El catástrofe de Babel
FERNANDO VALLESPÍN
En El País, 28 SEP 2017
“Tomo prestada esta expresión del filósofo P. Sloterdijk (En el mismo barco, Siruela). El mito de Babel como manifestación de la pérdida del consenso entre los hombres, el ser condenados a no poder entenderse entre sí y a disgregarse por el mundo. En términos del filósofo alemán, el objetivo del dios bíblico al crear los diferentes lenguajes es que “la ciudad ha de fracasar a fin de que la sociedad tribal pueda vivir”. Cada cual, como diríamos hoy, en su “cámara de eco”, en su propio refugio de significados y formas de vida compartidas y excluyentes, en sus convicciones soldadas a fuer de emociones y relatos propios. Nada aísla y divide más que la pérdida de un lenguaje común, el ejercicio de violentar el significado de las palabras para impedir aquello para lo que fueron diseñadas, el entendimiento mutuo.”
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Una lengua particular es la experiencia geográficamente singular –aun de forma posteriormente mitificada– de un colectivo humano físico, original. Sin embargo, el dios bíblico arriba citado seguramente intercambiaría el orden causal de los términos, de manera que una versión solo descriptiva, que prescindiera por tanto de la agencia divina, sería la que postulara la disgregación física de los hombres por el mundo como la causa real de que surgieran contextos fisiocorpóreos y semióticos diferentes, como simulacros finalmente diversos –en rigor solo ligeramente diferenciados– de los grupos humanos antropológicos geográficamente repartidos.
La historia conceptual occidental de la ciudad se renueva de alguna manera en Caín y las circunstancias de una fisiocorporeidad humana base, pre-social (esto es, pre-racional) que la experiencia sedentaria, civilizada lleva en su seno de forma críptica y respecto de la cual jamás puede zafarse, dado que su misma condición de ser socialmente racional es siempre producto del sustrato fisiocorpóreo del grupo humano, pero socialmente realizado como finalmente sujeto antropológico histórico. Y en este sentido se puede afirmar que el vivir nuestro socialmente congruente y racional, depende precisamente de que compartamos un plano sub cultural fisiológicamente corpóreo y sensorial que, además, ha de permanecer de alguna forma siempre y necesariamente críptica al mismo plano culturalmente racional que fundamenta.
Porque la configuración opróbica (esto es, la relevancia fisiológica finalmente moral) que da fundamento a la lengua del grupo humano también obliga al individuo a la asunción de un paradigma de individualidad socialmente congruente que significa la postergación en suspensión del sustrato fisiocorporal singular, lo que aboca a una forma de identidad de uno mismo por medio de los demás (esto es, una racionalidad en cierto sentido fisiológicamente extrínseca al individuo). Dicha fijación extrínseca y social de la fisiología individual, cuando el individual se sobresalte moral y opróbicamente en solo su sensorialidad más allá de las pautas ya establecidas en su propia fisiología socialmente configurada, se diluye repentinamente en la mayor forma de inseguridad y verdadera angustia que puede conocer la individualidad de los grupos humanos sedentarios; que como tal es también un resorte natural de los mismos grupos para, al calor de las contingencias, volver a recomponerse (que esto también históricamente lo hemos hecho de maravilla, desde luego).
Pues debido a la naturaleza fisiológica del experimentar humano en la perenne impresión sensorial de la percepción, vivimos efectivamente enajenados necesariamente de la experiencia física corporal (puesto que nuestra comprensión racional de lo que percibimos sensorialmente se encuentra, sin embargo, extrínseca a nosotros en el origen moral-físico en realidad del grupo): estamos vivos de hecho en la impresión sensorial singular nuestro, pero somos únicamente en la vigencia moral de la racionalidad del grupo y a la que, como individuos no tenemos más remedio que dejar que nos defina, aun cuando la desafiemos. Es decir, que el poder saber qué somos, que es la capacidad de sintetizar lógica y conceptualmente la propia sustancia fisiológica del experimentar nuestro, es algo así como el premio que se otorga a los cuerpos sentientes de los grupos humanos concretos; entes singularmente físicos que son individuos precisamente porque la permanencia del grupo a que pertenecen requiere así que lo sean, siempre según los términos, a grandes rasgos, que la experiencia anterior del grupo haya venido históricamente imponiendo sobre la vida de los individuos, aunque éstos, en el fragor del presente fisiológico no tienen noción alguna de ese pasado salvo precisamente por medio del saber del grupo, aquello que es una construcción lógica, al fin y al cabo, del grupo como relato que nos sirve en principio solo y simplemente para apoyarnos en la continuación de esto que siempre hemos hecho —que efectivamente somos— en la ontogenia solo nuestra. Lo que es, en realidad, una forma de presente perpetua que, paradójicamente, tiene su mayor sustancia para nosotros, no en los relatos de los que dependemos, ni en ningún saber conceptual, sino en la tonificación en realidad fisiológico-sensoria, más bien sin objetivo claro alguno salvo acaso simplemente su continuación en el tiempo.
Y en la tonificación puramente fisiológico-sensorial del individuo, que puede llegar a manifestarse como una alteración psicofisiológica intensa, la congruencia social y su semiótica se vuelven a reafirmar precisamente en el presente fisiocorpóreo, necesariamente por debajo de nuestra visión racional y como la fuerza real que nos empuja, brutal e inmisericorde, a que seamos efectivamente sujetos racionales, esto es, a que nos sometamos a la congruencia viviente de los demás.
Pero la soledad sentida del lenguaje manipulado es una soledad ciertamente profunda, porque el simulacro antropológico y su proceso de individualidad por medio de los demás (en su mecanismo fisiocorpóreo del lenguaje humano específico) ha simulado desde siempre nuestra sentida pertenencia al grupo, que es no obstante fisiológicamente de lo más real, sin duda. Un simulacro que es en realidad el disimulo del hecho de que simplemente no podemos físicamente pertenecer jamás, sino solo en nuestra fisiología; y que, además, para que ese grupo siga vivo y tenaz en su mismo ímpetu vital no puedes nunca integrarte del todo mientras te dure la vida. Pero recibes a cambio el poder saber racionalmente quien eres tú, pues son ellos y tu pertenecer solo fisio-opróbico y sensorial el medio por el cual puedes aspirar a conocer al menos en algo la sustancia fisiológico-sensorial propia del vivir experimentado particular de cada uno.
Las imágenes lingüísticas mal sonantes y demasiado gráficas (toda cultura por muy próxima que permanezca a su entidad corporal propia las conoce) ponen repentinamente en crisis al sujeto lingüístico, precisamente en el estímulo fisiosensorial que ejercen sobre él, peligrosamente más allá de los patrones ya consabidos; si bien esto no se limita solo a la percepción lingüística, sino que ocurre para el yo social respecto de cualquier sentido corporal, y la sensorialidad particular en su conjunto.
Un sentido orweliano de la manipulación política tiene para nosotros el mayor ejemplo en la corrupción estratégica de la semántica de las palabras, que es al mismo tiempo una extensión del proceso natural de deferir la experiencia física ya inherente al proceso antropológico de simulacro de los grupos humanos: en casi todos los ejemplos del famoso ensayo del autor sobre los eufemismos (el de Orwel), se constata como raíz de todo intento de alterar el sentido lingüístico por parte del poder la necesidad de evitar la desazón moral de quien percibe el mensaje lingüístico; y esto debido poderosamente al terror más profundo en el individuo de la pérdida de la legitimidad social de su propia pertenencia al grupo, pero en la misma alteración fisiológica que la percepción del terror (tanto física como moral) le produce. Pues tal sobrevenida excitación que, si se aviva repentina y brutalmente, conduce inexorablemente a un estado fisiológico —y también fisiorracional— del individuo de máxima tensión y alarma, cosa que normalmente no favorece en absoluto el estatus quo político y fisiosemiótico de cualquier presente humano colectivo, sedentario, y en particular para el poder real terrenal que lo rige.
Y es que en la zozobra de la impresión sensorial nuestra, empieza, de nuevo, nuestro eterno retorno ancestral y evolucionario, una vez más, al seno al menos fisiológico-sensorial, de la matriz viviente que son los demás, pero donde encontramos nuestro mayor fundamento del propio yo, tal y como lo entendemos racionalmente, en solo aquel lugar en principio simulado (porque es inicialmente interior a uno mismo) donde efectivamente se nos compele al ser social identitario que somos, como aquel lugar en realidad remoto (porque no viene dado, sino que hay que volver continuamente a encontrarlo) donde podemos conocernos, al fin.
Pero también se hace forzoso acarrear con las evidencias por otra parte históricas de que las palabras surgieron (o fueron diseñadas) para el mutuo entendimiento respecto de un grupo humano particular, y que las circunstancias del oprobrio biológico y la naturaleza en realidad sociogenética de los seres humanos han empujado desde siempre a los grupos humanos a disimular, en el sentido antropológico aquí esbozado, su realidad corporal a la manera de una suerte de sacrificio estructural a favor del orden racional, como compromiso fisiocorpóreo obligado, viviente. Y así, puede muy bien mundializarse el hombre racional, mediante la extensión de su misma sensorialidad, su fisiorracionalidad y en los frutos de su imposición conceptual, pero solo arriesgando el fundamento moral (finalmente racional) que es su estar físico base, siempre local, siempre fisiológicamente inmediato y necesariamente frente a la alteridad siempre local e igualmente inmediata.
Para los seres humanos el entendimiento mutuo, en el plano antropológico al menos, es intrínsecamente local también, porque por debajo las estructuras conceptuales por las que racional y culturalmente nos conocemos, el proceso humano de nuestro ser antropológico tiene en su centro profundo y nuclear –en la raíz misma de sus posibilidades lingüísticas– el cuerpo singlar y su fisiología sensorial correspondiente.