
El espectáculo del sufrimiento hecho estética deviene en experiencia humanizadora en tanto que vivificación fisioantropológica que ejerce el recorrido completo de nuestra configuración sociofisiológica. Y así, en la vivificación sensoriometabólica que supone para nosotros la contemplación de nuestros congéneres por una u otra causa afligidos, se nos brinda la intensidad moral de nuestra propia pertenencia sociogrupal que se ubica permanentemente ante el espectro anticipado o bien de nuestra defenestración por parte de los demás, o bien el desgarro también barruntado de la desaparición de los otros, que son, en realidad, una y la misma causa, tanto de una forma como por la otra, de experimentar -de concocer visceralmente- el abandono individual.
De manera que nuestra estética humanización resulta que depende al mismo tiempo de cierto grado de infortuna ajena, pues a través de las desgracias de los demás, hechas después formas de representación, sobre todo periodística, recorremos, podíamos decir, el bucle total entre percepción sensorial y la reconstitución damasiana de la cognición; cognicion que es la consolidación de un yo socialmente imbricado cuyo sino corporal no se distingue, momentáneamente, y a nivel homeostático, del del colectivo. La experiencia sedentaria, que no tiene más remedio que explotar lo sensorio-metabólico (ante la reducción de espacios corporales que conlleva la agricultura), se ve pues obligada a instrumentalizar las contingencias personales (que por otra parte y en general son inevitables) a fin de satisfacer -o ejercer desde una óptica estructural- esta configuración sociometabólica subyacente, una y otra vez en tanto parte consustancial de la naturaleza neurológica emergente de la consciencia, tal y como ésta lo desarrolla A. Damasio.
O las palabras de una monja-enfermera de una residencia de ancianos en El Salvador (allá por el año 2011) a quien entrevistaba un equipo de televisión local de la capital de dicho país, que dijo que «los viejitos son nuestros cristos», reflejan esta misma mecánica de cauce, un tanto críptico, del cumplimiento más sensoriometabólico que físico que está, además, en el fondo del Catolicismo respecto, sobre todo, su vertiente iconográfica. Porque es en la sensorialidad humana, en el locus como siempre de la pertenencia grupal, que la antropología agraria ha logrado viritualizar el drama del yo socializado, más allá del espacio real en sí.
Pero sin duda funciona mejor la antropología sedentaria humana (o la cultura a secas y tal y como la conocemos nosotros) cuando entendemos o somos capaces en alguna medida de abrazar a nuestros cristos, en la necesidad de ellos que sin duda tenemos, pero sabiendo que la calidad de ser los cristos de otros es en realidad algo así como una posición vacante que le toca a todas nosotros alguna vez -pero de manera inexorable- ocupar.
Y es que la vida sin drama moral que encarna el sufrimiento humano contemplado sería una vida fisiológicamente inactiva en tanto que la mecánica sociometabólica de todo yo socializado quedaría inoperativa. Y si bien se origina en la evolución sociobiólógica humana de tipo filogenético -que debe entenderse propiamente de los tiempos pre-agrícolas-, es la antropología sedentaria dependeniente de lo agrario que se ve obligado a virtualizar dicha mecánica a traves de un, primeramente paulatino pero después accelerado, desarrollo semiótico.
Se tataría, en fin, de una progresión en la evolución del mecanismo sacrificial que está, según Girard, en el fondo estructural de los grupos humanos, como también la suprema ambivalencia que supone para los seres humanos la violencia en tanto prebenda de vida al mismo tiempo un siniestro veneno mortal.
Y así hasta hoy.
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