolos o cómo filosofar a martillazos.

Ejercicio 4

Postulamos la dependencia de los contextos sedentarios en la guerra de una manera u otra; y esto debe de ser el anverso y el reverso de la realidad patriarcal: que si puede decirse que la sociedad occidental (entre otras, ¿o todas?) es patriarcal, también debe decirse que son sociedades dependientes de la guerra; que si las dos cosas van juntas históricamente (guerra y el patriarcado), también comparten una misma relacion con el presente: si patricarcal, entonces también bélico-dependiente. En todo caso, la dependencia de la experiencia sedentaria en la guerra como realidad histórica es evidente; y la dependencia estructural en la guerra es asimismo un refuerzo permanente de las dinámicas patriarcales.

De manera que, tanto nuestra dependencia como sociedades en la violencia junto con la experiencia vital femenina, se convierten en realidades crípticas que eluden de alguna manera su expresión y exámen racionales puesto que parecería que nuestra propia cognición (esto es, la posibilidad misma de lo racional) es producto ontológico construido (en tanto el ser) a partir de un plano socio-homeostático anterior (el estar). Luego, se hace extremadamente dificil volver a contemplar, desde el ser racional y socionormativo, el antecedente prerreflexivo que es su mismo fundamento: de ahí que defendamos que se puede muy bien abordar racionalmente todo (con esfuerzo y determinación) mas no se puede superar lo sagrado, entendido esto en un sentido que se pretende técnico respecto de toda consciencia individual que es, en realidad, producto y apéndice de la experiencia histórico-cultural de un colectivo.

Aunque dicha dificultad de circunspección psicofisiológica para desde el ser volver a analizar nuestro propio estar socio-homeostático resulta árdua, no es del todo imposible, si bien la cultura universal no puede, en este aspecto concretamente, depender de una suerte de quehacer metabólico cuya práctica sea solo para disciplinados espartanos con gran arrojo de voluntad, sino que, como su misma etimología lo indica, la cultura desde siempre ha puenteado la laguna enter el estar homeostático y el ser sociorracional a traves de su re-ligamiento ritual y empistémico, esto es, por medio de la religión.

Algunos ejemplos claros de dispostivos históricos en este sentido religantes son el Dionisio griego, la transición veterotestamentaria entre Abel-Caín-Set o el mismo Jesus Cristo.

Ejercicio 5

No son las religiones que derivan hacia la violencia ideológica, sino la condición en general sedentaria que supone el ímpetu propulsor detrás de la religión misma; pues inicialmente la violencia intergrupal sirve inexorablemente como imposición de sentido estructural respecto los contextos antropólogos (en el sentido aquí defendido de que siempre puede tentar el uso de la violencia como modo primario de orden que se vuelve a asentar cuando fallan otras formas de orden institucional).

Pero la experiencia sedentaria no se hace viable en el tiempo frente a grandes disrupciones colectivas y el espectro generalizado de zozobra y padecimientos corporales contemplados: los sujetos homeostáticos precisan, por lo tanto, de espacios rituales epistémicamente apoyados para su propia vivificación senoriometabólica que se limiten, en principio, a un ámbito simbólico-semiótico incruento. Aunque se acaba estableciendo una misma dependencia en la vivificación sensoriometabólicamente violenta (esa misma relación de siempre que tenemos como grupos con la imposción humana), su paradigma de actuación es ahora de carcáter fisiológico-neuroquímico que solo exepcionalmente (en estado precisamente de crisis) trasciende al plano político-moral de los cuerpos físicos.

Es decir, que es la religión lo que faculta grandes espacios miméticos para los sujetos homeostáticos para el ejercicio metabólico de su propia, nunca culminada, integración fisiológica y nueroquímica al grupo de dependencia; y es la religión como dispostivo que soluciona, de alguna manera, el problema de la violencia endogrupal al brindar, además de espacios rituales (al que nos aferramos como cuerpos físicos), el amparo en ultima instancia de más importancia que es al abrazo epistémico y sociorracional en el que nos envolemos como sujetos homeostáticos y en tanto creyentes.

Surge, no obstante, cierto escollo respecto de la fuente más profunda de estabilildad y orden sedentarios que puede entenderse como el dolor mismo, pues si la sociorracionalidad debe entenderse como respuesta a la anomia de la singularidad física y homeostático-emotiva de cada uno, el alimento último metabólico a nuestra disposición viene ser el espectáculo del padecimiento y aflicción ajenos.

Pero una vez que históricamente la religión haya extirpado la violencia física de entre los sujetos co-pertenecientes de cualquier grupo cultural, surge cierta opotrunidad metabólica (sin duda de gran intensidad) en forma de la violencia exogrupal, pues la contención dentro del grupo propio de la violencia puede decirse que se compensa, de alguna manera, a través de la belicosidad intergrupal (que produce el efecto insidioso de reforzar la unión interna sociorracional de cada una de las partes para sí, al tiempo que incurre en la paradójica -e intelectualmente bufonesca- denigración de la humanidad exogrupal ajena). Sin embargo, es necesario reconocer que una relación a través de la simbiosis bélica de este tipo constituye algo así como el modo estándar de sostenimiento sedentario a lo largo de la historia universal humana.

(Por si usted no lo supiera ya)

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El coste de lo sedentario

Imagen de El País, agosto 2023

Imagen de madre del Sudán con niño pequeño en brazos rodeada de otros niños  VERSUS Juan Avilés después del 68 y la deriva terrorista de occidente

La imagen revela (o apunta a)  el asunto profundo respecto las antropologías sedentarias: que el problema de su mismo sostenimiento a partir de, simplemente, el alimento que se procura a tráves del cultivo, requiere una tensión moral permanente que sirve para “electrizar” la quietud agraria sobre la que se erige todo; sin esta tensión no puede sostenerse el orden sedentario pues entra en una relación compleja y simbiótica con la inmovilidad colectiva abriendo de esta manera cauces de ejercicio metabólico y vivificador que, en tanto constintuyen espisodios recurrrentes, «alimenta» de esta forma homeostática cierta planicidad existencial de la que no puede carecer el tiempo sedentario. Pero, por el contrario, si se trata de un contexto sedentario que no ha logrado establizarse en el tiempo (donde el alimento, por ejemplo, no está garantizado o ha estallado la guerra) la vivificación socio-homeostática de tipo semiótico-metabólico no resulta ni factible ni necesaria pues es el plano físico, directamente corporal sobre el que se centra el drama existencial.

Pero no puede faltar el «drama» en cualquier caso, pues la posiblidad misma de la quietud sedentaria depende de que el tiempo sedentario se perciba, una y otra vez, como una nueva vuelta a casa; solo así lo tolera nuestro cuerpo originalmente nómada y filogénticamente imbricado con un colectivo humano asimismo móvil. Y si bien no se nos antoja la claridad de tal noción desde nuestra percepción sensoria directa, es, evidentemente, la realidad estructural del tiempo de la especie. Entramos, pues, en la cuestión la violencia homeopática, y el cómo entenderla desde un punto de mira más técnico (si bien no pierde nunca -y esto crucialmente- su impronta en nostros desoladora):

Libro publicado en el año 2019

Apuntes sobre la individualidad «expiatoria» y el infierno renegirardiano

Portada discográfica del año 1979

El camino críptico de sobrellevar nuestra violencia y el peso de acarrear con  la individualidad expiatoria que se nutre, merced al amparo colectivo creado, de la víctima propiciatoria

1 Un plano o locus fisiocorpóreo colectivo no lingüístico, a partir del cual se abre al individuo el espacio de la integración fisioantropológica a través de la cognición socio-homeostática y el propio sentido del yo perteneciente. Se trataría de la antesala del lenguaje humano y que se fundamentaría, sobre todo, en la experiencia sensoriometabólica prerreflexiva (vivencia propia, es de suponer, de la mente inconsciente o del «cerebro automático», tal y como este término se maneja actualmente1Tesis, ideas de Daniel Kahneman, entre otros). Pero dicho plano o locus, en realidad, no es algo que se haya superado evolutivamente sino que permanece por debajo y como en la periferia del experimentar consciente de cada uno.

2 Pero ya con el lenguaje y respecto un plano ahora narrativo, empiezan los problemas: que la violencia necesariamente ha de esfumarse (en sentido del que se usa este término con la pintura), pues la psique que se construye sobre el grupo no admite fácilmente la idea de la violencia como alimento y sostén real colectivo sino como contaminante a temer; es en este sentido (desmenuzado precisamente por René Girard) que las mitologías, entonces, esconden y desdibjuan de alguna manera su dependencia orginal en la victima expiatoria:

  • Al deificarse a la víctima, pues si bien puede deberse a cierto sentido de culpa, por debajo de la vivificación estética existe una verdadera dependencia en la víctima como alimento, ya que en un primer momento todo ímpetu y unanimidad cultural se debe a ella.
  • Al atenuarse a través del humor de un dios bromista, no intencional, torpe o «cafre» de aglunas mitologías del mundo.
  • El desplazamiento semántico del significado de los grupos en las representaciones mitológicas, de hostiles y maléficos que se evolucionan hacia representaciones benévolas y protectoras.

Pero la mente racional necesita aferrarse a la causalidad lógica aparente; no puede desviarse mucho de ahí sino que tiene que afanarse en retenerla. De ahí se explican las distorsiones mitológicas y cierta ambivalencia que surge, pues estas narraciones no pueden encararse con el tema de fondo que es el asesinato colectivo y el hecho -ahora sí aprehendido de forma racional- de que dependemos en nuestra propia congnición de ello.

Surge como recurso narrativo, adicionalmente, una divergencia entre las imágenes y lo que dice el lenguaje. Pues no tenemos más remedio (que así nos exhorta nuestra propio ADN) que perseverar como especie a través de grupos, los cuales para cohesionarse dependen de lógicas (sean empíricas o no) de autoridad colectiva que son de obligada relevancia para todo sujeto homeostático perteneciente. Pero, como argumentamos, la psique humana no suporta tener que abrazarse a la realidad estructural de nuestra propia supervivencia en el tiempo de la especie, ésa de que sea la víctima propiciatoria la fuerza que alimenta la continuidad colectiva: de este hecho, sin duda, nos hemos de esconder sine qua non pues mina la sustancia misma de armazón colectivo de la conviviencia que es la posiblidad de un orden racional y coherente, al menos como referencia y modelo a que aferrarnos todos. Pues tambien es cierto que sin un orden racional operativo, moral y, sobre todo, recíproco, estamos también perdidos como colectivos.

Horror mayor no puede concebirse el sujeto homeostático que racionalizar la idea de que sea su priopio grupo identitario una amenza existencial: ¿cómo entender que la matriz a la que nos debemos “in corpore” se alimentará, tarde o temprano, de nosotros mismos?

Las imágenes, por tanto, sirven para la vivificación sensoriometabólica pero sin incidir necesariamente de forma directa en la opertividad racional colectiva: de hecho, la relación entre ambos es la de una mutua dependencia y, estructuralmente, de una cierta simbiosis en el tiempo en la que es la vivificación metabólica que refuerza alimentando toda lógica cultural consabida. Mientras que es la misma racionalidad colectiva el artefacto y sostén viviente que permite, a su vez, que puedan seguir vivificándose los sujetos sedentarios, sin que perdamos las ventajas del orden socio-cultural (eso que perderíamos si se diera la vivifiación sensoriometabólica pero sin imbricarla con el orden semántico-racional vigente).

Es necesario recordar, sin embargo, que es la vida sensoriometabólica y prerreflexiva de donde procede realmente la posiblidad de lo sociorracional; el control aparente que parece que ejerece estructulamente nuestra racionalidad es solo eso, una apariencia, pues el críptico centro de los grupos humanos constituye el plano socio-homeosático colectivo siendo la racionalidad una apéndice situacional y siempre cambiante de éste. Es decir, la periferia que desde nuestra óptica consciente vemos lo que hay de emotivo, pulsional y estético en el mundo y en nostoros mismos, es, más allá de nuestro poder de comprobación sensoria, el centro estructural antropológico real (por muy contraintuitivo e inaprensible que nos resulte dede nuestro experimentar consciente y racional del yo).

Debido a que es un asunto de vida y muerte para la mente racional el que la violencia intragrupal se comprenda, más allá de toda ambigüedad, como una fuerza maléfica y contaminante (y nunca como benéfica), Girard entiende que, poco a poca, los mitos de experiencias culturales más avanzadas (respecto la evolución de la mitología y cultura griegas) van incorporando una visión moral clara y tendente a lo maniqueo.

La cultura sedentaria asentada prosigue de la siguiente manera en el tiempo: el temor a la violencia intragrupal fuerza a exigir que se elimine la violencia en las mitiologías y los ritos, y ésta queda sustituida por una novedosa distinción entre dioses y demonios, entre lo benéfico y lo maléfico que antes se confundían más. Y, sin embargo, parecería que respecto nuestra otra parte cognitiva, la del cerebro «automático» y que abarca también lo grueso de nuestra experiencia socio-homeostática, la vivencia de la violencia -máxime como espectáculo- no deja nunca de causar una poderosa impronta en nosotros (de magnitud verdaderamente homeostática) como posiblemente la experiencia interpersonal prerreflxiva humana más significativa, en tanto que sirve de acicate respecto toda definición sociomoral posterior.

De ahí que, una vez establecida culturalmete una necesaria moralidad bipartita, sea la experiencia sensoriometabólica y estética (tanto en forma de imágenes percibidas como las literarios-estéticas) la que, a partir de entonces, irá proveyendo a la experiencia sedentaria y básicamente urbana de la impronta de la violencia, no como experiencia cruenta (para la mayoría de las personas la mayor parte del tiempo), sino eludiendo las consecuencias morales-políticas de la interactuación directamente corporal. Porque, como ya argumentamos, la vivifcacion sensoriometabólica de efectos socio-homeostáticos en el individuo perceptor, por lo general, no tiene por qué trascender necesariamente al ambito de los actos reales entre personas.

La expansión -o despegue- de estos espacios simbólicos/miméticos pero de gran vivificación sensoriomoral y homeostática, supone asimismo el desarrollo cada vez mayor de campos epistémicos, esto es, de ámbitos de avance humano (en tanto moralmente relevantes) de carácter exclusivamente viritual en tanto en cuanto se basan sobre el lenguaje escrito: las religiones formales y antropomorfas consustanciales -universalmente- a la experiencia sedentaria pudieran entenderse como la manifestación histórica de esta bipartición base de nuestra cognición, frente a los obligados límites corporales impuestos por la antropología agraria.

Es decir, las religiones pueden concebirse como dipositivos que, efectivamente, compaginan la vivificación sensorio-homeostática individual (a través, principalmente, de un yo «expiatorio» existencial y permanentemente susceptible de que se le expulse del colectivo), con espacios formalmente lógicos (pero no necesariamente empíricos) que nos brindan oportundidades de nuestro propio ejercicio «violento» incruento en forma de imposiciones cognitivas de expresión creativo-intelectual y conceptual.

Para las antropologías sedentarias las postulaciónes metafóricas (y nuevamente míticas) sirven para mantener esta suerte de simbiosis sobre la que se asiente lo sedentario, donde la racionalidad -desde una óptica estuctural- es pretexto simplemente de la vivificación sensoriometabólica y de la que, a su vez, se acaba reforzando. Pero la posibilidad empistémica (que depende de lo racional) no puede suportar la idea de que nos alimentemos de la violencia en nuestra propia cognición pues el drama socio-homeostático de la mecánica expiatoria pertenece en origen y en todo su ferocidad a ese otro campo cognitivo nuestro de carácter pre-consciente o pre-reflexivo: no se puede afrontar el hecho de que la unanimidad sacrificial quizá sea el resorte “social” más importante que, evolutivamente hablando, hubiera tenido a su disposicion todo grupo humano alguna vez histórico.

Y solo cabe hacerlo mítico, por ejemplo, a través de la alegoría del pan como cuerpo y del vino, la sangre: que es una forma metafórica de hablar, no tanto respecto ninguna etapa anterior de canibalismo sino del hecho expiatorio de los fundamentos de nuestra propia racionalidad: porque la víctima expiatoria somos todos nosotros, o eso parece que como sombra nos acecha interiormente de forma no clara y solo como barruntada: pero la mortificación que nos brinda la agonía del otro perteneciente elude toda comprensión compleja, que por cuanto elíptico -precisamente- nos mortifica.

Y sería, primitivamente, que los relatos requerían una fuerza maléfica extremadamente poderosa para prestar un sentido que escondiera de alguna manera lo que realmente ocurre, más allá de la misma racionalidad de la época, ofreciéndonos una fuente de confort, finalmente, en forma de un sistema moral claro y mucho más inequívoco. Si bien, el confort existencial que brinda un sistema moral racionalizado y simplificador, no equivale a entender algo.

Pues el sentido real de toda consolidación colectiva y cultural ha estado siempre en las imágenes no lingüísticamente descodificadas (y sigue estandolo a día de hoy, claro). Pero llega el Cristo de la Pasión y se apodera de ese sentido y lo convierte (el catarsis) en un motor de nuestra propia humanización. Pero si de imágenes se trata, entonces mucho habrá que sopesarse y comprenderse respecto del arte pictórico, pero también, evidentemente, respecto del cine, la televisión y -crucialmente- el periodismo y los medios de «información».

Porque la estabilidad sedentaria se base en la mente inconsciente del individuo. Y las imágenes nos ejercitan en nuestra propia verdad fisiocorporea y socio-homeostática, pero sin que sea necesario (ni en realidad oportuno) que se concrete racionalmente y a través del lenguaje.

O sea, una forma del infierno en la tierra si se inenta abarcar de desde la racionalidad sin más. Y puede que lo mejor sea perseverar en lo ligero y frívolo y por el amor de dios, o algo así.

¿Para cuándo las implicaciones antroplógicas de la neurología y la psicología cognitiva tal y como se conocen a día de hoy?

           

Dipositivos catárticos y el sostenimiento sedentario: apuntes sobre «El chivo expiatorio» (1982) de René Girard

Imagen copiada de Youtube del autor, René Girard, y el título orginal de su obra El chivo expiatorio (1982)

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¿En qué medida y de qué forma puede entenderse la figura del Jesús cristiano como un dispositivo en este sentido, y siguiendo las ideas de René Girard?

Que el “satanás” de la rivalidad mimética y de la representación persecutoria que nos habita a todos nosotros no puede definitivamente extirparse nunca. Utilicémoslo pues como constante estructural frente a la cual la figura de Cristo (y su dávida que es la palabra reveladora de la mecánica expiatoria) nos permite vivir en tensión precisamente con nuestra propia naturaleza, en aras de la reducción del sufrimiento humano y la expansión de la razón; habilitación para la que cada nueva generación tendrá que afanarse en conocer y practicar, sin que en ningún momento se logre erradicar definitivamente el “satanás” de la pertenencia sociohomeostática y en su vertiente persecutoria: pues en el caso de eliminarlo de nuestra propia sociobiología ¿de qué manera seguiríamos sosteniendo lo sedentario?

Es decir, el modelo de una cierta rección antropológica al sistematizar de alguna manera nuestro fondo filogenéticamente  evolucionado contraponiéndolo a estructuras semióticas que establecen una fuente de permanente tensión fisiológico-moral a disposición del sujeto homeostático, se consta en el mismo Evangelio cuando se enfoca desde la óptica de Girard en El chivo expiatorio (1982).

Pero como en el fondo se trata de un dispositivo de catarsis, en el decurso de la historia tecnológica del mundo occidental (después terráquea), los espacios de vivificación sensoriometabólica y moral se han ido librando de la epistme religiosa, pues la efectivadad del cristianismo orginalmente se fundamentaba en habilitar una permanente contemplación del cuerpo humano crucificado que se interpretaba también de una manera defenida a través de los Evangelios, si  bien permanecía de alguna manera siempre independiente la vivencia sensoriometabólica y homeostática de contemplación de la agonía del cuerpo humano. Empero, con la aparición de nuevos medios de vivificación sensoriocognitiva -los grabados, la fotografía, el periodismo, tanto escrito como gráfico, después el cine y la radio-,  el espacio epistémico pudo ir agradándose como fue el caso histórico respecto del renacimiento, la ilustración y la edad positivista europea: porque la vivificación catártica, de hecho, puede seguir proveyéndose al sujeto homeostático sedentario de forma independiente respecto una determinada visión de la vida o ideología particular. Es decir, las imagénes no son necesariamente «conceptuales» pero la capacidad de causar una impronta moral y socio-homeostática en nosotros y en el percibir nuestro, sí que es inherente a las imágenes (tanto plásticas como mentales) y como por encima de cualquier sentido intelectual-conceptual que pueda asociarse puntualmente con ellas.

2

Frantz Fanon en Los condenados de la tierra (1961) es otro argumento un tanto inconcluso pues solo habla de una parte de este proceso (el estallido) pero sin que teorice ninguna contrafuerza que sí que proporciona la “propuesta” de Cristo y el Nuevo Testamento. O sea, la idea es lo mismo -esto del sostenimiento de lo sedentario- pero ahora erigido sobre partes sociopolíticas contrapuestas, cosa que, precisamente, permiten los medios de comunicación que en el caso histórico del Nuevo Testamento no existían, claro. Dos modos diferentes de una misma manutención de sistemas catárticos para que la violencia se subordine al tiempo sedentario como alimento y para que la violencia contemplada (esta comunión original a través de los cuerpos culturalmente ajenos) sea sobre todo, para la mayoría de las personas la mayor parte del tiempo, de carácter sensoriometabólico e incruento.

Aunque los antecedentes más importantes no son otra cosa que el carácter textual del fenómeno que fue la revolución francesa, seguida de la época napoleónica (y en la expansión de la vivencia metabólica a través de los textos impresos); todo esto que condujo después, a partir del advenimiento del pensamiento marxista, a un mundo antagónicamente estabilizado a través de ideologías contrapuestas que, durante el periodo de la Guerra Fría, garantizara una estabilidad fáctica y, por lo general incruenta respecto a un orden planetario que solo de forma digamos periférica tuvo que seguir auxiliándose de la violencia de conflictos bélicos locales (pero cuyas imágenes también serían mediáticamente ofrendadas a miles de millones de sujetos homeostáticos antropológicos).

3

Tema de la divergencia entre las imágenes y el sentido lingüístico de cualquier narración o representación: a igual que con el cristianismo, a veces las imágenes pueden posicionarse en contra del sentido mismo de lo que se cuenta; o apuntar hacia algo que la narración busca soslayar por alguna razón (normalmente porque incomoda moralmente) como sería el caso aquí y respecto el mito azteca de Teotihucán1: si bien se dice -esto es, por medio de las palabras- que el héroe se ofrece voluntariamente (porque la libertad tiene que ser mejor siempre que la coerción), es posible percibir en la imaginería que no lo fue así tanto; pero el Evangelio, en cambio, recalca precisamente este aspecto de la figura de Cristo, que quiso -y no quiso- ofrecerse para morir por los demás.

Punto clave para dichos relatos, que Cristo está sin duda obligado por el padre, y acepta la tarea -es decir, comparte con el padre una misma voluntad- al mismo tiempo que, lógicamente, le gustaría liberarse de ella. Con lo que se revela clara la intención de los Evangelios (según Girard) de “dar muerte” al mecanismo persecutorio al hacer explícito el hecho sacrificial, y no ocultarlo detrás del atrezo de una falsa divinidad (porque era, en los mitos, orginalmente una víctima sobre la cual se descargó el colectivo, pero esto es inasumible para la psique humana en tanto tabu transgresor de lo más serio -la violencia letal con los tuyos o cualquier cosa que siquiera se parezca a ella).

Modelo es entonces para nosotros la figura de Cristo que apela a la voluntad de contención emocional no como cobardía sino como hazaña heroica y verdadero poder que le asiste al individuo perteneciente y socializado. Y este nuevo dispositivo es posible por la voluntad de Cristo respecto su propia inmolación con tal de que por fin se entienda explícitamente la falsa trascendencia de la violencia, lo que implica que ya no será necesario seguir buscando chivos expiatorios, pues ya lo ha sido y lo sigue siendo Cristo en tanto víctima incomparble y definitiva.

Aunque claro, el verdadero mecanismo de esta forma de mortificación “por adelantado” son las imágenes del cuerpo crucificado -en tanto idea pero también la representación artístico-estética tan caro al cristianismo católico. Es decir, que el cristianismo obliga a la continua contemplación estético-mental de la escena de la pasión (esto es, un cuerpo humano afligido y agonizante); y de esta contemplación no nos libramos nunca los cristianos, tanto los católicos como los protestatnes (o ortodoxos o de la iglesia de Etiopía, etc.) como asimismo todo ateo que se hubiera criado dentro de una antropología “cristiana” o la que más o menos se hubiera encontrado influenciada en más o menos medida por dicho dispositivo.

1https://es.wikipedia.org/wiki/Teotihuacán#Teotihuacán_mítico

4

El sistema de sentido humano orginal se basa, por tanto, en una geometría de los cuerpos, en la que cada individuo se posiciona según su propia volición de perseverar, o sea bajo el cobijo corporal que supone su pertenencia al colectivo. Evidentemente, esto no es racional en el sentido epistémico del termino porque estamos hablando de la doxa, del mecanismo inconsciente persecutorio que es, en realidad, un dispositivo de pertenencia y aglutinación en la comunión colectiva a través del cuerpo de la víctima.

Pero en el decurso de las generaciones nuevas, una violencia colectiva que racionalmente no se puede entender espoleó la conducción de la cultura hacia un cierto dualismo moral, pues no había otra forma de entrelazar el plano de los cuerpos con lo sagrado (o sea, el grupo) sino ahora a través de la moralidad: la moralidad sustituye, por tanto, el régimen expiatorio, pero que es en realidad una reorganización de un mismo sentido colectivo (en un caso cruentamente física y en el otro más conceptual y semiótica, esto es, a través del lenguaje).

Pero la clave, lo que los une es, en realidad, el dolor percibido por los sujetos pertenecientes, su visceral reacción de repugnancia ante el horror de la unanimidad violenta. Y parece que esta situación tiene una especial relación con la antropología sedentaria; que puede ser esta transición técnica respecto una misma mecánica subyacente el punto bisagra entre la antropología nómada y la agraria.

¿El yo moral y en tanto dualismo moral como sine qua non de lo urbano?

Pero el gran terror para el individuo perteneciente es una íntima fantasmagoría de imágenes persecutorias que sale a nuestro paso en lo más profundo de nuestro ser -a nivel seguramente homeostático y no del todo consciente- con el efecto normalmente positivo de un vago intentar no incurrir la furia de nuestros congéneres, pero sin que entendamos normalmente el efecto que en nosotros tiene esta fantasma interna.

O sea, el yo perteneciente es un yo expiatorio, tanto como víctima como victimario, pero sobre todo ante los padecimientos y tribulaciones de los otros que, contemplados por nosotros, nos vuelven a interpelar como los sujetos morales que creemos ser.

5

O sea, se trata de un mecanismo de la generación de lo sagrado (eso del fundamento en realidad colectivo de la racionalidad individual) que no quita que pueda funcionar en un sentido de manipulación política moderna: he aquí lo insuperable de lo sagrado (puedes superar la mitología y, con la ayuda del cristianismo, la mecánica propiciatoria, pero no se puede superar lo sagrado): de ahí la necesidad de la exposición catártica, el ímpetu más profundo del cristianismo. O sea, no se puede superar lo propiciatorio, ni tampoco la vivifciación metabólica, verdadero centro críptico del desarrollo humano y cultural.

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La evolución sedentaria se adueña digamos de la violencia para propulsar el desarrollo semiótico: no es, por tanto, extraño que los textos (que suponen etapas anteriores ya más evolucionadas del desarrollo sedentario) se afanen en atemperar la ferocidad de la violencia pues como artefactos lingüísticos ya operan en esa dirección, alejándose de la brutalidad que se supone implícita dentro de un mundo pre literario o incluso anterior al lenguaje mismo. Porque, además, el dolor no deja nunca de ser dolor; incluso cuando se ha consumado la persecución expiatoria, el espectáculo del cuerpo humano afligido sigue surtiendo su efecto metabólico y sociomoral.

De tal manera que los seres humanos nos descargamos en cualquier sentido pulsional (como en circunstancias que reclaman, por ejemplo, la unanimidad violenta, que deben de ser harto extremas), y, sin embargo, seguimos sensibles en nuestra percepción visual de lo injusto y lo abusivo en términos, simplemente, de figuras corporales que interactúan entre sí sobre un plano más o menos social: dichas imágenes, digo, no dejan nunca de resonar en nosotros en la manera que la evolución de la especie ha llegado al día de hoy.

Pero comprendido esto desde, precisamente la evolución sociobiológica de la especie, se entiende esta paradójica condición (o la paradoja de nuestra gran capacidad de imposición violenta, junto con nuestra tendencia estética de percibir las diferencias «morales» a partir de las imágenes de otros seres humanos que interactúan entre sí) no como un sinsentido sino de gran utilidad estructural, pues la violencia que somos en nuestro afán vital queda asimismo potencialmente limitada por el dolor de los demás y la respuesta en nosotros homeostática que dichas imágenes son capaces de provocar.

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¿Cómo acabar con la mecánica del chivo expiatorio?2 Funciona porque la víctima es inocente (salvo por los estereotipos persecutorios con lo que se le puede asociar); es esa inocencia que facilita la unanimidad violenta, y aunque se razone con lo que parece que son buenos argumentos morales, siempre surgirá un efecto siniestro de unanimidad violenta que en contextos civilizados no se debe permitir—porque la vivencia en sí misma es negativa y a expensas de otro ser humano (el estado de la pena capital en Europa a partir de los 60 y 70 que se prohibía seguramente en el fondo por esta razón, la de que no es bueno dejar que nuestros congéneres se vivifiquen con este tipo de vivencia: no es bueno, finalmente, para el colectivo, o eso al menos debe ser la posición institucional sin duda). La vida humana en sí misma tiene demasiado valor.

Bien: en cuanto a la inocencia de Cristo está claro que él se afana por ir más allá de solo eso, pues lo hace finalmente, no solo de forma voluntaria sino con el propósito de favorecer a sus congéneres (al mismo tiempo que comparte la visión del padre, el que efectúa al fin todo): pero el propósito es claro como último chivo expiatorio pues a partir de él ya no hará falta ninguno más. Aunque también puede argumentarse que es la manifestación visual y como plástica de esto (de la Pasión) lo que constituye una forma de mortificación permanente que nos llevamos con nosotros, de alguna manera. Y la figura de Jesús como personaje es consciente que la gente no puede entender esto de forma inmediata, pero proporciona un medio no lingüístico -o sea, visceral- de “conocimiento” mortificador a través de las imágenes, lo que no es necesario procesar racionalmente, o no al menos incialmente.

2Pero, ¿por qué acabar con algo que resulta util en tanto tensión creada para el sostenimiento del tiempo sedentario, epecialmente si pueden atemporarse sus consecuencias corporales directas?

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La autonomía sensoria frente a lo sociorracional: pues la evolución cultural se asienta sobre ella en tanto que la violencia entre seres humanos como contemplación no deja nunca de retener para nosotros una cierta ambivalencia, como una vivencia sensoriometabólica que nos fascina al mismo tiempo que nos asusta; pero esto es así como una constante en realidad estructural independiente de cualquier definición cultural particular y históricamente determinada, pues susceptible es siempre toda definición sociorracional de cualquier presente antropológico a la sensibilidad y perspectiva sociohomeostáticas de los sujetos pertenecientes.

Pero particularmente respecto de la transición de lo mitológico al razonamiento, el problema tiene que ver con la “unicidad colectiva” y cultural que componen los cuerpos pertenecientes, ya que  la unanimidad violenta es, en realidad, un vector de la continuidad del colectivo que sobre un plano tempoestructural es positivo en tanto dispositivo técnico evolutivo; si bien se puede entender que la violencia expiatoria nunca ha dejado tranquilo a nadie pues su impronta sensorio-emotiva en nosotros es necesariamente de lo más significativo.

He aquí el escollo de lo sagrado pues se basa en una constitución de múltiples cuerpos desamparados que nuevamente comulgan en su propia unión a través de los cuerpos ajenos. Y la experiencia no pierde nunca -seguramente- sus tintes traumáticos, para los testigos e incluso para los mismos perseguidores.

Y por muy lejos que llegue un contexto antropológico determinado en su desprendimiento de lo mitológico (a través del encaramiento racional con las cosas y espoleado sin duda por el dolor), por razones neurobiológicas la antropología no puede, sin embargo, superar lo sagrado en este sentido técnico-estructural. Es decir, que se puede ir más allá del mito en tanto podemos desmenuzar y entender racionalmente los mitos -o narrativas de cualquier tipo, finalmente; pero eso no quiere decir que nos volvamos inmunes a lo mítico-sagrado, pues el pensamiento racional -como imposición humana- es secundario a la constitución socio-homeostática del individuo socializado; porque la racionalidad, en tanto instrumento estructural de integración fisioantropológica del individuo al grupo, aparece solo posteriormente a los procesos sensorio y socio-homeostáticos anteriores, esos procesos preconscientes en los que, efectivamente, emerge la sociorracionalidad consciente.

Es decir, las funciones cognitivas superiores de raciocinio analítico no son funciones primarias respecto de los grupos humanos, sino que aparecen solo a partir de las primeras, cuando lo grueso de la formación identitaria y sociogrupal ya esta reconstituida; que es también decir que la existencia de grupos humanos se articula en torno a una doxa que solo posteriormente precisa de un desarrollo cultural epistémico.

Pero los grupos ya existen antes de lo epistémico o de lo filosófico, e incluso anteriormente el el propio yo racional de cada uno.

Porque la identidad sociorracional de los individuos se reconstituye homeostática y emotivamente; pero una vez reconstituida puede, en un mismo punto empezar a volcarse en el raciocinio alejándose, de forma pasajera, de lo emocional (si bien más tarde harán falta nuevas zozobras senorio-emotivas y senorio-morales). Pero los contextos culturales harán cada vez más uso de lo epistémico debido sobre todo, probablemente, a las exigencias estructurales de lo sedentario, aunque esto no quiere decir que podamos desprendernos totalmente de la doxa sino que de manera permanente se ha de volver a estimularla -alimentarla- con nuevas contingencias sensorias para que lo sociorracional (y la posibilidad misma de lo epistémico) pueda volver a reconstituirse.

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Sea lo que signifique la experiencia sensoriometabólica, siempre será sensoriometabólica y de carácter homeostático: que no hay forma de superar lo sagrado (esto del eje y unión entre individuo el colectivo, y porque nuestra racionalidad emerge de ello); no se puede superar tampoco la vivificación sensoriometabólica ya que siempre regresamos a ella como elemento primordial a partir del que emerge nuestro ser (pues lo anterior puede entenderse como un estar previo).

Pero, en este sentido todo saber (y todo ser) es tentativo (es decir nada es definitivamente, sino que todo está sujeto al retorno de la vivificación sensoriometabólica). Luego, en nuestra interpretación de las cosas podría ser de gran importancia entender que se nos está presentando cosas que son en ese momento, pero no de ninguna manera definitivo; que lo definitivo pertenece a otro plano aunque en el saber que hay otro plano procuraremos al menos confort (pero acerca de qué es lo que contiene ese otro plano, no tiene tanta importancia puesto que obligados estamos a volver el estar sensoriometabólico anterior).

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La inocencia del Jesús de la Pasión conforma, en realidad, una inocencia mutua pues el cuerpo humano objeto no es culpable, y por otra parte la multitud no sabe lo que hace (ni lo que dice)3: he aquí el tema de lo inexorable de esto; que, pese a todo, el camino abierto por el chivo expiatorio no va a dejar de seguirse nunca; solo cabe sacralizarlo en su forma mitológica, esto es, deificando el objeto mismo y racionalizando el proceso que lleva a ello; que es decir que no se está rompiendo el bucle infernal primitivo (aun presente en la mitología) de, primero, asesinar y luego deificar a la víctima, sino que es necesario precisamente la deificación de la función misma al racionalizar su mecánica de la forma más práctica posible: se nos escapa de la lógica del porqué de esto, pero las consecuencias de dicha función -el cuerpo mutilado e inerte humano- tiene un precio en el que incurrimos como grupos (el de que no lo suportamos muy bien pese a la necesidad que tenemos como grupos de los cuerpos ajenos): es sobre esta contradicción irresoluble que se asienta no solo la bondad humana sino, en utlima instancia, la rázon.

En cierto sentido y siguiendo la lógica de Girard (en La violencia y lo sagrado) toda víctima expiatoria es un cuerpo, al menos momentáneamente, no perteneciente, pues el meollo del asunto está en eso: que el dolor es demasiado potente a partir de la vivencia como espectáculo social, y pese a su funcionalidad como mecánica fisioantropológica. Cristo es, por tanto, respuesta al problema del dolor y respecto concretamente la vida urbana que no puede estar sujeta a este grado de violencia sino solo en forma de representación sensoriometabólica.

De tal manera que, por medio de este argumento, podemos compaginar Bermejo Rubio4 con Girard: el primero no resalta la importancia histórica de Cristo, pese a su calidad de construcción; y el segundo desenmascara la mecáncia expiatoria (al demenuzar como logran esto mismo los Evangelios), pero no tiene en cuenta la calidad inexorable de esta mecánica y la solución, en realidad, catártica respecto al mismo. Y a ambos parece escapárseles el logro solo tentativo, y como apaño, que supone el Evangelio pues no se puede acabar con la representación persecutoria (pues es algo así como el fundamento de nuestra congnición en su calidad sociobiológica)  sino hacerla soportable para las sociedades sedentarias y, finalmente, urbanas (porque por debajo de todo están las imágenes que son el poder real del Cristianismo, pero que ni con ellas es suficiente pues siempre vuelve la guerra). 

El plano real y propio de esta mecánica expiatoria puede concebirse como el de la «mente inconsciente», con el sentido actual de este último sintagma. Es decir, esta forma de agrupar a los individuos a través de la intensa vivificación metabólica pero a través del cuerpo alterizado y expiatorio, al entenderse como preconsciente, daría cuenta al menos teórica del mismo problema al que se enfrenta el Jesús de la Pasión (y que constituye la dávida más importante de la que nos hace entrega el cristianismo), esto es, la imposibilidad intelectual de que comprendamos el fenómeno de nuesta frenética búsqueda en el colectivo de nuestro propio amparo corporal singular. Pues el cuerpo-víctima del que nos servimos en este sentido, somos cada uno de nosotros en potencia: he aquí el fondo críptico de nuestra propia individualidad como también una individualidad expiatoria en tanto que se debe en su propia continuidad al consumo colectivo del otro; pero ante tal horrror que como verdad revelada parecería minar nuestra propia juicio mental-moral, no tenemos más remedio que escondernos, evidentemente.

4 La invención de Jesús de Nazaret. Historia, ficción y historiografía. (2018)

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Lo racional

El dolor

La violencia

Los tres elementos que se relacionan dentro la mecánica sedentaria. Y el recorrido de la evolución cultural partiría del problema no abordable desde la racionalidad: el de que la violencia y la zozobra que provoca son el motor revulsivo de la misma racionalidad en tanto reclamo estructural de un sentido al que puede una comunidad aferrarse. La racionalidad existe, por tanto, en respuesta a la hibris. Los estadios de evolución de las narraciones culturales constituyen una trayectoria que se desplaza hacia la meta de llegada, la de entender que hay que alimentar la viabilidad sedentaria con experiencias de intensa consternación moral como vivencias metabólicas que fuerzan, una y otra vez, a la reconstitución sociorracional.

E igualmente cierto es que el cristianismo no puede, inicialmente, rechazar el pensamiento mágico por completo, pues Cristo se establece teológicamente sobre él; pero sí puede -es lo que hace- resaltar las consecuencias de la sinrazón persecutoria (pero no puede acabar con ella ni, en última instancia, lo pretende realmente sino solo ofrecerse como medio de sobrellevarla que tienen las sociedades a su disposición). Pues la antropología sedentaria es viable en tanto acomoda la fisología humana y su carácter sociohomeostático, sin que sea necesario en ningún caso definirla de ninguna manera clara ni mucho menos cerrada: nuestro hedionismo vital, clave para la socio-homeostasis, lo vivmos precisamente como una forma de libertad que no puede -por razones operativas- constreñirse en exceso. Y más intensa es la impronta en nostros de dicha libertad cuanto más hemos de discernir, por nosotros mismos, el sentido último de lo que percibimos.  

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La violenia

El dolor

Lo racional

Puede establecerse una relación críptica entre los tres en tanto que lo racional se alimenta del dolor experimentado ante la violencia padecida, presenciada y también ejecutada: lo racional se alimenta de la violencia en tanto podamos seguir doliéndonos de ella; y que en la reptición de algo puede conducir a una cierta atenuación del efecto catártico. En todo caso, esta dependencia a tres explica el carácter críptico en tanto que el dolor es algo predominante pre-conceptual, pre-reflexivo; algo de carácter somatosensorio y fisiológico más que físicamente patente: esta relación que tiene la sociorracionalidad con dolor mismo no es apenas nunca algo que se entiende directamente y de forma racional pues además de difícil, puesto que lo emotivo sirve para reforzar lo sociorracional, es también un tanto escandaloso moralmente pues no se tendría más alternativa que considerar como algo estructuralmente postivo el dolor y padecimientos humanos en general, pero esto solo sería viable a través de alguna postulación espiritual-divina (¿de qué otra manera podía consegurise, pues la violencia y el dolor son antivida, anti-civilidad en general, no solo para el grupo de pertenencia, y, en este sentido estructuralmente profundo, inmorales?).

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Traslado de causa: de la culpa a la postulación de un plano divino dirigente: Pues en eso está el escollo de pharmakos, que para la visión antigua anterior a la judeocristiana no puede ser inocente, mientras que a partir de la Pasión no hay otra forma para nosotros que entender que se trata de un chivo expiatorio, de una víctima inocente. La postulación divina cristiana, por tanto, se convierte en una maniobra para establecer, precisamente, un plano que racionaliza la vivencia fisiológica de la violencia contemplada aunque se trata, claro está, de una lógica no empírica pero sí formalmente sólida: como somos así los seres humanos precisamos, del padre -y de su hijo, Jesus- para vivir en el esfuerzo de sobreponernos a nuestra propia natuleza que no entendemos y que, por otra parte, no puede definitivamente corregirse de todas maneras, salvo en el prometido «Reino del cielo».

Si no, no hay otra forma de poder hablar de todo esto; se queda como sumergido en una doxa feroz y brutal que, no obstante, se deja influenciar ocasionalmente por atisbos fisiológicos de compasión y misericordia (ante su propio horror por ella misma creado), pero sin posibilidad de síntesis conceptual alguna.

He aquí el problema de lo mitológico: no puede traspasar la barrera de la socio-homeostasis humana; no logra salirse de un locus-logos solo fisiológico; no puede, por tanto, abrirse a la episteme.  Y lo que fuera insoportable para Platón (una violencia sincrética inexplicable en las narraciones mitológicas heredadas) se debe a un atávico (ancestral y probablemente prerreflexivo) temor a nuestra propia «contaminación» por esa misma violencia: la sociedad de aquella época, sin embargo, solo tenía recurso a su emotividad y los pareceres individuales que acrreaba, mas no una vía real de autocomprensión.

Es decir, La Pasión y Cristo hacen posible, por fin, el poder hablar de esto. La palabra es la buena nueva, esto es, la síntesis intelectual y conceptual respecto la mecánica persecutoria y socio-homeostática. Y, sin embargo, se basa en un uso no empírico de postulaciones no susceptibles de contradecirse que posibilitan sucesivos razonamientos dentro de un recorrido ahora «racional» en tanto que son, si no empíricos los preceptos de Cristo, sí son inamovibles por cuanto no sujetos a que se contradigan, y son por tanto útiles para el consiguiente discurso intelectual (que, en tanto en cuanto lógica al menos formal, sí que es «racional» y tiene un sentido y un uso auténticamente epistémicos, pese a todo).

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-el mecanismo victimario que hace que cese el mimetismo5

-la mitología que tiende a moralizar y oscurecer, por tanto, el origen asesino (pero moralizar es también resistir al mimetismo de alguna manera en tanto que introduce otro ímpetu que desplaza otros aspectos)

El Evangelio revela el mecanismo expiatorio y, por tanto, moraliza sobre un plano superior (en realidad, la víctima siempre es inocente puesto que se está dirimiendo otra cosa a través de la violencia); pero para hacer esto, el facultar el contexto de esta síntesis intelectual potencial, se tiene que postular una fuerza divina como lógica ofrecida que explica la causa (“lo quiere así el padre”), aunque el hijo, Jesús, claramente comparte la voluntad de su padre, al mismo tiempo que, momentáneamente, se opone (porque la vida siempre tiene un valor a proteger).

Pero también puede decirse que esta síntesis intelectual que faculta el Evangelio, como es, en realidad, algo epistémico y posteriormente aprehendido, seguimos estando siempre susceptibles a la doxa y, por tanto, a la mecánica expiatoria. Por eso el Evangelio opera sobre dos planos en otro sentido: es epistémico en el hecho de que constituye una estrategia agente de la revelación del mecanismo expiatorio (esto es, que puede sopesarse y comprenderse si uno busca con ahínco las motivaciones reales del Evangelio a la manera de que, en efecto, lo ha hecho Girard), al mismo tiempo que constitiuye un dispositivo de vivificación metabólica que no se tiene que entender más allá de la lógica presentada (la de la fe y la aceptación de Jesus y su acto de amor) y por medio de la vivencia contemplativa -y permanente- del cuerpo crucificado (esa imagen que no deja nunca de estar presente, de alguna manera y tanto mentalmente como de forma plástica, en la vida de los creyentes y, por extensión, sobre el horizonte cultural de las atropologías cristianas o judeocristianas).

O sea, la síntesis intelectual está ahí y les espera a los fieles que se sienten interpelados en este sentido y bien pueden dedicar una parte de su vitalidad natural, si así les nace la motivación. Y, en útltima instancia, será la cultura en su sentido más amplio (o sea, la universal) que se beneficiará de este espacio de expansión de la razón humana, al menos respecto de la irracionalidad de la victimización de nuestros congéneres, en tanto individuos y tambien como grupos de minorías sociales, pues las razones esgrimidas de toda persecución de este tipo serán para todos nosotros siempre sospechosas.

Pero, sin embargo, no es necesario sentir ningún interés epistémcio adicional, pues ya está lo esencial en las imágenes cristianas -particularmente las católicas- surtiendo su efecto y enlazándose con unos preceptos conceptuales de credo mínimos, pero sin que sea necesario mayor elaboración intelectual-epistémica alguna. Y es que por analogía con el modelo de La Pasión (y siguiendo los argumentos de Girard) a partir de entonces, pero también para siempre, entendemos las vícitmas inocentes siempre que sobre un escenario histórico aparecen: y todos nosotros, siguiendo orginalmente dicho modelo, y en tanto pertenecemos a sociedades históricamente posteriores al Evangelio, sabemos y comprendemos -podemos identificar por nosotros mismos- el chivo expiatorio, ya no ritualmente sino siempre que aparece ante nosotros en todo presente histórico como lo que es, o sea, una terrible injusticia de parte de un grupo humano que, al que parece por razones como zoológicas y sin apenas una autocomprensión real de sí, no parece saber muy bien lo que hace y como que está “poseído” por una aparentemente inexplicable necesidad político-colectiva de destruir a otros seres humanos.

5 «mimetismo» que se refiere aquí a la definición que maneja René Girard como espiral especular e infernal al que entran dos rivales o oponentes enfrentados entre sí. Accepción que se diferencia de la que corresponde al uso del término que hace Norbeto Elias.

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¿Qué es lo que hace que cese el infierno ahuecado de lo mimético? En origen era la víctima propiciatoria, es decir, el cuerpo humano masacrado y cripticamente ofrendado a la continuidad en el tiempo del grupo (pero sin que esto lo hayamos entendido nunca ni a día de hoy, pues es una forma de sentido orginal que siempre vuelve, siempre volviéndo a hablitar nuevos espacios de sentido sociorracional). O bien podemos tambien entender que en realidad se trataba de una imagen, una vivencia senoriometabólica de la que Evangelio se apodera y de la que se sirve para hacer llegar su mensaje (que los seres humanos sí podemos vivir al menos en la tensión de superar nuestra propia naturaleza a través de una parte tambien natural e inherente a nosotros, esto es, la capacidad de azorarnos ante la aflicción contemplada de los demás). O sea, es otra vez sobre todo una imagen: que la vivificación sensoriometabólica es lo que subyace a esto también.

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El rito no aporta ninguna solución propia porque ya es, en sí mismo, una forma de sentido en tanto mecánica sociohomeostática de la permanencia colectiva. Un paso más en la humanización nuestra sería la posibilidad epistémica respecto a nuestra propia naturaleza. Y dicha posibilidad comienza, naturalmente, con la ayuda auxiliar de premisas lógicas que se postulan sobre espacios no sujetos por la posibilidad de contradicción: las postulaciones divinas son, en este sentido, suportes para una posterior cadena lógica que, en tanto no puede refutarse, sigue sirviendo para el avance epistémico humano (que no empírico, pero sí racional-lógico).

Los ritos ocupan la vivencia fisiocorpórea de los sujetos pertenecientes; pero es lo epistémico que nos faculta para seguir avanzando, si bien de forma ahora no espacial sino a través, principalmente, del lenguaje en tanto espacio de relevancia fisiomoral incruenta. Pero hay que tener en cuenta que supone un paso importante hacia una disminución de la violencia real, pues el sentido cada vez más se encuentra en un ámbito razonado, epistémico y de carácter más lingüístico, y esto respecto seguramente nuestra propia voz interna y mental, y para, progresivamente cada vez más personas en general ya que la viabilidad sedentaria parece que iría dependiendo cada vez más de un mínimo educativo en aras del funcionamiento sedentario. Es decir, la doxa original fisiocorpórea no desaparece en ningún caso, pero se esfuma (en sentido propio de la pintura), desdibujándose un tanto para nosotros y máxime cuando intentamos acercarnos a ella desde lo epistémico.

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¿En qué consiste este desgaste de los sistemas sacrificiales más exactamente?: en que previsiblemente se hace cada vez más intolerable esta violencia en el seno las antropologías sedentarias agrarias, después urbanas. Lo que sugiere la idea de una posible evolución universal en este sentido de todas las sociedades en el tiempo, pues han de divisar mecanismos que atemperan la violencia corporal cruenta en tanto que el funcionamiento sedentario avanzado no la asimila fácilmente. El elemento clave es pues la universal sensibilidad del ojo a la figura humana afligida, sensibilidad que existe en su forma esencial e innata en toda persona de cualquier antropología, y en todo tiempo histórico, aunque se manifiesta y se rentabiliza de manera siempre culturalmente particular (a partir, además, de la idiosincrasia de todo individuo).

De hecho, esta sensibilidad visual y, en última instancia de carácter socio-homeostático, es lo que subyace a Jesús Cristo como dispositivo liberador, tal y como lo entiende Girard, pues es en realidad por medio de las imágenes que una cierta fuerza catártica implícita en Cristo es posible; que aunque Jesús opera una postulación racional (pero no empírica puesto que no puede contradecirse) respecto a su padre, dios, sigue siendo las imágenes del cuerpo crucificado la fuerza libertadora real que va como por debajo de, o como soslayando, lo conceptual.

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Porque el dispositivo que es Cristo es dual, en tanto que presenta uno y otro modo de un posible procedimiento fisiológico-cognitivo (ambos patrimonio humano, pues la complejidad que supone ver el secreto del chivo expiatorio no quiere decir que se supera definitivamente lo mimético.) Pues todo colectivo o institución humano está siempre dividido contra sí mismo: el mecanismo cuenta precisamente con el retorno del sacrificado y una nueva imposición de orden que de ello se deriva.

Pero bajo el paradigma de Cristo, el chivo expiatorio revela el secreto y se va para siempre—es la última víctima sacrificada, pero en realidad permanece como fuerza catártica en forma de imágenes. Es decir, lo que actúa antes y desde siempre es la imagen del cuerpo crucificado; que como dispositivo catártico siempre ha estado operativo y que contiene en sí mismo una cierta cognición semántica no conceptual (es decir la idea misma que expone Girard pero sin ser idea para, históricamente, la mayoría de las personas; si bien poco a poco sí que ha ido adquiriendo sustancia conceptual).

Pero parece que hay que hablar de un concepto visceralmente consolidado en el tiempo a través sobre todo de dicha imaginería que retiene, de alguna manera, el universo social atado en corto, como si dijéramos, pues en ultima instancia detrás de toda tribulación vital y colectiva, está el cuerpo humano expulsado del chivo expiatorio estructural; y este conocimiento no es tal en un sentido intelectual-conceptual sino que existe como una suerte de exigencia sobre todo moral a través, en última instancia y a lo que parece, de una experiencia en origen estético-moral, más allá del lenguaje.

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Y, sin embargo, una vez que el dispositivo cristiano (erigido fundamentalmente sobre un «conocimiento» estético, y sobre una permanente catarsis que despunta sobre el horizonte colectivo), se arraiga en una determinada cultura, se abre la posibilidad del desarrollo conceptual fustigado, en realidad, por dicha urgencia catártica que es la imagen -tanto mental como plástico- del cuerpo crucificado; el cuerpo afligido definitivo y el que acaba con la necesidad de ninguna más, pues la función sacra ya la cumple Jesús en tanto Cristo; el cuerpo objeto elevado al punto jerárquico más alto de sujeto cuya representación plástica (como imagen mental o figura estética) servirá en adelante como modelo de sentido para todos los demás cuerpos humanos del futuro: pues la función sacra, que ya se ha cumplido, vuelve a reforzarse en toda zozobra futura y ante toda aflicción humana que acontezca.

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¿Por qué, estructuralmente, es tan importante el perdón cristiano? Porque se sale de la lógica (además causativa y «fisiológica») de la represalia violenta; y no sabes, inicialmente, por qué pero solo que debes hacerlo; porque ahí, en ese punto, estás como retenido por la imaginaría pasionaria del cuerpo afligido: y solo sabes esa vivencia metabólica y de carácter catártico, pero que aprendes a sentir una cierta fuerza moral propia en el poder que tienes de refrenarte en tus propias emociones. He aquí la cosa: en esto, el poder que aprendes a manejar en tu propio autocoacción psíquica y emocional, y eso no por ninguna amenaza sino debido, en el fondo, a esa imagen del cuerpo afligido -de cualquier cuerpo, finalmente- que se apodera de tus emociones; eso que es tú vivencia de la piedad para con tus congéneres.

Tentativa conclusión: que la vivencia de la aflicción y padecimiento ajenos -seguramente de forma moderada- a edades tempranas en el desarrollo del sujeto homeostático, crea una forma de susceptibilidad en el individuo al sufrimiento humano; que el cristianismo consiste en una suerte de andamiaje conceptual y narrativa para montar digamos este dispositivo homeopático de exposición al sufrimiento ajeno, pero, en cuanto es mecanismo catártico, podría tener lugar por medio de otros contexto o vías (e incluso de forma totalmente laica, claro está).

Que la fe es una forma de soslayar el problema de la cognición humana que por sí sola no puede abarcar los dos planos diferentes del mecanismo mimético, la de la unanimidad violenta a través de la víctima colectiva, y la sacralizacion depues de esa misma víctima, pues la violencia es realmente fecunda en este sentido socio-estructural, pero a expensas del dolor que siempre está, siempre permanece. Porque, a lo que parece, es el dolor la verdadera llave de nuestra supervivencia y, en última instancia, la suprema forma de racionalidad humana.

El cristianismo, ahora lo vemos, es (o puede entenderse como) un prototipo de este dispositivo (que hubiera seguramente evolucionado a partir de otros modelos anteriores de alguna manera, o al menos respecto a sus antecedentes veterotestamentarios). Y en el entender el cristianismo de esta manera, es el mismo cristianismo que nos abre el horizonte humano respecto a futuros desarrollos.

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Pero que es, como todo, un proyecto continuamente a realizar; que así adquiere su verdadera consistencia técnica en tanto contexto de esfuerzo y proyección humanas en el que bregamos con nuestra propia naturaleza, no para ninguna definitiva superación sino como el sostén mismo del esfuerzo y en el esfuerzo. Porque esta noción incoativa y a realizar corresponde mejor con nuestra modus operandi cognitivo, con esto de un ser emergente a partir de un estar somatosenosorial y homeostático anterior.

Noción de un «quehacer» fisioantropológico, entre otros: ¿cuáles son y qué jerarquía forman?

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Las antropologías se sostienen sobre los empeños humanos, en el bregar el ser humano con su propia naturaleza: que esto es una idea también de Marcel Mauss.

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Los mártires católicos son municiones anti chivoexpiatorios en tanto que son siempre inocentes (no hay ya violencia legítima nunca, o eso desde la óptica poscristiana); y acaban siendo alimento, en última instancia, para nuestra propia sustanciación moral y ética, pues somos nosotros los últimos testigos de esta “tragedia” (que se repite no en tanto ningún género literario, sino debido a que es parte inherente a nosotros mismos): No saben (los perseguidores) lo que hacen, y nosotros tampoco pues somos ellos también, que es el punto avanzado de suprema misericordia para con los seres humanos al que se arriba únicamente a través de la misericordia respecto la corporeidad viva.

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El Evangelio como pensamiento «salvaje» que propone superarlo a través de, precisamente, las postulaciones sobre espacios no susceptibles de contradecirse. Pero la verdadera fuerza de Cristo es la catártica, de manera que se hizo necesario el andamiaje conceptual divino y también demoníaco. O podemos recoger el argumento de Girard: si lo demoníaco es necesario para articular un contexto en realidad catártico, pero en términos causales que para nosotros tienen sentido (aunque evidentemente no empírico), eso mismo puede decirse respecto toda postulación divina, pues no es la divinidad de Cristo lo que importa, en realidad, sino su condición de cuerpo afligido: todo la cultura, para el cristiano, remite a ello, detrás de las formas de las cosas, de las apariencias y de las lógicas esgrimidas.

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La legitimidad relativa de la representación persecutoria pues nos resulta imposible escaparnos de ella de forma definitiva: siempre vuelve a surgir y es solo con ayuda del «modelo» de la Pasión que podemos bregar, una vez más, por no sucumbir ante esta anti comunión que es a través de los cuerpos ajenos. Y por eso será que Cristo se apropia del ofrecimiento del cuerpo y de la sangre, pues el es la víctima incomparable, el definitivo sustituto y puesto que, de todas formas, hemos de comer y, como sujetos homeostáticos, entrar sin opción en algún tipo de comunión perteneciente. Aunque, evidentemente, esto puede efectuarse sensoriometabólicamente a través de la vivificación fisiológico-estética, que es el dispositivo real y profundo detrás de la figura de Cristo, esto es, un dispositivo bastante sofisticado de catarsis.

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Explica de qué manera es un dispositivo «sofisticado»

Un dispositivo sofisticado porque crea un marco racional (si bien asentado sobre postulaciones no sujetas a la posibilidad de contradicción) que hace posible la vivificación sensoriometabolica frente a toda aflicción de la figura humana invirtiéndola, como si dijéramos, en nuevas producciones intelectuales. Como dispositivo catártico es sofisticado porque erige un plano también epistémico que apunta hacia futuros razonmientos potencialmente mucho más sustanciales puesto que no se separan de su origen corporal. Cristo, en este sentido y siguiendo el argumento de Girard es una apertura epistémica ante el mundo: Girard argumenta justamente esto, que dejamos de perseguir a las brujas no porque nos hiciéramos más empíricos, sino que el efecto de los Evangelios nos ayudó a prescindirnos de las víctimas, un poco más, y como de la base zoológica de sentido humano (a partir de la permanencia en el tiempo del grupo). La catarsis, por tanto, es una forma no racionalmente explícita de volver a conseguir este mismo efecto «misericordioso» del padecimiento y aflicciones humanas contempladas, para con todo sufrimiento de toda figura humana corporal: toda nuestra posibilidad de humanizarnos como sujetos racionales-morales empieza justo en ese momento.

Y con esto parece aceptable entender que toda forma de catarsis en este sentido podría servir esta misma función, y no solo necesariamente a través del modelo de la Pasión. Pues nuestra susceptibilidad sensorio-emotiva y homeostática respecto de la aflicción humana padecida es, sin duda, un universal humano, y seguramente comparable, por ejemplo, con la capacidad humana innata del lenguaje.

Una dignidad ahora razonada de toda vícitma de toda violencia, que es, inversamente la elevación de todo sujeto humano, pues siempre las víctimas lo son sin causa ya que la violencia tiene más que ver con la fisiología de todos nosotros como agresores pertencientes que con el objeto humano de esa violencia: pero, en realidad, es una imagen lo que nos capacita para este tipo de cognición.

Y de esto se sigue, evidentamente, la posibilidad histórica de algo así como, por ejemplo, los derechos humanos y su declarción de 1948 (a consecuencia, además, de la Segunda Guerra Mundial como avatar histórico del otro socio secreto y convidado de piedra nuestro que es la guerra en sí).

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Quehaceres metabólicos humanos y «fisioantropológicos»

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Respecto particularmente los contextos sedentarios

-La adscripción o «descodificación» de sentido socio-racional respecto la vivencia sensorio-homeostática.

-El posicionamiento, reconstitución y mantenimiento de nuestra propia autoimagen socio-homeostática o «orpóbica» respecto del grupo identitario al que pertenecemos. Es decir, el envolvimiento moral del cuerpo perteneciente que se convierte en el motor no violento del tiempo sedentario.

-El vivir afanándonos por superar algun aspecto o característica de nuestra propia naturaleza, no con el fin real de lograrlo sino porque crea una fuente de tensión no directamente corporal ni cruenta de la que puede apoyarse en el tiempo la antropología sedentaria.

-Vivir esforzándonos por mantener alguna política colectivamente propuesta que se considera relevante (y por tanto “real” en un grado que otro) como también un ejercicio creador de tensión y en torno al cual los sujetos homeostáticos podemos ejercitarnos en la definición moral de nosotros mismos (pues ante toda proposición culturalmente propuesta cabe o bien asimuirla o bien rechazarla, siendo esta más bien ilusoria noción de libertad personal e íntima lo que prima estructuralmente).

-La proyección fisiosemiótica del yo socializado cuya utilidad estructural consiste en el abstraernos en la actividad física y laboral; en tanto constante en la que puede apoyarse después la economía no solo monetaria sino la «fisioantropológica» entendida en su sentido estuctural más amplio (respecto unos medios metabólicos agregados limitados que se emplean para unos u otros fines en función de dicha limitación).

-El tiempo libre y liminal en que, por eludir precisamente los requisitos estructurales que es el de la dedescodificación de lo sensorial junto con las distintas formas de autoproyección moral y fisiosemiótica, nos desfogamos en la elación ociosa y de efecto “intoxicador”, más allá momentáneamente y en uno u otro grado, del propio yo.

-La necesidad de una vida afectiva de alguna clase, pues parece evidente que no hay más aliciente real para el ser humano frente a la mecánica de su propia integracion fisioantropológica que la elación que supone para nosotros la interactuación con el otro, con la alteridad.

-Debido a que la «verdad», en tanto viviencia metabólica, supone la unión funcional del sujeto homeostático con el grupo, se presta a la expansión epistémica dentro de las antropologías dependientes de la agricultura: pues a través de tesitura del saber cuál sea en la que vivimos como sujetos copertencinetes (siempre atentos a la amenaza potencial de nuestra propia expulsión), se acaban habilitando espacios de imposición humana incurentos (incialmente) que contribuyen finalmente a apuntular el tiempo sedentario en forma de una universal práctica ciéntifica y un continuado desarrollo técnico.

-la oportunidad metabólica que supone el natural derecho a la vida de cada persona, supone también la posesión de parte de cada uno del reclamo de su propia bisoñez y la inevitable superación de la misma: sobre esta trayectoria de maduración y envejcimiento de los seres humanos se erige, en realidad, la constante estuctural como decurso de las generaciones en el tiempo.

1. Hacia la levedad estructural: la opacidad compleja y los paradigmas escindidos de la antropología

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La manifestación de complejidad más importante de todas ellas: que la racionalidad sirve de pretexto y de sostén en realidad estructurales para la vivificación «sensoriometabólica» del colectivo cultural en el tiempo de las generaciones vivas; que ése sería el plano o ejemplo más elevado de esta idea. Y su punto de arranque teórico sería, está claro, la vacuidad neurológica a partir de la escisión entre nuestro cuerpo y el sistema nervioso/cerebro.


Hablar de «opacidad» sería a partir de este punto, pero que afirmar eso es, al mismo tiempo, preparar la comprensión de nuestra existencia, pesarosa en su vertiente racional, como trampantojo en tanto que toda comprensión racional supone ante todo una funcionalidad delimitada a partir de la óptica sensoriocorporal de un individuo quien está sujeto en primer lugar al solipsismo de su propia experiencia homeostática, si bien es el contexto oximorónico de unicidad colectiva lo que fuerza a los grupos humanos a articularse por medio de la racionalidad. Y una vez en posesión del conocimiento de este hecho, la tarea en verdad titánica que afronta a los seres humanos resulta ser la de acarrear con la paradójica carga, no de sustancialidad frente al mundo, sino de nuestra levedad.


Sería asimismo la manera de dar un sentido al menos técnico a la situación actual y, finalmente, de cierta utilidad a la gente. Esto es, que la misma circunstancia de escisión y opacidad es lo que se está utilizando para ocultar e impedir que se descubra de forma ni definitivamente ni demasiado inequívoca la condición real de la antropología terráquea contemporánea (en aras de, como siempre, la sujeción y protección de la oportunidad fisiológica de consumación del tiempo humano en sí). Porque más allá de la homeostasis humana y desde la racionalidad auténticamente instrumental y técnica (ahí donde no entra en juego ningún factor emotivo de la personalidad socio-psicológica particular) mejor puede protegerse la homeostasis humana y su permanencia tiempoespacial sobre el planeta.


Y como ejemplo ulterior de lo complejo cuya perspectiva argumental buscaremos recorrer: que aun en el caso nunca confirmado de hipotética rección terráquea, se tendría que entender la necesidad de contextos creados que garantizasen la oportunidad de consumación fisiológica colectiva y sin que fuera particularmente prioritario la verdad completamente empírica de dichos contextos puestos a disposición de los usuarios antropológicos. Y como paso último, se argumentarían las razones para seguir adelante con el cambio climático aún en el caso de que no fuera exactamente todo lo real que se dice; que sigue, en todo caso, teniendo una lógica antropológica compleja que se convierte un valor estructural a proteger.


Que sobre la consumación fisiológica-vital se articulan los contextos antropológicos, y lo que se garantiza, por tanto, es la oportunidad de dicha consumación en el tiempo. Es desde este enfoque que cobra cabal sentido el mantenimiento en las sociedades de mercado y la semiótica histórica que las acompaña como experiencia humana contemporánea, aun a pesar del hecho de que sea sobre todo en apariencia que puede considerarse que siga operativo el capitalismo: porque, en tanto facilita un espacio de proyección metabólica al individuo anhelante a un coste menor (porque se hace rutinario sin que el individuo tenga que pensarse mucho las cosas por sí mismo), y debido a su capacidad sin parangón de producción de confort material (lo que asimismo rebaja el coste energético-metabólico agregado), no parecería lógico, respecto la particular condición humana contemporánea, renunciar a su uso antropológico como cauce estructural básicamente terráquea. Ni tampoco parecería viable acometer -por lo menos actualmente- grandes cambios disruptivos respecto al modo de sostenimiento sedentario, pues no se contaría de todas formas con suficientes recursos metabólicos para ello y dada la situación.


Pero el que esto sea así y que usted haya acarreado con el peso de la contemplación del mismo, no quita que en ningún caso deberá aceptar su verdad pública y oficial, puesto que no contará nunca con datos totalmente concluyentes ni inequívocos.


Así es como hay que andarse en este juego.


Puntos teóricos previos resumidos:


-El percibir enciende la experiencia consciente individual. Activa asimismo el proceso socio-homeostático sobre el que se articulan los grupos culturales.


-Dicho proceso supone una mecánica de producción de sentido sociorracional; sentido que obliga asimismo a la asunción de parte de todo sujeto homeostático de un yo sociorracional, lo que supone la efectiva integración sociometabólica del individuo perteneciente.


-De esta manera la experiencia homeostática individual deviene en nexo técnico entre el individuo y el colectivo cultural, lo que pone la emotividad individual al servicio del colectivo frente al medio natural de dependencia.


-En la centralidad antropológica se ubica esta mecánica socio-homeostática que coincidiría en el plano teórico con el concepto del «cerebro energéticamente hambriento»1 lo que, en efecto, subordina el desarrollo cognitivo humano (y sus implicaciones neuroquímicas e incluso endocrinos) al hecho de la permanencia en el tiempo del grupo.


-Buena parte de la experiencia consciente, por tanto, consiste en experiencia socio-racional, pues el sentido finalmente cultural e identitario del mismismo yo socializado deviene en el armazón real de toda entidad colectiva antropológica y lo que, en tanto dispositivo socio-homeostático hace a los grupos humanos poco menos que inexpugnables frente todo tipo de ameneza o contingencia externa.


-El mantenimiento y refuerzo de este bucle entre la vivificación sensoriometabólica y toda reconstitución sociorracional constituye el eje de la viabilidad antropológica, lo que implica que los grupos humanos se harán universalmente con fuentes autogestionadas de estímulo sensorio en forma de rituales colectivas, además de otras formas de liminalidad sensoria y vivificadora que facilite la superación fisiológica del espacio físico-material (el efecto y utilidad más universalmente importantes de la cultura, después de todo).


-Por contrapartida, surge asimismo la necesidad puntual de sustraerse de la producción de sentido sociorracional, dada la insistencia estructural constante que implica la articulación colectiva en torno a la racionalidad: acaba por servir en este sentido la experiencia simplemente corporal en forma de ejercicio más o menos intenso (el andar mismo, la danza o actividades deportivas; o simplemente la conversación espontánea no instrumental, etc.) que desembaraza, momentáneamente, al sujeto homeostático de la carga de la pertenencia a través lo sociorracional; el concepto y término vivificación sensoriometabólica busca articular en el discurso este aspecto de la experiencia antropológica.


-Otros modos más potentes de sustraerse del sentido sociorracional y su insistente y pesada mecánica sería el uso de sustancias embriagadoras o narcotizantes (uso que debe de ser asimismo antropológicamente universal); asimismo, la vivencia puntual y periódica de euforia, elación o miedo es también condición necesaria reforzante de la viabilidad sedentaria, además de todo tipo de zozobra emocional.


-En general, toda forma de vivificación sensorio-metabólica y estética constituye un ámbito liminal que o bien contribuye a reforzar lo sociorracional (a través del impacto homeostático), o bien permite al sujeto perteneciente escaparse, al menos transitoriamente, del apremio cultural que supone la necesidad de lo sociorracional (y dado que es por medio de ello, a fin de cuentas, que la cultura logra garantizar el contexto de estabilidad en el que pueda tener lugar la consumación fisiológico-vital colectiva, eso que es el fin técnico real de la antropología en el tiempo agregado de las generaciones vivas).

1 También conocido por la hipótesis «tejido caro» que referencia Martinón-Torres en Homo imperfectus (2022), capítulo ocho titulado “Hansel y Gretel”.


La definición de la complejidad de la que echaremos mano será ésta a continuación:
Se dice de un contexto, situación o relación que es de carácter «complejo» cuando se trata de dos o más sistemas o procesos independientes que, no obstante, se sostienen entre sí en tanto que el efecto de un sistema ayuda a regular corrigiendo la entropía del otro, y viceversa; se trataría de un vínculo de carácter podríamos decir simbiótico cuya unión se fortalece por medio, en realidad, de la continuada separación entre sí.


Pero este hecho paradójico de unión a través de, constantemente reforzada por, la separación, supone desde nuestra óptica racional un cierto escollo, pues solo por una de las partes no se puede acceder racionalmente hasta el fondo del asunto. De ahí que sea preciso entender lo complejo como también, al menos inicialmente, una forma de opacidad, puesto que dependemos en primer lugar como cuerpos sintientes y sensorio-homeostáticos de lo sensorialmente aparente, mientras que el sentido último de la vivencia sensoriometabólica es siempre de carácter estructural en tanto contexto mayor de interrelación entre múltiples elementos, factores y fuerzas.


Es decir, el sentido último de los cuerpos nunca está en el cuerpo mismo, sino en la red contextual de mutua aparición y dependencia entre elementos. O sea, parecería lícito, al menos inicialmente, entender que hay cierta incompatibilidad entre la experiencia corporal y el significado mayor y paradigmático de dicha experiencia, o al menos desde el punto de vista del sujeto corporal, pues el poder abarcar el sentido real de lo que en mí cuerpo soy y hago, implicaría ir más allá y dejar atrás de alguna manera mi propia experiencia corporal.


Y también surge la obligada inferencia de que, si lo hasta aquí esgrimido es factible, toda racionalidad cultural debe entenderse como un apaño funcional que tiene mucho más que ver con la viabilidad antropológica que con el saber en sí, pues contra precisamente los excesos del saber se ha parapetado toda experiencia cultural histórica conocida (que puede considerarse o bien anatema -la cultura griega clásica, o la judeocristiana-, o bien que se cultiva controladamente y solo por “especialistas” iniciados en materia sapiencial-espiritual -la hindú y el ámbito cultural de oriente lejano-). Pues evidentemente es la tensión que se establece entre la importancia del saber (en el poder que tiene sobre todo respecto la permanencia en el tiempo del grupo) y sus peligros potenciales (precisamente porque puede poner en crisis el orden del que depende el colectivo) de la que se han beneficiado sensoriometabolicamente los grupos humanos sedentarios.


Aunque ya hemos argumentado que, respecto ese plano mayor y auténticamente técnico, es mejor que se ocupen otros.


Volveremos al tema más adelante.


Ejemplos de complejidad-opacidad


La comprensión darwiniana de las palomas que se defienden del halcón constituyendo una formación compacta de individuos que, en la percepción visual del depredador adquieren la apariencia de un solo ente de mucho mayor tamaño, solo puede formularse sobre una relación compleja entre la sensorialidad del ave depredadora -concretamente, su visión- y las maniobras y tendencias filogenéticamente evolucionadas de las palomas. Vínculo complejo que, partiendo de la idiosincrasia óptica de una de las partes, permite la otra parte invisibilizarse, al menos momentáneamente y en tanto individuos singulares desamparados.


oportet et haéreses esse
El hecho de que existan voces discrepantes y hasta heréticas resulta de gran ayuda para todo poder u orden establecido, pues supone la posibilidad de reforzarse periódicamente en su propia definición cultural fagocitando y alimentándose, como si dijéramos, de toda contingencia de resistencia u oposición que surja sobre el escenario público. En este sentido, un análisis siquiera somera y superficial de lo que ha sido la historia la Iglesia de Roma (tal como la trata, por ejemplo, Menéndez Pelayo en Historia de los heterodoxos españoles) da cuenta de una cierta violencia dialéctica y teológica a través de los siglos que, solo secundariamente, abocaba a desgracias corporales cruentas. Aunque tal vez sea solo en tanto estudiantes que podamos acercarnos a este punto de mira, pues toda vida social integrada requiere del individuo que ocupe inexorablemente una u otra posición estructural: es decir, una cosa es la comprensión intelectual de las estructuras humanas en las que vivimos, y otra cosa bien diferenciada el peso con el que hemos de acarrear como cuerpos pertenecientes y homeostáticos.


Montesquieu y la división de poderes
Puede esgrimirse la separación de poderes respecto los sistemas políticos (particularmente en referencia a la democracia) como relación compleja entre las partes, pues el exceso de ímpetu de parte de uno de los componentes queda limitado y refrenado por el otro, lo que constituye una suerte de unión a través de la pugna. Y en este sentido el peligro mayor -sistémico- no es el exceso de uno de las partes -pues en eso como amenaza potencial en ciernes se apoya todo-sino más bien la falta de vigor y fogosidad de uno de los componentes. Aunque desde una óptica antropológico-estructural se constata que la estabilidad y solidez en el tiempo de algo así se da precisamente porque acomoda la socio-homeostasis humana erigiéndose en tanto cauce colectivo e institucional sobre nuestra condición en realidad fisiológica socio-racional: se trataría de espacios facultados para al menos una fisiología y emotividades de encono y violencia instrumental, sin que trasciendan al terreno de los cuerpos físicos (siguiendo, por otra parte algo así como una tendencia profunda y latente propia de la antropología sedentaria hacia lo mimético2).

2Término que se emplea aquí en el sentido de espacio que permite imitar la contengencias «reales» sin las consecuencias morales-políticas de las mismas: éste que es el sentido del término que maneja Norberto Elias en sus obra más importante El proceso de la civilización (1939).


Hannah Arendt en Hombres en tiempos de oscuridad (1968)
Si se entiende el saber epistémico -tanto cualquier religión o también contemplación racional e ilustrada- como una forma de movimiento humano (no físico, evidentemente), entonces cualquier verdad absoluta supone un obstáculo a dicha libertad y afán de movimiento. Pero como la viabilidad sedentaria se basa en la posibilidad de espacios semióticos ampliados, no hay más remedio que vivir entre distintas “verdades absolutas”, de parte de culturas nacidas originalmente de distintas geografías; luego toda lógica absolutista particular no llega nunca siquiera a aproximarse a una verdad que diríamos ya técnica o de carácter estructural, sino se queda en su propio digamos dominio particular, lo que suele coincidir necesariamente, por otra parte, con una delimitación socio-homeostática también específica (esto muchas veces tratándose incluso de visiones epistémicas más empíricas). Aunque, naturalmente, la antropología agraria desde siempre se ha sostenido sobre distintas formas de pugna entre grupos diferentes: he aquí la auténtica aproximación técnica al asunto, lo que prepara el escenario para la levedad y su cabal valoración (tal como defiende Arendt); pues la doxa y sus graníticas verdades pueden dejarse de lado a favor de la amistad entre quienes antepongan el valor del otro -aunque sea momentáneamente-, sobre las certezas fundamentales del propio yo socio-homeostático. Que a veces el tener razón y empeñarse en ejercerla es una forma de irracionalidad en tanto que no se tiene en cuenta el fin humano mayor que radica, sin duda, en la alteridad e interacción humanas (una comprensión más cabal de la antropología sedentaria parecería rubricar precisamente este punto).


El «juego profundo» de las peleas de gallos de Bali (contempladas por Clifford Geertz)3
El cómo se posibilita la experimentación estética de la violencia como en realidad un modo de cognición no conceptual respecto el porqué de las jerarquías sociales. Una manera de incorporar la violencia estética (visualmente y a través del espectáculo manierista de la lucha avícola) como vivencia de la violencia no físicamente cruenta; vivencia violenta -estética- que se yuxtapone al orden que representan los clanes como, en cierto sentido, una meditación vicaria no conceptual del papel de la violencia, pues el orden social es una forma de violencia en sí misma -con todo sus injusticias- pero que al mismo tiempo sin ese orden social estaríamos abocados a nuestra propia aniquilación colectiva a través, precisamente, de la violencia desabrida: es eso como consideración de gran profundidad moral lo que se vuelve a vivenciar a través del espectáculo de las riñas de gallo. Una forma de conocimiento no lingüístico que en nuestra cultura sería lo más parecido a la experiencia literaria.

3 https://en.wikipedia.org/wiki/Deep_Play%3A_Notes_on_the_Balinese_Cockfight


Experiencia dual de la corporeidad humana a través del cristianismo
Complejidad cristiana o católica al interrelacionar los planos diferentes y escindidos, el de la imagen como vivencia estética frente a las conceptualizaciones dogmáticas. Es decir, existe cierta tolerancia hacia el cuerpo humano -y por tanto respecto todo lo relacionado con la emotividad y el padecimiento humanos- que el catolicismo defiende sobre todo por medio de imágenes y representaciones estéticas. Y puede entenderse que dicho medio auxiliar de transferencia comunicativa y experiencial complementa al mismo tiempo que se opone a, en cierta medida, las conceptualizaciones dogmáticas del credo. O quizá cabe decir esto respecto a toda religión sedentaria que, o explotándolo o bien negándolo, se sirve de lo estético para auxiliar de alguna manera los preceptos de su doctrina particular, siguiendo una pauta ya trazada a partir de la escisión entre cuerpo y el sistema nervioso, y en tanto dispositivo subyacente a la mecánica de los grupos humanos anteriores a la agricultura.


Charles Tilly: el origen de los Estados europeos a partir de la organización bélica4
Que el origen de lo que llamamos Estado contemporáneo sería esta máquina de guerra que después se viera ante la necesidad de la creación de otros modos control, con lo que existe una escisión entre el propósito original del entramado del poder sedentario. Pero el que el Estado se deba a su mecánica belicosa, y solo nominalmente a otros fines políticamente esgrimidos como argumentos sociales o morales, tiene algo de intolerable desde un punto de vista racional. Es decir, el autor traza una relación entre las instituciones sociales (concretamente la capacidad de recaudación de impuestos) y el patriotismo como instrumento coercitivito que pesa sobre la sociedad; aunque, claro está, los impuestos financian otras cosas pero el origen de este mecanismo era, históricamente, la guerra entre distintas entidades políticas (reinos, ciudades). Sin embargo, esta misma paradoja está implícita en la conciencia humana que no se da sino por medio de la violencia de la pertenencia socio-homeostática, la primera y más importante forma de coerción de todas y que antecede -claro está- a las religiones sedentarios como dispositivos de vivificación fisiológica articulados sobre el sentimiento en el individuo de vergüenza y de la culpa. O dicho de forma más abrupta, los grupos humanos solo parcialmente se basen en la lealtad y fraternidad entre copertencientes sino que su fuerza de aglutinación como argamasa real es también la coerción al centro de la pisque de todo individuo y ante el terror permanente de su propia defenestración del grupo. ¿Hablamos de una serie de coerciones a partir de lo más singular y subiendo al plano agregado y estructural? Una continuidad, además, de paradojas, pues todas estas escisiones se basan en (o esconden en su interior) la misma paradoja, la de la creación de contextos humanos benévolos proactivamente a favor del bienestar de los seres humanos, pero siempre a partir de estructuras originales y aun subyacentes de lucha, pendencia y alguna forma de tenaz resistencia por parte de todo individuo.

4 https://en.wikipedia.org/wiki/Coercion,_Capital,_and_European_States,_AD_990%E2%80%931992


La nueva sociedad (1955), E.H. Carr.
Libro en el que se desarrolla la noción de que una economía planificada se tolera en las sociedades occidentales siempre que se rija por el gasto militar y su aura épica de lucha por la vida histórica de la patria (que tanto nos alimenta como sociedades sedentarias pacíficas). Tema que el mismo autor plantea respecto a Hitler como el primero en crear una economía de planificación militar moderna (pero con el problema de proceder después en el mundo real a entablar una guerra). Pero con el tiempo se ha entendido que la preparación y gastos presupuestarios son cruciales como forma, en realidad, de planificación económica en pos de la estabilidad sistémica, siempre que no se acabe derivando en una contienda real y de gran escala. Desgraciadamente, la historia ha revelado que el gasto en presupuestos militares por parte de los Estados, en tanto que implica una organización fiscal y burocrática especializada (lo que redunda en última instancia en la consecución de un bienestar social mínimo -educación, pensiones, sistema de salud, en base a la recaudación de impuestos, etc.-), ha sido el único pretexto generalmente aceptable respecto un esfuerzo comunitario que no ha podido basarse abiertamente en el argumento de solidaridad social y humana como imperativo ante todo moral. O no al menos en su origen histórico y hasta hoy; que de alguna manera una imaginería de imposición humana siempre nos resulta, lamentablmente, más fácil de entender.


El laissez faire: el mismo autor también plantea la paradoja que fue la Gran depresión de los años 30 en tanto ejemplo de una escisión en forma de un esfuerzo gubernamental ejecutivo que procedía a gestionar desde arriba el sistema económico como objeto técnico: esta regulación por parte del Estado como necesidad supone la gran lección aprendida a partir de dicha experiencia y el trauma colectivo que supuso. Y el autor lo desarrolla como un caso en que el ímpetu humano ciego por ganancias que desde siempre se justificaba en base a ideas pseudo darwinianas de la supervivencia de solo los más fuertes, se tuvo por fin que auxiliar a través de una autoridad más alta -y por tanto estructuralmente separada e independiente- que lo refrenara y que dichas fuerzas capitalistas laissezfairianas acabaron pidiendo ellas mismas ante los continuos ciclos de destrucción de riqueza implícitos en contextos financieros y bancarios no regulados.

Sensibilidad hacia la mujer a través del uso del lenguaje:
La práctica social de la visibilización de la mujer tiene prioridad en sí misma, por encima de la lógica inherente al idioma y su gramática. Es decir, la lógica interna al idioma español no puede decirse que requiera una correspondencia siquiera consistente entre género gramatical (esto es, en tanto fenómeno lingüístico) y la realidad no lingüística. De hecho, es difícil no entender dicha relación como básicamente arbitraria. Sin embargo, un sentido común moral, social y humanista pide que se acreciente en la medida de lo posible la figura de la mujer que la cultura, tal y como se materializa a través del lenguaje, parece haber invisibilizada de forma bastante universal y respecto a muchas otras experiencias lingüístico-culturales. Es decir, la noción de corrección en este caso no le pertenece al ámbito de la razón estrictamente técnico-lingüística, sino que se apoya en un punto de miras más amplio.

La confusión sobre la que se basa la inteligencia artificial (IA)
Si no tienes un cuerpo no tienes nada que perder; luego la sustancialidad de la experiencia simbólica (en forma de imágenes o el lenguaje) se te escapa, se te hará siempre opaca en un sentido humano. Pues siguiendo de nuevo la idea de un cerebro evolutivo hambriento, la urgencia de los cuerpos pertenecientes humanos originales es aquello que espoleara la creación de espacios fisiológicos que pudieran acomodar y contener nuestra emotividad, pero sin que surgieran conflictos físicos cruentos: porque en el ejercicio emotivo humano (sujeto a descifrarse moral y racionalmente y que no aboque en encontronazos corporales violentos) se está creando un espacio compartido donde sí que caben todos los cuerpos singulares co-perteencientes. He aquí, en resumidas cuentas, la razón de ser de lo simbólico en sí, la de trasladar la emotividad humana a un plano no violento de interacción humana más fisiológico que directamente corporal que se hubiera hecho particularmente urgente respecto los nuevos asentimientos agrícolas. Si bien parecería que un ordenador no conoce la experiencia corporal ni el desamparo que supone el estar singular físico frente al mundo y que sea precisamente esta condición lo que nos aboca los seres humanos a la necesidad de lo moral-racional. Es decir ¿cómo accedería un ente no corpóreo a participar de lo que es la auténtica dinámica de la inteligencia humana a partir de experiencia corporal y socio-homeostática? Pero, por contra, nada hay que objetar respecto a su aplicación científico-tecnológica, ni desde luego al tejido económico-financiero que alguna vez pueda acabar asentándose sobre IA.

En defensa de la obsolescencia programada
Porque entronca con el tema estructural más importante (el de la rección en cierto sentido del tiempo), pues no puede sacrificarse el espacio corporal y metabólico de los seres humanos sedentarios a la permanencia de los objetos; es decir, el problema técnico de lo sedentario es que hemos de hacer algo en tanto la consumación vital y fisiológica (último sentido estructural que subyace a todo), y preferiblemente algo pacífico que evite grandes episodios de sufrimiento humano: que ante la circunstancia de que ya no podemos simplemente echarnos a andar como grupo, la guerra supone una gran digamos tentación para los contextos sedentarios, pues tiene una lógica propia que no deja de ser, depués de todo, una horrenda forma de sostenimiento sistémico. Por otra parte, la precariedad material tiene tanta fuerza sobre nuestra psique que hace que el confort humano en sí mismo -y de por sí- tenga un valor estrcuturalmente clave de tal manera que el capitalismo se revela como particularmente interesante como dispostivo fisioantropológico de lo sedentario. De manera que construir-derribar-volover a construir y así sucesivamente, aunque el pensarlo nos puede enervar desde nuestra sensatez individual, se comprende que como cauce agregado permite la incporación fisioantropológica de las nuevas generaciones; es decir, no resulta tan descabellado depués de todo.

Un caso criminal de obsolescencia programada fue la condena de carcel y multa que recibió el informático David Tinely quien, como técnico externo de una empresa importante había sido contratado para reparar problemas que pudieran surgir en cuanto al mantenimiento del sistema; y como cobraba por trabajo realizado, tenía cierto interés en que, efectivamente, hubiera de vez en cuando problemas que garantizasen su intervención profesional y correspondiente cobro de ingresos. Así es que procedió a programar cada cierto tiempo (finalmente cíclico) fallos aparentemente inesperados para cuya resolución y subsanamiento se le volvía a llamar. Cuestión esta de claridad moral evidente, en tanto se trata de ganancias ilicitas -deshonestas- por parte de la maquinación de un individuo a expensas de alguien, se vuelve, no obstante, mucho más incierta cuando se trata de cuaces industriales y financieros de los que dependen economías de escala así como el tejido económico en general y finalmente demográfico; porque en la medida en que están involucradas muchas más personas -y debido principalmente a este hecho como cuestión puramente de números- habría que ajustar todo linea racional de su valoracion y enjuiciamiento, y eso especialmente en al caso de que fuera una empresa que hubiera decidido programar también fallos periódicos en su propios productos o servicios; es decir, sea lo que sea la voloración moral-jurídica última, en muchos casos se está creando y facultando en el tiempo espacios de integración fisioantropológica compatibles con la viabilidad estrctrual de contextos sedentarios a través del consumo más allá de toda cuestión de beneficio singular, y dado la magnitud de personas en su extensión finalmente demográfica que dependen de estas estructuras financieras.Y podría argumentarse, entonces, que para apuntalar la coherencia moral de la cuestión sería mejor que esta práctica no se supiera nunca de forma explícita: pero mejor aun sería que la agencia moral ultima fuera de parte de una entidadad que no compartiera el mismo plano socio-homeostático.


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Ángelo y los artesanos antropológicos

Portada discográfica del año 1981

La frase y noción más o menos Soy capitán de mi propia alma (de algún poeta creo que inglés), la vamos a sustituir por una artesanía del sino vital propio, sobre todo porque uno participa de la vivificación existencial de su propia socio-homeostasis y, efectivamente, incide en elevado grado en la agencia artística de su propio ser y estar para parcialmente definir y moldearlos.

Empero el verdadero sentido de uno respecto al plano mayor de las cosas en general, obviamente le pertenece mucho menos (o apenas en nada), puesto que nuestra misma existencia parece adquirir un aspecto vicario si la comparamos con el fluir humano agregado-histórico de todo momento presente que alcancemos a concebir, y esto siempre de forma parcial y fugaz.

Es en este sentido que decimos artesanía en tanto nuestro poder de imposición no pasa de un vigoroso -aunque de lo más serio- ejercicio de nuestra propia realidad fisiológica-corporal sin que (aun en caso de ser alguien famoso y figura por ello siempre de alguna manera acartonada) trascienda salvo, en todo caso -y como mucho-, en forma de sustancia sensoriometabólica en tanto materia de la percepción de los demás, con posiblemente cierta pasajera sustancialidad moral, pero sin mayor impacto.

De hecho, el agente artista aquí en cuestión se ubica en otro plano más allá de toda relación socio-homeostática directa con el prójimo: se dice “suprahomeostático” precisamente para describir su modo de proceder que, sea como sea que se haya consolidado (quiero decir, en cuanto a la forma real de incidir sobre el tejido molecular en general orgánico que le atribuyo cuya comprensión me sobrepasaría -aun en el caso de que yo estuviera en posesión más detallada de la misma- por falta, probablemente, de conocimiento del campo de la física) le sitúa más allá de toda relevancia moral directa para su propio cuerpo, lo que asimismo supone una posición técnica que no habría más remedio que entender como auténticamente racional en un sentido poco menos que absoluto (aunque no totalmente, claro está, ya que se trata de un ente al fin humano, por tanto habitante necesariamente de un cuerpo alguna vez físico; y poseedor, por ello, de un criterio ideológico propio).

Es decir, el sino existencial o “cósmico” de lo condición terráquea re-liga y une a todos nosotros, si bien más acá y a este lado de la socio-homeostasis persistimos en rigor artesanalmente respecto nuestra propia vivencia en tanto la persona que, a ojos de los demás (o sea, moralmente y como auto reflejo social del yo) nos empeñemos cada uno en ser. Mientras que el sentido real y macro de las cosas pertenece a otro plano.

Esta división y las consecuencias epistémicas que tiene puede entenderse en términos de arte, y como relación entre el sentido artístico último de las cosas (propio del artista maestro suprahomeostático) por una parte, y los artesanos practicantes homeostáticos (o sea, los usuarios fisioantropológicos) por otra.

Consideremos, por ejemplo, la calidad estética de nuestra experiencia moral, pues parece que vivimos una íntima coerción de tipo icónico (o sea, una especie de imaginería mental, pero vinculada directamente con nuestra emotividad más profunda) que parecería que nos espoleara a lo largo de la vida de cada uno, instándonos en una u otra dirección de juicios y valoraciones íntimos, después respecto a nuestros consiguientes actos susceptibles, al fin, del juicio y valoración ajenos. Pero, en tanto solipsismo vivificador que se vincula como icónicamente con los otros -pero que no deja de ser idiosincrático, después de todo-, ¿no se comprendería mejor como un ejercicio más bien artesanal si se compara con la complejidad verdaderamente estructural de múltiples (en última instancia, millones y millones) de individuos socio-homeostáticos inmersos cada uno en su propia e incesante imposición moral-vital?

Y ¿cómo aspirar seriamente la racionalidad humana a abarcar un objeto de análisis de tales dimensiones?

(La respuesta, como argumentamos, está allende nuestra homeostasis)

Pero quizás una pregunta aun más importante que, como artesanos en los términos aquí esbozados, habríamos de afrontar sería la de cómo valorar la vida si se ha de entender que, aún por derecho propio y humano, ocupamos sin embargo un espacio en cierto sentido facultado, a estas alturas, por otros; que la importancia de la experiencia vital como consumación del tiempo humano en sí puede reafirmarse a partir de la experiencia corporal de por sí y sin que (en principio) importe el sentido ultimo del mismo y puesto que como plano mayor y más alejado de la obra teatral y terráquea de la que todos participamos, que sería el sentido efectivo de la misma, es objeto de gestión de otros.

Y que le conste a usted la idoneidad (por su eficiencia a fin de cuentas metabólica) que he argumentado en otros lugares -y de forma espero que pasable- respecto de la economía y las sociedades de consumo.

Mientras tanto, los artesanos volvemos a nuestras forjas sensorio-metabólicas correspondientes en donde, auxiliados por el sostén antropológico de lo culturalmente racional, damos renovada forma a nuestras aspiraciones, al deseo, el saber y la curiosidad, moldeando -golpe a golpe- lo que es o no veradadero, virtuoso o correcto, tanto desde nuestra óptica particular como, crucialmente, a partir de lo culturalmente consabido; donde también forcejamos con el miedo, además de la indignación, los afectos y con todo oportunidad de vivificación sensoriometabólica que nos salga al encuentro (que en cuanto a los caramelos de la vivificación sensoriometabólica que podamos alcanzar a engullir, somos verdaderamente ávidos).

He aquí lo que, como seres humanos, hacemos: la nuda vida de un estar que se realiza, una y otra vez, en el ser cultural y socializado según, en realidad, lo que parece ser unas pautas en esencia neurofisiológicas. Lo demás -lo digo en serio- viene por añadido, pues no hay nada sobre el horizonte humano que no pase primero por este digamos dispositivo subyacente (lo que no quita tampoco que se comprenda por verdaderamente más importante -más profundo- lo añadido y aunque parezca paradójico).

Es de esta manera que la expresión the show must go on puede entenderse en un sentido antropológico-estructural, y dado que el inicio de la hominización1 como proceso sincrónico e incesante que es la consciencia (del estar que emerge en ser) pasa por el estimulo sensorial, constituyendo en sí mismo una forma auxiliar de alimento respecto al orden sedentario. Y el garante de dicho fuente de vivificación sería, evidentemente, una prioridad técnica de parte del artista-rector (por seguir un rato más con el juego aquí propuesto).

Es decir, parte del sino humano universal, pero íntimamente particular, es el embeberse del espectáculo sociomoral de los otros sobre el escenario publico (por vía mediática o por simple cotilleo y vox populi); siempre nos hemos sostentido sobre esta forma adicional de alimento en tanto que nuestro propio yo socializado depende de una continua comparación con los demás como proceso -probablemente puede decirse neurofisiológico en origen- de orientación y incesante reafirmación personal-moral, pues sin el espectáculo moral de la pertenencia a través de los otros, no tengo por qué seguir siendo yo. Porque es ante el espectáculo trágico (en un sentido literario y porque vueleve sin cesar) que puede verdaderamente embricarse mi cuerpo con el amparo que al fin supone la pertenencia cultural y socio-racional.

Y es asimismo cierto que no solo nos beneficiamos de los otros en este sentido, sino que quedamas también a disposición de dicha mecánica, pues algo hay que ser en la vida, no solo en un sentido profesional; y también vale la expresión de algo hay que morir, pues si uno va a ocuparse de la antropología en sí, tendrá que llevar al centro de su propia operatividad esta cuestión, que no deja de ser un asepcto más del fluir del tiempo humano.

Pero como artesano antropológico concéntrese usted en el fragor de su propia experiencia socio-homeostática, siendo en cierto sentido equivalente desde una optica estríctamente técnica, la fisiología e ímpetu vital de la benevolencia y amor, como todo metabolismo del egoísmo, la insensibilidad para con el otro, y la maldad. Pues en eso usted, artesano compañero, decide: he aquí el juego al que en última instancia se le brinda, el de la consumación longeva propia y particular (porque, en efecto, se nos va a cada uno el cuerpo en ello).

Y como desde una óptica estrictamente estrctural, vale presumbilmente tanto una cosa como la otra, se trata a nivel digamos ejecutivo el de aprovecharse estructuralmente de ello, definiendolo y anticpando en todo momento los fuentes agregados de energía metabólica disponibles. Porque en cierto sentido la moral y la benevolencia humana es para nosotros a nivel usuario, pues en tanto indistinguible en términos energéticos, no entra realmente como factor crucial el cómo se define moralmente la energía que se está gastando, sino más bien su aspecto y dimension cuantitativos, y si sirve o no estratégicamente y respecto la viabiliad sedentaria.

O sea, lo importante es su eficiencia y que funcione.

Yo por eso tengo muy claro que no me prestaré, en tanto sea cosa sobre la que tengo algún grado de control, a la violencia hacia los otros; que como sé que existe una cierta supervisión respecto al campo en general humano de la mente inconsciente2 (¿dónde si no tendría realmente lugar la socio-homeostasis?), considero un acto moral de mi parte el no dejarme llevar por los impuslos emotivos, puesto que no puedo estar siempre seguro de su origin. Pero eso no quiere decir que desconfíe de mi propio cuerpo ni de las emociones que de él surgen en mí, sino que como sé que precisamente la homeostasis es la herrmienta más importante que emplea Ángelo, distanciarme crítica y reflexivamente de mi propia furia digamos límbica, deviene en una forma de resistenica moral ante las feas circunstancias de la condición humana contempórenea.

Porque en el desafiar las circunstancias que a uno le sean impuestas sin opción, aun en tanto ejercicio de disciplina simplemente fisiológico-cognitivo sin trascendencia inmediata, soy otra vez yo por medio de una nueva autoafirmación de mi propia existencia, por volición absolutamente propia, o por lo menos a mi me lo parece y lo vivo com tal; o sea, una forma de tremenda violencia fisiológica y hasta neuroquímica, que no obstante, no implica ni el cuerpo ni la percepción sensoria siquiera de otro ser humano.

¡Muñeco y marionetta el que se deje!

Y es que los contextos sedentarios siempre se consolidan sobre, en realidad, espacios de violencia moral en el sentido que lo manejo yo aquí; a través de la vivificación más sensorio-fisiológica que cruentemente corporal, lo que también puede entenderse como espacios miméticos3 que incorporan distintas formas de (auto)coacción psíquica o formas de vivificación sensorio-metabólica, pero que excluyen expresamente el daño corporal (si usted habita una contexto antropológico sedentario donde predomina en forma física la violencia entre seres humanos, sepa que le están dando gato por liebre y sin la menor duda).

Es decir y volviendo al tema de artista-regidor, la violencia real que, en las decadas recientes se ha desplomado respecto las sociedades occidentales, tiene una importancia técnica a partir de criteros de manutención en el tiempo de lo sedentario; zozobra como contemplación que se nos brinda como exquisito manjar de lo moralmente real (y como experiencia de gran poder sobre nuestra fisiología que parece que nos pide el cuerpo de alguna manera), pero que estructuralmente se extrapola de alguna manera de su impronta moral puesto que su sentido es técnico y en tanto medio de apuntalar la estabilidad del orden sedentario y complacente, que solo puntualmente se revoluciona ante la zozobra que una neuva irrupción de violencia entre seres humanos garantiza.

El show que ha de seguir adelante tiene, además, un coste (una tasa que estructuralmente hay que abonar en terminos de vidas y sufrimiento humanos), lo que, evidentemente, lo hace moralmente repugnante y del cual yo al menos y en todo tejido digamos de mi ser, aborezco. Aunque, por otra parte, entiendo -he de entender y acarrear con- la necesidad estructural del mismo.

Por lo que me tengo que socorrer en el hecho de que no es por culpa mía; que el que se encarga de ello, el que se ha extrapolado casi por completo del campo moral de los cuerpos, así lo hace por criterios técnicos que solo él conoce.

Es decir, apoyo el sentido de lo que entiendo es cierto, al mismo tiempo que abomino de ello.

Y me procuro aliviar, por tanto, en cierto sentimiento de agradecimiento íntimo -y no público, desde luego- del servicio que hace el prójimo a la causa; la causa esta que nos exige cruelmente a todos y a la que inexorablmente todos también hemos de rendir servicio, tarde o temprano y según unas que otras circunstancias particulares.

Pero de vuestra violencia, como sé que es en realidad una exigencia estrctural -más que nunca y en las actuales circunstancias-, la equiparo con algo así como un café y cigarrillos, pues no tiene ya la autenicidad antropológica original (pero aun así me esfuerzo en mantenerme firme en el respeto y profunda misericordia que os tengo).

Porque no es culpa vuestra al fin y al cabo.

Pero, aun así, me río de vuestra violencia, pues ¿qué puede ser más violento que la pelicuar relación que mantiene con nosotros Ángelo y tal y como, mejor o peor, he podido comunicarla?

Es decir, vuestra violencia es Ángelo, a no ser que cada uno pueda decidir su propio sino y acabado artesanales, o al menos vivir en la tensión de imponerse en este sentido.

Y es que en un elevado grado usted decide, pues con el conocimiento se le está equiparando efectivamente con un espacio moral de su propio uso y ejercicio. Y lo moral aquí ahora es resistir, el negarse a aceptar las circunstnacias tal y como percipimos que se presentan. Porque las actuales circunstnacias jamás deben aceptarse desde un punto de vista humano.

Nunca.

Lo que no quita apoyar la cuasa en general, porque Ángelo es lo que hay.

Vamos, digo yo.

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1 Término que he cogido de Edgar Morin en El paradigma peridido (1973), pero que aquí busco emplearlo con un sentido sincrónico respecto el proceso neurometabólico de la conciencia misma, ese paso que denomino del estar al ser socializado; pero el sentido orginal de Morin es de carácter diacrónico y evolutivo.

2 https://en.wikipedia.org/wiki/Unconscious_cognition

3 Norberto Elías

*Como soy por estudios lingüísta, me es lícito trocar el fonema [l] por [r] puesto que ambos poseen el rasgo fonético “líquido” y así escondo la referencia cromática en un nombre propio (que tiene a su vez otras connotaciones muy interesantes en otro sentido).

El juego homeostático de lo sedentario y la moralidad vicaria o «del espectador»

Fotograma de la película de Hitchcock, Rear Window (1954), titulada en España “La ventana indiscreta”.

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Modo de juego -en realidad, la condición nuestra- basado en el margen de opción que tiene el individuo de coaccionarse ante sus propias emociones, o no. Basado en las diferencias de jerarquía dentro de los grupos; o en las diferencias sociales respecto a sociedades más complejas: es decir, sin estas diferencias y las normas consabidas que de ellas surgen, no se abriría el contexto del ser como dilema moral –y por tanto la experiencia al menos fisiológica del poder de decisión individual- que se le brinda a los sujetos socio-homeostáticos sedentarios1.

De manera que se es a través de los actos propios, frente la estructura de lo grupal y culturalmente apropiado; que es decir también que siempre existe una opción (conformarse o transgredir) y que, al menos en tanto experiencia fisiológica somos en consecuencia con nuestros propios actos. Pero, a partir la vigencia fáctica de la relación regulada entre indiviudos y sub-grupos sociales del mismo locus de pertenencia, las opciónes intimas y morales que afrontamos devienen para nosotros en oportunidades del ejercicio al menos metabólico de un íntimo poder de volición e imposición, tanto en el conformar como en en la transgresión respecto a dicha normativa social.

Así, sentir las emociones de cualquier índole personal (tanto ante las positivas como las negativas) y frente al orden trazado de lo consabido, nos aboca al gran periplo de la individualidad sedentaria necesariamente de carácter moral y dependiente -esto crucialmente- de las siempre necesarias diferencias sociales intra-grupales, puesto que en las antropologías híbridas (aquellas que solo en aparencia son sedentarias, o solo parcialmente: como la sociedad medieval feudal en Europa, o toda sociedad esclavista, entre otros muchos ejemplos históricos) disponen de espacios violentos opacos a la interacción humana personal, mientras que nosotros, siendo como estamos sujetos moralmente por nuestra relación con los otros, obtenemos nuestra necesaria dosis de la violencia contemplada normalmente en forma estrictamente fisiológica, a través, sobre todo, de la experimentación vicaria de imágenes.

Y decimos necesaria respecto a la violencia porque, lementablemente, es la piedra angular del signficado humano, dada nuestra vacuidad nuerológica (que debajo o detrás de la cual no hay, simplemente, nada). Pues somos en este mundo de una forma inexorablamente propiciatoria, de manera que todo principio de sentido humano no cabe concebirse sino como una acto orginal de violencia, y dado que, previa a la sensoralidad nuestra, ¿qué cosa puede haber y cómo siquiera sabríamos de ello?

El caso es que el dispositivo histórico que podíamos decir socio-homeostático que nos articula como personas socializadas pertenecientes, y nos hace, por tanto, dependientes de lo racional -aunque lo tengamos que forjar nostros mismos y como sea- sigue siendo una constante, desde los grupos humanos nómadas hasta hoy. Pero claro, al ir construyendo el edificio colectivo en el tiempo cultural en tanto grupos, la violencia ha de exteriorizarse en interés de la continuación en el tiempo del colectivo: la racionalidad grupal constituye el instrumento efectivo de esa defenestración de la violencia, lo que requiere a su vez que todo sujeto socio-homeostático pertenciente adquiera el mismo dispositivo funcional (sorpendemente homogéneo) de lo sociorracional, respecto de un grupo cultural particular (pero sin que esto signifique en ningún caso la inexistencia de una personalidad singular y única).

Y, sin embargo, la fuerza que sostiene y mantiene dicho dispostivo sociorracional, como si de un antídoto contra el caos de la violencia se tratara, es nuestra repetida, siempre recurrente exposición a esa misma violencia: el poder de los grupos humanos deviene en la capacidad de transformar la realización desabrida de la violencia en una experiencia mimética2 de la misma; y esto en mayor grado, y a nivel mucho más elaborado respecto a la experiencia antropológica sedentaria, que ha de crear verdaderas instituciones miméticas para sostenerse en el tiempo de su propia viabilidad estructural.

Todo orden colectivo solo es revulsivamente, y en su reconsitución sin cesar como respuesta, frente a los embistes del caos, la anomia y la violencia: los concpetos griegos clásios de Pharmakos y Kátharsis son meditaciones teóricas (pero con un sentido en realidad técnico) sobre esta circunstancia seguramente dictada por nuestra condición esencialmente neurológica en tanto vacuidad orginal aún constante, y debido a la naturaleza emergente de la consciencia. Porque el orden social -o de la vida misma y desde siempre- se alimenta de la anomia como amenaza siempre acechante:

Que lo racional dependa de, se debe a, la anomia nos confronta con el siguiente corolario:

Somos en la anomia de nuestra emotivdad homeostática particular esa fuerza viva que despúes, a nivel de pertenencia agregada y cultural, convocará realizando, una vez más y siempre, lo racional.

2

A partir de la coacción civilizatoria de Norberto Elias:

La autocoacción psíquica que dicho autor considera que es elemento central del proceso civilizatorio puede concebirse como un primer peldaño respecto a una serie de contextos de autodefinición socio-homeostática en torno a los cuales se va sujetando la experiencia sedentaria:

las religiones monoteístas que se basan sobre la autodefinición individual en este sentido, particularmente el cristianismo que busca convertir el poder individual de refrenarse respecto a sus propios impulsos furiosos -concretamente ante la violencia-, en una forma de poderío personal sobre el mundo que no un acto de debilidad.

el dilema moral como mala conciencia y el sentimiento de culpa: pues naturalmente, todo individuo que flaquea ante sus propias emociones, o no lleva puntualmente atados en corto su propios impulsos, acabará por lamentarse en más de una ocasión a lo largo de la vida y frente a toda complejidad social donde, felizmente y de forma civilzada, no cabe recurso simplemente a la agresión física (si bien tampoco nunca nos libramos del todo de la fuerza homeostática de nuestra propia emotividad, sino que quedamos como traspasados in corpore y a lo largo de la vida por nuestra condición de paradójica ecisión entre la emotividad individual y la rázon grupal).

la sociedad de consumo que se asienta sobre esta forma de proyección individual e icónica respecto una autoimagen propia como volición íntima, pero respecto a ideales presentes sobre el horizonte social de dependencia. De tal manera que nuestra misma agencia como sujetos psicológicos está el valernos de lo consabido y culturalmente disponible para negociar después y a través de nuestra propia intimidad emotiva y memorística, un lugar propio de pertenencia.

mecanismo democrático de definición como poder individual que compele al sujeto homeostático a definirse respecto distintas opciones políticas disponibles.

la moralidad del espectador» que es como podíamos denominar la relación sensorio-homeostática que mantenemos con los medios visuales, sobre todo periodísticos. Y es que a través de esta experiencia fisiológica nos vamos también definiendo, reforzando, nuestra configuración moral al quedar una y otra vez expuestos a imágenes de una violencia intrapersonal que ponen en circulación dicho medios (tanto escritos como por supuesto fotográficos, televisivos y cinematográficos); si bien habría que entender estos espacios como miméticos (en tanto que ofrecen grandes zozobras emocionales, pero sin ningún peligro ni consecuencia real para nosotros), son al mismo tiempo una suerte de evocación íntima de la persona moral que creemos que somos frente a lo no civilizado (ante la violencia, la agresividad o la crueldad del prójimo que, en forma de imágenes se nos brindan).

En cuanto a lo contemporáneo, parecería evidente que esta dependencia catártica que tenemos con las imagenes empezó a sistematizarse por todo el mundo a partir de la Segunda Guerra Mundial. De tal manera que puede argumentarse que es el tema central de la película arriba referenciada y, quizás, en cierta manera, el tema principal y subyacente al corpus en su conjunto de la obra de dicho cineasta. O así al menos cabe considerar muchas de las obras de Hitchock, como una meditación antropológica sobre la necesidad sedentaria de la vivificación metabólica a través del terror, la mala conciencia y el sentimiento de culpa que, como zozobra fisiológica extrema, parecen adquirir crípticamente (esto es, sin que lo entendamos muy bien racionalmente) una posción central respecto de la psique de todo invididuo socializado.

Todo esto abre la contemplación del libre albedrío como recurso social, pues conlleva un gran potencial para eventos intra-personales de gran valor socio-moral y de carácter, en última instancia socio-espectacular, constituyendo -como argumentamos- una forma de alimento o fuelle de lo sedentario, puesto que dichos eventos proporcionan un estímulo importante (porque son, en esencia, un tipo de experiencia moral para todo individuo perteneciente y en tanto sujeto socio-homeostático) mas sin obligar necesariamente a ninguna confrontación corporal; o al menos no de forma inmediata, si bien acecha siempre (como gran prebenda también ofrecida al alma sedentario) la escalada violenta potencial a partir de la pérdida de control emocional del sujeto, lo que mantiene sin duda a toda comunidad en tensión ante este permanente peligro.   

En efecto, se trata de un primer renglón de las posibilidades sedentarias de autodefinición personal que el sujeto homeostático vive fisiológicamente como una forma de ejercicio de su propia volición ( o sea, una forma de poder fisiológicamente real, si bien no tiene normalmente y respecto el plano colectivo agregado en su conjunto, consecuencias corporales necesariamente reales para nadie, sino acaso solo potenciales). Podemos incluso postular que el cristianismo, en tanto dispositivo que conceptualiza la definición moral en el individuo como una forma de poder personal, sería algo así como una estandarización de esta misma característica socio-homeostática inherente a los grupos humanos y al que recurren, precisamente, los contextos sedentarios en busca de fuentes de vivificación grupal preferiblemente no violentas, o no en un sentido corporal inmediato.

Una posible diferencia, entonces, entre un contexto colectivo regido por creencias religisosas formales, y otro que va desplazando hacia la periferia cultural las mismas, podría ser esta dependencia en las imagenes, pues por vía tanto del uno como del otro, se está facilitando al individuo el ejercio sociohomesotático de su propia entidad psíquico-metabólica, sin que sea necesario recurrir inmediatemente a un plano corporal; una forma, por tanto, de deferir lo coporal al dar cauce al ímpetu fisiológico-vital.

El concepto que esgrime Elias de lo mimético (en tanto experiencias de intensa vivficación sensoriometabólica pero que evaden inicialmente todo peligro corporal real), debe entenderse, por tanto, en el contexto estructural más amplio de lo sedentario que ya no puede recurrir al desplazamiento colectivo (siendo el andar mismo y, además en compañía de los otros, una forma de integración «fisioantropológica» de alguna manera). Pero como no ha cambiado este dispositivo original y pese al advenimiento de la antropología agraria (o precisamente a causa de ello, pienso yo) vivimos abocados a la permanante compensación por esta nuestra condición orginal, ahora de carácter un tanto sincrético: el porqué de la cultura tal y como la conocemos a partir de la agricultura, que se basa en relatos y un alto grado de desarrollo conceptual y semiótico en general -más todo tipo de ocuapación corporal laboral-deportiva y en tanto espectáculo- es el mecanismo precisamente de ese ímpetu compensatorio en el que vivimos y nos define como habitantes de lo inmóvil antropológico, pero sin que tengamos normalmente idea alguna, como sociedades, de este trasfondo socio-fisiológico universal humano.

1Esta reflexión está basada sobre todo en Deportes y ocio en el proceso de la civilizacion (1986) de Norberto Elias y Eric Dunning.

2Se emplea el término «mimético», aquí en este texto, con el sentido con el que lo maneja Norberto Elias en su libro más conocido, El proceso de la civilización (1939).

El anverso del posmodernismo

El “problema” con lo posmoderno y la trascendencia como estrategia en realidad evolucionaria de los grupos humanos

  1. El problema con lo posmoderno: si bien de forma sin duda constructiva inicialmente, lo posmoderno sacrifica en algo la coherencia empírica a favor de la vivificación sensoriometabólica que, como vamos esgrimiendo a lo largo de este trabajo, es elemento funcional clave respecto al viabilidad sedentaria en el tiempo.
  2. El fin estructural de la trascendencia: debido a que se trata de un punto culminante respecto la configuración sociofisiológica humana, la trascendencia en tanto sentido (tanto intelectual como religioso, secular o de cualquier forma espiritual) sirve un fin ante todo estructural respecto la constitución y mantenimiento en el tiempo del grupo. Pero debido a ello la trascendencia puede a su vez adquirir un carácter de excesiva obligación, en tanto requisito en realidad estructural, cuando lo que realmente impera sobre todas las cosas es, no tanto aquello que pueda significar la vivificación sensoriometabólica, sino la intensidad misma del hecho fisiológico en sí. Es decir, el sentido ultimo de toda experiencia sensorial-metabólica en tanto transcurso real del tiempo humano, nunca está en la experiencia misma sino en su interrelación estructural con la multiplicidad viviente que son los otros pertenecientes.

El vanguardismo artístico respecto de la historia del arte contemporáneo puede considerarse un antecedente de lo posmoderno. Particularmente, el ensayo de Ortega y Gasset La deshumanización del arte (1925) alumbra una interesante concepción de la experiencia estética en sí y de por sí, en tanto que se libra de la mecánica fisiológico-antropológica de los grupos humanos que, como aquí argumentamos, dependen de la vivificación sensoriometabólica y emotiva del sujeto homeostático individual; la trascendencia grupal -sociorracional- subsiguiente a partir de la anomia inicial de multiples individuos, supone la conslidación efectiva del grupo cultural frente al espacio real de su propio drama corporal en el tiempo. “Deshumanizar” la experiencia estética como arte es, por tanto, rechazar estas ataduras internas a nostros que, de origen sin duda filiogéntico, tienden a impulsarnos hacia la consecución de estructuras morales-racionales compartidos (que son racionales precisamente porque son colectivamente vigentes).

Pero como también hemos esgrimido, existe desde los inicios sobre todo sedentarios de la cultura humana la universal tendencia a crear espacios de vivificación sensoriometabólica que, conforme va conslidandose lo sedentario, se van erigiendo en cauces estructurales imprescindibles para con la viabilidad de la antropología más sedentaria (proceso de acomodación de una otrora nómada sociofisiología al nuevo contexto más fisicamente inmóvil propia de la agricultura). De hecho, la noción de cultura tal y como nostros entendemos esto hoy en día a partir de la existencia sobre todo de la religión formal y espacios de contemplación estética populares, se basa (si bien de forma no conceptualizada) en esta calidad “mimética” de buena parte de nuestra experiencia vital en tanto sujetos sociales sedentarios que somos: es decir, que la vivificación sensoriometabólica por cuanto no conduczca a ningún encontrozao directmente corporal (con consecuencias por tanto sociomorales), soslayará toda implicación política, lo que a la larga beneficiará la viabilidad sedentaria en tanto ámbito metabólico auxiliar de ejercicio fisiológico (permitiendo con ello que lo inmóvil se tolere mejor y sin que sea necesaria -o al menos más improbable- ningún estímulo fuerte en forma de violencia sobrevenida y no estructuralmente prevista).

De modo que podíamos decir que se ha producido un traspaso, respecto al arte nuevo descrito por Ortega, de una rección estructural inherente, en primer lugar, a la fisiología individual del sujeto perceptor, a una nueva forma de imposición por parte del artista; esta imposición como poder que Ortega entiende como voluntad de estilo. O se podía asimismo entender como usurpación agentiva de parte del creador, que busca precisamente derrogar -o jugar creativamente con ella- la configuración base, filogénticamente evolucionada de la percecpción sensorioestética indiviudal: el arte nuevo es novedad en justo este sentido de no servir la percepción sociofisiológica estandar inherente al individuo perteneciente, sino desafiarla provocando nuevas experiencias a partir del choque sensorial-homeostática que el artista nuevo -ahora prometeico- sea capaz de arrancar a su audiencia.

Aunque, naturalmente, todo tipo de poder establecido que se fortifique en la fisiología identitaria en tanto armazón del control populista, que presiamente por eso depende de la sociofisiología en forma digamos bruta, y poco refinada por la capacidad reflexiva de la circumspección individual, se erigirá en enemigo acérrimo de este nuevo arte en sentido orteguiano, puesto que supone una suerte de interferencia para ese mismo poder populista: el ejemplo que viene al caso es la prohibición hilteriana del “arte degenerado” (Munich, 1937).

Es Ortega en el ya citado ensayo que habla de la intrascendencia incial del arte o de la estética, a lo que se podría oponer el hecho de que la vivificación sensoriometabólica sí que es el fuelle de la consolidación de toda pragmática colectiva y vital (en tanto sociorracionalidad efectiva), si bien ambas cosas, la consumación estética individual y aquello que pueda de hecho significar, van por separados. Pero, sin embargo, la vivificación sensoriomoral y homeostática en sí y de por sí, sí que tiene siempre una función (por tanto un sentido) estructural frente al problema de lo sedentario. Y la juxtaposicón de la vivencia sensoriometabólica intensa que somete, momentáneamente, al sujeto perceptor y homeostático, con cualquier sentido moral que pudiera colectivamente surgir, es también en sí msimo una forma de funcionalidad -de sentido- esturctural: sería un sentido que, como argumentos aquí en estos textos, iría en paralelo con la esencia emergente de la conciencia a partir del estar neurológico anterior y damasiano.