-Y el espacio y los objetos que percibo ajenos a mí y que me constan que no soy yo es la confirmación de mi propio estar en simplemente mi percepción de lo físico-espacial…
-Un mundo físico-corpóreo humano percibido que en sí mismo ya remite a las relaciones espacio-morales del grupo humano (edad, dominio de parentesco, género, raza, poderío físico-sexual, posición socioeconómica sobre otros…)
-Y en lo percibido, por tanto, está la continua contemplación por parte del sujeto percibiente de en realidad esto que debería ser o no ser yo, y dado que en la misma percepción sensorial en la que uno está inmerso, se está jugando al menos totemicamente la corporeidad antropológica particular y la pertenencia, también totémica, al grupo.
-Mi propia fisiosensorialidad está sometida, por tanto, a una contemplación permanente de aquello que soy yo respecto el grupo, antes incluso de cualquier acto mío; y así la integridad estructural de los grupos humanos se van acorazando en los procesos fisiocognitivos internos de sus componentes singulares.
-La afición fisiosensorial, esto es, nuestra capacidad asombrosa de aficionarnos con las experiencias fisiológicas-espaciales que vivimos de una forma repetida y respecto a otras personas, sugiere que los grupos humanos son ante todo un fenómeno espacial -en conjunción con la sensorialidad humana- más que de cualquier sustancia ontológica permanente, si bien el patrón base psicofisiológico de este mecanismo se forja en la primera infancia y la niñez de cada uno de nosotros.
-La unión de que constan los grupos humanos es de naturaleza finalmente sensorial, en realidad —que incluye la percepción de los relatos y los símbolos— dado que el oprobio biológico respecto un colectivo particular está activo de forma permanente en la fisiosensorialidad individual. Pero no son los relatos en sí lo que conceptualmente describe la identidad social de los seres humanos y los grupos de los que dependen, sino el acto fisiosensorial constituyente de percepción individual de esos mismos relatos, o respecto de cualquier evento cuya percepción, aun como participación en el mismo, presente una relevancia opróbica1 para el individuo.
-La corporeidad antropológica es, por tanto, la sensorialidad humana concebida de esta forma en realidad colectiva que ejerce el efecto ciertamente constituyente del grupo, pero mediante la obligación opróbica en la que vive el individuo sintiente y respecto su propio ser corporal.
-No se trata, como es obvio, de una situación siempre física -aunque puede volver a serlo- sino que la obligación opróbica constituye el elemento más importante de la totemicidad humana, respecto de los procesos mentales de la vida cognitiva-sensorial del individuo.
-La sociorracionalidad constituye la congruencia grupal en la cual se acaba por sujetar la experiencia fisiocorpórea. Su origen es necesariamente pre lingüístico y es aquella entidad que garantiza la permanencia colectiva del grupo en el tiempo y frente a la cual puede finalmente definirse el oprobio biológico individual. La sociorracionalidad es, por tanto, el logos mismo de la singularidad social como el espacio en que la fisiología individual se hace extrínseca a su propia entidad física, de una forma potencialmente comprensible para los demás componentes singulares del grupo. De forma que se puede afirmar que la sociorracionalidad, en conjunción con el oprobio biológico, constituye el fundamento último -y por lo mismo original- de nuestras posibilidades tanto racionales como morales, pues no hay más autoridad que la esencia física de cada uno frente a el grupo humano de dependencia, aunque dicha autoridad se viste universalmente en el tiempo cultural humano de otras lógicas, de otras tensiones dramáticas externas y encarnadas lingüísticamente (en todas las lenguas, por lo visto) pero de forma que nuestros dioses y entes superiores (incluso acaso los entes teórico-cientificos) dan cuenta ante todo de quienes somos y como nos vemos a nosotros mismos, con prioridad sobre toda ilusión de cualquier «objetividad» posible.
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1 Una clarificación etimológica respecto al uso de término «oprobio»: utilizo la palabra y las derivaciones que de la misma hago, a partir en realidad de una imagen etimológica más que sustanciarme en la definición léxica. Es decir, se suele usar dicha palabra cuando se quiere hablar de una forma colectiva del odio o desdén que por fuerza etimológica implica multiples personas (este sería el elemento diferenciador frente al odiar a secas); asimismo los individuos singulares solo pueden ser objetos de oprobio y no agentes activos del mismo, a no ser que se quiera subrayar el fondo moral (o sea, colectivo y como ultraje a las normas comunes) del “oprobio” que como individuo uno pueda profesar a otro: en efecto y a modo de comparación aclaratoria, en qué se diferenciaría los dos enunciados siguientes sino a partir del elemento colectivo que como matiz subyace en el fondo de las emociones reveladas:
me lanzó una mirada de odio
me miró con el mayor oprobio
La imagen de la que me sirvo cuando echo mano de este concepto es pues el del objeto humano singular que, de forma permanente, ha de dirmirse en su propia integridad racional como yo subjetivo (en su misma voz interna de consciencia) frente a los otros pertenecientes: que el porqué de nuestro propio ser socializado (antesala de la misma personalidad singular) procede de este estar fisiocorporal anterior que se afinca necesariamente en el logos opróbico de la pertenecia del individuo corporal y antropológicamente dependiente. Pero este estar anterior no tiene voz porque antecede un tanto la misma sociorracionalidad del ser social y su congruencia multiple, primero corporal y después lingüísitica: en mí opinión sería, desde esta óptica, coherente, por tanto, intentar sustentar la contrucción conceptual de una individualidad por fin antroplógica, como la que aquí he intentado plasmar, sobre la opacidad conceptual de una imagen, esta de un individuo rodeado, sin duda de forma coercitiva, por los suyos. Y es que en la paradoja está su misma funcionalidad, la de parapetar los cuerpos singluares en una fisiología de la expulsión propia barruntada; pero es frente a esta imagen digamos neurofisiológica damasiana que seguramente uno lucha toda su vida cognitiva por ser uno de los suyos (en tanto los gustos y habitos que uno ha adquirido, junto con los idiomas que también, frente a unas y otras circunstancias, ha tenido que dominar; o respecto a distintas formas de corrección que, para poder contarse como uno más de entre ellos -en relación con cualquier colectivo de la que circunstancialmente hubiera dependido por un tiempo- uno no ha tenido más remedio que tomar en serio, e incluso asumir en el propio cuerpo digamos fisiológico-metabólico). Así funciona este dispostivo de supervivencia evolutiva, sobre el hecho corporal de nuestra singularidad desamparada, pero que se parapeta finalmente en una homeostasis sensoriomoral e intíma de la defenestración anticipada por cada uno de nostros: una fisiomoralidad de la expulsión anunicada (además, de forma permanente) que se vuelve, sin embargo, más real, en cierto sentido, que toda realidad físico-material: este precisamente debió de ser el objetivo orginal a conseguir, frente a una experiencia exogrupal en general durísima en su origen histórico: pero es, en el fondo, a través de una imagen que se configuran los grupos humanos en su propia imposición existencial.