El código Hammurabi y la condición críptica del sentido humano

Apuntes a partir de Coerción, capital y los Estados europeos 900-1990 de Charles Tilly

Imagen parcial de El código Hammurabi

Y ocurrió que Anu y Enil me instaron a procurar bienestar a mi pueblo, a mí, Hammurabi, el príncipe obediente, temeroso de dios, y a hacer que la rectitud apareciera en esta tierra para destruir al malo y al ímprobo, para que el fuerte no dañe al débil y para que yo ascienda como el sol sobre las gentes de cabezas negras, iluminando esta tierra.1

El marco «fisioantropológico» anunciado por el príncipe Hammurabi:

Yo obedezco a los dioses poderosos que son mi fuente de legitimidad, aparte del hecho de mi fáctico señorío consumado sobre el territorio.

-Soy, por tanto, orden y todo en mi persona y en mi ser es a favor del bien.

Lucho para vencer al mal (léase otros como yo que quisieran alzarse): que es, en efecto, una forma de maldad por cuanto no puede haber dos fuerzas violentas en disputa, dado que eso no es compatible con la antropología sedentaria. O mejor decir, que el conflicto agonal entre grupos humanos es una forma muy importante de estabilidad -porque entronca con la intensidad identitaria como mecánica socio-homeostática del sostenimiento sedentario-, si bien en la evolución de dichas sociedades resulta que surte efecto solo limitado: a partir de cierto momento de desarrollo y homogenización parcial ya no se tolera, puesto que constituye para la experiencia sedentaria -que es, por tanto, concentrada en lo proxémico y en la interactuación social que ya no se desplaza en grupo- una fuente de dolor y zozobra que rebasa el límite de lo funcional puesto que un aspecto importante de la viabilidad sedentaria es cierta planicidad base que periódicamente se revoluciona para volver a un nuevo contexto estable (de planicidad, y a la espera de futuros estímulos, disrupciones y crisis de efecto todos ellos homeopático).

Garantizo, además, la justicia en tanto que el poderoso no puede excederse con los débiles, puesto que los contextos sedentarios no toleran ni bien ni por mucho tiempo el mal trato ni los abusos de parte de los poderosos, si bien es muy cierto que dichos contextos se alimentan metabólicamente tanto de las diferencias sociales, como de la injusticia implícita en ellas. De hecho, aunque digo que «destruyo al malo y al ímprobo», soy guardián, en realidad, del contexto en el que tiene lugar esta lucha y persecución, y no tanto de que se cumpla realmente la promesa; es más, probablemente tenga mucho más sentido estructural que no se cumpla definitivamente nunca jamás.

Todo ello constituye mi finalidad (el paraqué): yo reino en tanto orden que soy sobre el tiempo colectivo y respecto esta extensión de territorio; o sea, frente a los exoterritorios. Aunque también pudiera decirse mi función real es el de sostener metabólicamente lo sedentario recurriendo a cualquier fuente de vivificación fisiológica (que como tal rebasa, inicialmente, el plano de los cuerpos) que esté a disposición del grupo, siendo la primera y más importante de ellas, naturalmente, la tensión interna al individuo perteneciente en tanto sujeto socio-homeostático. Por otra parte, los territorios vecinos -es decir, extramuros del nuestro-, en tanto amenaza exterior barruntada que se acecha (porque su habitantes son bárbaros; o bien porque ahí se hacen fuertes otros señores como yo, o simplemente por su calidad ignota), serán siempre de gran utilidad también en un sentido metabólico como fuelle y acicate de nuestro orden social propio.

Existo pues en la tensión permanente del hacer y en tanto supremo hacedor que soy, y dado que ese es el modo real de la posibilidad sedentaria en tanto suple con la vivificación sensorio-homeostática, así como la dopaminérgica, el problema socio-fisiológico que supone para los seres humanos la quietud sedentaria.

Inferencias:

La legitimidad última de la mecánica sedentaria ha de rebasar los confines de lo evidente y parapetarse en tanto concepto lógico-abstracto en el espacio semiótico de las narrativas culturales; su valor estructural reside precisamente en su calidad no susceptible de contradecirse. Apelar de esta manera a unos entes superiores es importante porque, evidentemente, el monarca no es todopoderoso respecto al mundo natural. Por otra parte, es moralmente superior, a ojos del sujeto homeostático, la subordinación incluso respecto al regidor puesto que es una condición subyacente que compartimos todos en tanto seres socio-homeostáticos (aquello sobre el que se asientan los grupos).

Una posición tautológica es el fundamento argumental de la legitimidad del poder, lo que esconde de alguna manera la realidad: el jefe-rector es porque en todo su poderío, es; porque, simplemente, se ha impuesto sobre los demás. Su legitimidad se basa, en el fondo, sobre esta tautología que esconde además otras implicaciones: el regidor, que es porque es, es, además, bueno, dado que no cabe concebir en ningún caso al poder rector como verdaderamente maligno. Es decir, parece que la antropología sedentaria, a la larga, es incompatible con una forma de estabilidad cotidiana que no se arrogue para sí una lógica cultural a favor del bien: intrínsecamente, los grupos humanos, máximos los sedentarios, no parecen tolerar una situación contraria, lo que implica entender esta necesidad de un vínculo serio y firme entre la naturaleza humana y el bien, esto es, en el contexto colectivo, y dado que, como no tenemos otra opción que vivir sometidos al poder fáctico (beneficiándonos de ello, sin duda también), es necesario asimismo atribuir una benevolencia mínima a dicho poder, porque si no, se haría a la larga insufrible, lo que nos abocaría -o al menos una parte de nosotros y como siempre- a una nueva forja de sentido como imposición violenta (léase la rebelión).

Es decir, el fundamento último del sentido humano se asienta sobre la imposición del mismo, mas este hecho no puede finalmente explicitarse como tal, puesto que socavaría la cohesión colectiva sedentaria. En difícil equilibrio se erigen, por tanto, el saber y la viabilidad sedentaria, pues el sentido articula la socio-homeostasis sedentaria respecto una experiencia cultural particular, al mismo tiempo que -paradójicamente- incurre en el riesgo de ir más allá de los límites de lo consabido puesto que el saber sedentario (en tanto despegue semiótico y la ampliación de espacios dopaminérgicos consustancial a ello) capacita -precisamente- al individuo para vivencias más fisiológicas que corporales, frente a la reducción del desplazamiento colectivo físico.

Paradójica es, por tanto, nuestra relación con el saber, en tanto que la articulación de los grupos humanos requiere de la forja constante de sentido (en tanto suporte real de toda unicidad colectiva), si bien el fin del mismo es de carácter, en realidad estructural: el sentido es útil tanto en cuanto faculta espacios colectivos de vivificación sensoriometabólica a disposición de los sujetos homeostáticos (a quienes se les presenta el ejercicio un tanto ilusorio de entender su conformidad con el grupo como, finalmente, un acto de su propio poder de imposición personal); aunque más allá de eso, el saber puede volverse mortalmente peligroso para los colectivos al abocar a los individuos hacia cierta violencia intelectual -no coporal inicialmente, eso sí- pero de efecto potencialmente fragmentario respecto al grupo propio de pertenencia. O en todo caso y de manera universal, han temido (con verdadero pavor) todas las experiencias culturales el saber demasiado, de tal forma que todas las culturas asimismo universalmente (desde las etnografías más particulares hasta las civilizaciones agrarias, las históricas y también la contemporánea) se auxilian de espacios creados de un saber arcano, reservado solo para iniciados (táctica en sí para rentabilizar la tensión metabólica de los sujetos homeostáticos bajo la presión de tabúes establecidos y mantenidos precisamente con esta función estructural).

Y así, como si de un trauma colectivo se tratara, toda andadura cultural humana empieza acarreando algo así como el pesado secreto de su propia feroz incoherencia, y como a espaldas de nuestra misma capacidad de racionalizarla, pues ¿cómo puede ser que nos debemos, en toda nuestra bondad potencial con la que la experiencia social y socioafectiva nos dota, a la realidad brutal e implacable de, en última instancia, la eliminación física del otro que es lo que, en el fondo críptico antropológico, hace posible la experiencia sedentaria en sí misma? Pero, quien se encarga de una necesaria fachada ya institucional -algo así como la gran rúbrica sobre el tiempo humano sedentario colectivo cuya figura e imagen reclaman para sí el poder sobre la misma vida corporal- es, lógicamente, el regidor: esto es, el soberano quien enmascara con su fáctico dominio sobre la violencia (y los argumentos lógicos que se esgrimen para entenderlo) el hecho desolador de que, en tanto sociedad en el tiempo sedentario ahora viable, nos debemos a una suerte de violencia fundadora anterior e inexorable; o mejor decir que es la imposición fáctica del soberano lo que permite, precisamente, que no sea necesario que esto lo entendamos nunca, y dado que parecería sobrepasar nuestra posibilidad cognitiva.

De hecho, de tan atroz e imposible de asumir racionalmente que resulta esta universal situación antropológica, nos auxiliamos en lo sagrado en tanto ambigüedad que permite aquello que precisamente no logramos racionalizar, esto es, sobrellevar el hecho de nuestra propia persona2 racional y yo socializado no sea más que un apéndice, en realidad, de la experiencia colectiva. Es decir, solo un enfoque neurobiológico admitiría acercarnos racionalmente al problema técnico de la antropología examinada desde la óptica de la consciencia humana; mientras tanto, la experiencia humana sobre la tierra ha ido sujetándose en este sentido precisamente por sus propias postulaciones míticas, y dado que siempre quedan a nuestra disposición metabólica y dopaminérgica los espacios abstractos no susceptibles de contradecirse. He aquí la gran baza de habitar un cuerpo físico definido, junto con el humano poder cognitivo de postular sentido. Pero es al cobijo incorpóreo del ente postulado -que postulamos nosotros mismos- donde accedemos al amparo colectivo de lo racional, ahí donde, por incorpóreo y en el fragor de solo lo homeostático, caben realmente todos los cuerpos físicos.

Porque es precisamente el sentido que hace que sea sostenible la experiencia sedentaria: porque toda lógica cultural se establece sobre la organización de la experiencia fisiológica, acomodándola y creando espacios miméticos de vivificación fisiológica y dopaminérgica que solo un plano semiótico extenso puede garantizar. La forja de un sentido conceptual mayor y más explícito es la clave para la experiencia sedentaria por cuanto abre un mundo no corporal que, sin embargo, queda aún sometido por la homeostasis del organismo humano como parte de, simplemente, nuestra neurobiología (o así puede entenderse el sistema nervioso en su conjunto como aquello que, en cierto sentido por separado, regula neurológicamente los procesos homeostáticos corporales3).

Es decir, que el plano moral se desdobla en dos planos diferentes, uno que es directamente corporal, y otro que consiste en una cierta recreación emotivo-mental en la intimidad homeostática de todo sujeto perteneciente, aunque rige en ambos por igual la relevancia socio-normativa de, simplemente, la pertenencia (raíz permanente de eso que nos hace permeables como individuos a cualquier sentido moral).

Por contra, la experiencia nómada y seminómada se configura sobre entornos de sentido mucho más proxémicos, esto es, un sentido que se asienta mayormente sobre la interactuación socio-corporal inmediato que no precisa, por tanto, de las oportunidades de vivificación fisiológica consustancial a un mayor desarrollo semiótico; o no en el mismo grado, dado que la experiencia nómada tiene a su estructural disposición el desplazamiento colectivo físico en el andar mismo.

Que es decir que estamos, en tanto seres socio-homeostáticos sedentarios, condenados a crear y adherirnos al sentido sociorracional de nuestra pertenencia cultural puesto que es el sentido lo que hace posible las vivencias sensoriohomeostáticas (de las que, a su vez, depende el sentido para reforzarse nuevamente). Pero, resepcto a esta nueva condición sedentaria (para la que no se nos ha de considerar originalmente autóctonos), la violencia permanente es un serio impedimento a la posibilidad de la creación de sentido humano en los términos aquí esbozados, pues en pequeñas dosis fecunda el sentido (al obligar al grupo a reforzarse), si bien la violencia extrema y prolongada en el tiempo lo disuelve junto, finalmente, con el grupo en sí. Porque de alguna manera la imposición violenta en sí y en todas sus formas (respecto cualquier necesidad humana de la consecución de confort a cualquier nivel y en cualquier ámbito) es el verdadero fundamento del sentido humano; toda violencia por tanto rivaliza, en tanto sentido en sí mismo fáctico, con cualquier otro.

Evidentemente, Hammaburi propone en el texto citado ocupar él mismo el ámbito de la violencia corporal, única violencia legitima, de ahí en adelante; al mismo tiempo que constituye -a modo de decreto implícito- este otro espacio más fisiológico que directamente corporal que es el de una agudizada visión de lo social como rectitud moral y que, necesariamente, atañe a todos nosotros. Y es que parece que, una vez extirpada la violencia corporal más cruenta entre nosotros, hemos de buscar otras formas de pendencia en tanto vivificación metabólica que requiere de nosotros homeostáticamente, pero no en tanto respuesta corporal inmediata: vista desde una óptica antropológica esta fuente de permanente zozobra íntima (o sea, moral) deviene en recurso estructural a disposición de todo contexto político-agrario organizado.

Es decir, Hammaburi inaugura el juego homeostático de lo sedentario al arrogarse el papel del hacedor violento único que es un verdadero quehacer sin duda antropológico, al mismo tiempo que faculta la necesaria organización de otros espacios de vivificación fisiológica a través de lo moral (y el dispositivo filogenéticamente constituido de la pertenencia «opróbica» colectiva).

Y con la estipulación ya formal del bien y del mal, se nos abre, naturalmente, otros espacios metabólicos adicionales, el de la transgresión como asismismo la culpa, en tanto resortes imprescindibles para la continuidad del tiempo humano sedentario, además del debate no violento y -afortunadamente- interminable que implica la introducción del derecho tipificado y la necesidad, a partir de entonces, de interpretar los hechos.

Pues concibamos, a modo de ejercicio intelectual, el derecho en tanto institución social desde esta misma óptica de lo estructural: el planteamiento de Hammurabi aquí citado que le sirve precisamente para justificar este nuevo acto violento -ahora más semiótico que corporal-que es la imposición de un código de conducta a través de la tipificación de ciertos delitos y sus castigos correspondientes, constituye, podríamos decir, un manual de instrucciones que se propone regir -y aun rentabilizar- una fuente de gran tensión metabólica que de alguna manera reemplazará la violencia corporal desordenada que el rector se ha arrogado para sí (y por la vía de los hechos, pese a todo). Es decir, de lo que el regidor-jefe ha quitado a la experiencia colectiva (la violencia desatada y sin sentido de múltiples grupos armados en conflicto entre sí) parecería que se lo ha de devolver en forma de cierta oportunidad metabólica colectivamente disponible en forma del periplo individual e íntimo de la rectitud moral a favor del bien y frente al mal.

Podríamos concluir -tentativamente- que se trataría de una cierta metamorfosis a partir de la otrora desgarradora violencia corporal, que se vuelve a configurar, de alguna manera, en la forma de cauces definidos de gran vivificación fisiológica (es decir, morales) en compensación por la ausencia impuesta, respecto la vida cotidiana sedentaria, de la brutalidad física extrema que es la violencia y, en última instancia, la guerra.

Exactamente el mismo «juego homeostático» propone, en otro contexto religioso-jurídico, Yahvé cuando inicia, de alguna manera, a Caín en este nuevo modo antropológico del ser sedentario, a través precisamente de una relación de ninguna manera corporal sino de carácter fisiológico-cognitivo (que seguramente pudiera decirse también dopaminérgico) en la que el ser humano ha de procurar adherirse en su propia emotividad al hecho de ser objeto permanente de la presencia y escrutinio divinos. Es decir, Caín como agricultor vive ahora sujeto de forma más metabólica que física en su propia vivencia emocional-pulsional por la ley divina y la tipificación como delito de toda violencia homicida endogrupal. Abel, en cambio, quien como pastor subsiste aún de forma más móvil, no sirve ya como arquetipo para el nuevo mundo que propone-impone Yahvé: el asesinato narrativo del mismo pudiera entenderse, desde una óptica estructural, como un desechar de lo antiguo ante nuevas circunstancias agregadas, en particular, la de los espacios urbanos para los cuales, al parecer, la figura de Caín y su genealogía es central, algo así como el fundador de ciudades al este de Edén; y porque con él se inician, al cabo de algunas generaciones, los oficios del tratamiento del cuero, la fabricación de instrumentos musicales y, la metalurgia, todos ellos cauces de consumación metabólico-vital de los que depende la experiencia sedentaria, tanto en cuanto oficios (o sea, ocupación corporal), como en la forma de espacios metabólicos tendentes a lo estético (consumación del tiempo más fisiológico que corporal):

Y SIN EMBARGO NO DESAPARECE NUNCA LA GUERRA…

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1 Cita extraída del prólogo del Código Hammurabi por Charles Tilly en el primer cápitulo titulado “Ciudades y Estados en la historia universal” de su libro Coerción, capital y los Estados europeos 990-1990, publicado por Alianza Editorial en 1992.

2 Palabara usada aquí según su etimología latina con el significado de máscara o personaje.

3 La homeostasis entendida como función del sistema nervioso y su mediación neurológica de ciertos procesos corporales a partir de Antonio Damasio en Sentir y saber: el camino de la conciencia (2021)

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