Vas al aeropuerto. Te diriges al área de check-in. Te piden una identificación y te emiten la tarjeta de embarque. Te diriges a las puertas y te encuentras con el control de seguridad. Te piden el pasaporte y el pase de abordar.Después de que pasan tus cosas por el escáner, te pones el cinturón, los zapatos, la chaqueta, guardas la computadora y el celular. Llegas a migraciones: necesitas enseñar el pasaporte y la tarjeta de embarque. Ya falta poco. Te diriges a las puertas, pero antes hay un último oficial que te pide… ¿adivina qué? Tu documento y el pase de abordar. Luego esperas pacientemente a que inicie el abordaje de tu vuelo. “Vamos a abordar por grupos, por favor tengan a la mano su pasaporte…y su pase de abordar”.
Algunos servicios son ineficientes por diseño porque fueron concebidos para hacer la vida más fácil al proveedor del servicio, no al consumidor. El caso de los aeropuertos es un buen ejemplo. El área de seguridad quiere confirmar que eres un pasajero. El área de migraciones de un gobierno necesita saber que estás saliendo del país. La aerolínea necesita saber que eres tú el titular del boleto. ¿No podrían hacerlo solo una vez y compartir la información entre ellos?… Arturo Muente, en El País, 7 de agosto, 2019
(Y los pintores de horizontes fisiológicos)
Las quejas del articulista respecto una mayor eficiencia burocrático han de enfocarse también en un contexto fisioantropológico que está fuertemente ceñido por los límites espaciales, esos que son concurrentes simplemente a la experiencia sedentaria basada en la agricultura. Pero intentaremos en este análisis elevarnos un poco más por encima de la sorna ideológica (bien justificada, por otra parte) que puede que aflore en nosotros cuando por ejemplo entendemos, efectivamente, que para que la industria mundial de las armas pueda sostenerse en el tiempo y al amparo finalmente de todo gobierno serio (puesto que los intereses socioeconómicos no se pueden desdeñar) tiene que existir el temor que solo una amenaza real y más o menos creíble pueda garantizar: si no hay pulsión moral atemorizada, no hay tensión finalmente financiera, así de sencillo. Pues esto mismo se tiene que poder identificar respecto multiples ámbitos de nuestra experiencia antropológica y, sobre todo, respecto al cómo vemos el mundo, que como se verá, sigue necesitando el temor de un contexto ambiguo, poco claro -y hasta ambivalente- para que tomemos en serio, por decirlo de alguna manera, la vida misma, y más concretamente lo que supone en el fondo (como base en realidad de todo) la suerte anticipada de nuestro cuerpo ante lo desconocido. Pues algo así es el mecanismo supremo fisológico-moral de la experiencia sedentaria y sin el cual la sociorracionalidad grupal no se justificaría (y dado que ésta tiene que brotar necesariamente del estímulo sensorial y efervescencia metabólica del individuo sintienete quien, claro está, no es tal -igualmente en su misma ente fisiológico- sino en el locus propio de la pertenencia grupal, fin para el cual está configurada en realidad nuestra naturaleza fisiocorpórea). Esto es, que sin pulsión sensorial del individuo dentro del espacio colectivo de su propia pertnencia grupal, no hay posibilidad de no solo lo moral, sino que tampoco podemos hablar de lo racional. Así de sencillo.
Compárese en este sentido la vida nómada, en la medida que nos lo permita la imaginación, experiencia que podemos suponer deriva hacia una suerte de sostenimiento en la fisiología misma de andar; pero lógicamente la pertenencia grupal en tal contexto tiene mucho más que ver con el espacio físico de un grupo que se desplaza, lo que plantea al individuo el problema directamente físico de no caer rezagado respecto al resto. He aquí el punto bisagra entre los dos tipos de antropología, siendo la sedentaria la que está obligada, como se ve, a aprovecharse más de ámbitos más fisiológicos (el lenguaje, la proyección simbólico-semiótica, etc.) que en realidad físicos, puesto que la misma efervescencia fisiometabólica como requisito causal de la reconstitición opróbico-moral y racional, no viene normalmente y de forma continuada para nosotros los agrícolas de solo la experiencia del movimiento exclusivamente corporal.
Es más, la experiencia sedentaria ha de compensarse sobre precisamente este punto, en tanto que el hábito natural nuestro -en el sentido de la evolución biológica humana- ya no existe como experiencia corporal (o no al menos de la misma forma y dado que las fuerzas de selección natural efectivas son pocas), lo que deja solo la experiencia fisiológico-sensorial como el recurso y salida principal a explotar. Y, efectivamente, el cuerpo en sí queda relegado a una especie de estado auxiliar y como si dijéramos en standby (eso, poco más o menos, es el planteamiento de Agamben en Homo Sacer respecto de una inclusión que supone la expulsión), pues a partir de la agricultura vivimos en verdad más en un plano de nuestra propia proyección fisiológico-semiótica, en la efervescencia del un estímulo metabólico que es al mismo tiempo una suerte de interpelación moral respecto del grupo sobre el que de hecho se ha fundado universalmente toda cultura humana sedentaria, pero en el tejido nervioso de cada uno. Y parece que, a unos pasos detrás del imperio fisiológico en el que se erige toda cultura y colectivo humano, sigue después el cuerpo físico viviente, pero también necesariamente inerte, de alguna manera.
Ejercicios fisiocorporales con el demiurgo
Y es que a partir de un estado corporal que se erige en repuesta solo fisiológica ante los embates estructurales de una experiencia social del riesgo (o sea, la insinuación e implicación lógica constante del mismo, esto del riesgo y la amenaza potencial que se cierne sobre nosotros en nuestros quehaceres incluso más mundanos), se puede acceder, como si dijéramos, a un ámbito más elevado de lo que constituye una forma inherente en nosotros de antropomorfismo: en efecto, vamos creando -y nutriéndonos finalmente- de la ilusión de una agencia intencional exterior a nosotros mismos y del que somos objeto.
Nuestra percepción de cualquier tipo de agencia causal (el sol, el viento, etc) desde incluso niño nos aboca a procesos de imposición antropomórfica sobre el mundo que observamos como parte poderosísima de nuestra sensorialidad y los procesos fisiorracionales que alimenta. En este sentido, el trabajo de Piaget apunta a nuestra necesidad de entender el mundo en función de la presencia humana y puesto que ésa sería, a nivel simplemente corporal, nuestra prioridad absoluta (idea de Stewart Elliot Guthrie en Faces in the Clounds: A New Theory of Religion (1993)); esto es, no hay nada más relevante para nostoros que la presencia o no de otro ser humano y un mundo finalmente social, de manera que llevamos en nuestra esencia incluso neural una suerte de atención en el fondo moral respecto de la presencia humana externa a nosotros, y esto seguramente porque nos jugamos tanto en cuanto a nuestro propio desamparo corporal singular (esto que es lo esencial del concepto de oprobio biológico).
Pues bien, la experiencias social de una amenaza que se cierne sobre nosotros que podemos conocer en los dispositivos y rutinas de seguridad, como describe el articulo citado, o también mediante las implicaciones lógicas, por ejemplo, de la contemplación permanente del chaleco antibalas de todo oficial de policía que veamos en cualquier situación y contexto diario, nos aboca a procesos de imposición antropomorfa que rápidamente tienden a adueñarse de, no solo nuestro forma de pensar, sino en realidad de nuestra vitalidad digamos neural y preconsciente, de tal manera que es muchas veces inevitable que en alguna medida y distintos grados vayamos suponiendo la existencia de una fuerza siempre nebulosa externa y de alguna manera enfrentada a nosotros: los terroristas, el gobierno, las corporaciones, la banca, el Pentágano y la CIA; los narcotraficantes y grupos mafiosos de toda etnia particular o profesional; los pedofilos y traficantes de mujeres o de personas en general, etc; o ese ellos como sujeto de tercera persona del plural -agente por excelencia- que, como muletilla conceptual, no concretamos nunca: esta predisposición fisiorracional en nosotros acaba por crear, en distintos grados de credibilidad -pero raramente de manera totalmente fehaciente- una repuesta humana a todos luces normal e inherente a nuestra propia corporalidad filogenéticamente evolucionado y respecto, evidentemente, los contextos colectivos anteriores (esto que trato de decir está en el famoso texto de, por ejemplo, Hofstader de 1964, The Paranoid Style in American Politics; y para la cuestión de la evolución véase Konrad Lorenz, por ejemplo, en Sobre la agresión.)
En efecto, desde la experiencia solo fisiológica de solo nuestra sensorialidad (pero que es moralmente sensible en en este sentido corporal) construimos inferencias ya lógicas, o dentro del ámbito de nuestra racionalidad consciente, respecto a una realidad no necesariamente observada (¿cómo podemos tener constancia fehaciente de, por ejemplo, la existencia real y concreta de los hombres de negro financieros como poder fáctico real del mundo?) sino solo sensorialmente sugerida a partir de la circunstancia primigenia humana de, simplemente, nuestra corporalidad individual y la vulnerabilidad que supone esta limitación física. Y sin duda, dado que nuestra naturaleza antropomorfizante es algo que no podemos ni evitar ni en realidad siquiera controlar (aunque sí entender y dominar bastante, pero no respecto el origen de nuestros instintos), cabe naturalmente que se nos manipule precisamente sobre este punto.
Y también crucial, respecto al asunto que ahora nos ocupa, es la importancia de por qué esto nos puede beneficiar frente al problema central (que ya llevamos repetidamente señalado a lo largo de estas páginas) que es esto de la crisis fisiológica que supone la aparición de la agricultura: pues en mi natural imposición antropomorfa sobre toda situación que, por ambigua me permite hacerlo dentro de los limites de lo racional que, no obstante, no llega a explicitarse, paso de mi corporalidad sensorial al demiurgo proyectado (llamémoslo así como en realidad siempre se ha hecho) para beneficiarme, precisamente, en mi propia entidad individual ahora devuelta, digamos, por mi propia postulación fisiorracional en la que puedo, aunque solo sea en realidad fisiológica y fisiototémicamente, recrearme a mí mismo en mi propia vivificación fisiosensoria.
¡Sé, efectivamente, que soy yo, o al menos de forma visceral y en todo tejido de mí cuerpo puesto que me encuentro finalmente ante otro, aunque lo haya tendido que postular yo, pues mi cuerpo, de entrada, no tiene por qué entender concepto alguno!
Y la cosa es que esto quizá no sería necesario si pudiera, por ejemplo, simplemente echar a andar, junto a mi grupo de pertenencia, en búsqueda física del siguiente racimo de moras, los raíces o los tubérculos que llevar a la boca.
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Stewart Elliot Guthrie, Faces in the Clouds: A New Theory of Religion, Oxford University Press, 1993