La sensorialidad humana por cuanto está regida por estructuras opróbicas grupales de relevancia fisiológico-sensoria para el individuo, depende precisamente del efecto de una ejemplaridad viviente en el estímulo y su impresión; porque los contextos sedentarios que no permiten el movimiento permanente físico han de abastecerse fisiológica y sensorialmente de caudal real pero soterrada de la experiencia de la impresión, como condición inexorable de la naturaleza fisiológica humana, y que le sirve al grupo humano estructuralmente hacia su misma definición culturalmente racional, o al menos funcionalmente congruente respecto del grupo y para todo individuo perteneciente al mismo.
La tonificación fisiológico-sensoria del sujeto percibiente es ciertamente la base real de la posibilidad moral humana, lo que crea una férrea interdependencia entre nuestra parte fisiocorpórea, y el yo cultural. De tal manera que es mi percepción vigorizada de todo aquello que me espanta, desconcierta, enfurece o entristece; eso que me parece injusto o me horroriza sobre todo en lo cercano que intuyo que pudiera ser a mí y mi propia conduct potencial: todo esto es justo lo que me incita y fustiga hacia mi propio ser socialmente congruente, como en realidad una cuestión de vida y muerte, pues es mi proximidad sensorial al horror (en todas sus variables manifestaciones) que forja mortificando, digamos, mi propio yo racional en su sujeción, siempre transitoria, a la congruencia social que efectivamente me cobija, desde luego, si es que logro que los otros no me expulsen, apedreen, o de otra manera se vuelvan, ultrajados y enfurecidos, como colectivo, sobre mí…
Porque nunca se sabe, pues en la duda precisamente de la tension moral de un yo que jamás se colma como definitivamente perteneciente al grupo (puesto que somos singularmente físicos, cada uno por siempre como la madre que a cada uno nos trajo al mundo), está la razón de ser y el porqué de mi propia racionalidad, el porqué me importa tan poderosa y visceralmente el serlo. Lo que implica sutilmente que por norma no lo soy (esto es, racional en un sentido socialmente congruente) por naturaleza, de la misma manera que jamás físicamente puedo integrarme totalmente en ningún grupo humano.
En el horror de la violencia percibida, que lo es siempre por el fundamento moral sobre el que se asienta en mi propia naturaleza sociogenética y opróbica -como precisamente ejemplos vivientes percibidos de los que ya no pueden contarse entre nosotros, bien como víctimas, o bien agentes de la violencia sobre otros pero cuyo fuerza mortificadora no podemos nunca sensorialmente soslayar-, quedamos renovadamente ejercitados, en toda fibra opróbica corporal nuestra, en el porqué nada menos que del acto moral humano, que es simplemente el refuerzo de nuestra naturaleza social y la dependencia en realidad física del grupo que es sin duda el espacio real en el que transcurre inexorablemente nuestra existencia sensorial.
Y aunque no soy exactamente consciente de ello, cuando me someten mis propios sentidos a la experimentación de alguna forma del horror, sin emabrgo, sí sé que no quiero ser eso, igualmente respecto a las imágenes de cualquier víctima despojado de la vida que he de contemplar, como respecto a los que lo hicierion: en ambos casos nace en nosotros una necesidad visceral (esto es ´fisiológica´) de permanecer nosotros, a toda costa, en el grupo y a petición feroz y verdaderamente imisericorde, como si dijeramos, de nuestro propio cuerpo, pues es de repente nada menos que la voluntad humana de perdurar lo que nos encauza hacia el grupo matriz y su cobijo, y respecto todo aquello en el que se sostiene, como sus normas, instituciones, lengua, valores y mitos, siendo la aceptación de los mismos y su asunción por parte del individuo la mayor forma de integración ahora posible (puesto que el cuerpo propio, el final y cabo, siempre te lo quedas tú, irremediablemente).
O esto al menos transitoriamente, como digo, porque se trata de una forma en realidad de tensión estructural y antropológica (desde luego), que precisamente para retener su vigor y disponibilidad, ha de alimentarse y cultivarse en su propio mantenimiento a través del tiempo. Y porque, no se olviden, el mal también atrae, que en cierto sentido es una bendición, puesto que precisamente eso de la naturaleza humana -su ambivalencia-obliga igualmente al ejercicio racional repetido y reforzado también por parte del grupo. Esto es, en la recia sensorialidad fisiológica nuestra, si se mira bien, ciertamente encontramos la llave a nuestra propia existencia racional-moral sin la cual los grupos humanos jamás hubieran podido permanecer sin dispersarse.
Y así no tenemos más remedio que afirmar que somos racionales porque no lo somos en el fondo; e igualmente si el fondo fisiocorporéo nuestro se viera por cualquier circunstancia alterado, el sentido y funcionalidad del ser racional nuestro también cambiaría. Y otro tanto: la civilización y su anclaje moral, como aquí se infiere, se basa en una permanente tensión diríamos metabólica que requiere en el fondo una cantidad enorme de energía y sustancia simplemente fisiológica.
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