¿Por qué el «sostenerse» de lo sedentario? Elucubraciones a partir de la complejidad teórica de Edgar Morin

(Portada discográfica del año 1976)

  1. Se empieza con un resumen del modo incoativo de la cognición humana; de la función performativa del ser frente al estar (que incluye también la función performativa de la verdad), y las implicaciones estructurales que esto tiene por cuanto el estar necesita concebirse como alimento del ser (como también Dionisio alimentaría lo apolíneo, etc.).
  2. Desarrollar el tema de la transición de un tiempo colectivo frente a contextos inestables de grandes amenazas exogrupales, a otra situación estable que por ello obliga a buscar otras formas endogrupales de conflicto; conflicto que en presencia del afecto, sin embargo, no podrá sino atemperarse puesto que se sujetará tambien y como mecanismo de limitación, en el dolor mismo.
  3. De tal manera que se aproxima a una situación que, por incruenta, toma cada vez más la forma de un juego social, si bien al final el cuerpo propio (y los sentimientos afectivos y morales correspondientes solo consustanciales a éste) es la apuesta que arriesgamos todos.
  4. Implícito, por tanto, a una concepción diacrónica de la antropología sedentaria es una cierta dependencia estructural en el estímulo en sí mismo pues se diría que la función performativa de la cognición (esto es, la de la integración fisioantropológica del sujeto perteneciente) se inicia solo a partir de la imbricación homeostática del indviduo con su medioambiente, natural y social-humano; función de recorrido incoativo de naturaleza tanto intermitente como también permanente, salvo durante el sueño: de tal manera que la metáfora de bombeo o pulsación respecto del tiempo sedentario agregado y terráqueo, se vuelve pertinente.

Tan estrecha es la relación causal entre el estímulo exogrupal y la autoafirmación identitaria, que en ausencia de aquél, toman, pasajeramente, gran importancia la competición y conflicto endogrupales a modo de entrenamiento y práctica respecto el proceso mismo de lo sociorracional; que parecería que en la quietud total se arriesga la dispersión de la propia identidad sociorracional en tanto mecánica, en realidad, colectiva y pese a nuestra tendencia a ver solo la cognición individual. O sea, que el aburrimiento es, además de un motor de la complejidad cultural, un vacío que se diría peligroso en este sentido estructural; pero como tal queda relleno, en seguida, por toda clase de pendencia intragrupal de consecuencias normalmente incruentas que constintuyen -aquí lo importante- un sucedáneo para suplir la ausencia de las amenazas externas.

A partir de un plano mamífero (o al menos simio y respecto, seguramente otras especies sociales), la autonomía que supone el desarrollo de una mayor individualidad afectiva (entre, precisamente, más compañeros sociales, del mismo nivel jerárquico o no) faculta, justamente, nuevos espacios de antagonismo incruento en la forma de rivalidades, «piques» o pendencias de cualquier tipo: es decir, que una mayor autonomía afectiva conduce a una complejización mayor de las cosas pero cuyo fin estrctructural parecería ser el de acomodar nuevamente espacios de autoafirmación siguiendo el camino humano de nuestra dependencia en la violencia, en este caso de carácter simplemente vital y en tanto una “sana” rivalidad.

Es decir, se vuelve a equilibrar una situación primordial de poder alimentar el orden social -el ser ontológico y cultural- con nuevos desafíos a ese mismo orden; un bombear del corazón mismo de la cultura dentro de un locus socio-homeostático determinado que, además, ha evolucionado de un contexto espartano anterior a otro que, precisamente, requiere de una mayor autonomía individual (afectiva, luego moral y razonadora en un sentido social respecto su variante humana); o sea eso que dentro de contextos de violencia constante intergrupal, o respecto un medio de dureza extrema, no sería ni posible ni -esto es lo importante- necesario, pues el amparo colectivo estaría en seguir todo sometido a la jerarquía inflexible del macho alfa y su más próximos, pase lo que pase y frente toda amenaza externa sucesiva.

La transición de uno a otro contexto parecería implicar la necesidad de una individualidad más afectiva pues la tensión se centrará ahora sobre vínculos sociales, de casta pero también de compañeros de adolescencia, quinta, promoción u otras comradarías posibles. Y porque los vínculos socioafectivos se vuelven, para todo cuerpo singular desamparado, algo de gran valor que solo en las circunstancias más desesperadas despreciaría el individuo; o bien puede ser que, por falta de prudencia y en la agitación del momento, se olvida momentánamente de ellos. Pero, en cualquier caso, la recuperación del afecto perdido debido a ofensas menores, constituye un “quehacer” más con el que ocupar el tiempo fisioantropológico colectivo.

Diríase que los celos en general son también muy constructivos en este sentido estructural pues ante el daño causado es necesario cierto proyecto de reconciliación, o al menos tolerancia, si se trata de un mismo locus de pertenencia socio-homeostática en el tiempo y respecto al que ninguna de las partes implicadas tiene intención de abandonar. También la repulsión/atracción entre machos/varones tiene gran utilidad estrucutral.

El papel de la figura sociobiológica del padre (según comenta el tema Morin en El paradigma perdido (1973)) sería un ejemplo del uso del afecto para equilibrar, en realidad, una dinámica estructural y así limitar el peligro de dispersión colectiva que representa, potencialmente, toda nueva generación de jovenes -tanto respecto a los varones como las féminas. Pues con la posibilidad de sentir afecto, tanto de parte del padre hacia los jovenes como de parte de éstos hacia los mayores, el conflicto entre generaciones pierde algo de su fierza al rebajarse a una forma de antagonismo competitivo que no puede traspasar fácilmente los límites que impone, precisamente, el afecto cultivado entre una y otra generación, principalmente a través la figura y papel estructurales del padre respecto su influencia en el desarrollo psicológico de los hijos.

Porque el uso estructural del afecto supone una evolución hacia una mayor autonomía del grupo frente a su propio medio de dependencia, en tanto que el «alimento» sensoriometabólico sobre el que se asiente el tiempo colectivo la proporciona la interactuación social entre el individuos pertenecientes. Y los estímulos exogrupales, que debido a su regularidad han pasado a un segundo plano, solo volverán a incidir en la mecánica grupal cuando sean de una magnitud verdaderamente importante.

Donde hay afecto se incrementa asimismo la fuerza potencial del dolor emotivo y moral, pues en cuanto desarrollamos el afecto por otros (incluso a partir simplemente de la proximidad físicia repetida o estable entre individuos), ya quedamos susceptibles de sentir su pérdida. Es decir, el revés de la misma moneda afectiva es el dolor, lo que a su vez suele abocarnos -respecto los grupos específicamente humanos- a un renovado empeño por entender, racionalizar y sobrellevar razonando, nuestras propias respuestas emocionales.

Pero bien mirado y teniendo en cuenta el armazón socio-biológico en su conjunto (en la medida que esto sea efectivamente posible), se constata que esta mayor autonomía individual a que obliga el afecto, junto con su corolario, el dolor, viene a ser una solución redonda respecto al problema que se podía decir “de origen”, esto es, el de acomodar la violencia reorganizando nuestra relación con ella. Y es que el afecto que implica el dolor que fuerza a una mayor racionalización de las cosas (a través, precisamente, de epistemologías religiosos y morales-judiciales), impide que la violencia acabe dispersando el grupo (ahora ya la “sociedad”) al mismo tiempo que no rebaja en nada la potencial individual de ejercer la violencia. Es decir, se está reforzando la mecánica colectiva no suprimiendo la violencia sino encauzándola de otra manera sin que la capacidad inidividual de producirla merme de ninguna manera, sino que permanece como una paradójica constante que fundamenta -crípticamente- la posibilidad del desarrollo cultural, puesto que la violencia y la zozobra que provoca en nostoros pudiera entenderse como el porqué profundo de la cultura respecto a los contextos sedenatarios dependientes de la agricultura.

Y de paso justificamos teóricamente la ambivalencia y volubiliad pulsional de toda individualdidad social, algo así como el porqué estrctrual de una personalidad indiosincrática propia, pues aumenta la ocurrencia de interactuación significativa entre los individuos que, a falta de una amenaza externa susceptible de entenderse como «existencial», la evolución de los grupos de primates/humanos ha optado por reorganizarse a partir de lo que en general puede entenderse como crisis o conflictos homeostáticos internos al propio locus de pertencia colectiva: nuestra irritabilidad, mal humor, celos e invidia, pero también nuestros anhelos, gracietas, afectos y lealtades, son víveres digamos en los estantes de la dispensa cultural al que el tiempo colectivo puede acudir para su propio sustento.

Aunque, claro, solo provisionalmente pasan a un segundo plano las amenazas exogrupales existenciales; o mejor dicho, permanecen siempre las estructuras subyacentes de acorazamiento grupal inherentes a la mecánica de los grupos (de la que depende, evidentemente, nuestra propia individualidad), en espera, digamos, por si vuelve aparecer el críptico rey estrctural que ocuparía de nuevo su posición sitial de regidor dominante: pues ante las amenezas reales, o siquiera la idea de las mismas, vuelve a activarse el modo de organzación que podríamos llamar del macho alfa, que de un plumazo borra toda otra estructura socioafectiva para sustituirla con una consolidación colectiva en forma de piña acorazada detrás del soberano (orginalmente el macho alfa; luego el héroe -guerrero o también moral-, un rey y, después, el sobrerano postulado en forma de divinidad antropomorfa).

Es precisamente esta estrctructura subyacente que todo político populista desaprensivo busca rentabilizar al hablar insistenemente de las amenezas externas con el objetivo de minar de esta forma las establidad compleja anterior. Pues que en la apelación a la amenaza externa se está desactivando ese otro modo de articulación colectiva que tiene su fundamento en el afecto, el dolor, y el esfuerzo revulsivo por razonar.

El sentido humano, por tanto, probablmente deba entenderse como, en primer lugar, una respuesta colectiva al estímulo y zozobra sensoriometabólicos individuales: el grupo se resiste a disperarse gracias a la autonomía aumentada del sujeto socio-racional, autonomía que logra, paradójicamente, mantener al mismo tiempo la furiosa voluntad individual a la vida (la «violencia» vital en su sentido más amplio) por una parte, junto con una homogeneización identitaria que faculta precisamente nuestro recurso al razonamiento (moral-racional y finalmente ético-epistémico). Y tal como el dolor moral para con nuestros congéneres solo es posible a partir de los mínimos lazos de afecto que hayamos podido forjar, todo sentido ontológico de todo ser como contingencia cultural (a partir de cualquier estar étnico-geográfico que sobre el planeta pueda darse) solo emerge en respuesta a los estímulos con suficiente enjundia homeostática para nostoros los sujetos de un locus de pertenencia cultural específica que vayan teniendo lugar.

De manera que un uso teatral de la vida y escenario públicos, en donde el sino moral de toda individualidad social que se pone una y otra vez en la picota pública, bien en tanto víctima física o bien moral, como asimismo todo tipo de victimario (material o bien intelectual), parecería devenir en base estrcutural estético-moral del alma sedentario, pues que se trataría de un mecanismo (en términos netos, ojo) más incruento que físicamente violento, y dado que siempre hay más beneficiarios sensorio-homeostáticos que bajas reales.

Pero el espectáculo ha der ser, como decimos, de suficiente enjundia homeostática como para alimentar y mantener la fogata estructural que necesita seguir consumiéndose en la trastienda de lo aparente sedentario. Si bien solo la violencia (tambien aquí se entiende en su sentido más amplio que no solo la brutalidad corporal entre personas, aunque también eso) resuena en nostoros con la necesaria fuerza fisiológico-estética como para se requiera en nosotros, otra vez, el auxilio de lo moral y, en última instancia, la fuerza misma de lo racional.

Es decir, solo el arresto del embate furioso de autoimposicón humana, en tanto espectáculo vivido del que no nos podemos escapar, y ante sus consecuencias dolosas tambien vislumbradas, solo entonces se nos obliga (con el mayor y más vital gozo por nosotros experimentados, dicho sea de paso) a buscar condolernos en la razón, la compasión y la ética.

Porque el poder con que nos obsequia la cultura de pertenencia para nuestra propia autoimposición, moral-racional, después ética, a partir de la zozobra que en nosotros nos pueden provocar los padecimientos y miserias ajenos contemplados; cuando nos encontramos en el brete de tener que afrontarlos y no rehuirlos, y cuando nace en nosotros el sentimiento de nuestra propia respuesta emocional que nos obliga, a su vez, a saber de algun manera quiénes somos cada uno como la persona que entendemos que somos, ese momento lo vivimos -seguramente- con el ímpetu de lo real y nuestro propia capacidad de ser ante ello, como al menos cierto poder de ser nosotros mismos.

Pero si te gusta esa otra parte benevolente y elevada de ti mismo, ahora sabes a quién te debes y a quién has de agradecer (quiero decir no en ningun sentido religioso ni espiritual -aunque cabe eso también, claro- sino respecto de nuestra comprensión de cómo funciona la antropología como mecánica).

Que debido a la dependencia de nuestra razón, en realidad del colectvio, y como nuestro propio pensamiento queda superado por esta circunstancia, resulta necesaria cierta aproximación laica -técnica- a lo sacro como concepto, en tanto que solo dificilmente puede nuestra experiencia racional dar cuenta de su verdadero origen a partir del grupo homeostático.

Y tambien nos convendría a todos entender mejor, precisamente, las religiones y cierta función performativa-estrctural que también les corresponde.

¡Cosas que tiene la complejidad edagarmoriana!

He aquí el comienzo de una respuesta respecto la pregunta de qué es realmente eso del «sostenimiento» sedentario.

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El paradigma perdido: ensayo de bioantropología (1973)

Introduccion al pensamiento complejo (1990)