El cuerpo propio y los cuartos que te juegas
Somos ciegos. En una región cualquiera de África, Medio Oriente o Asia desfilan ante nosotros cientos de códigos y avisos que no podemos ver. Cualquier analista, activista, trabajador humanitario o —sobre todo y por la parte que me toca— periodista debería tenerlo en mente cada vez que visite alguno de estos lugares: somos ciegos. (“Ensayo sobre la ceguera”, artículo de Nacho Carretero en Jotdown.es, agosto, 2019; la imagen corresponde también al mismo artículo y cuya propiedad se atribuye originalmente a Getty. )
El cuerpo humano perdura, evolutivamente hablando, porque se hace miembro de un grupo; o mejor dicho, el aparato neural-fisiológico de cada uno de nosotros nos aboca a un proceso inexorable de consolidación sociorracional y de personalidad propia al que solo un grupo puede obligar, y mediante la otrora imperativa de supervivencia en un tiempo finalmente solo numérico de las especies vivas que, desde exclusivamente la óptica de la picota darwinista de la existencia, están efectivamente en una huida hacia delante, en cierta forma siempre más cuantitativa que en realidad cualitativa. Parece que el tema está ya bastante bien esbozado y documentado -en el trabajo de A. Damasio, sin ir más lejos- respecto de una obligada preconfiguración neurológica y somatosensorial que garantiza que al final y en principio, la fisiología individual esté efectivamente a la merced de la situación en realidad más importante que es, simplemente, la permanencia del grupo en el espacio temporal. Claro que como producto de esta situación surge la moralidad humana y su hermana casi gemela, la sociorracionaldiad necesariamente cultural, pues es la fisiología individual (la anomia en el plano estructural) lo que el grupo somete a su propia y vigorizada permanencia frente a las amenazas externas y que toma la forma ni más ni menos que de la individualidad ya emergida sociorracional, pues toda singularidad somatosensoria dentro de un mismo logos antropológico de pertenencia queda imbricada en el conjunto numérico mayor mediante su propia individualidad social, como auténtica mediación somatosensorial y metabólica, de lo estructural a través del cuerpo singular y su fisiología. Y así, la anomia de la singularidad físico-fisiológica deviene en fuerza y fondo causal de la unión numérica y sociorracional mayor:
La sociorracionaldad cultural es:
la anomia somatosensoria individual
+ vivificación sensorial-metabólica
+ el logos colectivo de la pertenencia
De manera que se ha efectuado un proceso de homogenización fisiológica que supone también una fisiología individual hecha de alguna manera extrínseca, y al calor de la contingencia que obliga una y otra vez a la reconstitución sociorracional precisamente como resultado de cualquier tipo de precariedad respecto del grupo y su permanencia en el tiempo. Pero entiéndase esto en el sentido de que buena parte de nuestra naturaleza vital se basa en la insumisión, pues no de otra manera puede mantenerse este equlibrio aquí descrito entre homogenización colectiva, por una parte, y la anomia fisiológica y somatosensorial de cada uno que justifica precisamente que dicha tendencia homogeneizadora sea necesaria, puesto que la unidad de todo grupo humano no tiene lugar un sentido físico lato.
Necesario también es recalar que contingencia tiene el sentido más amplio de todo acontecimiento que los seres humanos seamos capaces de percibir, sobre todo ocularmente, pero incluyendo también sucesos internos al individuo mismo; acontecimientos que constan, en fin, de reacciones somatosensoriales de tipo emocional y cognitivos que solo el individuo corporal experimenta, y no de forma siempre consciente incluso también respecto estímulos internos (imágenes mentales del pensamiento propio, no externo.)
…El ojo blanco deambula viendo paseantes negros o árabes, viendo ciudades o pueblos, viendo saludos entre vecinos, clases sociales, mujeres y hombres, pobres y adinerados. Pero no ve el enredo de hilos y conexiones que hay detrás, no ve quién conecta con quién. Para los autóctonos es evidente, salta a la vista la estructura social. Para el visitante es como caminar por Las Vegas con una venda en los ojos. No existe nada más que lo que traslada desde su esquema mental. Es lógico. No se ve lo que no se concibe…(N. Carratero)
He aquí que la argamasa viviente que pudiera articular los grupos humanos de esta manera aquí esbozada y sobre la que se asentaría tal mecánica de lo sociorracional así reconstituida de forma recurrente sobre la sustancia de nuestra estar fisiológico y metabólico-sensorial, no puede ser sino el cuerpo individual y su sensorialidad (junto, claro está, con el aparato neurológico en un sentido damasiano): esto en su conjunto que llamo yo la fisiocorporeidad anterior a nuestro ser social, que corresponde a un ámbito exclusivo de la efervescencia sensorial de toda percepción -como qualia– y justo antes de la emergencia de todo yo consciente socialmente forjada. Y al cuerpo solo es, en un sentido socialmente trascendente, respecto una imagen de su propio estado opróbico, esto es, el cuerpo singular frente a, encarado con, los demás y de cuya presencia no podemos en ningún caso prescindir: he aquí el origen en realidad sensorial de la moralidad humana que es, ante todo e inicialmente, una imagen de nuestra potencial y agonizante exclusión; un ente de tal manera fisiológico por cuanto imagen ante la cual quedamos momentáneamente sujetos, que se puede decir que forma una suerte de extensión corporal, más allá de esto que somos en carne y hueso.
Del origen biológico no cabe duda, puesto que este fenómeno del oprobio tal y como llevo yo manejándolo, es algo observable en otras muchas especies vivas (si no todas ellas de una o otra manera), y que está presente de forma evidentemente no racional, esto es, anterior, por tanto, a todo desarrollo cerebral más complejo. Pero respecto de los seres humanos concretamente, no cabe duda que es ante todo una suerte de imagen mental que surte un poderoso efecto sobre nuestro organismo, respecto particularmente lo que debe ser esto del aparato neurológico presconsciente damasiano. En este sentido, la suceptibiliad del ojo humano hacia el antropomorfismo respecto de imágenes sociooprobicamente relevantes (las caras humanoides, o el manierismo corporal; conjuntos de objetos uniformes que pueden percibirse en forma de grupo; percepción de la fuerza física poderosa frente a lo minúsculo y débil; la captación ocular de relaciones socioafectivas, etc…) supone el germen mismo de lo moral a partir de nuestro afán fisiocorpóreo y obsesivo -de parte de un cuerpo en esencia desamparado en su misma singularidad- por reconocer, tener constancia de, el grupo.
Pero decir que algo es biológico no es lo mismo que decir que está genéticamente determinado. Y así, muy probablemente como el lenguaje, el oprobio biológico es una capacidad que está genéticamente programada pero cuyo desarrollo vivo -a igual exactamente que la adquisición del idioma nativo- depende de la inmersión social y afectiva, respecto de un cuerpo singular y su metabolismo sensorial. Y la personalidad humana es pues la historia de un cuerpo singular única, pero que se forja en realiad fisiocorporalmente respecto un grupo cuya importancia, además de su presencia física en algun momento, es sobre todo en un plano fisiometabólico que, como llevo desorrallando aquí en este texto específico y lo largo de conjunto mayor de estos escritos, una experiencia fisiológica no del todo consciente (o sea que es neurológicamente anterior) pero que es ya de por sí moral, respecto de la pertenencia o no del individuo, y al menos la tensión imperiosa en este sentido que está en forma, no obstante, de qualie, esto es, pura efeversencia solo sensorial y metabólica.
…Las fronteras son efectos ópticos. Otra vez nuestros ojos occidentales engañados. Para un fulani del norte de Nigeria poco significa la frontera con Níger. Al otro lado hay más fulanis. Que un francés y un británico, hace cien años, cogieran un lápiz y trazaran por ahí una línea como quien reparte una tarta nada significa para la etnia y los clanes que allí habitan desde hace siglos. La línea trazada a lápiz la vemos el resto de europeos, pero no vemos la frontera verdadera, la invisible, la que separa a los fulani, por ejemplo, de los kanuri…(N. Carratero)
De manera que todo cuerpo singular, a partir de un estar fisiocorpóreo, se constituye en ser social -que es también moral, también racional- solo por medio de su imbricación con el grupo, vínculo que supone ni más ni menos que buena parte de la personalidad en sí. Pero, el lazo mayor y base de todo no deja de ser nunca la anomia a nivel estructural que supone la singularidad fisiológico-sensoria de cada uno en lo particular: la homogenización opróbica de la que dependen la permanencia de grupos humanos, por tanto, se debe a, se reconstituye y se refuerza en, la esencial insumisión de todo cuerpo singular y su fisiología; y es esta precariedad inicial -o sea, la dispar singularidad física viviente de cada uno en su propia vivificación sensorio-metabólica- que no puede faltar nunca, a pesar de que el lujo de la cultura humana -paradoja suprema- se asienta sobre, precisamente, la utilidad estable de cierto grado de uniformidad fisiológica entre las partes del conjunto, mas non troppo.
Por otra parte, se observa una clara articulación causal entre el ser sociorracional de un grupo étinico particular, respecto su cotidianidad fisiocorpórea específica en la que está inmerso todo individuo perteneciente (incluyendo claro está el cauce fisiológico-semiótico particular que es su idioma), frente a otros grupos ajenos rivales, o que participan de alguna clase de oposición entre sí: pues gracias al otro rival que es el grupo ajeno y diferente, el pertenecer propio al grupo propio, adquiere mayor enjundia vital, sin duda. Y esto de tal manera que el conflicto intergrupal de baja intensidad (o al menos respecto una violencia abiertamente corporal que ocurre solo muy de vez en cuando) sirve de cierto animado estímulo frente a la limitación física de toda antropología más o menos sedentaria, erigiéndose finalmente en una especie de lujo de la misma, en cuanto el poder del estímulo fisiológico para disipar la constricción del mundo solo físico-espacial, y quizá como sempiterna problema nuestro, o por lo menos después de la agricultura.
Pero sea como fuere, es posible preguntarnos ahora por otro aspecto de libertad humana, respecto de los múltiples grupos a los que uno puede pertenecer si en su experiencia corporal -o por lo menos somatosenorial- uno se presta a ellos. Pues así muy bien podríamos definir la experiencia probablemente universal, de una forma o otra, de múltiples lealtades viscerales que el ser humano de hecho puede sentir (respecto la etnia propia frente a la nación; o sentimiento nación que no excluye diferentes identidades sociales o políticas, etc.) O más aún estas otras preguntas: ¿es posible deberse como individuo a varios grupos antorpológicos en este sentido opróbico? Y también ¿puede una persona, después de llegar a la edad adulta, incorporarse a un grupo nuevo que no sea de origen el suyo?
La respuesta está en el juego del cuerpo dentro de un nuevo entorno (que supone, por cierto, siempre una fisiología nueva); y con el cambio geográfico viene posiblemente y consustancial a ello el cambio del entorno social. Y si pudiera ser que nuestros cuerpos todos dependiéramos de, por ejemplo, las mismas fuentes de alimentos -tanto para los recién llegados como la mayoría que estaba ya ahí- podemos suponer sin duda que la lógica sociorracional no tardaría mucho en hacerse evidente para todos, puesto que se trata simplemente de un logos de la pertenencia sobre la que, aquí se ve, se sustenta la vida biológica humana. Pero eso como base en el fondo subyacente de todo, porque en seguida se inicia -otra vez- el juego del poder finalmente político que supone simplemente la presencia en sí del grupo (y su posibilidad agregada de estabilidad diacrónica como lujo finalmente técnico-económico): la suerte de las minorías nunca puede, de hecho, considerase firme en ningún caso.
Y aun así, dejándose el cuerpo propio sobre la mesa social de un nuevo entorno, sí que se llega, en un tiempo bastante corto, a poder concebir -y por tanto ver, por tanto valorar- los entresijos humanos y morales de la experiencia social nueva. Esto es, solo si se juega uno los cuartos arriesgando el único aval que para ello tiene: el cuerpo propio y su aparato somatosenorial sobre el que se articula. Pues ahí, en ese estar sensorial y metabóolico de un cuerpo frente al espacio, ha residido siempre el yo social de cada uno de nosotros, que solo es cuando necesita ser, esto es, frente a los otros como parte de estructuras humanos-fsiológicas recurrentes y concatenadas que constituyen una posibilidad de amparo colectivo, y aunque se cimienta todo, no obstante, en el íntimo terror individual a la vez que universal de la pérdida anticipada de ese mismo amparo.
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