Es la circunstancia del grupo lo que requiere y hace posible la sociorracionalidad como base de toda racionalidad cultural posterior (y también respecto la «socioindividualidad» como paradigma que establece y somete todo grupo particular). Esto es, que la razón de ser de lo sociorracional no es sino una situación colectiva, multi-personal, cuyo rastro se pierde en el fondo y detrás de la experiencia simplemente fisiológica de todo individuo antropológico y sensorialmente singular. De manera que solo puedo ser yo en un sentido cartesiano (que es el yo racional en extremo, capaz de sopesar su propia entidad fisiocorpórea) si y solo si me extraigo, de alguna manera, de mi propia corporeidad singular -que en un sentido antropológico es también grupal, o aquello susceptible de regirse, mediante el oprobio biológico por el grupo-. Es decir, solo soy yo si dejo de ser yo (ser en el plano racional es el ser social, equipado de repente con un poder ya no solo sociorracional sino, con el tiempo, una racionalidad que se propone precisamente la desconexión de sí misma con el origen de la sociorracionalidad (y esa “sociomoralidad” también original); el yo cartesiano, en este sentido desconectado, es también la renuncia al yo anterracional y pre social, renuncia que se sabe de sobra que da unos resultados espléndidos dentro de los paradigmas del saber técnico, pero que al mismo tiempo convierte el sujeto en una especie de discapacitado moral por cuanto no soy yo en un sentido sintiente y corporal, esto es, un yo que no está sujeta de ninguna manera a la coacción opróbica del grupo humano de dependencia. Pero surge otra paradoja: lo que es racional en un sentido técnico es susceptible de volverse del todo irracional cuando, mediante esa digamos violencia desabrida del impulso empírico-racional, se pierden de vista los aspectos morales que solo la experiencia física, interpersonal puede crear y mantener, pero que para nuestro modo racional de ser (que se refuerza constantemente en lo que constituye en cierto sentido una ilusión de la singularidad física) resultan solo observables de manera tenue, solo como impresiones o estados psíquicos y en la experiencia estética, y quedan, por tanto, del todo indefenso ante la agencia «racional» de un empirismo desbocado, puesto que nuestra profundidad antropológica no existe ontológicamente ni tiene voz directa en nuestra racionalidad, precisamente porque es esa profundidad ilusa la que en verdad fundamenta la necesidad e implicación lógico-existencial de nuestra propia racionalidad.