
I
Lo apolíneo
–individuación
–subjetividad
–representación artística, simbólica, plástica, de imagen
–productor a partir de la materia dionisíaca anterior
–el ser frente al estar (lo dionisíaco)
–la lógica analítica
–el artista en general épico: Hómero, por ejemplo
O sea, lo apolíneo es la única forma de aproximarse a lo dionisíaco:
–no podemos conocer lo dionisiaco sino a través la imposición apolínea del artista
–que es entender asimismo que es lo dionisiaco que alimenta y auxilia, de alguna manera, lo apolíneo.
–Lo apolíneo, en tanto representación artística, es una apariencia que protege contra lo dionisíaco
-lo dionisíaco es una amenaza (además de alimento) para lo apolíneo.
–Lo dionisíaco es una forma de liminalidad frente a la centralidad apolínea de la cultura (y de la personalidad del yo)
–central, lo apolíneo; mientras que lo dionisíaco es periférico.
–lo apolíneo es historicidad; lo dionisíaco es perenne e inalterable
–La música en su esencia es dionisíaca pero apolínea en tanto artefacto estético refinado o de alguna manera elaborado.
…
II
Preguntas para D. Antonio Damasio y el Sr. Daniel Kanehman (entre otros)
La focalización cognitiva que es la conciencia, también podría entenderse como lo apolíneo; mientras que toda vivencia homeostática o neuroquímica aún sin emerger en la mente consciente, lo sentiríamos como lo dionisíaco, amenazando de nuevo -desde la óptica de nuestra racionalidad- con su potencial retorno (eterno). O al menos la viabilidad sedentaria previsiblemente se haría dependiente de la tensión creada a partir de este relación simbiótica recurrente entre conciencia, orden racional y seguridad, por una parte, frente a las fuerzas “oscuras” de de la vivificación sensoriometabólica y neuroquímica. Esto es, mejor este juego incialmente incruento de tensiones entre contrarios de cualquier narrativa cultural potenencial (entre lo apolíneo y lo dionísacio, la luz y la noche, los vivos y los espíritus, etc.) que ponen las antropologías a disposición de los sujetos homeostáticos pertencientes, que la violencia directamente corporal, eso está claro.
Es decir, nuestra percepción de nuestro propio fondo inconsciente más y menos prerracional, prerreflexivo, se convierte en una fuente de tensión no real sino de lo más virtual. Y que desde una óptica estructural, puede entenderse como estrategia evolutiva de aprovechamiento de, simplemente, nuestra vacuidad neurológica (todo lo preconscienente y sensorial que aun no significa en ningún sentido racional para el sujeto, pues que no es posible desde un punto pensante de la conciencia invidual, retrotraerse más allá de lo sentidos sensoriales y homeostáticos). Pero esto no quita que el cuerpo homeostático -con su mente preconsciente y “automática”- no siga rigiendo como siempre, si bien solo le llega a la mente consciente y focalizada de usted un pequeña parte de este significado.
Pudiera decirse, por tanto, que usted vive en una permanente curiosidad por ese otro lado solo barruntado de la vida de su propio cuerpo; una difusa actividad visceral y neuroquímica que siente que le mueve, pero que solo parcialmente entiende de forma consciente como usted mismo. Pero, si no es usted…
…¿quién sería?
En este sentido, “Dionisio” es solo una de múltiples -potencialmente infinitas- postulaciones posibles respecto las fuerzas telúricas del mundo, fuerzas que, por no poder nosotros aprehenderlas, no tenemos más remedio que entender que nos someten. Pero he aquí una cuestión cuya consideración y respuesta tiene que proveer la ciencia contemporánea -probablemente según su vertiente neurológica- pero aplicada, evidentemente, a la antropología.
Que la tragedia griega pueda considerarse un mecanismo institucional para incorporar una necesaria vivificación a la planicidad sedentaria que, en tanto sostenimiento, es viable porque susceptible de vivificarse (es decir, en el someter a Dionisio a la función estructural de servir a lo apolíneo), permite que también establezcamos analogías similares con otras culturas sedentarias y con otros momentos históricos respecto a la civilización (la occidental u otras): como pueden ser, entre otras, las peleas de gallo de Bali que estudiara Geertz; la teorización estética de Wagner (junto, en realidad, con todo el romanticismo europeo); la música pop contemporánea y el deporte profesional asimismo contemporáneo televisado, además de periodismo tanto escrito, fotográfico como televisado.
Evidentemete, parecería lógica que la experiencia sedentaria fuera universalmente procurando descorporeizar esta mecánica de refuerzo del orden social a través de su riego dionisíaco, en aras de atenuar el impacto del dolor vivenciado (padecido personalmente y en el dolor ajeno presenciado). Y en este sentido, “descoproreizar” quiere decir convertir en experiencia mimética a través de la moralización de las cosas (en tanto contexto que faculta la autocoacción psíquica en el individuo); por medio de la estetización de la violencia en forma, sobre todo, de vivencia sensoriometabólica; como así mismo el desarrollo epistémico en tanto horizonte incorpóreo por donde podemos reanudar, como si dijeramos, la marcha humana primordial hacia la desconocido (pero ahora de forma casi del todo abstracto y conceputal, que es decir de carácter metabólico y neuroquímico y como gran electrización de la vivencia fisiológico-mental).
Y tambien respecto de toda ritualización social o individual, pues la posibilidad de relegar a un segundo plano la focalización consciente para gozar directamente de la vivificación sensoriometabólica y, también en el ejericio de la violencia vital individual, como imposición de autorrealización (en el definirnos nosotros según una u otra opción culturalmente presente), constituye lo que parecería el decurso base y estructural del tiempo sedentario (además de las rivalidades, las pugnas y la política en general), esto es, compatibilizar el ímpetu de la vida como imposición simpelemente biológica y sociobiológica, y en el grado más vibrante que esta pueda darse, pero garantizando al mismo tiempo la posibilidad constantmente renovada, del grupo en su propio tiempo generacional. ¿Qué otro sentido, desde una óptica de la eficiecia energética (metabólica) cabría entender respecto la vida, máxime cuando parecería que la escisión base homoestática, entre cuerpo y sistema nervioso sobre la que se erige lo humano, está ideada para el ahorro y eficiencia de energía?
III
He aquí que las religiones suponen (siempre han supeusto) un andamiaje conceptual para crear contextos ritualistas y estéticos para la vivificación sensoriometabólica pura y dura.
Pueden también servirse de otras formas de atrezzo dichos contextos pero es previsible pensar que tenderían hacia el uso del sentido mismo semiótico-epistémico para crear espacios funcionales de gran vivificación sensoriometabólica, empezando sobre todo con la posibilidad misma de sentirse culpable. Es asimismo lógico pensar que a medida que fueran desarrollándose históricamente cada vez más posibilidades de vivificación sensoriometabólica gracias a adelantos técnicos (la imprenta –tanto letra impresa como imágenes–, la fotografía, el cine, la radio y la televisión) se iría retirándose en alguna medida la necesidad de sentido espiritual o religioso respecto la viabilidad sedentaria, lo que no presupone de ninguna manera que fuera a desaparecer por completo. Pero sí que puede entenderse su pérdida de una otrora centralidad estructural, respecto de antropologías pretecnológicas.
Asimismo podemos concebir las antropologías sedentarias de todos los latitudes y tiempos históricos como una mezcla de sentido en la forma de espistemologías religioso-espirituales, con todos los espacios rituales de vivificación sensoriometabólica que facultan por una parte, y la violencia directamente beligerante y guerrera por otra. Porque también parecería históricamente evidente que la fuente más inmediata de vivificación metabólica –y quizá para nosotros la más intensa que conocemos– sea la violencia física, la que está más a mano y la que más fácilmente desborda los límites apolíneos de todo orden colectivo, desde el más pequeño y tecnológicamente desprovisto hasta el entorno más tecnológicamente avanzado actual.
O al menos cabe considerar un último avatar de lo dionisácico en la guerra misma, como catastrofe potencial que siempre acompaña las sociedades humanas (que nos llevamos en el bosillo o mochila, como si dijeramos) y cuya tensión creada probablemente interesa que se fomente a través de medios no directamente cruentas, como es su contemplación constante política en la forma de los presupestos estatales de defensa y cierta solemne prestigio no del todo explícito de la industria del armamento, siempre que se trate, en ultima instancia, de ahuyentar y mantener a raya los estallidos de conflictos bélicos reales (o que estos existan pero de forma controlada, geográficamente localizadas y sin que desborden el ambito local, o como mucho, regional).
Y particularmente hábil –o al menos a mí me lo ha parecido– es el uso de objetos que señalan hacia una violencia existencial que, sin embargo, solo en muy contadas ocasiones (pero nunca para la mayoría numérica de las personas, la mayor parte del tiempo) se materializa: las armas de cualquier tipo (las blancas, de fuego y las de más sofisticación tecnológica) que se ven expuestas de alguna manera a la vida rutinaria civil; como también, por ejemplo, los chalecos policiales ya generalizados a partir de los años 2000 en todo occidente que, como atrezzo, denotan una perpetúa amenaza potencial que, aunque se materializa anecdotalmente alguan vez, contituyen siempre para una mayoría agregada de sujetos perceptores una trágala de lo más vivificadora, pero cuyo sentido pareciera adquirir una función estructural en tanto fuente de tensión permanente en la vivencia sensorio-cognitiva del sujeto homeostático (a partir de un continuo y subliminal fuste de ideas autoritarias respecto la seguridad, en realidad, existencial más psicológicamente reconforante que real).
Pues en cuanto a la viabilidad antropológica, así parecen ser los trucos necesarios (entre otros muchos) para tejer un vigoroso espejismo -principalmente a través del miedo y las amenazas anticipadas- con el fin de que sigamos fuertes en nuestro forzado acomodo evolutivo a la inmovilidad sedentario-agraria. Porque en su ausencia, vuelve a surgir la violencia corporal, particularmente la guerra entre grupos enfrentados, como evidente mecánica estándar y por defecto de todo orden colectivo.
¡Así que vengan los trucos, aunque nos pudiera fastidiar el tener que reconocer que dependemos como sociedades de las ficciones dionisíacas, y hasta el punto de que el mismísmo Apolo se revela, recurrentemente, mero títere!
Después de todo, la experiencia civilizada sedentaria parece depender de esta ambiguedad irresoluble –que necesariamente ha de seguir sin resolución– respecto de a quién realmente nos debemos, a lo apolíneo o a la dionísiaco. Y el hecho de que sea tan esencial esta indefinición (el “misterio” al decir de algunos desaprensivos) se debe a que se trata de un límite de la racionaldiad humana que no se puede rebasar, pues no podemos racionalmente (ni éticamente ni de ninguna manera humanitaria) abrazar la idea que el origen de la razón humana, en vista de su condición sociobiológica, dependa de la violencia.
Como ser socializado no puede -ni debe- usted aceptar esto y, sin embargo, la mecánica universal antropológica de la que la experiencia humana siempre ha dependido (de la que sigue aferrrándose a día de hoy) incorpora la violencia -un su acpeción más amplia- a su mismísma centralidad estructural.
Pero como digo, es mejor que usted siga disconociendo este hecho.
¿Estamos?