La violencia se hace funcional sobre un plano semiótico…

El tema de la relación ambivalente que tiene el ser humano con la violencia y respecto a la que ni los perros ni los gatos nada pueden opinar. Los toros, sin embargo, suponen, al menos en su origen, un asunto complejo en tanto que constituyen un espacio precisamente en el que nos relacionamos con la violencia ejercitándola en beneficio, en realidad, del colectivo antropológico sedentario: pues la violencia ha de seguir en el seno social por razones socio-fisiológicas (esto inexorablemente), de manera que si es en forma sobre todo de espectáculo (y de carácter por tanto vicario, más metabólico que corporal) mejor. Pero claro, “alguien” tiene que pagar el pa(c)to en tanto que, a ojos nuestros, no hay nada tan serio como la imagen que compone todo cuerpo vivo que denodadamente se esfuerza por imponerse: así que doblemente mejor si ese “alguien” no tiene subjetividad humana plena (sino probablemente solo la que implica un sistema nervioso básico del que depende la homeostasis neurológica solo animal y la que solo parcialmente es la nuestra). Por otra parte, ¿qué sería Jesus Cristo sino un dispositivo que busca resolución respecto precisamente esta paradoja irresoluble? En efecto, nuestra “salvación” moral y ética está en alguna forma de reconocimiento de los que sostienen el grupo en el tiempo de su propio decurso vital y agregado (o sea, en su momento y a su tiempo, cada uno de nosotros): así de serio es esto del “hambre del hombre” en su vertiente colectivo, finalmente antropológico. De eso va -de eso ha ido desde siempre- la caridad cristiana, particularmente la católica. Que también los gustos y preferencias podían haber cambiado pero el dispositivo sigue siendo el mismo frente al problema que supone en realidad la fisiología humana (su carácter “socio-homeostático”), frente a la experiencia sedentaria.
Comentario originalmente sobre el artículo en El País, Ante el dolor de los animales del 14 de abril