-Ímpetu fisiosensorial individual y el miedo que experimentamos
-Circunstancia física del grupo frente al mundo espacial-sensorial
-Oprobio biológico sociogenético e individual
–Sociorracionalidad que se autoimpone el grupo
-Paradigma grupal de individualidad social
El ímpetu fisiocorpóreo individual + la experiencia grupal frente al mundo físico-espacial y sensible + el oprobio biológico sociogenético e individual
Así es como el grupo, sirviéndose de la naturaleza sociogenética y opróbica de todo ente singular humano, se dota a sí mismo en el tiempo de una sociorracionalidad garante de su propia integridad colectiva, para así permanecer en el tiempo efectivamente como grupo. Y de forma universal, dicha sociorracionalidad (necesariamente solo corporal, sensorial y de rutina al principio) en torno al cual se articula la supervivencia humana históricamente solo en grupo, es igualmente el punto de inicio -en forma de coerción, ciertamente- de la individualidad ahora social, como aquel paradigma del ser conocido sobre todo por los demás y que es extrínseco de hecho al individuo, siendo precisamente el medio por el que todo ente singularmente físico-sensorial ahora en adelante evita que del grupo y de entre los demás, se le expulse (o que estos se vuelvan feroces en su contra).
Una estructura hobbsiana: que detrás de la necesidad técnica de mantener unido el grupo, está quizá la intensidad sensorial y de percepción del nómada frente al mundo físico-material; sensorialidad que se encandila con la presencia de sus compañeros, que con una misma intensidad que crea lazos, además de conflictos que son también una forma de relación y unión, aunque con una tendencia ya hacia la totemicidad, ya que el mundo fisiosensorial interpersonal siempre ha tenido el efecto último de dejar en un plano secundario en cierto sentido el mundo material-real, que es el mayor lujo que en realidad proporciona la cultura y aun sus formas incipientes grupales anteriores a la agricultura. Que de esta forma la fisiología, una vez más, aquilata la permanecía grupal sirviéndose de la individualidad fisiocorpórea –esto es algo así como cuanto más singular se es fisiocorporalmente y en la indefensión del cuerpo particular de cada uno, más dependencia tendrá de al menos el estímulo que es para uno la presencia de otros seres humanos-; así es que con permanente intensidad el grupo humano se sirve de la fisiocorporeidad singular sometiéndola a una posibilidad fisiológico-sensoria más grupal, multi individual o colectiva, constituyendo solo fisiológicamente en sí misma una especie de carpa invisible que ampara la vida humana del grupo frente a la brutalidad del mundo físico-espacial.

Imagen de Leviathian, de ilustrador Abraham Bosse
Y que es, por tanto, una forma que tiene el grupo de protegerse en cierto sentido frente a la fisiocorporeidad individual, eso que supone la paradoja central de la experiencia humana que en realidad solo tiene lugar para los individuos en una clase de ensueño fisiológico de su propia singularidad física que, sin embargo, existe y es capaz de sobrevivir solo en la perenne configuración secreta –fisiocorporalmente subyacente- del grupo.
Cultura y lujo, cultura como lujo
Un encauzamiento de la fisiología humana entre múltiples partes, de tal forma que acaba por constituir una forma de orden -significado de hecho y finalmente una racionalidad-, se convierte en un proceso que efectivamente aleja la vida humana de la brutalidad del mundo solo físico-espacial, solo material de los objetos inanimados. En este sentido, la violencia rival y sostenible entre clanes, tribus o incluso equipos de deporte enfrentados, por cuanto procesos fisiológicos (fisiocorpóreos) finalmente estructurados en su misma oposición entre las partes, se alzan independientes de las circunstancias físicos-espaciales que habitan; o cualquier proceso esencialmente totémico de naturaleza posiblemente religioso (como por ejemplo las cabezas humanas miniaturizadas de los guerreros jíbaros (Elias Canetti)), por cuanto ejerce un poderoso estímulo y efecto fisiosensorial –en conjunción con las características universales humanas de la fisiocorporeidad antropológica base, esto es el oprobio biológico-, eleva de alguna manera la experiencia humana efectivamente por encima de la miseria solo físico, solo espacial y de forma bien parecida -solo que hecho de la sensorialidad sociogénética humana- a lo que es el efecto de una alfombra sobre un suelo de barro, o lo que constituye, en otro sentido espacial al otro extremo, una gran carpa por encima nuestra y bajo la cual se puede verdaderamente hacer vida.
¿Qué es eso, sino un lujo fisiológico-sensorial, frente a la miseria físico-espacial, solo material?
Efectivamente, he aquí un mecanismo bucle que proporciona tanto el estímulo fisiológico-sensorial por una parte (esto es, una sustancia sensorial experimentada por el sujeto percibiente de tremenda fuerza de titilación), como también la misma funcionalidad descodificada de dicha intensidad sensorial que es el arropamiento grupal (mediante el oprobio biológico) de la fisiocorporeidad individual; que es, además y claramente, la obligación simultánea de un modo de individualidad auspiciada -o mejor, exigida– por parte del grupo mismo respecto toda singularidad físico-sensorial. Así, ante tamaño estímulo, la moralidad opróbica se activa, constituyendo por tanto una causalidad fisiosensorial en realidad como fundamento mismo del yo social; una creación y un origen fisiológico-sensorial como raison d’être de la conciencia individual, solo posible bajo el socaire universal de la sociorracionalidad operante del grupo humano específico.
La individualidad es inicialmente un modo «grupalmente» sancionado de vivir el estímulo sensorial particular.
Porque el hecho indiscutible es que los grupos humanos no renuncian ni a su esencia grupal ni a su propio y vivificado experimentar sensorio, sino que subordinan estructuralmente éste a aquélla, siendo al mismo tiempo la sociorracionalidad operativa del grupo (y llave por tanto de cualquier individualidad social posible) siempre un producto siempre también por renovar del propio experimentar fisiológico-sensorial:
La percepción fisiocorpóreo-sensoria (necesariamente solo individual) junto con la naturaleza sociogenética nuestra del oprobio biológico sobre el que se erigen los grupos humanos, suponen la superación efectiva -pero simulada, eso sí- de las circunstancias solo físicas, solo materiales. Y la moralidad como por tanto una especie de espejismo participado de, siempre exigido por, una comunidad, que es moral a fin de cuentas porque cada uno de nosotros, como dependientes del grupo, nos jugamos cada uno la entidad física particular frente a, al mismo tiempo que entre, los demás; que precisamente en el forcejeo nuestro por pertenecer, nuestro estar simplemente físico y corporal se eleva a la calidad del ser antropológico de la única manera que en la historia esto a sido posible, esto es, socialmente.
Y no es extraño, por tanto, que los grupos humanos sobrevivan efectivamente, no en la pura contingencia del mundo real –o no solo en ella–, sino en el control cultural y por ellos mismos de la fuente de su propio estímulo sensorial, dado la importancia del plano fisiológico-sensorial respecto la sociorracionalidad y la relevancia opróbica: tanto la tsantsa como la tradición de las paleas de gallo, por ejemplo, pueden entenderse precisamente en este sentido de control cultural sobre el estímulo sensorial por cuanto poder vigorizante de la mecánica subyacente de los grupos antropológicos humanos.
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(Foto: Tsantsa)
El juego profundo (deep play) universal y antropológico de Clifford Geertz
De forma parecida funciona la titilación bien traumática que supone presenciar las paleas de gallos, ante las cuales van apostando los distintos grupos sociales y según una red tácita, pero a la vez que bien conocida de alianzas entre clanes que observara el mencionado autor en Bali, allá por la década de los 50. Pues precisamente como bucle funciona el efecto sensorial que es aquella fuerza que, de la violencia atroz de las aves exhibida ante todos, lleva de nuevo al porqué del equilibrio social ya establecido y su oxigenado reforzamiento catártico, que a nivel corporal ciertamente nos dice algo así como he aquí el porqué de esto que somos en nuestras obligaciones y obediencias sociales; y es que ante la ferocidad de nuestra misma violencia individual, solo en el acatamiento de nuestras circunstancias colectivas ha radicado siempre cualquier esperanza de nuestro propio perdurar…
Pero ciertamente no es de forma racional que esto lo acabamos por comprender, sino que la experimentación al menos testimonial de la violencia salvaje de las aves (cada una equipado por cierto con pequeñas cuchillas atadas en los talones) nos condiciona mortificando a la manera de conocimiento finalmente intelectual, pero que no es de origen conceptual de ninguna manera (de ahí la tesis de Geertz precisamente respecto del uso cognitivo de la estética, que para el mundo occidental, por ejemplo, supone el uso que hacemos de la literatura.)
Y así, la supervivencia del grupo como grupo está precisamente en una especie de autoadministración de su propia tonificación sensorial, pues cualquier sociorracionalidad según la que se acabe configurando la experiencia colectiva es siempre y crucialmente una respuesta nunca conclusa a dicha tonificación vital, físico-sensoria. No hay, antropológicamente, otra forma de resolver la paradoja de la supervivencia de los grupos humanos frente a la finitud individual, sino mediante la subordinación de la vida fisiocorpórea individual a las prioridades en realidad del grupo.
El vigor precisamente sensorial es pues la clave: a cambio, se nos brinda una identidad moral fundada en una pertenencia imposible e igualmente inclusa, pero que, aun con todo, nos cobija, eso sí, en la función viva de un yo social.
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La funcionalidad moral de lo racional frente a la fisiología
El artificio que es la racionalidad -o eso que es desde la óptica de la mera experiencia sensorial singular de cada uno de nosotros- surte el efecto de impedir que el grupo se disperse mediante la homogeneización de la experiencia fisiológico-sensoria individual, una homogeneización al menos en tanto sentido que al comportamiento individual se le da el grupo. No es, por tanto, que todo el mundo haga siempre lo mismo, sino que todo lo que acaba por hacer la gente resulta comprensible al menos potencialmente para los demás o, si no, una transgresión en algún grado (o en toda regla) de esa misma potencialidad. Es en este sentido pues, que lo que se concibe como racional es también una fuerza de preservación del fondo moral de la experiencia humana que se articula sin duda en primer lugar en la permanencia del grupo, y después en la pertenencia física -o no- del individuo al mismo.
Es por tanto en la parte mía social y fisiosensorialmente extrínseca que me escudo de esa otra parte de mí pre social y límbica, y que solo conoce el deseo, el confort de la satisfacción, y el terror.
Sin embargo, en un sentido estructural se diría en realidad que es el grupo, y más concretamente su convergencia opróbica en el tejido sensorial mío, que se sirve del artificio que soy yo en mi fisiología hecha extrínseca como yo social y sociorracional, para igualmente parapetarse frente a lo ante social y la oscuridad de lo no inteligible.
Y es que lo no inteligible para los otros solo puede suponer por tanto una existencia sensorial solitaria, encerrada mortalmente en sí que no se relaciona con lo que le rodea y que queda, por tanto, obviada respecto del mundo exterior y también -sobre todo- para sí en la poca constancia conceptual de su propia existencia. Los grupos humanos se hacen, en este sentido y de esta forma aquí esbozada, ellos mismo la luz de su propia conciencia ante la circunstancias físicas-materiales mediante la imposición de el artificio social que soy yo, pero en la percepción de los demás; así es que se puede entender que al grupo le doy mi fisiocorporeidad (mi fisiología en mí sensorialidad mediante el oprobio biológico), y a cambio obtengo el artificio de mi propia personalidad social, eso que llaman identidad, que es ni más ni menos que la asignación, en el plano superior estructural de la evolución (y por tanto de la supervivencia real), del lugar físico, más o menos correspondiente, pero personalísimo y único, dentro al menos de lo que supone el tiempo de mi propio recorrido vital. De esta manera el artificio del yo social de esto que soy en la percepción de ellos, se debe concebir como una serte de triunfo funcional del cuerpo individual humano sobre el plano real de lo material al apropiarse de una personalidad socialmente fáctico (sujeto, por tanto, a correr el riesgo de que le arrojen los demás de entre sí).
La inteligibilidad es, como aquí se ve, un proceso en el fondo de benévola coerción de la fisiocoporeidad singular hacia, digamos, la luz del reconocimiento social-grupal, que es lo mismo que decir la obligación para con uno de no quedarse límbicamente recluido solo en la sensorialidad del deseo. Y, sin embargo, esta coerción que libera, que es simplemente una forma de definición por medio de la imposición de límites, no es la única manera de aprovechar la experiencia fisiológica-sensorial nuestra, pues en la oscuridad ante social de solo lo fisiocorpóreo, se consolida efectivamente una autonomía de pura e envigorizada sensación que, bien mirado, puede ser no solo un peligro para la supervivencia de los grupos humanos (que lo es, sin duda por cuanto llegue a deshacer la permanencia del grupo) sino más bien todo lo contrario, si se sabe reconducir ese caudal sensorial vigorizante hacia la reafirmación del grupo, en el estimulo como auxilio estructural precisamente de un orden fisiológico-colectivo ya establecido.
Ya hemos intentado anteriormente poner de relieve cómo la experiencia cultural, respecto de los contextos humanos más sedentarios busca necesariamente su propia estímulo fisiológico-moral (en el sentido de un juego [‘espectáculo’] profundo de Geertz) con el fin estructural de reforzar – esto es, ejercer materializando- la sociorracionalidad de un colectivo particular e histórico, como siempre ha sido en tanto respuesta ante el embate de la realidad físico-espacial. Porque en cierto sentido, solo somos verdaderamente eso que somos nosotros en la experiencia fisiológica-sensorial de cada uno que, no obstante, no desemboque en la disolución definitiva del grupo.
Así es que el estímulo funciona en cierto sentido como un mecanismo de retorno al seno identitario del grupo, que es igualmente la vuelta a casa, como si dijéramos, del individuo respecto al menos su identidad social (que no deja de ser, claro está, indisociable de la identidad fisiocorpóea, puesto que ésta es precondición de, camino a, aquélla); porque el estímulo sensorial, que es solo del individuo en un sentido estrictamente físico, dentro del contexto colectivo viene a constituir una forma de salida lógica para el individuo singular respecto el problema de su propia permanencia entre ellos, pues una fisiología desabrida, más allá de los límites de lo aceptable para los demás, es la tumba misma que se abre ante nuestro ser físico, sin duda, como el foso límbicamente temido de la soledad, el hambre y la aniquilación.
Pero, sin embargo, al cabo seguramente de cualquier niñez, de un individuo cualquiera dentro de cualesquiera grupos humanos sobre la tierra ahora, o en cualquier momento histórico universal después de la agricultura, la experiencia fisiológico-sensoria queda bien adiestrada (y no tanto reprimida) para poder vivirse de la forma más vigorizada posible, pero encauzada dentro de la ya pautada (aunque nunca del todo comprendida) aceptabilidad que son los otros en sus reacciones al estímulo percibido.
Respecto de la experiencia lingüística universal humana, parece lógico suponer que es una maximización de artificio que soy yo en la percepción de los demás, a partir de una congruencia silábica que, poco a poco, permite una elaboración más complejo del yo social que ahora puede explicarse conceptualmente respecto de su vida emocional o sensorial ante los demás -para poder hacer comprender mejor a éstos acerca de aquello interno a mí que ellos no tienen manera de observar-, con el fin de defender el lugar (en realidad) físico propio, si bien se trata de un plano simbólico que solo remotamente -separadamente- se relaciona con la entidad fisiocropórea subyacente. Pero esta separación de la individualidad antropológica en sus dos componentes (la fisiocorporeidad frente al yo social) será, crucialmente, el centro de la vida cultural, sin duda, después de la agricultura y en compensación en buena medida de una fisiología nómada anterior que a partir de entonces se verá en cierta manera atrapada por la vida sedentaria, siendo el recurso a un plano solo simbólico de estímulo (los relatos y lo mitológico, por ejemplo) una necesidad imperiosa respecto de la conservación de los grupos humanos en el tiempo y en la manutención fisioestética, por tanto, de una sociorracionalidad permanentemente por establecer, y nunca enteramente colmada.
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