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La ambivalencia que para nosotros supone la violencia puede entenderse en un doble sentido: que la violencia es vida en tanto imposición vital sobre las circunstancias de las que siempre dependemos; pero es también, en el exceso de su misma naturaleza inherente, una fuerza potencialmente letal para los grupos humanos. De tal forma que la violencia es, se puede decir, vida a la vez que muerte, y el día a la vez que la noche; o como históricamente se ha entendido de hecho, supone una cura a la vez que veneno (siguiendo aquí la noción de pharmakos de la cultura griega clásica, concepto en el que se mezcla el sacrificio humano con la idea de fármaco , tal y como esto lo expone René Girard1).
Pero muy posiblemente dicha ambivalencia va en paralelo con la doble carga metabólica que tiene para el perceptor homeostático y pertenciente el ejercicio presenciado de violencia corporal contra todo objeto humano; una violencia que, por muy lógica y culturalmente justificada que pueda ser -incluso desde la óptica formalmente judicial de un merecido, supuestamente justificado y proporcionado castigo- sigue reteniendo para nosotros un desagradable tufo de afrenta moral, pues todo individuo perteneciente no puede nunca dejar de sentir cierta aversión por la brutalidad corporal (pues en eso radica, precisamente, su atracción en tanto importancia “sacra” que ha tenido -que sigue teniendo- en la cultura humana universal).
El caso que aquí nos concierne es el de los sacrificos mexicas tratados por Ximena Chávez Balderas en su obra ya referenciada: a partir de este texto, y sobre todo el primer capítulo, proponemos una misma ambivalencia operativa que, por una parte y bajo los dictados de lo sedentario (ante al problema de una evolución sociofisiológica anterior nómada), ha de alimentar un plano semiótico, socio-normativo con el espectáculo de asesinato público de, generalmente, esclavos y guerreros enemigos apresados (o sea, objetos humanos corporales no-pertenecientes) con el fin de vivificar la inmovilidad sedentaria y urbana del imperio azteca.
Concretamente, se está reforzando -ejercitando y fundando nuevamente- la mitología identitaria azteca al tributar, según la semiótica aquí vigente, la sangre humana sacrificial en tanto pago en especie a las deidades culturalmente operativas, lo que, además (y tal como apunta la autora) sitúa al hombre al centro real de todo, como el que alimenta a los dioses a través de su poder de imposción sobre los grupos humanos ajenos. Y es que, en tanto todo plano semiótico sirve para encauzar, limitar y defninir la expriencia sociometabólica de las sociedades sedentarias, la sensorialidad homeostática de los sujetos pertenencientes se convierte en elemento angular de la permanencia colectiva en sí. Y se hace firme, por tanto y como siempre, el bucle entre las ficciones existenciales y socionormativas del colectivo, y la vivificación sensoriometabólica del individuo homeostático perceptor (y la imposición tanto en el ámbito de los cuerpos políticos reales, como en su narrativa reforzante, deviene en el mismo, unico poder de dominio).
Es decir, podemos fácilmente imaginar -recreándonos un tanto en el deleite macabro- montones de cuerpos humanos dismembrados y desechados, tirados por ahí en grandes campos-basureros, todo en aras de una permanente reafirmación sociocultural, pero a través de los cuerpos también culturalmente ajenos que, como tales, consituyen una fuente viviente de atrezzos, en tanto medio que acabará utilizando el poder fáctico hacia la permanente recreación como espectáculo de su propio imposición político-existencial. De manera que acaban siendo instrumentalizadas tanto la vivencia sensorio-metabólica del espectador-súbdito como la agonía corporal padecida por la materialidad humana no-pertenciente. He aquí el plano funcional subyacente, por debajo de las lógicas culturas ideosincráticas, donde es la vivificación metabólica individual (frecuentemente cuanto más intensa mejor) aquello que acaba por ocupar la centralidad del tiempo colectivo sedentario, al margen de alguna manera de toda corporeidad física e independentemente de cuál sea la fuente última de dicha efervesencia metabólica.
Y, sin embargo, podemos suponer que de forma simultánea dicho espectáculo como recreación identitaria de unos a través de la destrucción corporal hecho teatro de los otros no-pertencientes, retenía el mismo tiempo y siempre un sutil poder de impronta moral sobre el espectador, en tanto que la importancia sacra de la víctima, según el percepto cultural de dominio, residía en este misma susceptibilidad moral. Es decir, muy bien se puede argumentar que esta ambivalencia inicial contiene al mismo tiempo lo que será (parece que siempre) una futura evolución moral hacia la limitacion de la crudeza física de los actos ritualistas o socioculturalmente reforzantes. Y se puede decir que el camino cultural hacia la experiencia civilizada, tal y como nosotros entendemos esto, está sin embargo en la ambivalencia digamos primigenia y original que nos une a la violencia, lo que el descurso cultural universal -respecto muy probalemtne el dolor ante el sufrimiento ajeno- aprovechará más adelante, puesto que parece claro que, desde el principio, el espectáculo del sufrimento de los demás siempre contiene para nosotros una impronta moral intrínseca de lo más serio, al menos en tanto viviencia metabólico-homeostática.
Pues lo que experimentamos solo visceralmente en el espectáculo de la agonía corporal ajena, parece que fuera también recordatorio asismismo visceral de nuestro propio sino corporal. Y reiteramos, una vez más, el planteamiento principal que subyace al conjunto de los textos de este blog: que la experiencia sedentaria ya plenamente agraria no tiene más opción que explotar la configuración sociofisiológica de la pertenencia grupal en tanto dispositivo, ya consolidado a partir de una experiencia nómada anterior, que, traspasándose a un contexto más fisiológico-metatbolico que corporal, precisa del desarrollo conceptual y de representación estética. Porque a través de la vivificación estética se está rebasando la constricción del espacio corporal inherente a la vida asentada sobre la agricultura. La dualidad, además, inherente a la experiencia social en sí, que se vive al mismo tiempo que se observa, y que se hace espectáculo proxémico, permite que el plano moral de los cuerpos se transubstancie en materia digamos puramente metabólica dentro de la initmidad homeostática de todo nosotros.
Pero, sin embargo, solo puede concebirse esto técnicamente a través de la plasmación tipo damasiano de la conciencia humana, en la que las dos partes van por seperada (viviencia vivificadora metabólica y moral por un lado, y su reconstitución socionoramativo por otro); que es el mismo proceso por el que el estar somatosensorio individual se reconstituye, una y otra vez, en el ser sociorracional y verdaderamente ontológico (pese, paradójicamente, a su calidad evidente de constructo colectivo-cultural).
De tal manera que se erige en fuerza rectora el ámbito metabólico y prerreflexivo, frente a toda semiótica sociorracional ya esteblacida. Es decir (y postulamos), en tanto impronta sensoriometabólica irresistible expermientada por el sujeto homeostático pertenciente, esta calidad de (in)dependencia separada que tiene la vivencia sensoria prerreflexiva, respecto a nuestra siempre posterior racionalidad colectivamente vigente, se convierte en una presencia en cierto sentido supervisora ante los extremos potenciales a los que puede llegar todo proximidad sociocultural histórica, sin que pierda su viabilidad funcional.
Argumentamos, en efecto, que la ambivalencia original que supone para nosotros la violencia, que de forma profunda y prerreflexiva nos impacta, permanece como constante humano (de carácter sin duda filogenético) a partir de dos planos diferente acordes, en realidad con la naturleza emergente de la conciencia humana. Y, en cierta manera, adquieren una condición ahora técnica las ficciones (en este caso “espirituales” o mitológicas) de los aztecas, pues la mecánica identitaria del individualidad socializada hay que alimentarla a través de la zozbra sensorio-homeostática con el fin, simplemente, de hacer viable la inmovilidad urbana (que se basa a su vez en la quietud agraria); el recurso a los cuerpos no-pertenecientes en tanto espectáculo -evidentemente, de lo más terrible e impactante- sirve transitoriamente a dicho fin en realidad estructural, precisamente por su ambivalencia, porque electriza súbitamente nuestra condición neurofisiológica de la pertenencia grupal, en aras siempre de nuestro singular amparo corporal que, en la extrema excitación momentánea que supone nuestra contemplación de la agonía moribunda del otro sacrficado, nos sabemos visceral e irresistiblemente a salvos (pero claro, esto solo puede hacerse con cuerpos y formas antropomorfas no allegados, en ningún caso pertencientes, pues la permanecia colectiva no lo suportaría, evidentemente).
Pero en última instancia, es precisamente la vivificación metabólica -extrema y visceral llagando hasta el horror- lo que requiere de nuevo la sociorracionalidad en tanto orden sociopolítico. De hecho, todo orden político sedentario se refuerza universalmente de esta manera, en el poder fáctico de proporcionar cuaces de vivificación sensorio-metabólica, preferiblemente de cáracter más fisiológico (a través del desarrollo semiótico y la representación) que corporales y proxémicos. Pero el caso es que dichos espacios de vivificación existan, por el medio que sea esto posible: la antropología a partir de la consolidación histórica de la agricultura, no ha podido esquivar nunca esta circunstancia (y la figura humana ha sido siempre al ojo nuestro- lo es aun- portador de gran capacidad de estímulo en este sentido especular de la pertenencia sociocorporal).
1 La violencia y lo sagrado, 1972
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