La importancia humana del estar corpóreo en carne y hueso
La noción sensorial de autoconciencia es siempre a partir de la constancia percibida de lo que efectivamente uno no es. La autoconciencia es una conciencia ante todo física mediante la percepción, a partir forzosamente de lo corporal, no tanto de lo que soy (eso viene dado con más fuerza por lo cultural), sino del hecho de que soy, esto es, que adquiero una firmeza de existir yo mismo como objeto, precisamente por los objetos por mí percibidos sensorialmente; objetos que me confieren de alguna manera mi propia entidad existencial-corpórea de manera enrevesada, si se quiere, y en que precisamente me consta al menos que aquello no soy yo. Porque la gnosis primera nuestra es el percibir en sí mismo, y no tanto en la descodificación después racional o pensamiento más culturalmente sostenido.
La clave que hace posible cualquier universo moral, que siéndolo es también racional, es la corporeidad individual humana dentro, sin embargo, de circunstancias colectivas. Porque las relaciones de múltiples cuerpos entre sí, dentro de una integridad en el espacio y también el tiempo, obligan al iniciarse histórico de un proceso de simulacro antropológico que de alguna forma defiere (o posterga…) la experiencia únicamente singular, para así imponer una definición fisiológica, grupal (social) sobre la misma. Este traspaso de lo físico a un fenómeno fisiológico-sensorial que es, crucialmente, interno al mismo individuo, solo puede tener algún sentido como postulado técnico respecto entes corporales fisiosensorialmente singulares.
El lenguaje humano como en principio un proceso estrictamente fisiológico-corpóreo, solo puede tener lugar respecto grupos compuestos de individuos singularmente físicos que experimenten, por tanto, la imperiosa necesidad de salvaguardar la legitimidad de su propia singularidad dentro del grupo. Porque lo que es inicialmente un hecho como actividad fisiológica de crear entidades silábicas con alguna forma de congruencia para los demás, viene a ser en adelante algo que todo individuo no solo ha de respetar, sino de lo que puede valerse como congruencia, sostenida en los demás, para ir continuamente afirmándose frente a ellos y al mismo tiempo que entre ellos.
El atrezzo fisiosemiótico que suponen los sonidos silábicos (a manera de un callejón lógico sin salida) no admite que se descompongan en unidades menores de sentido, sino que funcionan a modo de designaciones hechas en algún momento por el grupo y que, con el tiempo y en la repetición dentro de un espacio físico-geográfico relativamente limitado, crean una congruencia funcional para el grupo que efectivamente obliga a cada miembro singular a que asuma finalmente un paradigma de individualidad también congruente -pero inicialmente y sobre todo- para los demás.
En todos los casos y respecto la base estructural grupal, que es la susceptibilidad del individuo a la fuerza de su propia biología sociogenética y opróbica, el requisito inicial al tiempo que siempre y permanentemente, es tener obligadamente un cuerpo, que es lo mismo que decir algo que perder, como la integridad finalmente física que motiva la posibilidad moral (y por tanto también racional) del hecho humano grupal y su permanencia en el tiempo. Esto es, queda como base de todo, la voluntad imperiosa de la supervivencia física y exclusivamente individual, porque en el fondo no hay otra; o que todas las demás formas de supervivencia -la del grupo, o la integridad moral- se basan inexorablemente en ella.
El desarrollo antropológico a partir del lenguaje y la posibilidad de la creación de espacios sensoriales colectivos (o sea, de referencia deíctica y simbólica), significa la aceleración de este mismo simulacro original y respecto la entidad física individual que es lo que en verdad permanece constante, y aquello que perdura solo en el grupo y gracias a él. El espacio estrictamente sensorial que proporciona el lenguaje (y máximo el lenguaje después escrito) debe considerarse como el mayor lujo que el hombre ha podido darse a sí mismo, pues le sitúa de hecho por encima de la miseria que supone en cierto sentido la experiencia solo física, pura y dura; y podemos los seres humanos entonces alterar vigorosamente entre dos ámbitos (en cierto sentido, entre dos mundos) diferentes, para así guarecernos en uno al tiempo que nos apoyamos en el otro, y viceversa, y así sucesivamente en el tiempo.
Dicha capacidad de los grupos humanos de, efectivamente, sustraerse de su realidad solo física por medio de su propia sensorialidad fisiológica, debe verse como un efecto, al menos respecto su desarrollo cultural más avanzado, de las circunstancias sedentarias de la antropología agrícola.
Empero, un proceso de simulacro en el sentido aquí esbozado, solo puede concebirse a partir de la limitación (o sea, la definición) física nuestra. Que es precisamente aquello del que el ordendaor HAL, de 2001: Odisea del espacio (1968) carecía, igual que muchos de los engendros cibernéticos que vinieron después en el cine de ciencia ficción; películas en las que casi siempre suele ser el caso, la lección moral viene a ser repetidamente la misma, aunque pocas veces se ha exhibido de forma explícitamente práctica en la historia del cine (porque el arte serio no tiene por qué señalar soluciones concretas, dicen). Esto es, que el respeto y la deferencia que podamos tener para la vida corpórea de los demás seres humanos, viene irremediablemente condicionado por el apego que tenemos (o no) a nuestro propio ser y estar corporales.
Pero como ya se va intuyendo, la susodicha crueldad de la cultura (¿Nietzsche dixit?), es inherente al proceso en sí mismo de simulacro de los grupos humanos, como aquello que se propaga después por el tiempo y la civilización sedentaria, pero de forma para nosotros progresivamente más remoto físicamente y de manera verdaderamente subliminal. Y es que la postergación antropológica de la experiencia física como simulacro fisiológico-sensorial, viene a poner una fuerte carga estructural sobre la individualidad social que es aquel ente fisiológico singular que, siendo fisiocorporalmente feroz, se reconduzca hacia el orden congruente de los demás –en la forja de su propia individualidad social, claro está–, pero eso jamás a costa de su esencia física que en el mejor de los caso se erige frente a los demás al mismo tiempo que entre ellos; que puede considerase una forma de pertenecer desafiando.
«Cruel», sin duda es como podría calibrarse la necesidad de interiorizar al seno de los grupos humanos (por tanto, a la misma interioridad del individuo antropológico) una necesaria tensión, en realidad estructural, de que sea siempre sin resolución la condición del ímpetu individual por su propio pertenecer fisiológico para con los demás, pero sin poder soslayar jamás la singularidad corporal-sensorial particular. «Cruel» asimismo es el proceso simulado de un alejamiento de lo corporal en las consecuencias que tiene respecto a contextos antropológicos cuyos sujetos dejan, en cierto sentido, de relacionarse directamente con su propio hecho vital singular y corporal, lo que puede acarrear una falta de sensibilidad hacia la singularidad física de otros seres humanos; si bien, sobre este punto parece que la conflictividad en este sentido -e incluso la violencia a que conduce-, es más bien un factor de vigorizada sostenibilidad de los grupos humanos y sus antropologías a través del tiempo.
Que todo sea, finalmente, para mejor sobrellevar la paradoja de los grupos humanos que es efectivamente la de la supervivencia del grupo a través de la ontogenia de los individuos (que finalmente no sobreviven en ningún caso); pero se trata de una supervivencia colectiva que descarga el peso moral último sobre el individuo, y pese a la euforia de fenómenos culturalmente fisiológicos que, precisamente en su fuerza opróbica subconsciente, nos atraen tanto y nos envuelven tan intensamente. Porque los procesos fisiológicos colectivos (aquellos que se basan en la coerción subconsciente y fisiológicamente sensorial del individuo perteneciente) pueden alcanzar las mayores alturas de salvajismo precisamente in absentia del cuerpo solo singular, que es, como aquí se intenta esbozar, quizá el proceso base de la experiencia humana, pero sin duda de la social.
Todo héroe o heroína, esto es, el individuo que se eleva por cualquier razón y circunstancias sobre el grupo, es forzosamente en todos los casos un héroe o heroína de categoría moral, siempre: nos viene fisiocoropalmente dado de la fábrica de la evolución humana, si se quiere, en sobre todo nuestra capacidad efectiva de percibir e identificarle y quedarnos inmediatamente encandilados en nuestra sensorialidad; que viene a ser una especie de dispositivo sensorial de seguridad respecto el cauce real y fisiológicamente cultural de la vida del grupo, que, cuando se aleja demasiado del origen críptico de su propia entidad colectiva -que está precisamente y como siempre en lo físico y corporal-, porque se arroja furiosamente a sus apetencias colectivas, miedos o incluso los proyectos más objetivamente desarrollados, pero que aun así sean descabellados: entonces surge la discrepancia, la desconformidad seria y la rebeldía, esto es, cualquier forma de presencia y voz de discordia que no tardará en tener un impacto, desde luego de percepción, en los demás, respecto la figura de algún individual que sale -o sobresale- abruptamente al ruedo comunitario para así desafiar la norma consabida grupal; como una repentina fuerza de imposición individual que por su brío e intensidad encandila sensorialmente, desde luego, a los demás testigos presenciales, que son ni más ni menos que el tribunal moral antropológico, si bien en su forma tribal inmediatamente física, o bien el de los contextos sedentarios en que el grupo se interioriza por medio del oprobio biológico de todo ente singular antropológicamente dependiente. Un acto de presencia siempre violento por formidable que contribuye a la mayor alteración del grupo, precisamente en la percepción de cada individuo que se encuentra sensorialmente arrancado de alguna forma de orden previo, y fisiológicamente arrojado a un estado de alarma, agitación, quizá temor, puede que tonificación, puesto que es simultáneamente el objeto de una forma subconsciente (esto es, fisiológica y sensorial) de coacción hacia su propia definición personal-moral respecto a la nueva reformulación de la estabilidad grupal en cuyo desarrollo el individuo está de hecho ya fisiológica y sensorialmente inmerso, sin saberlo.
Porque la dirección finalmente fisiorracional y fisiosemiótico del grupo, en su alejamiento de la singularidad física y corporal, ha de poder corregirse precisamente sobre el punto en el que se aleje demasiado -quizá fatalmente- de la realidad física, además de que las racionalidades culturales solo desde el siglo XIX, o quizá un siglo antes, se han querido declarar a sí mismas empíricas. Y es que las racionalidades culturales de los grupos humanos históricamente nunca se han erigido frente a un estado (miserable) solo física, sino que han intentado agrandar de hecho el mundo que habitamos yendo más allá de lo físico (se debe, más que a su habilidad, seguramente a su tenaz intensidad) simplemente porque se abrió un mundo fisiológicamente sensorial y de representación en el que de hecho el hombre ha sido siempre el hacedor real sin saberlo, inmerso siempre como está en su propia fisiorracionalidad.
Y así sigue hasta hoy.
Cuestión de vida o muerte, pero del grupo; aunque es más bien solo el individuo que tiene algo que perder, y quien paga el pa(c)to, que se dice.
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