La violencia inmanente se hace trascendente a través de la víctima propiciatoria (tesis de René Girard1)

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Es decir, que el punto de partida de sentido humano constituye en realidad un contexto fisiológico-corporal colectivo que ha de acomodar la vivencia sensoriometabólica y emocional de los seres humanos pertenecientes a los fines estructurales del grupo en el tiempo. Se trata, entonces, de una suerte de geometría mecánica que, al acomodar efectivamente la descarga fisiológica de la furia violenta de los vivos (en tanto actor-agentes que realizan la violencia, como asimismo testigos solo presenciales dentro de la proxémica del grupo), se crea la fundación angular de una posterior contemplación moral disponible sobre el horizonte existencial colectivo.
Y es que al romper toda lógica causal (pues en esto reside la importancia, según René Girard, de la víctima propiciatoria en tanto que no puede de ella surgir ninguna lógica obligada de venganza dado que se trata de una víctima necesariamente arbitraria), se está librando al mismo tiempo la experiencia estrictamente metabólica del asesinato -en tanto acto realizado como asimismo observado y vicariamente experimentado- que reluce al final y sincréticamente en toda su crueldad sin sentido (y puesto que el acto inicial buscó eludir la causalidad vengativa, suele resultar posteriormente, y como ritual, aún más desprovisto de sentido, por ello aún más insondable, para la generación siguiente).
Puede postularse esto, por tanto, como un posible ejemplo de cómo la experiencia estrictamente sensoriometabólica de la violencia y, crucialmente, ante el espectáculo inmediato y proxémico del afligimiento humano por nosotros contemplados -vicariamente experimentado- conduce sincréticamente a la creación de nuevas entidades (conceptos) morales culturalmente particulares. Y, de lo que empezó como actividad performativa ritualista (esto es el ejercicio controlado de la violencia, pero sin consecuencias para la cohesión del grupo y en el refuerzo del mismo) se convierte, con el tiempo, y debido quizá a la tremenda brutalidad que de hecho no puede sostener la antropología sedentaria por mucho tiempo, en mitologías divinas a partir de figuras antropomorfas postuladas también por el mismo ser humano.
Y lo que inicialmente era una externalización física de la violencia (en la victima propiciatoria, rompiendo la cadena causal de la venganza), después deviene en una reificación narrativo-conceptual que, si bien puede inspirarse en imágenes de violencia y sus consecuencias, ya no se permite la reproducción de esa misma violencia sino acaso solo simbólicamente, pero en ningún caso a través de los cuerpos vivos de los seres humanos pertenecientes, si bien sí que pudo tolerarse en forma de sacrificios animales: en ambos casos, tanto en un contexto sociocorporal físico, como sobre un plano exclusivamente simbólico (que no por ello deja de ser metabólico en tanto percepción moralmente relevante), se ha expulsado fuera la violencia humana, para materializarla en un ser humano2, animal, objeto o concepto ajeno ya a nosotros mismos.
Esto es asimismo un argumento a favor de la conceptualización de los espacios epistémicos como, en realidad, extensiónes incorpóreas de la doxa originalmente sociocorporal. Se trata del mismo proceso de acomodación fisiológica que está al centro de la experiencia sedentaria respecto una configuración humana sociobiológica originalmente nómada que no tiene más salida que totemizarse a través del desarrollo semiótico acelerado. En efecto, la externalización de la violencia deviene ahora en ejercicio fisiológico-simbólico de la misma, y de carácter ahora mimético (además de simulado o de ficción, en alguna medida).
Sirve asimismo de ejemplo que apoya el aserto de que la experiencia puramente sensoriometabólica, aun no conceptualizada, realiza un papel de corrección estructural, en tanto fuerza sincrética, que, como va por libre como si dijéramos, de manera continua presiona lo culturalmente consabido de cualquier contexto antropológico y grupal. Y es esta presión que reclama, asimismo, nuevas, tambien permanentes, recodificaciones de lo sociorracional, lo que permite entender la vivificación puramente sensoriometabólica como el alma real -en tanto fuerza original causal- del sentido humano.
La importancia histórica del advenimiento de las imágenes cinematográficas (en el sentido que entiende y describe esto Manuel Delgado en El animal publico. Hacia una antroplogía de los espacios urbanos (1999)), puede concebirse en este sentido como ventanal que nos facilita el acceso a este otro lado pre-conceptual de la antropología, y sin la cual resulta mucho más dificil -si no imposible- observar. Puede esgrimirse como confirmación de esto, en alguna medida, la neurología actual a partir de una visión damasiana de la misma y el planteamiento esencialmente bimembre e inconexa que dicho neurológico-académico postula.
Sugiere también que esta característica base de la violencia (el que se pueda derivar hacia un ente sustitutorio) marca muy profundamente los grupos culturales en tanto en cuanto existe necesariamente -estructuralmente- un trasfondo subyacente o críptico sobre el que se asiente toda definición finalmente racional o sociorracional. Es decir, la racionalidad operativa de un grupo cultural consitityue en sí mismo, en buena medida es, un dispositvo de desviación de la violencia tal y como se está esbozando aquí (y siguiendo, sobre todo, a René Girard).
Por último existe el indicio de que los conextos sedentarios sacan partida de la tensión que surge a partir de esta calidad críptica de la cultura y respecto una violencia insinuada y como barruntada que, sin embargo, no se concreta casi nunca de forma explícita, puesto que se trata de una suerte de opacidad inherente a la experiencia antropológica que salva al ser humano de tener que confrontar su propia violencia (muy probablmente porque psíquicamente no es posible, ni la experiencia universal del grupo humano lo puede suportar). Y así, se convierte en fuente muy importante de insinuada tensión y, finalmente, en una forma de hype que salva, a ratos, la experiencia sedentaria de su propia descomposición, basicamente impidiendo que los embates de aburrimiento padecidos desemboquen en irrupciones de violencia no controlada o de una violencia de alguna manera no prevista.
Evdentemente, parejo con la vaga amenaza de una violencia anticipada, va nuestra disposción a sentirnos culpables (verdaderamente infectos) de esa misma violencia y su potencial destructiva. Pero es sobre un plano metabólico más descorporeizado que físico -y en tanto habitantes de la inmovilidad agrícola-, que huímos de ella (y, por tanto, en cierto sentido de nosotros mismos) sin pausa y a lo largo de todo tiempo vital del yo consciente y socializado: puede entenderse esta potencial de sugerida titilación sensoriomoral y metabólica, como verdadero sostén estrcutural de una experiencia sedentaria que, siempre que pueda, soslaya y evita el encontronazo directamente corporal, transustanciándolo, preferiblemente, en experiencia sensoriometabólica moralmente relevante para el individuo homeostático.
1La Violence et la Sacré (1972)
2Un punto clave en la evolución cultural del sacfrificio, tal y como lo explica Girard, es el hecho de que los seres humanos exo-grupales (aquellos que por distintas circunstancias no se consideran miembros del grupo propio y cuya muerte no supone ninguna obligación de vengar por parte de nadie), son útiles en este sentido técnico de desviar la violencia de tal forma que se está permitiendo la vivificación metabólica de lo más intenso vicariamente, mientras que no peligra la permanencia colectiva. La ambivalencia implícita en nuestra relación con la violencia parece, por tanto, resolverse de esta forma en buena medida mimética (en tanto la viviencia sensorio-metabólica del espectáculo de la violencia), pero a partir de una víctima propiciatoria que no cuenta en el mismo grado sociomoral respecto al grupo. Y el sentido humano a partir de una necesidad en realidad grupal (a favor de su propia continuidad colectiva en el tiempo), debe de entenderse a partir de un coste respecto a esta forma de atrezo viviente cuya muerte como espectáculo, sin embargo, constituye un cuace de vivificación y verdadero alimento necesario para los demás.