1.Términos a definir:

-La individualidad antropológica
-El oprobio biológico
-La identidad fisiológica, fisiocorpórea
-La corporeidad antropológica
-Lo fisioantropológico
-La totemicidad
-La adversidad fisiológica (oposiciones fisiológicas)
-La afición fisiosensorial
-La obligación (o relevancia) opróbica
-La sociorracionalidad y una individualidad fisiológicamente extrínseca

La individualidad antropológica consta de la parte fisiocorpórea de la singularidad humana que es aquello que precisamente está sujeto al oprobio biológico; el destino como canalización sociogenética y estructural de la fisiocorporeidad singular, en su inexorable realización en compañía del grupo y como parte de la evolución de la especie, es por tanto, la individualidad social.

La identidad fisiológica, fisiocorpórea: La corporalidad singular humana y su sensorialidad, específicamente el proceso fisiológico-sensorial sujeto al oprobio biológico como piedra angular que es de nuestra naturaleza sociogenética. Debe considerase, por tanto, ante social, y estructuralmente previo a la sociorracionalidad grupal, y que es por tanto anterior a la personalidad social del individuo.

La corporeidad antropológica: Término que se hace imprescindible para resaltar el hecho de que la vida física humana en cierto sentido no ocurre jamás solo de forma individual, sino que la experiencia fisiosensorial de cualquier individuo nunca es del todo divisible de la experiencia fisiocorpórea grupal.

Las oposiciones fisiológicas entre entes fisiocorpóreos espacialmente próximos entre sí, vienen a ser el primer escalón de definición inexorablemente identitaria para las partes integradas, respecto una identidad al menos fisiológica que se basa en la fuerza limitadora (por tanto ’de definición’) que natural y espacialmente proporciona el otro que aquí y a efectos exclusivamente físico-espaciales, es un contrincante. La sociorracionalidad grupal supone asimismo un tipo más elaborado de oposición fisiológica que se establece, mediante el oprobio biológico y sociogenético, entre toda fisiocorporeidad singular y el grupo; una congruencia operativa de la que el grupo se acaba sirviendo con el fin de mantenerse íntegro en el tiempo y ante el mundo físico-material, como en realidad una imposición ineludible y coercitiva que hace el grupo respecto toda singularidad físico-fisiológica. El resultado de dicha coerción es, simplemente, un paradigma bastante homogéneo de individualidad social.

Pero, sin embargo, un proceso común a todas las especies vivas respecto todo plano físico-material compartido, para los seres humanos alcanza un desarrollo muy superior mediante el lenguaje que es en sí mismo un producto de los grupos humanos dentro de contextos físico-espaciales originalmente limitados. Y es que la fisiocorporeidad de los grupos humanos, como solo puede perdurar siempre que mantenga su pertenencia grupal, es una fisiocorporeidad sujeta al mismo grupo (una singularidad fisiológica y corporal que de hecho acaba por adquirir una individualidad social necesariamente comprensible sobre y ante todo para el grupo, y en rigor solo secundariamente para el individuo específico).

En la permanente tensión que implica la paradoja sin resolución de la supervivencia humana solo grupal respecto, sin embargo, toda entidad física singular, la corporalidad humana y su sensorialidad debe considerarse en verdad y ante todo la parte instrumental respecto al destino estructural que es el yo social, porque de lo contario, ¿cómo hubieran podido mantenerse los grupos humanos históricos integrados precisamente como tal, es decir como grupo, si no es mediante el encauzamiento y verdadera subordinación viva del ímpetu vital, físico-sensorial de cada uno de nosotros?

Con lo que se hace necesario postular que la parte fisiocorpórea es un constante de los contextos antropológicos –que bien pudiera llamarse el subconsciente, o también aquello que se dice anterior al yo social, e incluso quizá el yo fenonémico— porque es precisamente aquello que los grupos humanos no tiene más remedio que hacer congruente para sí y para su permanencia propia, colectiva; o bien se concibe como también la fuerza agente de esa propia congruencia -que es una fuerza fisiológica que desemboca en la susodicha congruencia grupal que decimos racional, cuando en realidad su naturaleza es primera e imperiosamente coercitiva, ante todo-. Pero, en cualquier caso, un ímpetu fisiológico sobre el plano físico-espacial que el grupo transforma en una funcionalidad que parece individual cuyo verdadero objetivo estructural, sin embargo, es la función grupal y su permanencia, sin duda.

Y es en este sentido que se puede comprender la corporeidad antropológica como una entidad físico-sensoria que ya contiene en sí misma su propio ámbito, o plano, grupalmente racional -como precisamente aquellas relaciones de poder, postulaciones, experiencias fisiosenoriales ya conocidas por los miembros del grupo, y todo aquello que el individuo ha de saber para lograr al menos que no se le expulse- que constituye una racionalidad desde luego menor para la cual se requiere muy poco esfuerzo adicional, fuera de la vigorización fisiológica y fisiosensorial en la que ya de por sí se basan las antropologías humanas.

Se denomina obligación opróbica aquella fuerza interior al individuo, de origen sin duda genética, que le fuerza imperiosamente a medirse de alguna forma respecto el grupo de dependencia (que puede ser en cierto sentido cualquier grupo que las circunstancias convierten en necesario para el individual singularmente físico). Esta obligación es en realidad una susceptibilidad que puede llegar a incidir de tal forma en la fisiología y sensorialidad individuales que la noción real y operativa del yo no puede concebirse sino como imbricada con la presencia de los otros; imbricación que se construye de la única manera posible, mediante la fisiología, si bien respecto de una presencia de los otros directamente física, o bien de forma totémica, dentro del ámbito del imaginario cognitivo individual. Y es a partir de esta fuerza, que es interna pero que se rige en realidad por los otros, que se puede de hecho postular la individualidad antropológica como bipartida, entre un yo corporal-fisiológico frente al otro ente sociorracional que es un yo en cierto sentido extrínseco al organismo físico, puesto que es sobre todo en la fisiología y los procesos mentales que se es socialmente el individuo que todos los demás son potencialmente capacitados para reconocer como tal o cual personalidad específica.

La totemicidad se refiere al ámbito de las imágenes que contribuyen a componer la cognición humana, tanto las de la percepción en sí como las que empleamos para proyectarnos fisiosemioticamente en plano mental y lo que retiene, sin embargo, aun cierta obligación (o al menos relevancia) opróbica para nosotros y en la tensión en la que transcurre le proceso perenne de realización del yo social a partir de la individualidad fisiológica y corporal. Lo totémico en este sentido no es físicamente real, necesariamente, pero sí de una sustancia real fisiosensorial, y que es, por tanto, moralmente relevante para el individuo como en su persona física respecto de -en realidad frente a– el grupo de dependencia. Es decir, nuestra experimentación de nuestro propia sensorialidad, aunque tiene lugar de forma en principio íntima, no deja de ser de carácter moral para nosotros, e incluso antes precisamente de actuar de forma publica y políticamente observable.

La sociorracionalidad consta de aquellas experiencias ya vividas por la singularidad física y sensorial, dentro del contexto vivo de un grupo humano (y no necesariamente el grupo nativo, original), que han desembocado por ello y con el tiempo en una estructura semiótica -no necesariamente conceptual, en principio- que se fundamenta para el individuo precisamente en una sustancia opróbica y la obligación de la misma para el individuo, respecto su propio esencia física. La sociorracionalidad, que brota sin duda de la naturaleza genética (o sociogenética), es por tanto el medio de la preservación en el tiempo de los grupos humanos por cuanto homogeneiza la naturaleza fisiocorpórea individual reduciendo la posibilidad de la dispersión del grupo, al tiempo que asegura una tensión permanente interna (dado que la unión entre las partes es de naturaleza sólo fisiológica, nada más).

Hablar en este sentido de una fisiología y sensorialidad individuales homogeneizadas, es lo mismo que concebir la fisiología individual, al menos parcialmente, como una fisiología extrínseca al individuo, puesto que es en realidad en la percecpción siempre de los demás que el grupo logra mantenerse en el tiempo, lo que convierte una parte del ser social sin duda en este paradigma forzosa de aquello que es aceptable para ellos con el fin apremiante para mí de que no me expulsen de entre ellos, ni de que se vuelvan furiosos, todos ellos, en mi contra…

Resulta necesario, por tanto, caracterizar la sociorracionalidad como una pragmática universal de la coerción por parte del grupo respecto al individuo.

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2. Más términos

-Y el espacio y los objetos que percibo ajenos a mí y que me constan que no soy yo es la confirmación de mi propio estar en simplemente mi percepción de lo físico-espacial…

-Un mundo físico-corpóreo humano percibido que en sí mismo ya remite a las relaciones espacio-morales del grupo humano (edad, dominio de parentesco, género, raza, poderío físico-sexual, posición socioeconómica sobre otros…)

-Y en lo percibido, por tanto, está la continua contemplación por parte del sujeto percibiente de en realidad esto que debería ser o no ser yo, y dado que en la misma percepción sensorial en la que uno está inmerso, se está jugando al menos totemicamente la corporeidad antropológica particular y la pertenencia, también totémica, al grupo.

-Mi propia fisiosensorialidad está sometida, por tanto, a una contemplación permanente de aquello que soy yo respecto el grupo, antes incluso de cualquier acto mío; y así la integridad estructural de los grupos humanos se van acorazando en los procesos fisiocognitivos internos de sus componentes singulares.

-La afición fisiosensorial, esto es, nuestra capacidad asombrosa de aficionarnos con las experiencias fisiológicas-espaciales que vivimos de una forma repetida y respecto a otras personas, sugiere que los grupos humanos son ante todo un fenómeno espacial -en conjunción con la sensorialidad humana- más que de cualquier sustancia ontológica permanente, si bien el patrón base psicofisiológico de este mecanismo se forja en la primera infancia y la niñez de cada uno de nosotros.

-La unión de que constan los grupos humanos es de naturaleza finalmente sensorial, en realidad —que incluye la percepción de los relatos y los símbolos— dado que el oprobio biológico respecto un colectivo particular está activo de forma permanente en la fisiosensorialidad individual. Pero no son los relatos en sí lo que conceptualmente describe la identidad social de los seres humanos y los grupos de los que dependen, sino el acto fisiosensorial constituyente de percepción individual de esos mismos relatos, o respecto de cualquier evento cuya percepción, aun como participación en el mismo, presente una relevancia opróbica1 para el individuo.

-La corporeidad antropológica es, por tanto, la sensorialidad humana concebida de esta forma en realidad colectiva que ejerce el efecto ciertamente constituyente del grupo, pero mediante la obligación opróbica en la que vive el individuo sintiente y respecto su propio ser corporal.

-No se trata, como es obvio, de una situación siempre física -aunque puede volver a serlo- sino que la obligación opróbica constituye el elemento más importante de la totemicidad humana, respecto de los procesos mentales de la vida cognitiva-sensorial del individuo.

-La sociorracionalidad constituye la congruencia grupal en la cual se acaba por sujetar la experiencia fisiocorpórea. Su origen es necesariamente pre lingüístico y es aquella entidad que garantiza la permanencia colectiva del grupo en el tiempo y frente a la cual puede finalmente definirse el oprobio biológico individual. La sociorracionalidad es, por tanto, el logos mismo de la singularidad social como el espacio en que la fisiología individual se hace extrínseca a su propia entidad física, de una forma potencialmente comprensible para los demás componentes singulares del grupo. De forma que se puede afirmar que la sociorracionalidad, en conjunción con el oprobio biológico, constituye el fundamento último -y por lo mismo original- de nuestras posibilidades tanto racionales como morales, pues no hay más autoridad que la esencia física de cada uno frente a el grupo humano de dependencia, aunque dicha autoridad se viste universalmente en el tiempo cultural humano de otras lógicas, de otras tensiones dramáticas externas y encarnadas lingüísticamente (en todas las lenguas, por lo visto) pero de forma que nuestros dioses y entes superiores (incluso acaso los entes teórico-cientificos) dan cuenta ante todo de quienes somos y como nos vemos a nosotros mismos, con prioridad sobre toda ilusión de cualquier «objetividad» posible.

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1 Una clarificación etimológica respecto al uso de término «oprobio»: utilizo la palabra y las derivaciones que de la misma hago, a partir en realidad de una imagen etimológica más que sustanciarme en la definición léxica. Es decir, se suele usar dicha palabra cuando se quiere hablar de una forma colectiva del odio o desdén que por fuerza etimológica implica multiples personas (este sería el elemento diferenciador frente al odiar a secas); asimismo los individuos singulares solo pueden ser objetos de oprobio y no agentes activos del mismo, a no ser que se quiera subrayar el fondo moral (o sea, colectivo y como ultraje a las normas comunes) del “oprobio” que como individuo uno pueda profesar a otro: en efecto y a modo de comparación aclaratoria, en qué se diferenciaría los dos enunciados siguientes sino a partir del elemento colectivo que como matiz subyace en el fondo de las emociones reveladas:

me lanzó una mirada de odio

me miró con el mayor oprobio

La imagen de la que me sirvo cuando echo mano de este concepto es pues el del objeto humano singular que, de forma permanente, ha de dirmirse en su propia integridad racional como yo subjetivo (en su misma voz interna de consciencia) frente a los otros pertenecientes: que el porqué de nuestro propio ser socializado (antesala de la misma personalidad singular) procede de este estar fisiocorporal anterior que se afinca necesariamente en el logos opróbico de la pertenecia del individuo corporal y antropológicamente dependiente. Pero este estar anterior no tiene voz porque antecede un tanto la misma sociorracionalidad del ser social y su congruencia multiple, primero corporal y después lingüísitica: en mí opinión sería, desde esta óptica, coherente, por tanto, intentar sustentar la contrucción conceptual de una individualidad por fin antroplógica, como la que aquí he intentado plasmar, sobre la opacidad conceptual de una imagen, esta de un individuo rodeado, sin duda de forma coercitiva, por los suyos. Y es que en la paradoja está su misma funcionalidad, la de parapetar los cuerpos singluares en una fisiología de la expulsión propia barruntada; pero es frente a esta imagen digamos neurofisiológica damasiana que seguramente uno lucha toda su vida cognitiva por ser uno de los suyos (en tanto los gustos y habitos que uno ha adquirido, junto con los idiomas que también, frente a unas y otras circunstancias, ha tenido que dominar; o respecto a distintas formas de corrección que, para poder contarse como uno más de entre ellos -en relación con cualquier colectivo de la que circunstancialmente hubiera dependido por un tiempo- uno no ha tenido más remedio que tomar en serio, e incluso asumir en el propio cuerpo digamos fisiológico-metabólico). Así funciona este dispostivo de supervivencia evolutiva, sobre el hecho corporal de nuestra singularidad desamparada, pero que se parapeta finalmente en una homeostasis sensoriomoral e intíma de la defenestración anticipada por cada uno de nostros: una fisiomoralidad de la expulsión anunicada (además, de forma permanente) que se vuelve, sin embargo, más real, en cierto sentido, que toda realidad físico-material: este precisamente debió de ser el objetivo orginal a conseguir, frente a una experiencia exogrupal en general durísima en su origen histórico: pero es, en el fondo, a través de una imagen que se configuran los grupos humanos en su propia imposición existencial.

3. Una mecánica de la legitimidad moral

1)El ímpetu fisiocorpóreo singular viene inexorablemente a definirse en el límite que es el otro.

2)De las oposiciones fisiológicas entre las partes sobre el plano de lo físico-espacial, nace el germen estructural de cualquier significado posible que es el orden inicialmente espacial y de definición mutua a partir de la pugna corporal entre las partes;

3)Y es debido sobre todo al terror experimentado por todo ente singular y respecto su propia supervivencia que la oposición fisiológica entre las fisiocorporeidades humanas tiene lugar universalmente solo en las circunstancias del grupo.

4)Es el grupo por tanto que, para poder acorazarse en su propia sustancia múltiple y grupal a través del tiempo, ha de autoimponerse su propia y estandarizada entidad fisiológico-sensoria, coercitivamente sin duda y para toda singularidad fisiológico-sensorial espacialmente presente, en aras de la permanencia efectiva del grupo en el tiempo y sin que se disperse de forma definitiva.

5)La fuerza de tal coacción sobre cada miembro singularmente corpóreo está en la naturaleza sociogenética del ser humano, concretamente en la posibilidad de que nuestra fisiología metabólico-sensoria particular sea susceptible de regirse por el oprobio sin duda biológico con el que la evolución nos ha dotado.

6)Así mediante el oprobio biológico dentro del individuo es, sin embargo, el grupo que logra definirse exterior y espacialmente como tal -esto es, imperiosamente como colectivo- respecto el discurrir vivo del acontecer colectivo sensorial frente al mundo material. Y explícito queda, por tanto, el significado al menos situacional de aquello que somos en nuestra propia experimentar corporalmente funcional, que no es otra cosa inicialmente que aquella forma de estar singular que evite nuestra expulsión física del grupo; un estar en este sentido grupalmente apropiado al que solo un individuo y solo mediante la experiencia corporal propia -pero en realidad frente a los demás-, puede ir consagrándose.

7)El estar singularmente corporal-sensorial deviene necesariamente en el ser social, dentro universalmente del contexto del grupo, como vector real y histórico de la supervivencia de la especie humana. El destino estructural del estar corporal-sensorial singular es, por tanto, un paradigma de comprensión necesariamente extrínseca -para los demás- que solo después y secundariamente tiene sentido para el individuo, más allá de la funcionalidad grupal.

8)La individualidad antropológica en este sentido es el ímpetu fisiosensorial de la corporeidad singular coaccionada simplemente por el grupo -mediante el oprobio biológico- de tal forma que un estar corporal-sensorial se convierte en el ser social que se consolida en la exigencia de la calidad extrínseca de su propia vitalidad fisiosensorial; sin embargo, extrínseco al individual al mismo tiempo supone una forma de congruencia grupal ahora frente a la singularidad física en general y como categoría:

9)La sociorracionalidad es pues la consumación operativa del grupo humano, a partir universalmente de la vida fisiocorpórea anterior, lo que convierte a cada uno de nosotros en un individuo efectivamente social al tiempo que alienados -obligada y necesariamente- de nuestra esencia fisiocorpórea precisamente en nuestra consagración al paradigma de individualidad que, como imposición, nos brinda el grupo de dependencia.

10)Es pues en este punto precisamente que pudieran desarrollarse originalmente las lenguas humanas como una forma silábica de incipiente congruencia grupal, pero a partir de una sociorracionalidad ya existente, aunque todavía no conceptual de ninguna manera, claro está.

La sociorracionalidad de los grupos humanos frente a la empírica

El lenguaje humano puede esgrimirse como un posible fundamento de la normativa racional (y la sociorracionalidad), pero habría que preguntarse por un sustrato aun más profundo que diera respuesta a la pregunta de cuál es la motivación real de la adquisición del lenguaje para el individuo, pero respecto de -incluso frente a- el grupo humano de dependencia.

Piénsese en tres círculos concéntricos siendo el primero la plataforma original y regidora de los otros dos; el círculo original es el de la experiencia fisiocorpórea base, anterior a cualquier grupo humano (y que es por tanto universalmente común a todos), y anterior a la sociorracionalidad particular con la que acaba después sometiendo la singularidad física-sensorial: una singularidad que, por medio del oprobio biológico, se hace social al menos en el plano no físico, sino fisiológico y, que constituye una funcionalidad ahora extrínseca al sujeto pero que es reconocible por los demás (en rigor, mucho antes de que sea comprendida por el propio individuo.)

Y el círculo más alto (pero con todo aun concéntrico) es la racionalidad extra opróbica, y exo corporal; esto es, la racionalidad técnica y supracultural que ya no se rige -o se supone que no se rige- por el contexto opróbico del grupo humano, que no renuncia al lenguaje humano, aunque prefiere precisamente aquellos sistemas de conocimiento que sí lo superan (el lenguaje matemático, por ejemplo). Este último círculo es precisamente esa racionalidad deshumanizada en el mismo sentido que empleara tal adjetivo Ortega y Gasset respecto del arte vanguardista, en el ensayo La deshumanización del arte (1925). Es una racionalidad simplemente más allá de la fuerza del oprobio biológico en la medida y de la forma que eso sea posible para los seres humanos.

Esta conceptualización de la racionalidad que surge como término histórico de la Ilustración, es tal por cuanto precisamente renuncia al aspecto social de la creencia -de la relevancia o obligación opróbica que el individuo ya no aplica a sí mismo- pues se trata de una racionalidad ahora empírica, solo posible como método a partir de la extrapolación del sujeto observador respecto el objeto a contemplar; de ahí la radicalidad de una expresión artística (a lo que se refiere Ortega) que busca soslayar precisamente ese aspecto opróbico de la experiencia estética. Pero claro, en esto radica precisamente la calidad aséptica del pensamiento positivista y su frialdad metódica que los nacionalismos políticos históricamente posteriores siempre han desdeñado como fuerza de su propia cohesión política-emocional (en la depredación táctica, simplemente, del plano fisio opróbico de las masas), aunque no como base técnica, claro está, de la producción tecnológica y desarrollo armamentístico que, fervientemente y sin ambages, suele celebrarse.

En cierto sentido pues, se puede considerar la historia técnica del hombre como precisamente esta trayectoria más allá de la configuración opróbica de su propia fisiología; un viaje que, si bien ha sido realizable como una voluntad de imposición sobre el mundo material, no conduce ciertamente a ninguna parte, salvo quizá a la comprensión nuestra de que la calidad moral humana no puede separarse de la experiencia físico-sensoria, ésa que es en realidad y de siempre patrimonio solo del grupo. De hecho, la especie y los individuos que lo constituyen solo han logrado perdurar a través del tiempo histórico en realidad como grupos que universalmente han de hacer extrínsecos de alguna manera y hasta cierto punto, los procesos fisiológicos-sensoriales de los individuos; esto ha sido siempre con una fuerza tal de incidir en la personalidad individual que en incluso las elaboraciones sociorracionales de los grupos humanos, aparentemente independientes de la fisiología opróbica subyacente, no lo son nunca de la misma manera que no puede sorprender a nadie que por muy técnicamente avanzado que nos haya parecido cualquiera de las sociedades humana históricas, siempre vuelve a levantar la cabeza zoológica nuestra, sin remedio y sin que hayamos comprendido que nuestra esencia en verdad fisiológica siempre hace de la racionalidad simplemente un pretexto hacia su propio, vigorizado ejercicio en el tiempo, si bien es ciertamente la racionalidad -o mejor, sociorracionaldiad– lo que mantiene el grupo intacto (verdadero vehículo, como decimos, de la supervivencia de la especie).

El piensoluegoexisto cartesiano

De analizar la frase de Descartes de acuerdo con una concepción de individualidad antropológica, nos encontraríamos ante el problema de despreciar toda aquella parte fisiocorpórea de nosotros que contribuye a formar lo que es solamente el yo social (el único yo al que se refiere de hecho Descartes con esta frase). Y es ciertamente problemática la afirmación implícita o indirecta que supone la existencia de una cosa, pero mediante la inexistencia forzosa de otra, pues todos aquellos en la historia humana no equipados con un yo social más elevado en este sentido psicológicamente circunspecto y que es el origen de la frase, quedan relegados a alguna clase de invisibilidad.

Pero, si el otro no existe porque no piensa, y puesto que no tiene voz que le afirmaría ante los demás como efectivamente ser pensante, ¿qué respeto como ser vivo se merece cuando acabamos de establecer que «no es» por cuanto no piensa, o que no nos consta que piensa, o dado que, en todo caso, no nos lo comunica?

Los eventos históricos universales del maltrato a los que son culturalmente ajenos y que fundamentarían esta regla de hecho, son sencillamente innumerables.

Y también internamente y en cuanto a ese otro ámbito de nosotros mismos que no tiene ni fácil ni inmediata explicación respecto de qué es lo que realmente siento; si es confesable incluso a mí mismo esto que siento; o si no sería quizá más conveniente, por la cuenta que me trae respecto a los demás, que yo no sintiera nada en absoluto. Pues esa otra parte nuestra que evidentemente no razona de manera clara y de forma estándar desde un punto de visto social ajeno y extrínseco a nosotros mismos,

¿para qué lo toleramos si es un incordio para esa otra parte nuestra que es precisamente por cuanto piensa?

Y lo que es un maltrato universal histórico pudiera conceptualizarse igualmente como una disfuncionalidad interna psicológica de la especie que somos; como también una universalidad antropológica que es la base en realidad de la mecánica de los grupos humanos y la supervivencia bien paradójica del grupo, pero a través de (y en verdad agenciándose) la vida fisiológica-sensorial de los componentes individuales.

Porque los grupos humanos se sirven opróbicamente de la sociorracionalidad como forma de superar la singularidad fisiológico-sensoria de sus componentes individuales, siendo así que se puede concebir los grupos en rigor como unidades fisiológicas (a través de la sensorialidad humana), antes que colectivos físicos.

Pero también es cierto que la sociorracionalidad se debe a nuestra esencia fisiológico-corporal que no es en sí misma racional, aunque sí comparte una lógica operativa de causa y efecto (esto es, de estímulo ⁄ respuesta); que es lo mismo que decir que no existe la posibilidad racional (también moral) nuestra sin la sustancia fisiológica o fisiocorpórea (fisiología + sensorialidad).

¿Cómo, entones, reconciliar la parte fisiocorpórea de la individualidad antropológica, con el yo social?

Y mientras aun no sepamos la respuesta a esta pregunta (o ni siquiera si la pregunta es en realidad lícita), sí sabemos y podemos afirmar, en cambio, lo siguiente:

-Respecto del grupo humano de dependencia, yo soy un ser ya moral antes incluso de poder pensar de forma culturalmente más elevado.

-Y en la moralidad pre lingüística que está en el centro de mi fisiocorporeidad participo asimismo de formas de significado en cuanto definición grupal de la sustancia fisiológico-sensoria que ya son de un necesario acatamiento para mí y en cuanto mi pertenencia al grupo.

-De tal manera que se pudiera certificar la realidad del individuo directamente en la sustancia opróbica, fisiocorpórea nuestra, a nivel en realidad corporal pero frente a el grupo de dependencia, siendo posible esbozarlo conceptualmente según el siguiente anunciado:

Temo (parece que con toda fibra de mi ser fisiológico-corporal) que me expulsen del grupo; y es en este sentido que soy en, y por medio de, el miedo que experimento -como ser moral y también racional- mucho antes de poder explicarlo lingüísticamente.

Porque el pensar cartesiano es posible desde un punto de vista alejado y escrutiñador respecto del estar fisiológico-corporal nuestro; pero la sociorracionalidad que ha surgido desde el principio de los grupos humanos como dispositivo de autoprotección colectiva, en contra de la disolución del grupo, sigue reteniendo su verdadero fondo moral en la parte precisamente corporal y del que el pensar cartesiano (que es el yo como agente observador e empírico de la ilustración) efectivamente se libra.

Y asimismo el yo cartesiano surge en el mismo hecho de desarroparse de toda fuerza opróbica, que convierte ilusoriamente el yo descorporeizado antropolgicamente (esto es, resepcto del grupo humano de dependencia) en cierto sentido en una ficción analítica, no sin grandes resultados técnicos, sin duda, pero que sigue reteniendo su posibilidad moral permanentemente atado aun a la experiencia todavía físico-sensoria.

Es decir, que la descorporeización racionalizadora de la Ilustración es también una disociación de la posibilidad moral humana, salvo que como yo cartesiano estemos dispuestos a la ardua y formidable tarea de revisar continuamente nuestro modus operandi empírica según criterios morales de rección verdaderamente cívico-humanos.

Pero, como decimos y según ha ido transcurriendo la historia humana, en tanto yo cartesiano, no hemos sido apenas nunca capaces de ser en un verdadero sentido moral y sostenido en el tiempo, único salvoconducto, finalmente, de la posibilidad antropológica de los demás:

Porque una racionalidad que se alza por encima de las ataduras del colectivo excluye la moralidad en un sentido fisiocorpóreo y respecto el plano ante racional como verdadero origen de la posibilidad moral nuestra; la racionalidad de la Ilustración que se libra del sustrato opróbico-humano del grupo (y su imposición precisamente sobre la subjetividad individual), no tiene más remedio que producir de forma también racional una ética en la continua, bien ardua, revisión de su conducta, ahora fisiorracional pero que está desligada por razones técnicas de su propio fondo opróbico-moral. Pues la agencia cognitiva de tipo científico ha de compensar precisamente con la ética lo que supone la carencia de un estado corporal-sensorial físico propio. Esto es lo mismo que decir el yo agente positivista es una fuerza de imposición descorporeizada que ocupa un plano conceptual-simbólica, pero que no obstante y debido a su poder técnico sobre la realidad material, acaba por constituir una fuerza moral-política necesariamente para otros seres humanos objetos de carne y hueso, respecto a unos cuerpos con los que esa agencia científica original no está opróbicamente relacionada de ninguna manera, o en todo caso en un sentido solo semiótico, sin ninguna obligación real que se siente como tal, puesto que el yo agente teórico del positivismo sencillamente no se juega el tipito de forma directa, como sí es el caso, en cambio, de los ya mencionados cuerpos humanos objetos.

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4. El sustento sensorial nuestro

Y así de forma tentativa, se aviene en aseverar que la sed de estímulo inherente a nuestra esencia humana y biológica es precisamente aquello que permite que los grupos humanos se mantengan íntegros en el tiempo. Porque el estímulo fuerza el oprobio biológico que es aquello que nos obliga a cada uno a la sociorracionalidad del grupo particular de dependencia; y de nuestra imbricación fisiocorpórea obligatoria respecto de la sociorracionalidad operante depende estructuralmente la propia personalidad social como version individualísima -eso sí- de lo que no es sino un paradigma bastante homogéneo de individualidad respecto del grupo.

 

Relaciónese los siguientes conceptos de forma causal:

La necesidad de estímulo sensorial

El oprobio biológico

La sociorracionalidad

La individualidad social

 

DESARROLLO

Afirmamos que la sensorialidad humana puede llegar a concebirse como ámbito sometido a la exigencias técnicas de la circunstancia del grupo, frente al plano físico-material. Pero el que los seres humanos precisen de estímulo sensorial en su individualidad física precisamente como primer paso hacia la consagración grupal, como el mismísimo porqué de una sociorracionalidad operativa, supone una base subyacente en realidad sensorialmente intensa respecto de cualquier personalidad o modo de ser social posterior, y aunque esta conexión entre lo sensorial-emocional y la racionalidad no se ve ni se percibe de forma inmediata. Es más, esta desconexión entre la parte fisiocorpórea de la individualidad antropológica y el yo social puede muy bien explicar el dilema contemporáneo de una superestructura socioeconómica que poco a poco ha acabado por explotar ciegamente sin un propósito claro ni para sí mismo (más allá de la acumulación propuesta de ganancia monetaria, claro está) la parte fisiocorpórea y solo sensorial de la individualidad antropológica, precisamente quizá debido a la imposibilidad para nosotros de conocer sociorracionalmente la entidad fisiológica nuestra que da lugar a la misma sociorracionalidad. Y lo que constituyera alguna vez el ímpetu fundador de la conciencia humana -como ciertamente una forma de hedonismo inherente fisiológico, a través de los milenios-, no tiene por destino estructural hoy en día otra cosa que su simple estímulo fisiosensorial, sin que logre nunca dar el salto de lo anterracional a lo social, simplemente porque la tecnología audiovisual y telemática que conforma el mundo de hoy en verdad no lo requiere para seguir avanzando, a través del tiempo y de forma al menos financiera.

 

La posibilidad moral humana empieza en la percepción:

-Porque la percepción fuerza el oprobio biológico a surtir su efecto sobre la fisiocorporeidad singular y respecto del grupo.

-De tal forma que cuanto más intensa sea la percepción -y el drama de la brutalidad como espectáculo- tanto más opróbicamente mediatizado queda el individuo.

-Y con esto queda establecido un orden causal por siempre invariable, aunque el estado moral producido no sea normalmente capaz de comprender el proceso fisiológico-sensorial que a sí mismo le haya ido constituyendo.

-Después y con el tiempo viene a ser muy cierto, entonces, que una parte importante de la identidad individual se constituye y continuamente se refuerza en simplemente la percepción, cuanto más fisio oprobicamente traumática, mejor. Porque es la percepción que funciona como una forma de arropamiento permanente del ente fisiocorpóreo y que pone en funcionamiento un proceso ahora fisioantropológico (esto es, en conjunción con el grupo) y hacia el confort último que proporciona.

-Con lo mismo se puede decir, por tanto, que toda sociorracionalid efectivamente exigida al individuo constituye una forma de destino reconfortante de la fisiología singular por cuanto destino de llegada fisioantropológico.

-Es asimismo cierto, por consiguiente, que una poderosa sensación de individualidad -de identidad- tanto fisiocorpórea como respecto a la unidad social más evolutivamente primaria, se obtiene en la simple tonificación sensorial y fisiocorpórea.

-Es decir, que el estímulo sensorial deviene en forma de alimento de la identidad también social, dada la unión tan intensa que existe entre la fisiocoroporeidad y el grupo, por medio del oprobio biológico.

 

Más inferencias

De ser lógicamente implicada la necesidad humana del estímulo en sí mismo, puesto que es hipotéticamente ésa la fuerza subyacente al grupo mismo humano a partir de la fisiología individual, nos encontraríamos de nuevo ante el problema de un desfase entre nuestra verdadera esencia fisiologico-sensoria, como producto que es de una anterior y periclitada evolución sociogenética humana, y las circunstancias (evidentemente ilusorias) de la antropología sedentaria. Esto es, que habría que revisar nuestra comprensión de cosas tan importantes como, por ejemplo, la libertad precisamente en el plano ante todo fisiológico-sensorial, puesto que vivimos de hecho una especie de tributo estructural secreto respecto nuestra esencia sensorial a la que, sin embargo, no posemos herramienta racional alguna (o pocas) para poder acercarnos, salvo desde la perspectiva solo del modelo de negocios que necesariamente de forma oculta busca explotar agregados demográficos, a través del tiempo.

Quizá este aspecto oculto de nuestra individualidad en realidad antropológica (verdaderamente sociogenética) debiera de haber sido históricamente algo más que el objeto de lo que constituye finalmente una planificación exclusivamente financiera, nada más y como mucho, a parte de las otras catástrofes humanas que fatalmente ha conducido los nacionalismos políticos-religiosos históricamente; pues, ¿qué es el nacionalismo sino una fuerza fundada inicialmente siempre en un algún tipo de pretendida agencia de unos pocos sobre la naturaleza fisiocorpórea del grupo, en función siempre de una nueva y revitalizada sociorracionalidad que después se ha de defender a sangre y fuego, claro está? Y asimismo, ¿no sería una parte importante del consumo en realidad una forma de vigorosa afirmación fisioantroplógica por parte de toda individualidad fisiológica, pero respecto a un grupo al que no tenemos más remedio que aplacar, aunque sea solo en el ámbito individualísimo de nuestros propios procesos fisiológico-cogntivos? Porque la naturaleza humana antropológica nos lleva condenados a pertenecer antes que ser individualmente (o que esto solo viene después y gracias precisamente al hecho de que seamos perteneciendo).

En este sentido, podemos llegar poco a poco a sospechar que vivimos la antropología sedentaria enfrentados de alguna manera con una fisiología nuestra sociogenética subyacente, con la que solo remotamente podemos relacionarnos mediante la experiencia estética, por ejemplo, y una conceptualización desdibujada de profundidad o autenticidad. Y aun así, dicha profundidad parece ser de hecho el fundamento último de la posibilidad moral del yo, que es el producto inexorable y universal de solo un grupo humano (que es en realidad la suma de todo aquello susceptible en verdad de perderse).

Y, sin embargo, el ente fisiocorpóreo individual del plano (zoológico) grupal y evolutivo, significa solo por cuanto existe en su fisiología, siempre más allá de la misma racionalidad a la que contribuye en sí misma a configurar. Pero no deja de ser, precisamente en este sentido, una forma de transitoriedad no susceptible a la verdadera aprensión racional nuestra. Esto es, solo el yo social sociorrracional y estructuralmente posterior puede de hecho proponerse buscar cualquier profundidad que hubiera en la fisiocorporeidad humana, solo a partir de la evolución cultural que incluye la proyección de divinidades, la producción estética, o una posible creación conceptual de contratos sociales-políticos o la forja gradual del recurso al desarrollo de una metodología «empírica», entre otras cosas. Y esto supone, entonces, que en cierto otro sentido, la fisiología y la sensorialidad nuestra, contrario a cualquier pensamiento «espiritual» o esencialmente wagneriano, son -también y quizá a la vez- una forma en realidad de superficialidad que adquiere guisa de ser profundo solamente desde la óptica estructural posterior de una sociorracionaliad que a su vez ha evolucionado culturalmente, alejándose inexorablemente y siempre en alguna medida de esa misma fisiocorporeidad subyacente. Solo así presumiblemente pudiera atraer tanto esa supuesta autenticidad de los tiempos que dicen míticos, antes de las ciudades o que a la madre tierra se le intentara abrir las tripas con el azadón, y antes de que hubiéramos de necesitar los pronombres «tú» y «yo»…*

 

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*Parafraseado de El Quijote (Cáp.XI, La edad de oro)

 

Explíquese con precisión lo que significa exactamente y en un sentido estructural la precariedad del grupo humano:

Siguiendo a Zygmunt Bauman en el capítulo cinco de La modernidad líquida, y su análisis de la obra de René Girard, se puede reformular en términos de individualidad antropológica el mismo problema del origen real del orden que fundamenta nuestra propia identidad y autoconocimiento racionales, que no es sino el ímpetu fisiológico singular en el contexto original colectivo al que, para prevenir la dispersión del grupo, se le coacciona a dejarse regir (mediante el oprobio biológico interno a cada uno) por un paradigma finalmente homogeneizado de individualidad que exige -más bien impone- el grupo.

Respecto del grupo, por lo tanto, precariedad quiere decir que los componentes singulares estén aun susceptibles a la percepción sensorial que es aquello que, como una crisis fisiológica-existencial sobrevenida de repente, constituye la fuerza real en tanto compulsión de la reincorporación del individuo al grupo fisiocopóreo; el grupo fisiocorpóreo que se mantienen en su permanencia precisamente debido a esta asunción forzosa por parte del individuo de la sociorracionalidad grupal y cultural, y dado que la unidad colectiva de una mayor consistencia física (frente después a un mundo espacial-material hostil) es imposible, claro está.

Postulo yo que es éste el mecanismo que Bauman afirma que subyace a los ritos culturalmente universales del sacrificio, tal y como René Girard desmenuza tales rituales en las prácticas culturales de anthropos: la precariedad en este sentido fisiológico-sensorial es, en realidad, una exigencia técnica como causa detonante y siempre renovada del vigor sociorracional del grupo, en cuanto mecanismo que permite el equilibrio logrado entre la experiencia sensorial vigorizada (que es también requisito del bienestar humano, sin duda) y la fuerza guardiana de la constitución colectiva del grupo, que como grupo, solo es en la tensión de su propia sociorracionalidad viva y del momento sensorial siempre presente: es justo este aspecto que Bauman utiliza para una explicación en realidad técnica de las «comunidades explosivas» y su permanente necesidad del enemigo y de las amenazas exteriores que, a modo simplemente de otra fuerza de estímulo sensorial o cognitivo-sensorial, espolean fisiológica y sensorialmente a los individuos en su pulsión de pertenecer nuevamente al grupo mediante la destrucción física del otro, o simplemente en la asunción sensorial del espectáculo como coreografía y escenificación pública de la misma.

 

 

Wired For Culture · February 2012

ISBN 978-0393344202

Publisher: W. W. Norton & Company

 

Pasemos ahora a la cuestión de la variación genética que aborda Mark Pagel en Wired For Culture (2012) como ciertamente un dilema que solo hipotéticamente se puede hoy en día explicar. Según el citado autor no se entiende muy bien -o no desde solo la perspectiva de la biología histórica- que haya hoy tantas diferencias que los individuos heredan, pero que son diferencias que no sirven aparentemente ni para sobrevivir ni para reproducirse; y que respecto aquellos atributos que han sido cruciales para la continuación de la especie, todos de hecho los poseemos como la base físico-fisiológica universal de nuestra especie. Prioritario es este punto para el autor en su argumento a favor en general de la cultura, y como la evolución cultural de la humanidad -su técnica, su experiencia estética y religiosa, y la creciente complejidad de las sociedades- ha ido relevando más y más el fondo todavía desconocido del genoma humano, puesto que esta variedad genética heredada no esencial de diferencias entre los individuos del mismo grupo humano, sí que resulta útil para las circunstancias de la cultura sedentaria y respecto la necesidad, después de la agricultura, de que la gente se vuelque en activadas diferentes que son de alguna forma dependientes entre sí precisamente en el hecho de ser diferentes y en buena medida enfrentadas o compensatorias en el plano estructural; y el autor aplica asimismo (solo hipotéticamente) esta misma explicación incluso a un posible paradigma universal de personalidades presente en toda experiencia cultural, diferencias que en todo caso permiten un equilibrio estructural nuevamente recobrado del conjunto, frente a circunstancias cambiantes en el tiempo. (1)

 

Pero eso es un argumento a favor de la no definición (o sea la transitoriedad) de la vida e incluso las especies, que sobreviven precisamente por cuanto puedan cambiar. Y, sin embargo, respecto de los seres humanos y el uso que los grupos humanos han hecho de la sensorialidad humana, la posibilidad de cambiar se refiere necesariamente a los grupos, y no respecto de cualquier individuo particular. Y es que todas estas diferencias no esenciales no dejan de ser al final la posibilidad potencial de confrontación fisiológica para los seres humanos sujetos a una misma fisiocorporeidad en cierto sentido colectiva, en un espacio físico-semiótico específico (esto es, del mismo grupo humano, o uno emparentado); que quiere decir que en su confrontación estructural por lo menos y como mínimo sensorial entre sí, el grupo está nuevamente forzado a autodotarse, mediante su misma experiencia fisiológico-sensorial (tanto física como simbólica), de una sociorracionalidad que de nuevo garantice la integridad del grupo en el tiempo. La variedad genética es en este sentido y ante todo, una fuente interior y siempre disponible de estímulo sensorial para los individuos integrantes del grupo, un estímulo como recurso que no depende de la realidad externa sino de la experiencia fisiológica, fisiocorpórea del mismo grupo en sí, lo que capacita los grupos humanos con una extraordinaria poder de resistencia contra, imposición sobre, el espacio físico-material, como sí de un reino íntimo cultural se tratara, de una siempre vigorizada experiencia fisiológico-sensorial, por encima de lo espacialmente real; o se pudiera decir por encima del bien y del mal puesto que la moralidad brota siempre de un cierto espejismo por parte de una comunidad original, originalmente física que recurre a la experiencia fisiológica para sujetarse en una congruencia comunalmente forjada en el plano fisiocorpóreo pero mediante la coacción opróbica de toda singularidad física, individual.

 

Naturalmente, una especie de transitoriedad moral de este tipo (además de la transitoriedad conceptual de las especies en evolución que es la vida misma) sería probablemente inaceptable para la comprensión racional de toda cultura humana que hasta ahora se haya conocido, pues parte de una noción de la propia entidad existencial comunitaria como poco firme, en realidad solo tentativa, que no serviría para asentar la necesaria seriedad lógico-conceptual para nosotros de defender la vida matando, si es necesario, a otros. Porque el problema de la experiencia física, respecto la vertiente estructural y diacrónica de la misma, es que la ocupación del espacio físico-material por parte de un cuerpo vivo, excluye sin remedio la ocupación simultánea de ese mismo espacio por otro cuerpo. Y es esa realidad inapelable que ha sido -y aun es- la certeza críptica de la experiencia humana (y animal) sobre la tierra, en el sometimiento del individuo al grupo que, a su vez, se enfrenta inexorablemente a otros grupos rivales. Pues, en cierto sentido y desde la óptica de nuestra propia fisiología, para eso estamos aquí, y solo para eso hemos estado siempre.

 

Y, sin embargo, la lucha digamos a muerte por la vida,  por el lugar físico propio, y frente a otros, se puede trasladar, mediante la sensorialidad, a un plano ya no directamente físico como puede ser por ejemplo la representación del espectáculo de la violencia con el tácito propósito estructural de sustituir la violencia real; o esto respecto cualquier ámbito simbólico (como por ejemplo la literatura) o solo estético, que toma la forma de una imaginería de la violencia con la que, como cualquier evento entre seres humanos que pueda percibirse (como relato, espectáculo o simple imagen), podemos quedar opróbicamente obligados en nuestra contemplación del mismo, aunque no de forma ni pública ni políticamente comprometida claro está, sino en la intimidad cognitiva particular de cada un: pero crucialmente, hemos de quedarnos sensorialmente encandilados en el acto mismo de la percepción de la violencia precisamente para que surta efecto la sociorracionald de base opróbica que ya “llevamos en el cuerpo” al cabo de una experiencia cultural fisiocorpórea de suficiente peso y extension en el tiempo (como por ejemplo, pero no solo, la niñez particular) como para poder obligarnos en este sentido opróbico.

 

Pues en el estimulo sensorial opróbicamente relevante, se inicia el proceso catártico, siempre renovado, de regreso al seno del grupo nuevamente, como en realidad el único lugar donde tiene nuestro ente físico la posibilidad real de ser (de hecho, nuestra sensorialidad ha quedado permanentemente primada precisamente sobre esta función). Y la sociorracionalidad -y toda derivación histórica elaborada después a partir de ésta- debe verse en realidad como un producto en cierto sentido secundario del estado fisiológico-sensorial subyacente más profundo y universal aquí denominado como el oprobio biológico y su geometría en el tiempo.

 

Por otra parte, todo esto es especialmente cierto en los contextos sedentarios en los que ninguna fuerza de selección natural está en realidad operativa, puesto que, salvo cataclismos naturales de escala agregada o epidemias, los seres humanos desde hace muchos milenios ya no mueren con la suficiente inmediatez y contundencia como para seguir evolucionado biológicamente como especie. Pero ese hecho, el de que la antropología agrícola supusiera la superación y término efectivo de la evolución biológica -o como poco su dramática y definitiva ralentización- no parece que Pagel siempre lo reconozca de forma clara. Y es que no parece haber alternativa a considerar esta geometría tácita que existe entre la fisiología individual, por una parte, y el grupo fisiocorpóreo, colectivo y opróbico, enfrentado como está al espacio físico-material, como la única firmeza de la especie nuestra en el tiempo y a través de la transitoriedad de las generaciones sucesivas; una firmeza para nosotros un tanto secreto desde la perspectiva de nuestros sentidos que no es otra cosa que la capacidad del grupo de perseverar como tal necesariamente en el sometimiento al grupo de la intimidad cognitiva y sensorial de los individuos, de cada uno nosotros, universalmente.

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  1. Cáp. 3, “The Domestication of our Talents”, en Wired for Culture: origins of the human social mind. Mark Pagel.Norton paperback, 2013

 

 

 

 

 

5. La geometría moral de los grupos humanos

-Ímpetu fisiosensorial individual y el miedo que experimentamos

-Circunstancia física del grupo frente al mundo espacial-sensorial

-Oprobio biológico sociogenético e individual

Sociorracionalidad que se autoimpone el grupo

-Paradigma grupal de individualidad social

 

El ímpetu fisiocorpóreo individual + la experiencia grupal frente al mundo físico-espacial y sensible + el oprobio biológico sociogenético e individual

Así es como el grupo, sirviéndose de la naturaleza sociogenética y opróbica de todo ente singular humano, se dota a sí mismo en el tiempo de una sociorracionalidad garante de su propia integridad colectiva, para así permanecer en el tiempo efectivamente como grupo. Y de forma universal, dicha sociorracionalidad (necesariamente solo corporal, sensorial y de rutina al principio) en torno al cual se articula la supervivencia humana históricamente solo en grupo, es igualmente el punto de inicio -en forma de coerción, ciertamente- de la individualidad ahora social, como aquel paradigma del ser conocido sobre todo por los demás y que es extrínseco de hecho al individuo, siendo precisamente el medio por el que todo ente singularmente físico-sensorial ahora en adelante evita que del grupo y de entre los demás, se le expulse (o que estos se vuelvan feroces en su contra).

Una estructura hobbsiana: que detrás de la necesidad técnica de mantener unido el grupo, está quizá la intensidad sensorial y de percepción del nómada frente al mundo físico-material; sensorialidad que se encandila con la presencia de sus compañeros, que con una misma intensidad que crea lazos, además de conflictos que son también una forma de relación y unión, aunque con una tendencia ya hacia la totemicidad, ya que el mundo fisiosensorial interpersonal siempre ha tenido el efecto último de dejar en un plano secundario en cierto sentido el mundo material-real, que es el mayor lujo que en realidad proporciona la cultura y aun sus formas incipientes grupales anteriores a la agricultura. Que de esta forma la fisiología, una vez más, aquilata la permanecía grupal sirviéndose de la individualidad fisiocorpórea –esto es algo así como cuanto más singular se es  fisiocorporalmente y en la indefensión del cuerpo particular de cada uno más dependencia tendrá de al menos el estímulo que es para uno la presencia de otros seres humanos-; así es que con permanente intensidad el grupo humano se sirve de la fisiocorporeidad singular sometiéndola a una posibilidad fisiológico-sensoria más grupal, multi individual o colectiva, constituyendo solo fisiológicamente en sí misma una especie de carpa invisible que ampara la vida humana del grupo frente a la brutalidad del mundo físico-espacial.

 

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Imagen de Leviathian, de ilustrador Abraham Bosse

 

Y que es, por tanto, una forma que tiene el grupo de protegerse en cierto sentido frente a la fisiocorporeidad individual, eso que supone la paradoja central de la experiencia humana que en realidad solo tiene lugar para los individuos en una clase de ensueño fisiológico de su propia singularidad física que, sin embargo, existe y es capaz de sobrevivir solo en la perenne configuración secreta –fisiocorporalmente subyacente- del grupo.

 

Cultura y lujo, cultura como lujo

Un encauzamiento de la fisiología humana entre múltiples partes, de tal forma que acaba por constituir una forma de orden -significado de hecho y finalmente una racionalidad-, se convierte en un proceso que efectivamente aleja la vida humana de la brutalidad del mundo solo físico-espacial, solo material de los objetos inanimados. En este sentido, la violencia rival y sostenible entre clanes, tribus o incluso equipos de deporte enfrentados, por cuanto procesos fisiológicos (fisiocorpóreos) finalmente estructurados en su misma oposición entre las partes, se alzan independientes de las circunstancias físicos-espaciales que habitan; o cualquier proceso esencialmente totémico de naturaleza posiblemente religioso (como por ejemplo las cabezas humanas miniaturizadas de los guerreros jíbaros (Elias Canetti)), por cuanto ejerce un poderoso estímulo y efecto fisiosensorial –en conjunción con las características universales humanas de la fisiocorporeidad antropológica base, esto es el oprobio biológico-, eleva de alguna manera la experiencia humana efectivamente por encima de la miseria solo físico, solo espacial y de forma bien parecida -solo que hecho de la sensorialidad sociogénética humana- a lo que es el efecto de una alfombra sobre un suelo de barro, o lo que constituye, en otro sentido espacial al otro extremo, una gran carpa por encima nuestra y bajo la cual se puede verdaderamente hacer vida.

¿Qué es eso, sino un lujo fisiológico-sensorial, frente a la miseria físico-espacial, solo material?

 

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Efectivamente, he aquí un mecanismo bucle que proporciona tanto el estímulo fisiológico-sensorial por una parte (esto es, una sustancia sensorial experimentada por el sujeto percibiente de tremenda fuerza de titilación), como también la misma funcionalidad descodificada de dicha intensidad sensorial que es el arropamiento grupal (mediante el oprobio biológico) de la fisiocorporeidad individual; que es, además y claramente, la obligación simultánea de un modo de individualidad auspiciada -o mejor, exigida– por parte del grupo mismo respecto toda singularidad físico-sensorial. Así, ante tamaño estímulo, la moralidad opróbica se activa, constituyendo por tanto una causalidad fisiosensorial en realidad como fundamento mismo del yo social; una creación y un origen fisiológico-sensorial como raison d’être de la conciencia individual, solo posible bajo el socaire universal de la sociorracionalidad operante del grupo humano específico.

La individualidad es inicialmente un modo «grupalmente» sancionado de vivir el estímulo sensorial particular.

Porque el hecho indiscutible es que los grupos humanos no renuncian ni a su esencia grupal ni a su propio y vivificado experimentar sensorio, sino que subordinan estructuralmente éste a aquélla, siendo al mismo tiempo la sociorracionalidad operativa del grupo (y llave por tanto de cualquier individualidad social posible) siempre un producto siempre también por renovar del propio experimentar fisiológico-sensorial:

La percepción fisiocorpóreo-sensoria (necesariamente solo individual) junto con la naturaleza sociogenética nuestra del oprobio biológico sobre el que se erigen los grupos humanos, suponen la superación efectiva -pero simulada, eso sí- de las circunstancias solo físicas, solo materiales. Y la moralidad como por tanto una especie de espejismo participado de, siempre exigido por, una comunidad, que es moral a fin de cuentas porque cada uno de nosotros, como dependientes del grupo, nos jugamos cada uno la entidad física particular frente a, al mismo tiempo que entre, los demás; que precisamente en el forcejeo nuestro por pertenecer, nuestro estar simplemente físico y corporal se eleva a la calidad del ser antropológico de la única manera que en la historia esto a sido posible, esto es, socialmente.

Y no es extraño, por tanto, que los grupos humanos sobrevivan efectivamente, no en la pura contingencia del mundo real –o no solo en ella–, sino en el control cultural y por ellos mismos de la fuente de su propio estímulo sensorial, dado la importancia del plano fisiológico-sensorial respecto la sociorracionalidad y la relevancia opróbica: tanto la tsantsa  como la tradición de las paleas de gallo, por ejemplo, pueden entenderse precisamente en este sentido de control cultural sobre el estímulo sensorial por cuanto poder vigorizante de la mecánica subyacente de los grupos antropológicos humanos.

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(Foto: Tsantsa)

 

 

El juego profundo (deep play) universal y antropológico de Clifford Geertz

De forma parecida funciona la titilación bien traumática que supone presenciar las paleas de gallos, ante las cuales van apostando los distintos grupos sociales y según una red tácita, pero a la vez que bien conocida de alianzas entre clanes que observara el mencionado autor en Bali, allá por la década de los 50. Pues precisamente como bucle funciona el efecto sensorial que es aquella fuerza que, de la violencia atroz de las aves exhibida ante todos, lleva de nuevo al porqué del equilibrio social ya establecido y su oxigenado reforzamiento catártico, que a nivel corporal ciertamente nos dice algo así como he aquí el porqué de esto que somos en nuestras obligaciones y obediencias sociales; y es que ante la ferocidad de nuestra misma violencia individual, solo en el acatamiento de nuestras circunstancias colectivas ha radicado siempre cualquier esperanza de nuestro propio perdurar…

Pero ciertamente no es de forma racional que esto lo acabamos por comprender, sino que la experimentación al menos testimonial de la violencia salvaje de las aves (cada una equipado por cierto con pequeñas cuchillas atadas en los talones) nos condiciona mortificando a la manera de conocimiento finalmente intelectual, pero que no es de origen conceptual de ninguna manera (de ahí la tesis de Geertz precisamente respecto del uso cognitivo de la estética, que para el mundo occidental, por ejemplo, supone el uso que hacemos de la literatura.)

Y así, la supervivencia del grupo como grupo está precisamente en una especie de autoadministración de su propia tonificación sensorial, pues cualquier sociorracionalidad según la que se acabe configurando la experiencia colectiva es siempre y crucialmente una respuesta nunca conclusa a dicha tonificación vital, físico-sensoria. No hay, antropológicamente, otra forma de resolver la paradoja de la supervivencia de los grupos humanos frente a la finitud individual, sino mediante la subordinación de la vida fisiocorpórea individual a las prioridades en realidad del grupo.

El vigor precisamente sensorial es pues la clave: a cambio, se nos brinda una identidad moral fundada en una pertenencia imposible e igualmente inclusa, pero que, aun con todo, nos cobija, eso sí, en la función viva de un yo social.

 

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Clifford Geertz

 

 

La funcionalidad moral de lo racional frente a la fisiología

El artificio que es la racionalidad -o eso que es desde la óptica de la mera experiencia sensorial singular de cada uno de nosotros- surte el efecto de impedir que el grupo se disperse mediante la homogeneización de la experiencia fisiológico-sensoria individual, una homogeneización al menos en tanto sentido que al comportamiento individual se le da el grupo. No es, por tanto, que todo el mundo haga siempre lo mismo, sino que todo lo que acaba por hacer la gente resulta comprensible al menos potencialmente para los demás o, si no, una transgresión en algún grado (o en toda regla) de esa misma potencialidad. Es en este sentido pues, que lo que se concibe como racional es también una fuerza de preservación del fondo moral de la experiencia humana que se articula sin duda en primer lugar en la permanencia del grupo, y después en la pertenencia física -o no- del individuo al mismo.

Es por tanto en la parte mía social y fisiosensorialmente extrínseca que me escudo de esa otra parte de mí pre social y límbica, y que solo conoce el deseo, el confort de la satisfacción, y el terror.

Sin embargo, en un sentido estructural se diría en realidad que es el grupo, y más concretamente su convergencia opróbica en el tejido sensorial mío, que se sirve del artificio que soy yo en mi fisiología hecha extrínseca como yo social y sociorracional, para igualmente parapetarse frente a lo ante social y la oscuridad de lo no inteligible.

Y es que lo no inteligible para los otros solo puede suponer por tanto una existencia sensorial solitaria, encerrada mortalmente en sí que no se relaciona con lo que le rodea y que queda, por tanto, obviada respecto del mundo exterior y también -sobre todo- para sí en la poca constancia conceptual de su propia existencia. Los grupos humanos se hacen, en este sentido y de esta forma aquí esbozada, ellos mismo la luz de su propia conciencia ante la circunstancias físicas-materiales mediante la imposición de el artificio social que soy yo, pero en la percepción de los demás; así es que se puede entender que al grupo le doy mi fisiocorporeidad (mi fisiología en mí sensorialidad mediante el oprobio biológico), y a cambio obtengo el artificio de mi propia personalidad social, eso que llaman identidad, que es ni más ni menos que la asignación, en el plano superior estructural de la evolución (y por tanto de la supervivencia real), del lugar físico, más o menos correspondiente, pero personalísimo y único, dentro al menos de lo que supone el tiempo de mi propio recorrido vital. De esta manera el artificio del yo social de esto que soy en la percepción de ellos, se debe concebir como una serte de triunfo funcional del cuerpo individual humano sobre el plano real de lo material al apropiarse de una personalidad socialmente fáctico (sujeto, por tanto, a correr el riesgo de que le arrojen los demás de entre sí).

La inteligibilidad es, como aquí se ve, un proceso en el fondo de benévola coerción de la fisiocoporeidad singular hacia, digamos, la luz del reconocimiento social-grupal, que es lo mismo que decir la obligación para con uno de no quedarse límbicamente recluido solo en la sensorialidad del deseo. Y, sin embargo, esta coerción que libera, que es simplemente una forma de definición por medio de la imposición de límites, no es la única manera de aprovechar la experiencia fisiológica-sensorial nuestra, pues en la oscuridad ante social de solo lo fisiocorpóreo, se consolida efectivamente una autonomía de pura e envigorizada sensación que, bien mirado, puede ser no solo un peligro para la supervivencia de los grupos humanos (que lo es, sin duda por cuanto llegue a deshacer la permanencia del grupo) sino más bien todo lo contrario, si se sabe reconducir ese caudal sensorial vigorizante hacia la reafirmación del grupo, en el estimulo como auxilio estructural precisamente de un orden fisiológico-colectivo ya establecido.

Ya hemos intentado anteriormente poner de relieve cómo la experiencia cultural, respecto de los contextos humanos más sedentarios busca necesariamente su propia estímulo fisiológico-moral (en el sentido de un juego [‘espectáculo’] profundo de Geertz) con el fin estructural de reforzar – esto es, ejercer materializando- la sociorracionalidad de un colectivo particular e histórico, como siempre ha sido en tanto respuesta ante el embate de la realidad físico-espacial. Porque en cierto sentido, solo somos verdaderamente eso que somos nosotros en la experiencia fisiológica-sensorial de cada uno que, no obstante, no desemboque en la disolución definitiva del grupo.

Así es que el estímulo funciona en cierto sentido como un mecanismo de retorno al seno identitario del grupo, que es igualmente la vuelta a casa, como si dijéramos, del individuo respecto al menos su identidad social (que no deja de ser, claro está, indisociable de la identidad fisiocorpóea, puesto que ésta es precondición de, camino a, aquélla); porque el estímulo sensorial, que es solo del individuo en un sentido estrictamente físico, dentro del contexto colectivo viene a constituir una forma de salida lógica para el individuo singular respecto el problema de su propia permanencia entre ellos, pues una fisiología desabrida, más allá de los límites de lo aceptable para los demás, es la tumba misma que se abre ante nuestro ser físico, sin duda, como el foso límbicamente temido de la soledad, el hambre y la aniquilación.

Pero, sin embargo, al cabo seguramente de cualquier niñez, de un individuo cualquiera dentro de cualesquiera grupos humanos sobre la tierra ahora, o en cualquier momento histórico universal después de la agricultura, la experiencia fisiológico-sensoria queda bien adiestrada (y no tanto reprimida) para poder vivirse de la forma más vigorizada posible, pero encauzada dentro de la ya pautada (aunque nunca del todo comprendida) aceptabilidad que son los otros en sus reacciones al estímulo percibido.

Respecto de la experiencia lingüística universal humana, parece lógico suponer que es una maximización de artificio que soy yo en la percepción de los demás, a partir de una congruencia silábica que, poco a poco, permite una elaboración más complejo del yo social que ahora puede explicarse conceptualmente respecto de su vida emocional o sensorial ante los demás -para poder hacer comprender mejor a éstos acerca de aquello interno a mí que ellos no tienen manera de observar-, con el fin de defender el lugar (en realidad) físico propio, si bien se trata de un plano simbólico que solo remotamente -separadamente- se relaciona con la entidad fisiocropórea subyacente. Pero esta separación de la individualidad antropológica en sus dos componentes (la fisiocorporeidad frente al yo social) será, crucialmente, el centro de la vida cultural, sin duda, después de la agricultura y en compensación en buena medida de una fisiología nómada anterior que a partir de entonces se verá en cierta manera atrapada por la vida sedentaria, siendo el recurso a un plano solo simbólico de estímulo (los relatos y lo mitológico, por ejemplo) una necesidad imperiosa respecto de la conservación de los grupos humanos en el tiempo y en la manutención fisioestética, por tanto, de una sociorracionalidad permanentemente por establecer, y nunca enteramente colmada.

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