
Puntos preliminares
Contexto fisiológico-antropológico del demiurgo
También puede considerarse un recurso que explota la antropología sedentaria, dado que se basa en lo presencial en tanto delimitación espacio-material que deviene en el porqué ultimó de la semiótica (de carácter por tanto fisiológico, clave de la experiencia sedentaria): así, el orden corporal y como colectivo puede aprovechar su mismísima limitación corpórea para postular sobre los espacios abstractos protegidos (puesto que no puede contradecirse lo que sobre ellos se afirme, y dado que la sensorialidad corporal nuestra no llega a poder ni confirmar ni contradecir), para consolidarse -reconsitituirse nuevamente y siempre- como grupo identitario al menos sensoriometabólico.
Porque en el postular conceptualmente una fuerza agente superior que incida en el decurso vivo del nuestro mundo, entablamos en realidad una relación especular de confort identitario frente a dicha fuerza postulada (cuya existencia, no se olvide, no puede contradecirse) que renueva nuestro propio fondo sociofisiológico y opróbico, pero a partir de un asedio no real sino postulado, en tanto ficción soberana (en principio y sin prejuicio de que pueda corresponder en alguna medida con la realidad) que, sin embargo, acomoda técnicamente nuestra naturaleza fisiológico-metabólica filogénticamente configurada originalmente a partir de un mundo anterior nómada (esto es, aquella experiencia que podíamos decir prototípica de los grupos humanos originales y todavía no dependientes de la agricultura).
Decir también que la pulsión primordial nuestra de atribuir una lógica de causa y efecto a las cosas ofrece cierta ventaja a los grupos humanos para su propio sostenemiento en el tiempo. Pero será la antropología agrícola la que forzará el desarrollo cada vez más elaborado de ese rasgo sociogenético base, aunque sobre el plano más fisiológico de la semiótica, por encima y como remontando lo físico-espacial en sí.
un dispositivo en realidad colectivo
marcado por la neurología
forma parte de mecanismo del organización del espacio colectivo
es en sí mismo forma primaria de integración antropológica del individuo.
Al demiurgo puede, además, atribuirse una lógica de dominio a cosas tanto religiosas como seculares. Y es que parece ser una importante fuente de confort para el ser humano (detectable hasta en los niños pequeños, según el trabajo de Piaget1) el poder reconocer y describir, o señalar la presencia del dominio repecto cualquier elemento más fuerte (más grande e imponente, por ende más “importante”) que otro; que no sería extraño, por tanto, que esta misma necesidad psicológica innata se transubstanciara respecto el plano social, de tal forma que los seres humanos llegaramos a necesitar que el mundo social sedentario también pudiera entenderse en su mécanica de jerarquías de unos grupos, estamentos o clanes sobre otros. Puede postularse que tal es, en efecto, la necesidad tan psicofisiologicamente profunda que tiene el individuo del grupo de dependencia, que la funcionalidad sedentaria pende de esta noción iconográficamente patente para el individuo respecto de qué ha de atenerse, para por lo menos permaencer entre los otros, quienes son, en efecto -y pese a todas los problemas e inconvenientes que puede haber inherentes al sistema social-, los suyos.
Y es que parece que la cuestión de una supremecía en cualquier sentido de una cosa sobre otra remite, en nuestra percepción (y seguramente respecto la de otros seres vivos), a la soberanía original del asedio grupal, en tanto aquella fuerza contraria que, revulsivamente, funda el grupo en sí: podría argumentarse -como aquí hacemos- una soberanía técnica de la violencia como poder constituyente del porqué mismo del grupo, y también en este mismo sentido como fundamento causal de yo individual y socializado de cada uno de nostoros; toda plasmación conceptual posterior, por tanto, en referencia a todo poder fático político-espacial, o bien de tipo divino postulado, puede entenderse como una forma de traslación -o transcripción- de esta configuración sociofisiológica original anterior al lenguaje mismo. Y sería, además, a partir de este punto que se pudiera empezar a entender la necesidad demiúrgica de las conspiraciones, en tanto nuestra propensión a postular su existencia como adscripción de una lógica de causa y efecto, pues se entiende en el sentido aquí propuesto como una forma de reforzamiento psicológico, frente como siempre a nuestro desamparo ante una realidad que nos desborda y que no podemos apenas controlar.
Una icongrafía semióitica del poder en tanto coreografía de distintas formas de supremecía tendría sentido, siguiendo la ilación conceptual hasta aquí esteblecida, como fuerza sensoriometabólica prerreflexiva que reforzara constantmente la configuración sociofisiológica humana subyacente y pre-consciente. Y como ya se ha esgrimido anteriormente, la antropología sobre todo sedentaria no tendría más remedio que buscar cuaces de ejercio en este sentido sensoriometabólico para así alimentar en el sujeto sensorio individual como parte de la mecánica en realidad colectiva de toda identidad sociorracional y cultural.
Por otra parte, el héroe soberano como figura imponente de una violencia moral que, por cualesquieras circunstnacias se destaque ejemplarmente sobre los demás (de tal forma que entra una relación efectiva de tutela al menos sensorio-moral, respecto a lo culturalmente establecido y ya consabido, como ya se ha puntualizado), debe incluirse dentro de esta misma esfera icongráfica de sentido humano visceral y pre-conceptual.
De ahí que se considere la tendencia demiúrgica (en tanto nuestra necesidad de recurrir a un espacio abstracto allende toda posibilidad de contradicción efectiva para fundamentar lógicas formalmente ciertas -aunque no necesariamente empíricas- con el fin, o bien colectivo o bien resepecto el fortalecimiento psíquico estrictamente personal) como sintómatica de nuestra organización sociofisiológica pre-conceptual; y tal es la importancia del poder y nuestro experimentar del mismo en tanto vivificación sensoriometabólica (esto es, como vivencia estrictamente sensorial y en tanto espacio mimético), que de no existir como predomino sobre el orden social (o el orden en tanto predomino en sí), nos vemos obligados -esto es, fisiologicamente compelidos- a postularlo nostoros mismos.
Posible curva de evolución histórica de iconografía demiúrgico-aristocrática:
Dios y los demonios (y cualesquiera otros agentes postulados, universalmente resepcto toda cultura). Aristocracia poderosa; figuras militares (Alejando, Napoleón); una iconografía cristiana (o al menos católica) desde siempre (respecto la figura de Cristo además de los santos); “Agentes” secretos (sociedad industrial); grupos humanos mafiosos (desde siempre; véase Popol Vul); los hackers. O los algoritmos de hoy en día que son percibidos como fuerzas ciegas de agencia e imposición que, además, permiten que se esconda aun de forma más difuminada “el poderoso”. Demiurgos de poder económico…
“La organización de los miedos“
En la que se basa el orden societal complejo (Norberto Elias) es también una faceta de esta misma iconografía del poder que, evidentemente, los contextos sedentarios no tienen más opción sino explotar: el miedo e iconografía del poder se vinculan estrechamente.
Espacios abstractos protegidos acaban por prestar un grado de credibilidad a cualquier aserto que se haga, tanto de forma pública como respecto la psique individual. Pero más importante parece el grado de estabilidad que proporciona para, simplemente, la vivificación metabólica o sensoriometabólica:

Un ejemplo podría ser el tema a las consecuencias medioambientales de la engería nuclear como fuente de producción eléctrica (que aparece sobre el horizonte cultural popular de occidente a partir de finales de los 70); que para que surta el efecto buscado de tensión anticipada, en tanto ameneza que se comprenda que nos acecha -para así regir sensoriometabólicamente la viabilidad sedentaria, tal y como aquí defendemos-, ha de existir un plano conceptual que, si bien se funda sin ninguna duda en el conocimiento científico, adquiere en realidad tintes más tenebrosamente ambiguos para la mayoría de nosotros: pero será la zozobra que nos produce esta extraña mezcla de conceptualizaciones técnicas por una parte, y el terror barruntado de sus consecuencias, que nos hará visceralmente apreciar, hasta incluso agradecer, los limítes reales, tanto espaciales como existenciales en general, que nos impone la vida sedentaria, vida que es, además y sin ningún género de duda, la “civilizada”.
Pero, sin emabrgo, esto no quiere decir que no sería posible algún tipo de accidente (que de hecho se han dado), ni que la cuestión adicional de la forma de deshacerse de los resiudos tóxicos no sea ciertamente un cuestión técnico-moral real que nos afronta, sino que desde la perspectiva agregada de los sistemas humanos en el tiempo, tiene en realidad una importancia mayor el que exista en sí misma esta fuente de terror sobre el horizonte semiótico-cultural. Y el argumento en este sentido es el que se viene proponiendo aquí en el conjunto de estos textos: que el problema de una sociofisiología humana en cierto sentido extemporánea (puesto que se consolidó anteriormente a la aparición histórica de la agricultura), solo metabólicamente puede acomodarse a las limiticiones físicas de la antropología agraria. La vivificación sensoriometabólica lo es pues todo, en un sentido técnico y en referencia a la vida asentada sobre lo agrario, y sin la cual no sería viable. Y, por otra parte, como la civilización agraria y la evolución biológica humana son fundamentalmente incompatibles entre sí, no tiene sentido esperar para el asunto tampoco ninguna resolucion de tipo darwinitsta-evolutiva ulterior.
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Cuestión icónica del poder y dominio sobre el horizonte socio-existencial de la individualidad antropológica: ¿puede trazarse una “curva” de evolución en el tiempo histórico?
















Una aristocracia “icónica”
Presencia cultural de una imaginería de dominio corporal, pero también social
Hasta después de Segunda Guerra Mundial ésta tenía más que ver con la aristocracia tradicional, aunque existía también otros tipos de dominio icónico (famosos de distintos tipos, figuras castrenses y, claro está, dios todopoderso como postulación); pero después del SGM tiene esto más que ver con la ciencia, el poder económico y el estado (sobre todo norteamericano) “después de Hiroshima”.
Natruralmente, hay otras formas icónicas de supremecía: el dominio económico en tanto símbolos de estatus consumidor; el manierismo corporal del deporte; la violencia bélica en tanto fotografía o imágenes cinematográficas: otro tanto puede decirse de la policial y la violencia ocasional callejera; o toda escena de representación mimética que induce a un sentido visceral del bien y mal, o de lo opróbicamente intolerable. Es decir, que se trata de una expansión y ampliación del imaginario semiótico debido al desarrollo técnico; que es también entender que el progreso humano, por lo visto, implica siempre el cambio y ampliación de la esfera icónica de representación en tanto espacio, por tanto, sensoriometabólico que proporciona a la antropología sedentaria.
Podíamos entender, por tanto, que la aristocracia icónica original pasó de la figura, por ejemplo, de un noble europeo montado a caballo hecho para la guerra feudal, a adquirir la misma imagen de supremacía pero respecto mucho más facetas de la vida conforme se fuera desarrollando el sostén técnico nuevo. Es decir, la aristocracia originalmente política iba cediendo terreno a las imágenes sociooprobicamente relevantes que los avances tecnológicos creaban, hasta erigirse en otro tipo de “aristocracia” en forma de imágenes sensorio-fisiologicamente relevantes.
Repecto a la iconografía cristiana y católica, a través de la historia occidental a partir de la caída del Imperio romano, no hace falta hacer mucho hincapié en el hecho de que un pilar de dicho credo e institución social sea-evidentemnete- la iconográfica en tanto una visceralidad puramente plástica hecha de imagnes (sobre todo del Cristo crucificado) que constiuye en sí misma algo así como conceptualizacion sensoria y estética que solo secundariamente parece reforzarse con la palabra escrita.
El libro de Mayer

Y este aspecto puramente sensorial y sensoriometabólica debe de ser una parte importante del proceso que describe Mayer (respecto de la orfandad del mundo ante el ascenso técnico-bélico de los poderes europeos en la primera guerra mundial, que no tenía otra rección moral que una imaginería ya para entonces caduca de una aristocracia europea anterior). Un desbocamiento de la técnica que se quedó fuera de cualquier rección semiótica en tanto que se adhería soslayadamente a una imaginería aristocrática ya entonces caduca: ésta es la tesis base de Mayer quien carga sobre la burguesía esta falta de otros paradigmas de imagenería conceptual; o lo que podemos nosotros describir como una pulsión demiúrgica innata (esto es, como parte de la «organización fisiológica anterior» nuestra) que se ampara en lo ya existente y consabido (esto es, en el sostén de la sociedad aristocrática europea) debido al hecho de que aún faltaba por consolidar una supremacía icónica respecto a la clase burguesa en ascenso. Dicho autor sugiere que al no tener una identidad política propia (pero a nivel que nosotros diríamos iconográfico, de fácil e inmediato reconocimiento semiótico-colectivo), la burguesía no ofrecía resistencia real a la inercia de la aristocracia por fundamentar realmente el poder político y de carácter nacionalista que presenta el episodio histórico de la Gran Guerra (1914-1918). De ahí la noción de un antiguo regimen que persista, que tarde en desaparecer del escenario de la relevancia política, según la tesis de dicho autor. Pero aquella mecánica técnico-militar y financiera que se había adueñado de la antropología de buena parte del hemisferio norte en aquellos años, no tenía en realidad control ni amo cierto alguno: en eso y en esencia radica para nostros su mayor espanto como episodio historico.

Se puede argumentar que, sin embargo, al acabar la Segunda Guerra Mundial sí que se erigió una suerte de rección iconográfica en forma de una imaginería demiúrgica de claro señorío mundial: la imagen de los experimentos nucleares Trinity del desierto de Nevada, EEUU; o bien sendos hongos atómicos sobre las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki establecieron, por un medio gráfico lo que constituye, sin embargo, el concepto de control y estabilidad políticos a través, en esencia, del amalgama de un american way a life y su poder scientífico-militar y económico como sostén real de un mundo estructurado -y protegido- a partir de entonces sobre la lógica de un conflicto imposible (la Guerra Fría), el verdadero punto de fuga sobre el horizonte cultural de multiples generaciones humanas sobre el planeta, hasta bien entrado la década de los 80 (pero cuyo efecto último puede decirse que no llegó a desaparecer por completo nunca, que sigue aún como vestigio de cierta relevancia sensoriomoral e iconográfico hasta hoy).
Conclusión (tentativa)
La antropología de base agraria, como se erige en un sentido estuctural sobre la acomodación de una sociofisiología humana anterior (fisiología por tanto que se encuentra obstaculizada, casi completamente, respecto de todo cambio evolutivo posterior), ha de poner a disposición digamos sensoria nuestra cuaces de vivificación sensorial-metabólica en las que el otrora corporal drama de la permanencia del grupo humano original pueda seguir cumpliéndose, a partir del neolítico, de forma cada vez más fisiológica que en lo estricticamente físico. La cultura en general histórica, tal y como la conocemos, puede entenderse en este sentido como la universal ampliación y desarrollo de este contexto base de carácter inconexo, respecto de una organización sociofisiológica orginal que se apoyaba mucho más en el andar mismo, frente a nuevos escenarios humanos posneolíticos que recrean dicha organización orginal -y aun hoy en día constante- de la única manera posible, esto es, a través de la vivificación senorial-metabólica y emotiva que se eleva por tanto sobre lo corporal en sí, tal y como se constata como tendencia en la cultura desde el inicio de los grupo humanos de vida originalmente más andante.
Siguiendo las ideas de René Girard2, parecería razonable considerar la fuerza y presencia de la violencia como parte central de dicha organización sociofisiológica original (como fuelle real al fondo de toda mecánica de pertenencia grupal, respecto de la experiencia indiviudal de ser un cuerpo en el espacio y el tiempo). Pues todas las vertientes temáticas de la moralidad humana pueden comprenderse -y expresarse- a través de la relación que impone la contingencia violenta (de cualquier naturaleza que se dé) entre el grupo de pertenecia y el individuo:
Porque soberana es siempre toda amenaza que, por su gran seriedad, se apodera del grupo entero a través de el estado fisiológico de terror en el individuo;
Pero soberana es también la transcripción mítico-política del monarca a quien se le transfiere el mismo poder totalizador de, si lo deseara o considerara necesario, poder acabar -o suspender- la vida misma también colectiva;
Y, como si de unas posiciones siempre fijas pero a la vez permanemente cambiantes se tratara, la víctima inocente puede asimismo elevarse a ocupar también la posición soberana (sobre el grupo), pero en un plano que ahora se transustancia en un significado moral a través de la experiencia sensorio-metabólica en cierto sentido teatralizado.
Que de la misma manera, el anti-monarca (en la figura, por ejemplo, del genocida), puede también (im)moralmente elevarse a la posición superior -como rector momentáneo del grupo en sí- a ocupar la posición de anti-soberano estructural (lo que lógicamente condiciona, por otro lado, la elevación estructural moral de las víctimas).
También consituye una suerte de elevación técnica, en el sentido aquí esbozado, todo instante presenciado de cualquier clase de supremecía estríctamente corporal y manierista, de cuerpos que forcejean entre sí (como típicamente vemos en el deporte o el lenguaje corpóreo-visual de las imagenes periodísticas o cinematográficas) pero que igualmente pueden, en tanto imágenes, contener (o transustanciar) un siginficado moral.
Y, por útlitmo, todo héroe o heroina lo es primero sensorialmente a ojos del grupo, en tanto una imposición efectiva de supremecía un algún sentido evidente para todos. Pero cuando se trata de una supremecía que, si bien puede representarse inicialmente en lo visual como cuestión corporal, se pasa a -se transustancia en- un plano después conceptual o político, se trata ni más ni menos de una auténtica tutela moral en tanto violencia sensoria, si bien siempre momentánea y de carácter pasajaro, respecto al grupo: de ahí el poder invasivo de las imagenes y su capacidad de poner en entredicho lo socioarracionalmente establecido y políticamente consabido; y es asimismo el porqué -desde ni más ni menos que de Platón- del control férreo por parte de todo poder político-económico sobre el imaginario semiótico colectivo (respecto a lo que Socrates decía de los poetas).
Pués bien, esta suerte de rueda giratoria de la violencia y poder que parecería estar en en centro mismo de la cognición humana (y puesto que la noción del yo social y socializado solo tiene sentido a partir de un grupo), ha de seguir digamos girando incesantemente a través del tiempo sedentario y propiamente civilizado de la antropología agricola, si bien de forma críptica y por debajo, como si dijéramos, de la linea de flotación de lo racional (y esto dado que nuestra raconalidad es en sí misma una producción siempre reconstituida de una anterioridad somatosensoria prerreflexiva, entendido esto a lo damasiano). Porque de tratarse el tema de forma estrictamente racional (tal y como lo hace Girard), habría que partir de una situactión un tanto lamentable de ambivialencia humana resepcto a la violencia; y digo lamentable, porque la violencia nunca jamás es algo de lo que pueden fiarse los grupos humanos (es como jugar con fuego, sin duda, tal y como lo explica Girard).
Porque en tanto fuerza soberana de asedio respecto al grupo, que, en efecto, hace que el grupo se agluntine defensivamente como tal, la violencia es “buena”: en cierto sentido se puede decir -tambien de forma un tanto desafortunada- que da vida, y que es en este sentido positivo en tanto en cuanto inevitable para con la vida misma y todo ímpetu vital por perdurar.
Pero a la vez y en el interior de los grupos humanos, la violencia es ni más ni menos que la peste, que contagia y pudre a todo con lo que entra en contacto: he aquí la gran ambivalencia como deuda que tenemos los seres humanos con la violencia y que, según esto que desarrolla Girard, desmboca infernalmente en el sacrificio ritual como maniobra de conservación en realidad colectiva al apoderarse el hombre de su propia violencia (descargándose como ejercicio controlado de la misma respecto el plano finalmente colectivo) mas de una forma que no destruya desde dentro al grupo mismo. Evidentemente y tal como lo apunta Girard, la cultura universal no ha tenido más remedio que externalizar dicha ambivalencie, y reificarla en otro ser vivo, objeto, concepto o -finalmente- relato narrativo que incluye figuras divinas más o menos antropomorfas.
Pero como la cultura no puede sino crítpicamente relacionarse con su verdadero trasfondo de ambivalencia en este sentido (porque, evidentemente, parece sobrepasar nuestra capacidad psíquica), el decurso universal de la cultura ha tendido siempre hace alguna forma de descarga sustitutoria y de caracter catártico de la violencia a través de los entornos sensoriometabólicos y menos cruentemente corporales: concretamente, ha sido a través de actividades rituales y colectivamente controladas -pero sobre todo a través de la representación estética en su mulitples formas posibles- que las necesidades (que de forma universalmente evidente nos afligen, pero que de las que apenas se puede hablar por las razones aquí esbozadas) quedan efectivamente satisfechas.
Y porque, después de todo, sería algo así como también unversalmete cierto y aceptado por todos -en todos partes y tambien más o menos en todos los tiempos sedentarios de los grupos humanos- que es mejor que te penetren sensorialmente, a través de los organos nuestros de los sentidos, que materialmente por el cráneo. Porque en ambos caso, tanto en cuanto a lo estrictamente sensorial y estéticamente simulado, frente a la plano real de los cuerpos, existe potencialmente el sigificado moral humano.
Y con toda razón la antropología sedentaria a se ha encaminado universalmente por el cuace primero.
Y esto muy problamente porque a la larga el dolor que padecemos emocional y psíquicamente, de forma aumentada precisamente dentro de contextos antropológicos más inmóviles, ante el sufrimiento humano presenciado respecto a los fisicamente allegados, no ha dejado la experiencia humana universal más opción.
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1Stewart Guthrie en Faces in the Clouds (1993), cita a Piaget y su trabajo sobre la tendencia antropmorfa de los niños a adscribir causa a un elemento más grande que otro, como el sol por ejemplo, que se peribe como mas grande, y por tanto como agente también causal, resepcto a otro elemento o fenómeno menos imponente.
2La violence et le sacré, 1972
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