1)El ímpetu fisiocorpóreo singular viene inexorablemente a definirse en el límite que es el otro.
2)De las oposiciones fisiológicas entre las partes sobre el plano de lo físico-espacial, nace el germen estructural de cualquier significado posible que es el orden inicialmente espacial y de definición mutua a partir de la pugna corporal entre las partes;
3)Y es debido sobre todo al terror experimentado por todo ente singular y respecto su propia supervivencia que la oposición fisiológica entre las fisiocorporeidades humanas tiene lugar universalmente solo en las circunstancias del grupo.
4)Es el grupo por tanto que, para poder acorazarse en su propia sustancia múltiple y grupal a través del tiempo, ha de autoimponerse su propia y estandarizada entidad fisiológico-sensoria, coercitivamente sin duda y para toda singularidad fisiológico-sensorial espacialmente presente, en aras de la permanencia efectiva del grupo en el tiempo y sin que se disperse de forma definitiva.
5)La fuerza de tal coacción sobre cada miembro singularmente corpóreo está en la naturaleza sociogenética del ser humano, concretamente en la posibilidad de que nuestra fisiología metabólico-sensoria particular sea susceptible de regirse por el oprobio sin duda biológico con el que la evolución nos ha dotado.
6)Así mediante el oprobio biológico dentro del individuo es, sin embargo, el grupo que logra definirse exterior y espacialmente como tal -esto es, imperiosamente como colectivo- respecto el discurrir vivo del acontecer colectivo sensorial frente al mundo material. Y explícito queda, por tanto, el significado al menos situacional de aquello que somos en nuestra propia experimentar corporalmente funcional, que no es otra cosa inicialmente que aquella forma de estar singular que evite nuestra expulsión física del grupo; un estar en este sentido grupalmente apropiado al que solo un individuo y solo mediante la experiencia corporal propia -pero en realidad frente a los demás-, puede ir consagrándose.
7)El estar singularmente corporal-sensorial deviene necesariamente en el ser social, dentro universalmente del contexto del grupo, como vector real y histórico de la supervivencia de la especie humana. El destino estructural del estar corporal-sensorial singular es, por tanto, un paradigma de comprensión necesariamente extrínseca -para los demás- que solo después y secundariamente tiene sentido para el individuo, más allá de la funcionalidad grupal.
8)La individualidad antropológica en este sentido es el ímpetu fisiosensorial de la corporeidad singular coaccionada simplemente por el grupo -mediante el oprobio biológico- de tal forma que un estar corporal-sensorial se convierte en el ser social que se consolida en la exigencia de la calidad extrínseca de su propia vitalidad fisiosensorial; sin embargo, extrínseco al individual al mismo tiempo supone una forma de congruencia grupal ahora frente a la singularidad física en general y como categoría:
9)La sociorracionalidad es pues la consumación operativa del grupo humano, a partir universalmente de la vida fisiocorpórea anterior, lo que convierte a cada uno de nosotros en un individuo efectivamente social al tiempo que alienados -obligada y necesariamente- de nuestra esencia fisiocorpórea precisamente en nuestra consagración al paradigma de individualidad que, como imposición, nos brinda el grupo de dependencia.
10)Es pues en este punto precisamente que pudieran desarrollarse originalmente las lenguas humanas como una forma silábica de incipiente congruencia grupal, pero a partir de una sociorracionalidad ya existente, aunque todavía no conceptual de ninguna manera, claro está.
La sociorracionalidad de los grupos humanos frente a la empírica
El lenguaje humano puede esgrimirse como un posible fundamento de la normativa racional (y la sociorracionalidad), pero habría que preguntarse por un sustrato aun más profundo que diera respuesta a la pregunta de cuál es la motivación real de la adquisición del lenguaje para el individuo, pero respecto de -incluso frente a- el grupo humano de dependencia.
Piénsese en tres círculos concéntricos siendo el primero la plataforma original y regidora de los otros dos; el círculo original es el de la experiencia fisiocorpórea base, anterior a cualquier grupo humano (y que es por tanto universalmente común a todos), y anterior a la sociorracionalidad particular con la que acaba después sometiendo la singularidad física-sensorial: una singularidad que, por medio del oprobio biológico, se hace social al menos en el plano no físico, sino fisiológico y, que constituye una funcionalidad ahora extrínseca al sujeto pero que es reconocible por los demás (en rigor, mucho antes de que sea comprendida por el propio individuo.)
Y el círculo más alto (pero con todo aun concéntrico) es la racionalidad extra opróbica, y exo corporal; esto es, la racionalidad técnica y supracultural que ya no se rige -o se supone que no se rige- por el contexto opróbico del grupo humano, que no renuncia al lenguaje humano, aunque prefiere precisamente aquellos sistemas de conocimiento que sí lo superan (el lenguaje matemático, por ejemplo). Este último círculo es precisamente esa racionalidad deshumanizada en el mismo sentido que empleara tal adjetivo Ortega y Gasset respecto del arte vanguardista, en el ensayo La deshumanización del arte (1925). Es una racionalidad simplemente más allá de la fuerza del oprobio biológico en la medida y de la forma que eso sea posible para los seres humanos.
Esta conceptualización de la racionalidad que surge como término histórico de la Ilustración, es tal por cuanto precisamente renuncia al aspecto social de la creencia -de la relevancia o obligación opróbica que el individuo ya no aplica a sí mismo- pues se trata de una racionalidad ahora empírica, solo posible como método a partir de la extrapolación del sujeto observador respecto el objeto a contemplar; de ahí la radicalidad de una expresión artística (a lo que se refiere Ortega) que busca soslayar precisamente ese aspecto opróbico de la experiencia estética. Pero claro, en esto radica precisamente la calidad aséptica del pensamiento positivista y su frialdad metódica que los nacionalismos políticos históricamente posteriores siempre han desdeñado como fuerza de su propia cohesión política-emocional (en la depredación táctica, simplemente, del plano fisio opróbico de las masas), aunque no como base técnica, claro está, de la producción tecnológica y desarrollo armamentístico que, fervientemente y sin ambages, suele celebrarse.
En cierto sentido pues, se puede considerar la historia técnica del hombre como precisamente esta trayectoria más allá de la configuración opróbica de su propia fisiología; un viaje que, si bien ha sido realizable como una voluntad de imposición sobre el mundo material, no conduce ciertamente a ninguna parte, salvo quizá a la comprensión nuestra de que la calidad moral humana no puede separarse de la experiencia físico-sensoria, ésa que es en realidad y de siempre patrimonio solo del grupo. De hecho, la especie y los individuos que lo constituyen solo han logrado perdurar a través del tiempo histórico en realidad como grupos que universalmente han de hacer extrínsecos de alguna manera y hasta cierto punto, los procesos fisiológicos-sensoriales de los individuos; esto ha sido siempre con una fuerza tal de incidir en la personalidad individual que en incluso las elaboraciones sociorracionales de los grupos humanos, aparentemente independientes de la fisiología opróbica subyacente, no lo son nunca de la misma manera que no puede sorprender a nadie que por muy técnicamente avanzado que nos haya parecido cualquiera de las sociedades humana históricas, siempre vuelve a levantar la cabeza zoológica nuestra, sin remedio y sin que hayamos comprendido que nuestra esencia en verdad fisiológica siempre hace de la racionalidad simplemente un pretexto hacia su propio, vigorizado ejercicio en el tiempo, si bien es ciertamente la racionalidad -o mejor, sociorracionaldiad– lo que mantiene el grupo intacto (verdadero vehículo, como decimos, de la supervivencia de la especie).
El piensoluegoexisto cartesiano
De analizar la frase de Descartes de acuerdo con una concepción de individualidad antropológica, nos encontraríamos ante el problema de despreciar toda aquella parte fisiocorpórea de nosotros que contribuye a formar lo que es solamente el yo social (el único yo al que se refiere de hecho Descartes con esta frase). Y es ciertamente problemática la afirmación implícita o indirecta que supone la existencia de una cosa, pero mediante la inexistencia forzosa de otra, pues todos aquellos en la historia humana no equipados con un yo social más elevado en este sentido psicológicamente circunspecto y que es el origen de la frase, quedan relegados a alguna clase de invisibilidad.
Pero, si el otro no existe porque no piensa, y puesto que no tiene voz que le afirmaría ante los demás como efectivamente ser pensante, ¿qué respeto como ser vivo se merece cuando acabamos de establecer que «no es» por cuanto no piensa, o que no nos consta que piensa, o dado que, en todo caso, no nos lo comunica?
Los eventos históricos universales del maltrato a los que son culturalmente ajenos y que fundamentarían esta regla de hecho, son sencillamente innumerables.
Y también internamente y en cuanto a ese otro ámbito de nosotros mismos que no tiene ni fácil ni inmediata explicación respecto de qué es lo que realmente siento; si es confesable incluso a mí mismo esto que siento; o si no sería quizá más conveniente, por la cuenta que me trae respecto a los demás, que yo no sintiera nada en absoluto. Pues esa otra parte nuestra que evidentemente no razona de manera clara y de forma estándar desde un punto de visto social ajeno y extrínseco a nosotros mismos,
¿para qué lo toleramos si es un incordio para esa otra parte nuestra que es precisamente por cuanto piensa?
Y lo que es un maltrato universal histórico pudiera conceptualizarse igualmente como una disfuncionalidad interna psicológica de la especie que somos; como también una universalidad antropológica que es la base en realidad de la mecánica de los grupos humanos y la supervivencia bien paradójica del grupo, pero a través de (y en verdad agenciándose) la vida fisiológica-sensorial de los componentes individuales.
Porque los grupos humanos se sirven opróbicamente de la sociorracionalidad como forma de superar la singularidad fisiológico-sensoria de sus componentes individuales, siendo así que se puede concebir los grupos en rigor como unidades fisiológicas (a través de la sensorialidad humana), antes que colectivos físicos.
Pero también es cierto que la sociorracionalidad se debe a nuestra esencia fisiológico-corporal que no es en sí misma racional, aunque sí comparte una lógica operativa de causa y efecto (esto es, de estímulo ⁄ respuesta); que es lo mismo que decir que no existe la posibilidad racional (también moral) nuestra sin la sustancia fisiológica o fisiocorpórea (fisiología + sensorialidad).
¿Cómo, entones, reconciliar la parte fisiocorpórea de la individualidad antropológica, con el yo social?
Y mientras aun no sepamos la respuesta a esta pregunta (o ni siquiera si la pregunta es en realidad lícita), sí sabemos y podemos afirmar, en cambio, lo siguiente:
-Respecto del grupo humano de dependencia, yo soy un ser ya moral antes incluso de poder pensar de forma culturalmente más elevado.
-Y en la moralidad pre lingüística que está en el centro de mi fisiocorporeidad participo asimismo de formas de significado en cuanto definición grupal de la sustancia fisiológico-sensoria que ya son de un necesario acatamiento para mí y en cuanto mi pertenencia al grupo.
-De tal manera que se pudiera certificar la realidad del individuo directamente en la sustancia opróbica, fisiocorpórea nuestra, a nivel en realidad corporal pero frente a el grupo de dependencia, siendo posible esbozarlo conceptualmente según el siguiente anunciado:
Temo (parece que con toda fibra de mi ser fisiológico-corporal) que me expulsen del grupo; y es en este sentido que soy en, y por medio de, el miedo que experimento -como ser moral y también racional- mucho antes de poder explicarlo lingüísticamente.
Porque el pensar cartesiano es posible desde un punto de vista alejado y escrutiñador respecto del estar fisiológico-corporal nuestro; pero la sociorracionalidad que ha surgido desde el principio de los grupos humanos como dispositivo de autoprotección colectiva, en contra de la disolución del grupo, sigue reteniendo su verdadero fondo moral en la parte precisamente corporal y del que el pensar cartesiano (que es el yo como agente observador e empírico de la ilustración) efectivamente se libra.
Y asimismo el yo cartesiano surge en el mismo hecho de desarroparse de toda fuerza opróbica, que convierte ilusoriamente el yo descorporeizado antropolgicamente (esto es, resepcto del grupo humano de dependencia) en cierto sentido en una ficción analítica, no sin grandes resultados técnicos, sin duda, pero que sigue reteniendo su posibilidad moral permanentemente atado aun a la experiencia todavía físico-sensoria.
Es decir, que la descorporeización racionalizadora de la Ilustración es también una disociación de la posibilidad moral humana, salvo que como yo cartesiano estemos dispuestos a la ardua y formidable tarea de revisar continuamente nuestro modus operandi empírica según criterios morales de rección verdaderamente cívico-humanos.
Pero, como decimos y según ha ido transcurriendo la historia humana, en tanto yo cartesiano, no hemos sido apenas nunca capaces de ser en un verdadero sentido moral y sostenido en el tiempo, único salvoconducto, finalmente, de la posibilidad antropológica de los demás:
Porque una racionalidad que se alza por encima de las ataduras del colectivo excluye la moralidad en un sentido fisiocorpóreo y respecto el plano ante racional como verdadero origen de la posibilidad moral nuestra; la racionalidad de la Ilustración que se libra del sustrato opróbico-humano del grupo (y su imposición precisamente sobre la subjetividad individual), no tiene más remedio que producir de forma también racional una ética en la continua, bien ardua, revisión de su conducta, ahora fisiorracional pero que está desligada por razones técnicas de su propio fondo opróbico-moral. Pues la agencia cognitiva de tipo científico ha de compensar precisamente con la ética lo que supone la carencia de un estado corporal-sensorial físico propio. Esto es lo mismo que decir el yo agente positivista es una fuerza de imposición descorporeizada que ocupa un plano conceptual-simbólica, pero que no obstante y debido a su poder técnico sobre la realidad material, acaba por constituir una fuerza moral-política necesariamente para otros seres humanos objetos de carne y hueso, respecto a unos cuerpos con los que esa agencia científica original no está opróbicamente relacionada de ninguna manera, o en todo caso en un sentido solo semiótico, sin ninguna obligación real que se siente como tal, puesto que el yo agente teórico del positivismo sencillamente no se juega el tipito de forma directa, como sí es el caso, en cambio, de los ya mencionados cuerpos humanos objetos.
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