El manierismo visual y la estabilidad antropológica
Debido a que el orden racional de los grupos humanos se labra del mismo ímpetu fisiológico-vital de los individuos (a partir originalmente de las relaciones oposicionales que en el espacio físico van formando entre sí) resulta que, para sostener la racionalidad grupal en el tiempo, los individuos de los grupos humanos han de permanecer susceptibles al estímulo sensorial. Porque en el mismo estímulo fisiológico-sensorial renovado, se recupera también la pulsión base y fundacional de la racionalidad grupal cuyo origen y perpetua razón de ser surgen como respuesta precisamente de contención, por cuanto limitación –finalmente delimitación y definición– de la vida fisiocorpórea y sensorial del grupo.
Y si bien es verdad que los individuos perciben individualmente en algún grado como percibe el grupo, también es cierto que la percepción humana individual es universalmente manierista; esto es, que el efecto de los objetos percibidos visualmente como discordantes –aquellos que sobresalen de forma distorsionado por tamaño o postura– nos encandilan sensorialmente, como evidentemente han entendido los artistas pictóricos y –evidentemente también– los directores de cine.
De esta manera, al igual que en el caso del héroe fisiosensorial, como en la representación sensorial (pictórica o fisiomental) de los grupos humanos –en la forma de cualquier serie de objetos que parecen seres humanos o que se pueden antropomórficamente concebir como tales–, el carácter manierista de nuestra percepción visual, que se extiende también a la imaginería (claro está) de nuestra mente (y el impacto fisiológico sobre nosotros, por tanto, de la misma) puede considerarse un componente más de un sustrato fisiológico, fisiocorporal y pre-racional cuya universalidad queda por implicación establecida en el hecho de que no hay grupo humano antropológico que no disponga de la capacidad (en verdad, la necesidad) de valerse de su propia racionalidad grupal hacia su supervivencia colectivo en el tiempo, y concretamente para que no se disperse el grupo.
Y esto estructuralmente puede plantearse como un recurso fisiosensorial de los individuos que, precisamente en el sobresalto de la impresión sensorial, entran vigorosamente en una especie de ebullición fisiológica interna –en cierto sentido como crisis de una complacencia inmediatamente previa–, que deviene de nuevo en la urgencia real y corporal de pertenecer de nuevo, y que enaltece lo que es el verdadero cobijo de la autodefinición cultural como perpétuo retorno a al conocimiento visceral en ellos de lo que soy yo en mi propia fisiología corporal.
Porque simplemente en el estímulo volvemos a nacer, como si dijéramos, en la vigorización del nuestro propio estar vivo corporal, lo que ipso facto y naturalmente, requiere que de nuevo lo volvamos a someter racionalmente al único orden que tenemos a nuestra disposición, la alteridad de una pertenencia propia, que son el grupo y la renovada razón de mi propio ser social y antropológico.
Pero sin el sobresalto la impresión sensorial, ¿por qué tendría yo que volver?
Y la buenaventura de la crisis que supone la titilación sensorial, me permite en verdad volver a ser quien soy, crucialmente en el paradigma de los otros que somos todos, y que es una perpetua reincorporación que tiene lugar, sin embargo, de forma sibilina sin que ninguna realidad objetiva ni se tambalee ni se inmute.
Pues dispongo de una forma de libertad en la intimidad de mi sensorialidad que eleva la complejidad moral de ser social a partir, sin embargo, de un estar solo fisiológico y corporal.
Y la libertad humana, pero entendida en este sentido fisiológicamente sensorial, es el basamento estructural de los contextos humanos sedentarios que, precisamente en el zozobro de la impresión, pudieron llegar a compensarse sensorialmente el acotamiento del espacio humano agrícola, desde entonces y respecto el interesante dilema de una tierra, una sangre, un pueblo:
Porque aun a día de hoy nos bendice –-al menos estructuralmente– esta intimidad fisiológicamente sensorial particular de cada uno, en el poder de tonificación envolvente que nos proporciona, pero sin que se altere de forma inmediata el orden establecido, cualquiera que sea y esté quien esté por encima, en el domino real-político de ese orden:
Y con ese fin, precisamente, se nos designará históricamente al enemigo (como en realidad complice estructural) de lo que constituye una cierta renovación corporal nuestra, en el grupo, pero mediante la intimidad sensorial de cada uno. Y el poder de titilación de la lucha a muerte, diente y uña, contra el enemigo designado –que supone en realidad la perpetua recorporeización nuestra, grupal y viviente–, hay pocas cosa que lo superan, como la historia desde luego nos ha mostrado.