
Vamos a concretar aquello sobre lo que se sostienen los grupos humanos originales en tanto colectivos que son asimismo unicidades vivientes, con el término doxa. La doxa, y como aquí se va a manejar, designa todos aquellas pautas fisiológicas que componen la realidad socio-metabólica del grupo en tanto ámbito de verdadero significado identitario que, sin embargo, no existe de forma conceptual, si bien puede estructurase en torno a lenguaje, no es de forma sintácticamente muy elaborada; la doxa supone aquí un compendio de, sobre todo cauces sociofisiológicos de carácter proxémicos, más o menos preconceptuales (esto es no epistémicos) que conforman lo que puede entenderse como piedra angular base de un particular e históricamente determinado saber -una etnociencia, diríamos- de parte de un grupo de seres humanos pertenecientes.
O puede decirse -como aquí se suele hacer en este conjunto de textos- la sociorracionalidad para referirse a la visión particular del grupo respecto al mundo en general; referente particularmente a lo que para ellos puede ser al bien y el mal, lo verdadero y lo falso, además de lo que se entiende normativamente de parte del conjunto perteneciente (mas nunca, o pocas veces, de forma explícita) eso que constituye lo apropiado, frente al inapropiado. Y, evidentemente, la congruencia colectiva que se entiende como lengua hablada particular de un grupo cultural, pertenece en sus fundamentos también a lo sociorracional, esto es la doxa.
Pero la doxa en este sentido viene a ser la fuerza principal de reclamo de la individualidad sociorracional que todo miembro fisiocorporalmente singular ha de forjar cada uno para sí, y como condición sine qua non de pertenencia. Y como son los grupos que imponen este digamos dispositivo de individualidad socializada respecto a toda singularidad física presente, es preciso entender la individualidad socializada y sociorracional como el medio de integración fisioantropológica primaria y más importante para el refuerzo y sostenimiento del grupo en el tiempo.
En este sentido, la personalidad finalmente adquirida por el individuo socialmente integrada a partir de su propia evolución psicológica es, desde un plano estructural mayor y temporal, la herramienta más importante que le asiste a a la supervivencia nuestra en el tiempo humano terrícola (¡por muy sorprendente que a usted le pueda parecer, inmers@ como está en la inmediatez de su propia vorágine sensorial que no tiene más remedio que entender como exclusivamente suya, sin duda!).
Pero para iniciarse este protocolo de pertenencia en tanto individuo sociorracional, respecto siempre a un grupo, el requisito necesario es, inexorablemente, el tener un cuerpo; pues en el estar sensorio-corporal empieza el sendero hacia todo yo posible, porque sobre la apuesta corporal de cada uno, en tanto aquello que cada uno nos jugamos sobre el tablero del estar social (y eso al que somos también susceptibles asimismo de perder) podemos asumir -mediante el desafío e incluso la insubordinación- la identidad sociocultural propia:
la pertenencia entendida en tanto lucha por ser perteneciendo, supone la efectiva instrumentalización de anomia individual (en toda su idiosincrasia más íntima) a favor de la permanencia del grupo.
Y, a cambio, nuestro estar deviene en ser sociorracional que será potencialmente, por fin, un modo de ser epistemológico sobre todo a partir de su forma plena que se entiende normalmente asociada con los contextos antropológicos basados en la agricultura.
Porque la lengua aprendida desde la infancia, aparte de consitituir el cuace quizá más importante de congruencia colectiva (en tanto espacio metabólico-emotivo más o menos obligado, pero más incorpóreo que en en realidad físico ) supone también la vía de integración fisioantropológica esencial debido a su papel posiblemente matriz respecto a la congnicion nuestra.
Y sí entendemos el lenguaje hablado como cima de la integración fisioantropológica del inviduo, y asimismo culminación de la doxa, es necesario entender sobre ese punto la paradoja que surge en tanto que es la doxa lo que permite y da lugar a lo epistémico. De manera que toda oposición entre lo dóxico y lo epistémico ha de empezar a entenderse a partir de la calidad de este último, en realidad, de producto de la doxa anterior. Es decir, que se está creando ante todo un contexto de pugna entre uno y otro que tiene su valor, como ya hemos argumentado a lo largo del conjunto de estos textos, frente a una fisiología proxémica sedentaria que ya no puede depender estructuralmente del andar y el movimiento físico en sí (o no de la misma forma).
Será de esta manera que la otrora natural adversidad entre los grupos humanos y el medio vivo del que dependían tenderá a su vez a reformularse en términos de diferencias internas al grupo mismo. Pero parece claro de forma universal y seguramente en todos los casos, que de tratarse de una civilización histórica (y no solo de una cultura), se requiere la constatación de múltiples ámbitos de vivificación sensorio-metabólica de carácter más fisiológico que corporal que dependen, naturalmente, de un amplio desarrollo semiótico sujeto por el sostén técnico quizá más importante que sería el del lenguaje escrito. Es decir, que la civilización en este sentido se rige, por razones estructurales, epistémicamente en tanto que lo epistémico puede entenderse como la amplicación fisiológico-estético del espacio original dóxico; sólo así ha podido pasar la sociofisiología humana de un contexto histórico al otro, de una proxémica colectiva nómada original, a la antropología propiamente agraria.
El desarrollo cultural y tecnológico que se asocia con toda experiencia civilizatoria agraria significa que la corporal adversidad propia de los contextos pre-agrícolas se tendrá que crear normalmente a partir del desarrollo semiótico: pues un mayor desarrollo epistémico en un sentido cultural amplia asimismo la posibildad de conflictos a partir de las discrepancias de opinión entre multiples personas: se puede decir incluso que, en un sentido estrictamente técnico, el desarrollo semióitico es para eso, para que los contextos de vivificación metabólica que proporcionan las discrepancias no corporalmente curentas entre seres humanos co-pertenecientes.
Pero todo espacio epistémico presupone necesariamente, como decimos, un mayor andamiaje semiótico a disposición de los sujetos sedentarios. Y si bien el conflicto y la naturaleza pendenciera humana son herramientas desde siempre de la integración individual (y por tanto del sostenmiento grupal desde los origenes), resulta obvio que los contextos antropológicos más dependientes de lo epistémico han de explotar todo tipo de discrepancias diferenciadoras de visión, opinón y parecer, tanto entre individuos como entre subgrupos sociales, de forma generalmente incruenta; y que constituyen al final pugnas de caracter ya ideológico que solo se posicionan ante la violencia en tanto barruntado espectro potencial en sí mismo titilante como límite que no se debe pasar, pero que al mismo tiempo se teme siempre: de hecho, la tensión en sí que produce en el individuo este peligro acechante de la escalada violenta solo barruntada, respecto ante todo su propia emotividad más íntima, debe considerarse herramienta importante que aprovecha la antropología sedentaria frente al problema sociofisiológico inherente a la misma.
Se constata, por otra parte y en referencia a la estabilidad sedentaria, que se cumple el mismo bucle de siempre, el que se forma entre el grupo y su propia experiencia sensoria en tanto que es el grupo que se apropia de alguna manera de los estímulos disponibles, y puesto que la sociofisiología humana está, se podía decir, hecha para la permanente reconstitucion cognitiva de parte del individuo homeostático y perteneciente (esto entendido, como siempre, a lo damasiano).
Sin embargo, la estructuración agonal más importante resepcto la experiencia sedentaria puede muy bien ser la que se erige entre la experiencia epistémica entendida como racionalidad del yo consciente (aunque conciencia y episteme si bien se relacionan, no son lo mismo), y la experiencia sensoriometabólica prerreflexiva: la vivencia estética que está en la raíz de nuestra forma de concocimiento en tanto que permea todas las facetas de nuestra existencia, viene a constituir la piedra angular de la sostenibilidad sedentaria, y dado que aporta vivencias morales vicarias para el individuo en el sentido de que eluden las consecuencias corporales de los actos (o al menos esto respecto a quien contempla).
En este sentido se puede hablar de una integración sensoriometabólica individual a través, en general, del espectáculo contemplado, tanto teatral como deportivo (o respecto cualquier competición entre oponentes distintos); a través de la experienca estética propia del arte pictórico, pero sobre todo la importancia digamos sociometabólica de la posibilidad de las reproducciónes artísticas en forma de grabados (el ejemplo europea de la obra de Alberto Durero a lo largo del siglo XV; o bien la xilografía japonesa a partir del XVII). Evientemente, la fotografía, el cine -tambien la radio- y la televisión tendrían una función igualmente sociometabólica de gran importancia respecto el sostenmiento de contextos sedentarios.
Y, como ya comentamos, el periodismo desde sus inicios tiene una función fisioantropológica innegable en tanto ámbito de ejercicio moral vivificador, y sin duda reforzante, para el individuo homeostático. Pues en la zozobra homeostática en cualquier sentido moral a partir de la contemplación, se efectúa un nuevo reclamo del orden racional colectivamente vigente, respecto de esto que acabo de presenciar en cuerpo presente, aunque haya sido solo la visión de una imagen fotográfica o a través de un texto. Pero precisamente en la obligación impuesta sensoriamente sobre mí de juzgar lo acaecido, en tanto sentido que de la misma voy forjando, soy yo tambien nuevamente un estar que se hace ser, siempre según la mecanica particular (pero asimismo mismo universal) de cualquier pertenencia antropológica posible.
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