Ante el dolor de los demás (2004) y el punto cero sociofisiológico nuestro

Ensayo publicado en 2004

El valor evolutivo de nuestra atracción por las imágenes del afligimiento ajeno (en forma de desastres y violencias sobrevenidos respecto a cuerpos humanos indefensos) posiblemente sea el de que en la impronta sensoria intensa se inicia el proceso de definición sensorio-homeostática individual, pero siempre en función de un colectivo cultural de pertenencia. Es decir, sin la vivificación sensorio-homeostática intensa no hay porqué alguno de lo sociorracional, que es tanto como decir que no hay grupos humanos sensoriometabólicos (que es el plano real de toda unicidad colectiva humana, pero no en ningún sentido anatómico) sin la zozobra en sí misma significadora de nuestros sentidos.

Y parecería por tanto que, como se basa toda construcción cultural posible en un cierto prendimiento sensorial y neurológico individual, usted no tiene más opción que constatar -y mejor aún reconcocer- su nuda susceptibilidad propia en este sentido.

Si bien presenciar el sufrimiento de otros no es que sea inicialmente algo que nos gusta ni que nos repele necesariamente (pues estas emociones “morales” son moldeadas, sin duda, por la experiencia vital-cultural del individuo) sino que nos resulta de un peso fisiológico -homeostático- abrumador en tanto nuestros organismos están sensorio-homeostáticamente ocupados por el solipsismo fisiológico. Pues es indudable que las imágenes que atañen el cuerpo humano (o su forma antropomorfizada), o la gestualidad facial igualmente humana o antropomorfa, presentadas de forma visualmente manierista; o todas aquellas imágenes que representan la lucha entre cuerpos (tanto humanos o los antropomorfos), nos conmocionan de una forma profunda, más allá de nuestra comprensión racional inmediata.

Esa, postulamos, es la piedra angular real de la racionalidad humana en tanto mecanismo, en realidad, antropológico de los grupos humanos históricamente particulares y frente al espacio asimismo real del que dependen. Pues a partir de esa hibris individual se convoca, nuevamente, el amparo colectivo al que podemos agarrarnos ante los embistes de las fuerzas mayores, incluso las que nos habitan en nosotros mismos; y es, ahora, mi persona social y la mesura sobre la que está confeccionada (en base sobre todo a la coacción) lo que me franquea la puerta a la matriz colectiva que son los míos, en donde puede resguardarse mi cuerpo físico singular y de por sí indefenso.

Pero también es cierto que nunca ha sido esta maniobra digamos de traspaso o transacción entre el estar corporal-sensorial, por una parte, y el ser ontológico, identiario y cultural (donde el uno se cambia momentáneamente por el otro) una cosa del todo tangible, incluso tratándose de grupos humanos nómadas originales: no es tampoco de extrañar, por tanto, que dentro de los contextos sedentarios, tenga lugar la misma transacción, pero de forma aun más imperceptible y remota puesto que respecto los contextos no proxémicos inmediatos (es decir, los semióticos y de representación simbólica) que articulan la experiencia sedentaria agrícola, no hay obligación alguna para el individual de que reaccione inicialmente de forma públicamente observable, y puesto que se trata, para nosotros, de un fenómeno aún más restringido a un ámbito homeostático íntimo, sin que exista normalmente la urgencia imperiosa ni inmediata de actuar in corpore frente a otros seres humanos.

Pero sin duda estamos, en tanto habitantes de lo inmóvil sedentario, condenados a nivel tanto homeostático como neurológico, a participar en este dispositivo sin fin de reconstitución socio-cognitiva de la conciencia humana individual, descríbase como se describa -o se hubiera descrito a lo largo de la historia cultural humana, según una que otra mitología o religión. Y solo descansamos al decir de A.Damasio, cuando volvemos a dormir.

¿Qué sería, estructuralmente (o sea, «fisioantropológicamente»), este momento sensoriometabólico de la vivificación digamos morbosa? ¿Puede ser algo así como el momento cero de la definición humana, pues no hay equivalente respecto a la relevancia socio-homeostática para el sujeto perceptor? Y justo en este momento, de tanta potencia socio-homeostática, puede decantarse el ser humano tanto hacia la mayor brutalidad (esto es, entregándose metabólicamente al festín visual de la destrucción corporal), o bien hacia una pena (igualmente intensa) de carácter profundamente conmiserativo?

Pero son los avatares de los grupos históricos y su poso cultural particular lo que influyen sobremanera en la respuesta última a esta pregunta, además de la experiencia particular de una generación asimismo concreta en cualquier devenir cultural mayor históricamente determinado (¡aparte, claro está, de toda ideosincrasia de la personalidad esctrictamente indiviudal!).

En cualquier caso y debido a nuestra condición propiciatoria inexorable (debido, efecivamente, a la vacuidad neurológica de la que asciende y se reconstityue sin cesar nuestra conciencia), tendemos a abordar la zozobra sensorio-homeostática íntima precisamente como un momento decisorio de nuestra propia autodefinición moral, en un sentido u otro: porque en el poder de nuestra propia respuesta, en un sentido u otro, se está rellenando -quizás- dicha vacuidad. Es decir, quizá la voluntad de poder e imposición nuestra tiene mucho que ver con cierta nihilidad ontológica (término de Zubiri1) que nos ata y que, evidemente, la neurología actual describe muy claramente (si bien no la reconce de forma abierta debido, es de suponer, a la poca corrección política que la idea implica).

Y es que bien mirado lo sedentario inmovil, podemos hablar de una serie sin fin de opciones homeostáticas que imperiosamente se le ha de proporcionar el sujeto sedentario; y que, pese a los cambios aparentes y de superficie respecto a la historia social, dichos momentos decisorios han de volver sin cesar a configurarse en tanto una nueva disposción a la que nos podemos agarrar, frente a una siempre acechante indefinición de carácter verdadermaente ominoso, si nos paramos a pensar demasiado en ello.

Aunque debe de ser el poder en sí que ejercitamos -al menos a nivel socio-homestático- como seres de naturaleza incoativa que somos (y en tanto una consciencia que solo es en su propia y permanente reconstitiución presente). Porque nos reconforta aquello que sentimos como un poder de imposición nuestro, cada vez que nos volvamos a visceralmente saber quienes somos a través de la vivificación somatosensoria. Tanto más si incluye, además, la necesidad de coaccionarnos ante nuestras propias emociones, o inhibirse de alguna manera; o, por el contrario, podemos sentir una incontestable pulsión de rechazarlo todo y transgradir: en todos los casos lo percibimos al final como una forma de suprema voluntad y poder personales nuestros (es decir, repsecto un plano visceral e íntimo) que no tenemos por qué exteriorzar si no nos da la gana.

Aunque si aceptamos eso, damos por sentado que todo lo humano, como está atado por este dispositivo priopiciatiorio a partir de la vacuidad neurológica, existe en compensacion frente a este caracter vacío inicial que es la experiencia sensorio-emocional prerreflexiva en sí. Pero así sería con aun más enjundia que dependiéramos de los otros, en tanto que hubiéramos nacido y somos para encontrar a los otros, lo que tendría un valor evolutivo evidente respecto a la permanencia en el tiempo de los grupos humanos.

Pero si acaso no le gusta lo que aquí decimos, y las implicaciónes respecto de cómo somos en el mundo no le place: rebélese usted respecto su propio nihilismo, pues también es otra opción más que le pone ante usted la cultura, y desde siempre (de tal manera que la cultura es respuesta en sí misma al tema de de la “nihilidad ontológica” y neurológica).

(¡Pero usted mismo/misma!)

1 Xavier Zubiri, En torno al problema de Dios (1935)