El ‘juego profundo’ (Deep play) en la contemplación de la violencia solo corporal (solo superficial)
En la contemplación del deporte en el que se luce la destreza física de los atletas puede muy bien resonar en nosotros la seriedad antropológica -en lo que al grupo se refiere- de la tensión violenta en solo la contemplación de los cuerpos tensados, enfrascados en algún tipo de forcejeo o competición entre sí. Y es que muy probablemente la imagen en nuestra percepción del vigor físico en conflicto -junto siempre con expresiones faciales y también corporales exclusivamente humanas- puede muy bien bastar en sí mismo para surtir el impulso opróbico1 dentro de nosotros que seguramente la contemplación de toda violencia causa, pues ¿qué experiencia sensorial humana puede tener potencialmente más importancia sino la violencia y sus consecuencias potenciales para la disolución del grupo? Pero claro, aquí no hay ningúna referencia explícita -o sea, sociorracional- a ningún patrón de orden ya consagrado, como sí lo hay en Geertz en las peleas de gallo de Bali.
Porque, crucialmente para la tesis de dicho autor, cualquier espectáculo profundo de violencia que fisiosensorialmente nos fustiga de nuevo hacia el cobijo (de naturaleza totémica y fisiológicamente simulada) de nuestras obediencias al jerarquía social, es siempre una yuxtaposición del espectáculo violento, por una parte, con alguna referencia al orden social establecida (en forma de los clanes y los distintos y cambiantes alianzas entre ellos); y cuyo desenlace más profundo e inexorable es una causalidad del segundo término (‘obediencia social’) a causa de el primero (ferocidad de la percepción del espectáculo violento). Pero para llegar a una conceptualización de una profundidad “moral” (que lo es sin duda en sentido estructural y respecto del grupo), el autor estableció previamente lo que constituye un tipo de juego superficial, a modo de un entretenimiento de ocupación fisiorracional, pero sin una carga moral potencial de ninguna clase; otras actividades que viera Geertz que eran juegos de azar que pueden considerarse equivalencias en la cultura occidental a los juegos de casino (especialmente las maquinas “tragaperras”) o el bingo.
Y sin embargo, el deporte como espectáculo sí parece resonar en nuestros de forma más intensa precisamente en lo que sugiere (de forma puramente física y en nuestra percepción asimismo de la imagen) de las implicaciones al menos fisiocorópeas de la lucha ante nosotros, y al menos en la tensión física de lo que vemos, como si llegase a ser colindante con una moralidad estructuralmente profunda, respecto simplemente las consecuencias de la violencia, que en este caso nos vigoriza, más que nada, pero de una forma especialmente intensa, sin llegar, no obastante, a constituir para nosotros una experiencia fisiológica verdaderamente catártica (como sí lo pueden ser otras imágenes mentales -visuales o narradas- de una violencia mucho más extrema, como particularmente lo son las que formamos mentalmente a partir de los medios informativos, tanto respecto de imágenes reproducidas como las narradas).
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1 Término que busco aplicar al hecho de nos sujetamos en nuestro propio yo por una autoimagen de nosotros frente a los otros copertenecientes; los otros que son los nuestros, pero con los que nuestra propia singularidad física no nos permite amalgamar jamás. Este secreto brete permenante y vital en el que nos encotramos como seres socializados, como una pertencia que es a la vez un permanete exilio, es lo que intento comunicar a través del uso del término, pero sobre todo respecto a la imagen que conlleva: esto de que no hay mas alto grado de odio que el que implica -sea de forma imaginaria o no- a todos los demas frente al uno, si bien prescindo con su uso en este contexto toda referencia anímica a los otros, sino que se refiere exclusivamente a una condición psíquica interna al individuo.
Quizá el drama aquí descrito, respecto de la contemplación de imágenes de la violencia (particularmente en lo que se refiere a los medios de comunicación y un tipo de violencia presentada que simplemente desborda nuestro sentido del yo, y que no es el caso de la violencia deportiva normal) sigue el mecanismo de Regression(2015), cuyo protagonista (Ethan Hawke) logra librarse de los efectos psíquicos de la creencia local en una conspiración diabólica (en la forma de una secta secreta, pero supuestamente extensa, de seguidores del maligno) gracias a su propia crisis personal que le lleva, en el momento climático, a afirmarse violentamente en contra del grupo ficticio (lo que ocurre de hecho dentro de un sueño). Como una experiencia totalmente virtual, aunque al mismo tiempo opróbicamente relevante, el detective sobrevive como individuo, no físicamente, pero sí en plano igual de inmisericorde que es el grupo -donde la amenaza física de muerte se transubstancia, de alguna manera, convirtiéndose en una muerte social totémica- igual de tajante sin duda y desde la percepción de la individualidad solo fisiocorpórea (esto es, pre-racional); pues en lograr afirmarse con toda violencia virtual frente a el grupo de satánicos (imaginario) que tanto le aterroriza, experiencia una forma de superación de la muerte misma y como un vuelto a nacer no siendo uno de ellos. Y esto sugiere que el poder mismo de la idea de una conspiración satánica, en la mente de la gente local, puede agarrarse y crecer precisamente sobre este punto subjetivo de vulnerabilidad moral que, para todos nosotros constituye un pequeño germen de duda respecto de la posibilidad de que no puedo estar seguro de que no sea yo uno de ellos, con lo que la idea logra franquear la puerta de la conciencia y la individualidad racional (aunque esto también es porque la gente no tiene otra cosa que hacer, dentro de paisajes desolados de soledad, casas dispersas y la poca -si no nula- posibilidad de relacionarse más profundamente con otros seres humanos; esto es, que el dilema en este sentido electrificado respecto del plano opróbico empieza a actuar como una forma de confort en el envolvimiento y la adicción sin duda fisiológicos, como hace la cultura ya de por sí y como norma, si bien de forma más funcional y estable).