6. The Village (2004)

También en este contexto (película que en España se tituló El bosque) el presente vivo de los habitantes está regido por algún acontecimiento del pasado que se nombra de vez en cuando como marco de referencia. En realidad esto tiene lugar en dos niveles diferentes dentro de la película: en el plano referencial y semiótico de todos se entiende que hace mucho tiempo hubo una guerra entre los que no hemos de nombrar y la gente, que resultó en una tregua (condicionada por el respeto de cada parte en pugna por el territorio del otro) que ha durado —más o menos— hasta hoy; por otra parte, son los operadores semióticos (el núcleo central de los fundadores mayores de la comunidad) que viven de manera secreta y a espaldas del conocimiento de los demás una especie de culto a la violencia pasada que mató a cada uno de ellos algún ser querido previamente en la ciudad y a cuya civilización como consecuencia, todos ellos han renunciado; culto y postura existencial que es el verdadero porqué estructural de las cosas de la aldea, como una racionalidad técnica que instrumentaliza, en nombre de la supervivencia de la comunidad, el plano fisiológico-existencial y semiótico de los habitantes, pero que la percepción de estos precisamente consiste en una lógica en forma de ficción (respecto de los monstruos habitantes del bosque que rodea la aldea) y que constituye la centralidad de sus vidas básicamente en la forma de un regalo que es simplemente el miedo frente a la cual tienen el verdadero y vigorizado lujo de definirse como personas, o incluso de forma en cierta manera crítica respecto distintas soluciones posibles a los problemas que van surgiendo, pues en el estímulo vigorizado y fisiológico de las personas a través del miedo está la única forma de hacer que estén verdaderamente a gusto con las limitaciones espaciales que soportan, para que no sean sus vidas las de unos presos (porque en términos de limitación exclusivamente geográfico-espacial, viven en un auténtico campo de prisioneros). Es que el uso en este sentido del miedo abre la percepción que de la vida tiene la gente, engrandeciéndola, sin duda, como un verdadero alimento vital. Y precisamente como una suerte de dádiva existencial se considera el miedo, en consecución del cual  -respecto la experiencia sensorial verdaderamente encandilada de los demás- hace Walker (el líder y operador semiótico jefe) grandes esfuerzos de planificación estratégica e implementación, junto con su equipo ayudantes o agentes entre bastidores, de toda una serie de detalles y eventos estimulantes para deleite del grupo y en función de la patraña lógico-vital ya descrita.

Pero el caso es que, como el mundo occidental de hoy, la existencia del presente tal y como transcurre se debe a una estabilidad producto de una violencia atroz del pasado, sobre cuyo cultivo como recuerdo se erige una lógica causal del porqué de hoy al tiempo que una suerte de agradecimiento implícito, porque gracias a aquella violencia podemos disfrutar de la estabilidad que tenemos hoy (en el caso de Occidente no es otra cosa que la segunda guerra mundial, el holocausto europeo y la bomba atómica sobre Japón). Y los relatos como narrativas antropológicas, ¿no sería que siempre construyen una lógica parecida para en realidad justificar el presente como una consecuencia necesaria de una violencia calamitosa anterior? Y, finalmente, hay que preguntarse si esto no sería en el plano casi exclusivamente semiótico el equivalente funcional de las paleas de gallo de Bali (según Geertz y que tienen lugar en el mundo físico-material), para así empujar los seres humanos de nuevo al seno del grupo mediante alguna forma de catarsis —de percepción sensorial respecto del mundo espacial, o bien sensorial solo en el plano semiótico y de la cognición fisiológico-mental de los individuos—).

Se perfila por tanto una especie de servidumbre fisiológico del individuo respecto del miedo, que es en realidad la supremacía, una vez más, del cuerpo sobre las conceptualizaciones; o, como en las culturas mediterráneas o «tropicales», al resaltar la experiencia física culturalmente, se es menos vulnerable a este fuente auxiliar de estímulo que es simplemente el miedo y puesto que en los climas más amenos el cuerpo o la experiencia física toma naturalmente su lugar de importancia, y no tiene quizá porqué ingeniarse, por tanto, modos alternativos de titilación fisiológico-sensoria, como sí resulta necesario en las zonas geográficas más frías e inhóspitas (donde posiblemente se recurre más a menudo a las conceptualizaciones inventadas y hacia el estímulo fisiosensorial conceptual impuesto sobre lo desconocido, precisamente porque en tales lugares la experiencia sensorial directamente física e interpersonal se ve mucho más frecuentemente obstaculizado debido al clima). El miedo también en forma de transgresión moral (que es simplemente la fuerza opróbica, sociogenética) es especialmente útil respecto de los contextos que por alguna razón resultan físicamente restringidos y limitados, más allá incluso de lo que es la limitación simplemente sedentaria, como pueden ser los climas fríos, los espacios abiertos y desolados, las islas u otros espacios también reducidos, esto es, en cualquier situación en la que el cuerpo y la experiencia físico-sensoria no puede ejercitarse de forma directa y expansiva; ahí la fuerza opróbica en el centro de la individualidad humana puede estimularse hacia la máxima titilación moral respecto de un sujeto psicológico que ya no puede estar seguro de pertenecer, o no -pero respecto un plano fisiocorpóreo y ante racional de la mayor fuerza fisiológica- . Y en solo esta agitación opróbica intensa de nuestra subconsciente antropológica, quedamos envueltos, por momentos, en la mayor euforia fisiológico-sensorial con un poder de efecto sin duda adictivo, frente a y en contraste con, las restricciones espaciales del mundo material circundante. (Ejemplos de histeria colectiva, de las brujas y supuestos cultos satánicos, el asesinato de niños, la conspiración pedófila, etc.…)

Y esto porque la sensorialidad humana, mientras si bien no es políticamente real de forma directa, si que retiene una relevancia al menos moral en cuanto a un plano opróbico y ante racional en el que individuo ha de definirse frente al grupo y pese a la naturaleza estrictamente interno del proceso fisiológico-cognitivo de la percepción. Y así, siempre que la experiencia directamente física adquiera una mayor dureza -por frío, la monotonía, la soledad o debido a cualquier otra forma de desolación percibida-, la tendencia a arroparse en cualquier proceso fisiológico-sensorial de por sí envolvente (como la lucha, huida, el miedo, la intensidad conceptual-totémica (o sea, la creencia normalmente compartida en lo sobrenatural y la magia)), siempre ha movido a los grupos humanos a tomar parte en procesos de la consecución de confort fisiológico a través de la elaboración de contextos de titilación dramática (parte esencial, simplemente, de toda cultura, especialmente la sedentaria). Pues precisamente ése es tal vez el mayor poder de los grupos, el de crear, compartir y reforzar contextos fisiológos -o bien físicos, o bien fisiológico-conceptuales- que prometen una mayor intensidad para los participantes humanos debido a la unión fisioopróbica que todo grupo humano acaba por formar, a través del tiempo. Así se puede quizá aseverar, por lo tanto, que los problemas que surgen a partir de la experiencia rutinaria del grupo y que de forma inexorable da lugar a algún tipo de conflicto -la envidia, la atracción sexual (ilícita o no), los celos u otras formas de hostilidad y antagonismo-, son en cierto sentido necesarios para precisamente tensar fisiológicamente la experiencia del grupo, y dado que la sociorracionalidad (y por tanto la supervivencia real) del grupo depende del estimulo y la intensidad fisiológica-sensorial de los componentes fisiocorporales singulares, una sociorracionalidad que es solo por cuanto respuesta a, y desencadenada por, ese mismo ímpetu fisiosensorial.

En contraste, sin embargo, con este ámbito de fenómenos opróbicos (en el sentido de deep play de Geertz), la experiencia fisiosensorial intensificado de forma química, o mediante la rutina física, sin que exista ningúna conexión posible con el fondo opróbico del grupo de dependencia, constituyen formas de juego no profundo en un sentido moral: son de por sí experiencias fisiológicamente intensas o tonificantes (aun en la forma de una monotonía física) que, sin embargo, no conducen a ninguna cuestión de duda frente a los demás y el que dirán subjetivo de cada uno de nosotros; esto es, se trata de experiencia fisiológico-sensorial que ocupa el tiempo vivo subjetivo, por decirlo de alguna manera, sin que de ello se pueda derivar ninguna consecuencia sociomoral o sociorracional para el individuo. En este sentido, pues, la experiencia de este tipo es no solo superficial, sino que solo significa algo por cuanto tonificación sensorial y fisiocorpórea (aunque desde la óptica antorpológica estructural, tal significado no racional (esto es, sin sentido racional o sociorracional) sí que es enormemente importante).