(Sentido Edgar Morin1)
El sistema judicial sirve como ejemplo de un sistema complejo en el que se basa todo sobre el enfrentamiento entre las partes, lo que conduce no a la verdad pero sí a una resolución debidamente establecida dentro de las posibilidades de nuestra propia limitación como seres humanos físicos; o bien entendámoslo como apaño, aunque formalmente regido, que se basa en la confrontación entre fuerzas necesariamente diferenciadas, siendo la base de todo en realidad esta interdependencia de separación-que podíamos decir-, pues si falla una parte por cuanto no llegue a aportar suficiente ímpetu en su propia afirmación técnica, o bien porque simplemente se excede usurpando una parte sobre el ámbito propio de la otra, en rigor el sistema en sí no puede mantenerse y su función se distorsionará. Pero es necesario distinguir en este punto una diferencia importante entre sistemas complejos (los naturales y entre ellos los que se componen de seres humanos, por ejemplo) y un sistema solo mecánico: los sistemas complejos pueden seguir funcionado en estados y condiciones menos óptimos (como distorsionados de alguna manera), mientras que un sistema mecánico, generalmente, solo conoce un único punto de funcionalidad frente a la inoperatividad total. Y en cuanto a los sistemas democráticos como sociedad, ¿quién no ha sostenido -o conocido observando la experiencia de otros- serias dudas sobre la necesaria imparcialidad de algún juez en cuanto imprescindible guardián de la función judicial, respecto de alguno de los múltiples sistemas judiciales que hay y ha habido en el mundo? O bien, ¿quién no ha sospechado hoy en día aunque sea solo pasajeramente en un momento de desanimo personal, que es en realidad el poder económico que arrasa con los fundamentos sociales de, al final, su propia estabilidad financiera en el tiempo, además de minar, a la larga, toda posibilidad democrática?
La racionalidad humana constituye también un sistema complejo por cuanto se basa en dos partes enfrentadas entre sí, la parte fisiocorpórea individual y la otra parte sociorracional, enfrentamiento que toda cultura y grupo humano antropológico convierte en su centro efectivamente angular. O otra manera de enfocarlo sería en la calidad emergente de la conciencia humana (sentido Damasio), por cuanto es la conciencia individual que se consolida -emerge- a partir del enfrentamiento entre la anomia fisiocorpórea individual y el contexto grupal; el yo consciente y sociorracional es, momentáneamente, una extensión en cierto sentido independiente de nuestra propia sustancia somatosensoria que, en su forma siempre pasajeramente reconstituida, se opondrá a esa misma esencia somoatosensoria individual (como, efectivamente, una suerte de desplazamiento -quizá una exclusión, al decir de Agamben- de la neurofisiológía individual). Asimismo, puede hablarse finalmente de una periferia somatosensorial que se opone al centro sociorracional –un lugar limpio y bien iluminado2 del yo culturalmente racional.
Y es que en la periferia se queda la nuda vida (Agamben) y todo aquello que no tiene transcripción posible más allá de una confusa subjetividad única, y ni siquiera a veces eso, pues en el fondo de todo está, efectivamente, la nada neurológica de un cuerpo humano que, aunque en posesión de cada cual es, en realidad y en su forma preconsciente (es decir, pre-sociorracional), una singularidad categórica y universal; o sea, en este sentido todavía no comprensible ni para sí, se trata de eso, de la nada, una vacuidad que a fin de cuentas rellenará después, en buena medida el grupo humano, si bien todas las culturas, dentro de un entorno semiótico particular, intentan explicar dramatizando de alguna manera este origen imposible e inexistente, pues solo puede efectivamente conocerse a partir de su superación social en forma de la reconstitución sociorracional y cognitiva del individuo (pero antes, sencillamente, no hay voz humana posible).
Es decir, que el origen de los Titanes griegos, por ejemplo, que dieron paso a Cronos y después a Zeus (como podía tratarse de cualquier otro relato de origen antropológico) es en realidad el insondable tejido neurofisiológico humano todavía en la periferia de su propia sociorracionalización; esa misma periferia donde aún permanece parte de usted, pero no la parte con la que lee estas palabras, sino la que constituye un insumo subconsciente, o en todo caso emocional con la que, claro está, solo remotamente se relaciona usted como el sujeto sociorracional que es.
¿Se puede hablar, por tanto, de una división de poderes (como así se dice respecto la estructura política democrática) pero en cuanto a la individualidad antropológica? Partimos, en este sentido, del concepto de sistema complejo de Edgar Morin que se basa en la necesaria independencia entre los diferentes sistemas que entran en relación (a grandes rasgos de carácter simbiótico) unos con otros: y así, en cuanto mecanismo equilibrado de oposiciones, a igual que ocurre con la democracia, si el ímpetu vital y autónomo de una de las partes (o sea, de un sistema propio e independiente) desfallece o de alguna manera falla, el sistema complejo mayor entrará en estado de crisis o distorsión. Pero, como rasgo definitorio de los sistemas complejos frente al sistema simplemente mecánico, cierto grado de distorsión no es incompatible con la permanencia funcional continuada en el tiempo (mientras que un sistema simple solo funciona o no funciona, y no puede seguir operativo solo a medias). Y, de hecho, la fuerza de los sistemas complejos frente a todo contexto natural -o bien de evolución sociobiológica o política- radica en el hecho de que su distorsión en este sentido técnico no supone sino su definición real como forma suprema de flexibilidad estructural. En este sentido, entonces y como ya llevo apuntado, la complejidad de la individualidad antropológica se origina a partir de yuxtaposiciones entre elementos autónomos diferentes (sujeto perceptor frente a la realidad físico-espacial; un sujeto perceptor físicamente singular, frente a otro, etc.), con lo que implícitamente se está afirmando que toda relación simbiótica entre la partes es siempre una forma de definición como distorsión en el sentido aquí esbozado; o que toda definición cultural como alienación del individuo corporal (la nuda vida) a favor del grupo de pertenencia, es un mecanismo que presenta un carácter delirante en su seno técnico más profundo.
O sea que no hay, en un sentido antropológico, experiencia fisiológico-metabólica sin que contribuya a consolidar -a reconstituir- lo sociorracional: y así, como toda experiencia sensoria humana puede también adquirir calidad opróbica (esto es, en función de la presencia colectiva, pero dentro de la intimidad somatosensorial del sujeto perceptor singular), la vida sensorio-metabólica individual deviene en la fuerza basal y aglutinante de la permanencia en el espacio y en el tiempo del grupo; que es también decir que ya en la experiencia sensorial nuestra está la piedra angular y técnica de la posibilidad moral -por cuanto sociomoral- de la experiencia después semiótica y cultural. Pero también observamos aquí el inicio efectivo de un desplazamiento por parte de un yo más fisio-opróbico y fisiológico-metabolico que en realidad corporal, que se aleja de hecho del sostén exclusivamente físico del cuerpo de cada uno, pues no otra es la dirección universal que toma la cultura ya sociorracional, finalmente semiótica, en su mecánica de acomodar una fisiología opróbica orginalmente nomáda a los confines de la vida sedentaria y agrícola.
Y esta mecánica, entonces, de servirse de la vivificación sensorio-metabólica individual para forjar, mantener y reconstituir la existencia sociorracional colectiva (pero como personalidad social del individuo singular ahora socializado) es en esencia la que desarrolla el director de cine, por ejemplo, y también el artista pictórico en general, que en cuanto verdadero arte, ha de conducir el perceptor humano, a través de la vivificación sensorial a alguna forma de al menos tensión conceptual o dialéctica (el decir algo sobre algo). Y este es, por último, el mecanismo que conduce directamente a Homo Sacer de Agamben, que se basa, efectivamente, en este alejamiento de lo corporal a favor de la vida más fisiometábolica que en realidad física, que es el patrón común y universal de la experiencia antropológica y la única manera de establecer una unicidad colectiva del grupo humano como vehículo fáctico de la superviencia de la especie. Y así, toda cultura es, universalmetne, ese lugar limpio y bien iluminado que mantiene a raya, como si dijéramos, nuestro antecedente somatosensorial más íntimo de cada uno de nosotros en la periferia técnica de la experiencia fisiocorpórea que es la que produce emergiendo el yo sociorracional más públicamente presentable, ese que sí puede quedarse en el espacio común del orden cultural, o al menos en su forma siempre solo pasajera respecto de otra, siempre sucesiva, reconstitución futura. Naturalmente, un lugar limpio y bien iluminado (que es el titulo del cuento de Hemingway) en cuanto se refiere a un modelo cultural, es en realidad un estado fisiológico-cognitvo individual, y no un sitio necesariamente espacial; de hecho, como modelo antropológico, puede aplicarse al lenguaje mismo, pues la competencia lingüística lograda por el hablante (nativo o no) siempre supone la imbricación de una fisiología necesariamente individual con estructuras opróbicamente relevantes que son patrimonio en realidad colectiva, produciéndose, en cierto sentido, una homogeneización fisiológica individual hecha extrínseca, ante la imposición moral que son el colectivo para el individuo perteneciente.
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1El paradigma perdido: la naturaleza del hombre, 1971
2Título del cuento de Hemingway
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Pensamiento complejo (ejercicios)
Apología de la contradicción
Javier Cercas, 19oct19
Contraste entre tradición occidental del pensamiento (tradición que el autor califica de monista, dogmática, totalizadora, y basada en un principio de bivalencia aristotélica; es decir, solo puede haber una respuesta correcta para todas las preguntas genuinas: las demás respuestas son erróneas…y con ello, falsas las preguntas que han podido generar dichas respuestas no genuinas). De tal manera, que se puede pensar en una estrategia de procurar más bien un confort fisiológico a través de la delimitación exclusivamente antitética del pensamiento racional y occidental. Porque así se crean al final unos cauces por los que puede discurrir la fisiología humana sedentaria; y así a la manera de una antropología de la contingencia, la ciencia y tecnologías aplicadas pueden concebirse como herramientas respecto del reparto fisiológico sedentario que como tal dependen precisamente de su delimitación antitética y funcional, porque de lo contario y de difuminarse en demasiadas posibilidades lógicas e inferenciales (como una verdadera complejidad intelectual), no servirían para acomodar las generaciones sedentarias de la misma manera y respecto de la necesidad desde luego estructural de garantizar, no solo la vivificación en general sensorio-metabólica, sino también los espacios de imposición fisiológico-racional en los que otras formas de individualidad estructuralmente imbricadas puedan desarrollarse.
La cuestión esencial pudiera radicar en la de facticidad inexorable de que algunas veces las cosas no pueden entenderse solo en forma de implicaciones lógicas únicas, sino múltiples al mismo tiempo. Dice el autor que, puesto que la realidad es contradictoria, un hombre libre tiene la obligación de contradecirse con ella…Pero otra cosa es la cuestión económica, herramienta pilar de la estabilidad sedentaria, pues la lucha personal por ganarse la vida supone la aplicación en general ¿óptima? de la fisiología individual a la tarea en realidad técnica de su propia vivificación, frente a las limitaciones de la antropología sedentaria y dentro del cauce de su propia consumación vital (que es en realidad una cosa múltiple, como agregados demográficos, finalmente).
Las ideas incómodas
Jordi Soler 6dic19
De nuevo, se trata de una situación en la que hay dos planos diferentes, el de la fisiología personal y fisiocorpórea, y otro que abarca al menos la conceptualización de un plano superior que ocupan múltiples (si no millones y millones) de individuos; y el orden al final funcionalmente certero es este segundo plano, no el primero. Pero, claro, esto no se puede saber desde la fisiología estrictamente personal, o sea, desde el ámbito primero, sino que es necesario al menos algo de circunspección diríamos psicológica, alguna distancia, aunque sea mínima respecto del cuerpo y sensorialidad propios. Aunque, claro está también que vivimos todos en el primer ámbito como cuerpos antropológicos y solo secundariamente en el ámbito racional -y técnico- superior.
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Heidegger y la cuestión de la técnica
De nuevo se trata de dos planos diferentes, el de una fisiología que se configura socioculturalmente según un contexto histórico específico, frente a el otro plano también fisiológico, pero más constante -quizás también anterior y más arcaico en términos evolutivos- que no permite, finalmente, que de él se desvíe demasiado la fisiología más sociorracional de todo momento histórico, aunque como se trata aquí de un enfoque teórico complejo (sentido Edgar Morin), tal ímpetu de desviación hay que considerarla también natural y previsible, a igual que todo proceso de <<corrección>>. Porque, como ya llevamos diciendo, en términos estructurales nociones como desviación y distorsión o corrección, si bien suponen procesos de inestabilidad por una parte, son al mismo tiempo la definición real -como forma de suprema flexibilidad ante las contingencias- del contexto antropológico en sí y como el sistema complejo que universalmente constituye. De tal manera que el planteamiento esencial de Heidegger en dicho ensayo parece ser algo así como el problema que supone para el hombre no reconocer sus propios antecedentes fisiológicos (esto es, su naturaleza que hoy diríamos quizá fisioantropológica, por cuanto de carácter neurológica, somatosensoria, pre-consciente y socioopróbica), lo que no nos permite distinguir muy bien aquello que en realidad somos de esto que solo hacemos, si es que hay, en rigor, alguna distinción (que inexorablemente tiene que haber, si el hombre ha de realizarse según la profundidad de su verdadera esencia, parece ser la tesis aquí en cuestión).
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Paradojas weberianas, de Antonio Valdecantos
El artículo gira en torno al meollo de la cuestión de la fisiología frente a lo sociorracional, y específicamente en cuanto al hecho de que existe una fisiología constante humana que no está sujeta al otro ámbito sociorracional o sociocultural (y las exigencias también fisiológicas que impone este otro ámbito secundario), sino que lo determina inexorablemente y al menos respecto la configuración sociorracional estructuralmente más profunda. Pero esta relación que nos puede parecer la de una mutua dependencia (entre lo fisiológico-sensorio por una parte, y lo socio-racional, fisiosemiótico por otra), no lo es en su complejidad más profunda, sino que contra lo que pudiera parecer, el ámbito sociorracional es siempre producto secundario de la fisiocorporeidad anterior, lo que conlleva la conclusión lógica de que existen circunstancias -que decimos paradójicas– en las que lo sociorracional se pliegue ante unas exigencias que le anteceden y respecto de las cuales nuestra racionalidad no tiene conocimiento cabal (puesto que en rigor forma parte de la reconstitución de lo racional pero no pertenece a ella). Así, según esta línea de razonamiento, afirmamos que el hecho de que no pudiera existir un futuro racionalmente comprendido como tal (puesto que todos los indicios lógicos pudieran considerarse, quizá, que apuntan a lo contrario) tal y como desarrolla el autor, esto no quiere decir que sea necesaria aclaración definitiva alguna: pues la fisiología humana en su vertiente antropológico y grupal, puede sostenerse simplemente en el no saber y en la ambigüedad de lo todavía no acaecido (este, de hecho, es el tema que el mismo autor ha desarrollado en otra conferencia reciente); es decir, que en lo que se refiere a la fisiología antropológica de los contextos sedentarios, no es estrictamente necesario creer ya en el progreso, siempre que no se sepa con seguridad inequívoca que no exista ya de ninguna manera. Pero claro, quizá sea difícil para nosotros y desde una óptica racional apreciar este recurso a al no saber, lo que tendemos a considerar, sin duda, un fallo -o hasta debilidad- mental. Aunque desde la visceralidad de solo el momento vivo corporal y sensorio de cada uno, cae por su propio peso que se dice, que la vida sigue y como siempre.
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Los amigos (de Julio Cortazar)
(Final del juego, 1956)
«En ese juego todo tenía que andar rápido. Cuando el Número Uno decidió que había que liquidar a Romero y que el Número Tres se encargaría del trabajo, Beltrán recibió la información pocos minutos más tarde…»
Sujeto al plano superior que es el de una agencia fáctica brutal que se sirve de las vidas ajenas para asegurar su fines propios de dominio básicamente monetario (de parte, en este caso, del gánster argentino y noir de turno), está ese otro espacio corporal en el que nos movemos los seres antropológicos al albur de, simplemente, nuestra naturaleza inmediatamente fisiológica, pulsional y socioafectiva: pues mediante la anomia que somos en nuestra singularidad vital contribuimos cada uno en su medida a la por ello justificada respuesta sociorracional del conjunto cultural en sí. Porque el espacio limpio y bien iluminado del orden racional -de la propia personalidad sociorracional de cada uno- únicamente existe en tanto respuesta al desorden y anomia que supone la singularidad corporal-fisiológica de la turbamulta demográfica real y multiple que, por otra parte, somos todos en conjunto y desde una óptica estructural agregada. Y así, es entiende que el ímpetu de un ámbito deviene en argamasa del otro, sin que por ello llegue nunca a crearse una verdadera subordinación funcional entre las partes del conjunto, pues se trata, como sistema complejo, de una interdependencia separada entre estos dos ámbitos de la individualidad antropológica, ámbitos que se relacionan en realidad de manera simbiótica entre sí, pese a que solo el segundo tiene voz propia.
Y es por eso que aquí el objeto humano del engranaje mafioso (Romero) lo es en tanto ser ante todo sintiente, perceptor y sensual -como cuerpo humano somatosensorio al que se le amputa como si dijéramos, momentáneamente en la efervescencia de solo la percepción, su personalidad sociorracional. Pues será precisamente por medio de los recuerdos somatosensorialmente grabados en el mismo tejido neuronal de Romero que Beltrán aprovechará para aproximarse espacialmente; para que, en los segundos de confusa intriga cognitiva que le causará en Romero la aparición de Beltrán (puesto que ambos se conocían en otros tiempos), éste le descerraje el tiro ejecutor de pistola ya previsto.
Porque la vivificación sensorio-metabólica de sus propios sentidos supone la ocupación total, en esos segundos, del conjunto del organismo de Romero, de manera que no cabe en el espacio literal de su pensamiento que el para él conocido amigo Beltrán (esa cara que no dejará de recordar, se nos dice, de unas apuestas hípicas pasadas) sea al mismo tiempo el número Tres jerárquico. Pues eso solo lo sabe Beltrán, si bien el lector avispado (o al repasar otra vez este breve texto de Cortázar) queda avisado formalmente, pues se nos anuncia desde el inicio (la cita exacta aquí reproducida) la ambivalencia central del armazón narrativo: que el Número Tres y Beltrán son la misma persona, o diríamos distintos avatares funcionales de un mismo ente pero según ámbitos fisioantropológicos distintos pues nos toca a todos ser, simultáneamente, sujetos-agentes de nuestro propia vitalidad orgánica, al tiempo que no dejamos nunca de ser objetos de una geometría antropológico-estructural mayor (si bien no siempre de tipo mafioso).
Pero, en fin, esto de que se aprovechen de nuestra naturaleza solo fisiológica y preconsciente (y aun no reconstituido sociorracialmente), cual animal de presa, no es nada nuevo y dado que dicha condición nos es inherente e inexorable, por otra parte. Y lo mejor es, siempre que quepa la posibilidad, convertir la cuestión en dilema moral, como ya hace la cultura como dispositivo viviente y universal que es, y que como tal, ha sido de indudable utilidad para las sociedades sobre todo sedentarias. Pues la cuestión mas urgente es, en realidad, cómo combinar nuestra gusto por la violencia (¿qué se va hacer?), al menos en cuanto visceralidad a partir de nuestra contemplación de la misma, y la integridad funcional de ese espacio culutral, ese lugar limpio y bien iluminado, o sea, la misma racionalidad cultural. Porque solo nos es tolerable la extrema vivificación que experimentamos a partir de la contemplación de la violencia solo si está subordinada a nociones morales (o el dilema mismo de si es eso lícito, o no). Y bien mirado, es eso exactamente lo que ha hecho siempre el arte y el refinamiento fisiológico que supone respecto sus multiples formas y modos rituales, como espacio fisiológico auxiliar de la vida sedentaria (como simplemente necesidad estructural que la vida nómada anterior no conoce de la misma manera). Aunque cierto es que el amparo que supone nuestra naturaleza sociorracional y moral, que se opone a la anomia antecedente, se debe en realidad a esa misma anomia como insumo anterior, sin que ninguna de las partes llegue a confundirse con la otra, ni tampoco subordinarse definitivamente.
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La violencia de las guerras europeas de religión y el despegue semiótico de los grupos humanos
Coinciden en el tiempo con la aparición y popularización de la palabra empresa (la imprenta de Guttenburg, 1440); con lo que se intensifica la división entre un ámbito fisiorracional y más bien totémico, frente al cuerpo; y esto supone en realidad una intensificación y distorsión de lo que ya es la división natural de la individualidad antropológica (la que hay entre lo fisiocorporeo-somatosensorial, y el yo sociorracional ya emergido, opróbicamente fijado). Puede decirse, entonces, que la alienación de por sí consustancial al proceso basal de la cultura universal a partir de grupos humanos (esto es, este proceso de hacer extrínseca la fisiología individual en aras de la permanencia del grupo que está y desde hace mucho filogenéticamente configurado respecto toda experiencia antropológica), se ve de repente estimulado e intensificado precisamente debido a la posibilidad de alejarse aun más de la experiencia física, y dado que la experiencia del entorno semiótico sigue siendo experiencia fisiológica. Y es que toda distorsión antroplógica en este sentido pudiera quizá entenderse como un alejamiento siempre de la experiencia base corporal que la cultura, siguiendo su natural mecanismo de su propia consolidación colectiva, tiene que excluir por medio de la homogenización fisiológica.
Es decir, que la homogenización fisiológica, a través de nuestra naturaleza opróbica, supone la efectiva exclusión de lo corporal (siguiendo la idea de Agamben), puesto que lo verdaderamente maleable en un plano colectivo es la fisiología individual, mientras que el cuerpo sirve a ésta como sostén o suporte universal (y por tanto indiferenciable al final entre individuos diferentes). Pero claro, esta tendencia natural de la cultura a huir de lo corporal -y además que se intensifica respecto al problema de la antropología agrícola- no debe exagerarse, sino que es solo una tendencia más dentro de un sistema complejo y que ha de contrarrestarse para el buen funcionamiento del dispositivo en su conjunto; mas la cultura como todo sistema complejo puede aun funcionar incluso cuando se queda distorsionado (mientras que un sistema solo mecánica y no compleja, en mucho menor grado), aunque su permanencia como sistema en el tiempo tiene límite puesto que, en su condición descentrada y distorsionada, empieza a consumirse su propio tejido estructural (finalmente demográfico) lo que aboca el conjunto en sí a su propia, inexorable destrucción si no se corrige. Aunque bien mirado, esto de la consumación en el tiempo -en todo tiempo vital- es el fin mecánico-estructural de lo antropológico en sí, indistintamente de todo significado moral con el que se le pueda finalmente asociar, o no. Y, sin embargo y pese a todo, dicha necesidad de significado infunde todo lo humano con una permanente tensión, sin duda.
Algunas revisiones complejas:
La cueva de Platón:que es necesario que muchas si no la mayoría de las personas (o bien una parte de cada uno de todos nosotros) vivan siempre encadenadas a las sombras que se vislumbran sobre la pared de la cueva (que es decir, sometidos todos simplemente por nuestra naturaleza sensoriometabólica), pues a partir de la estabilidad finalmente material que produce, y dado que la cultura sedentaria se fundamenta precisamente en ello, se hace efectiva la posibilidad -si bien más o menos minoritaria y para todos puntual- de librarse de dichas sombras en el ejercicio más sociorracionalmente elevado de la individualidad antropológica.
Un lugar limpio y bien iluminado: A partir de la relación periferia-centro que se establece entre la parte fisiocopórea de cada uno y el yo sociorracional correspondiente, el espacio culturalmente céntrico adquiere otro aspecto más de complejidad respecto las diferentes generaciones que en algún momento comparten el mismo espacio sociorracional central (tema que pudiéramos calificar, en realidad, de secundario en el cuento de Hemingway dado que dicho cuento parece subrayar, de manera obsesiva e hiperbólica, el hecho de que sobre todos nosotros se extiende la sombra de la nada ). Con lo que se hace necesario entender la calidad de autonomía técnica que tenga cada generación diferente y sobre qué más exactamente pueda llegar a articularse la relación simbiótica que universalmente, y dentro del ecosistema social de todo contexto antropológico, se establece entre ellas. Es también necesario conceptualizar la corporalidad y su fisiología más primaria -la sensoria y emocional- como también entidades periféricas (junto con la intimidad fisiológica y somoatosenosria de cada cual) al menos desde la óptica de la racionalidad del yo cultural, sociorracional. Porque también ha de quedar claro que la luz del lugar culturalmente ordenado es también al final la voz humana nuestra, voz que, paradójicamente, procede solo del centro cultural, lo que hace que la periferia técnica del Homo Sacer sea un lugar inhumano en este doble sentido negativo de lo lumínico y lo que puede vocalizarse (y por tanto comprenderse, frente a la experiencia solo sensorio-vivencial).
La amenaza soberana se convierte en la soberanía sedentaria del desorden: El soberano es, inicialmente (y como llevo intentado argumentar), la amenaza soberana como aquella fuerza que, al caer sobre el grupo le obliga a éste a aglutinarse como unicidad colectiva, pero mediante una fisiología primaria universal y común a todos los individuos. De tal manera, se puede decir que la fuerza que amenaza al conjunto, llega a apoderarse en este sentido fisiológico del grupo, esto es, deviene en verdadera fuerza de definición del mismo, y por tanto adquiere una suerte de soberanía geométrica y de posición sobre el conjunto. Esto en cuanto a un sustrato en realidad animal que compartimos, simplemente, con en el resto de las especies. Y una forma de reproducir socialmente esta realidad sociofisiológica subyacente es a través de macho alfa y el espectáculo de su dominio real sobre los demás miembros del grupo, como ha sido la función estudiada de grupos de primates habitantes de la sabana (frente a otros modelos sociales que presentan groups de la misma especie pero en contextos geograficos de bosque (1)): y así se produce una suerte de transferencia de la ameneza externa que se encarna en la figura de macho alfa soberano del grupo, y como si el poder de vida y muerte sobre los demás -respecto el grupo entero- pasase tambien a él (¡si bien, aunque esto sea fisiológicamente fundamentado, no deja de tener también algún aspecto inequívoco de convención, sin duda!)
Sin embargo, en el transcurso de la hominización del hombre (concepto que desarrolla Edgar Morin) y luego en su paso del nomadismo cazador a la cultura agrícola, este mecanismo que es un factor constante respecto la naturaleza humana, ha de volver a definirse dentro de un nuevo contexto sedentario. Esto es, como se trata de algo que no se puede cambiar sino que forma parte de lo más profundo de la naturaleza humana (concretamente esto de la pertenencia individual o no al grupo), condicionará de alguna manera todo cambio histórico que se avecina: en este sentido argumentaremos que es la amenaza del desorden en todos los sentidos (social, político, y, quizá sobre todo, moral) que sustituye funcionalmente lo que es la amenaza soberana que podíamos considerar más primaria y sociofisológicamente basal. Y esto no sería más que otro característica adicional que apunta al proceso más amplio histórico de la moralización del otrora espacio más físico de la cultura nómada anterior; lo que presupone, por otra parte, el ya postulado despegue semiótico que se justifica en tanto necesidad en realidad técnica inherente a antropología agrícola.
En todo caso se da la situación propia de la complejidad humana (frente a la complejidad solo simple de otras especies sociales) de que coexisten simultáneamente distintas formas del mismo dispositivo esencialmente sociofisiológico de soberanía, según el ámbito fisiológico que se trata (el ámbito más exclusivamente físico que tenemos en común con otros seres vivos, o bien respecto de contornos semióticos que, reteniendo su relevancia opróbica para el individuo, permiten que la experiencia humana sedentaria pueda auxiliarse en la experiencia fisiológica más virtual que solo física). En este sentido, y como ya llevo intentando establecer, existe para la cultura humana la posibilidad de una soberanía postulada por nosotros mismos, y en la forma de creencias religiosas; posibilidad de la que no disponen las otras especies vivas, y no tanto debido a que no poseen una capacidad semejante -que desde luego no tienen-, sino que no conocen nada parecido a la necesidad de poseer tal capacidad (requerimiento urgente que, en cambio, sí ha conocido la evolución biosocial humana).
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(1)Edgar Morin en El paradigma perdido(1971) quien cita a Chance, M. and Jolly, C. en Social Groups of Monkeys, Apes and Men(1970)
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Tema de una antropología en suspensión: o más exactamente en la suspensión fisiológica de una sociorracionalidad que está siempre, permanentemente, por reconstituirse: he aquí el matiz más profundamente descriptivo de la toda situación antropológica (humana) conceptualizada como suspendida en su propio futuro fisiológico aun por realizarse. Y parecería, en consecuencia, que como tal dispositivo en suspenso que somos en todo presente antropológico -o presente simplemente humano individual-, el futuro lo es todo, como ese horizonte orteguiano que es, en realidad, un órgano interno nuestro que decae a medida que transcurrimos hacia la vejez biológica(1). ¿Pero cómo articular racionalmente esta idea desde la óptica del ser humano singular anhelante de, simplemente, su propio estar fisiológico, cuando toda narrativa cultural y moral, porque es cauce necesario de múltiples proyecciones para múltiples individuos fisiocorpóreos diferentes, disfraza el estar simplemente vital de cada uno como un ser social que efectivamente pueda entenderse como tal, y con toda la seriedad, en un sentido u otro y ante los demás, que eso parecería aportarle?
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1) La deshumanización del arte(Ortega y Gasset), apartado titulado “Invitación a comprender”…“El horizonte es una línea biológica, un órgano viviente de nuestro ser; mientras gozamos de plenitud, el horizonte emigra, se dilata, ondula elástico casi al compás de nuestra respiración. En cambio, cuando el horizonte se fija es que se ha anquilosado y que nosotros ingresamos en la vejez.”
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oportet et haéreses (‘conviene que haya herejías’) Como concepto ejemplifica el tema de lo complejo por cuanto la parte constituida y estable de una antropología medieval (por ejemplo) se refuerza en su propia hegemonía mediante el alimento que le supone los continuos desafíos doctrinales como verdadero espectáculo cultural-moral, mucho antes, naturalmente de que hubiera periodismo popular ni el cine ni televisión; e incluso la tesis base de catolicismo (el que sea imprescindible el estado de pecador o pecadora de cada uno como aquello que precisamente nos lleva al padre dios, siendo necesario finalmente que se respete de alguna manera nuestra naturaleza más baja en este sentido al menos técnico; vamos, que no se puede finalmente eliminar así como así) sirve asimismo para dar cobertura racional (esto es, en forma de una lógica al uso) respecto de la aportación quizá más importante del Cristianismo -pero que es particularmente católico- que es el perdón y la tolerancia como finalmente un poder que se ha de ejercer, que no debilidad. Es decir, se trata de un credo doctrinal que se articula sobre un razonamiento complejo en el sentido aquí esbozado, respecto de una parte sistémica que supera a la otra, al tiempo que sigue dependiente de ella: la piedad suprema (no solo doctrinal) que el culto católico atribuye al cuerpo en sí (y particularmente el dolor universal como categoría) es factor clave en dicha complejidad, lo que distingue esta particularidad del cristianismo, en general, de la otra parte protestante o evangelista.
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Esbozo de una mecánica fisioantropológcia: La libertad fisiocorpórea es argamasa de edificación sociorracional del grupo, pero el fin técnico es la permanencia grupal respecto de la anomia fisiológica inicial y múltiple. Todo lo espiritual, entonces, tiene que ver con el plano mayor donde queda definida -contradictoriamente- la unicidad colectiva. Pero este plano mayor se opone a (al tiempo que es producto de) lo singularmente corporal: lo espiritual es de por sí nebuloso puesto que se extrapola de la realidad corporal singular y, en cierto sentido, la niega, dado que la supervivencia finalmente biológica humana se consolida en términos de grupos, no de individuos; y este punto es la clave, por otra parte, del planteamiento de Agamben en Homo Sacer, respecto de una exclusión que impone la cultura sobre el cuerpo físico singular, precisamente porque el argamasa de edificación sociorracional tiene más que ver, sin duda, con la vida nuestra fisiológica que con la corporalidad (aunque el valor último moral sobre el que se erige la experiencia civilizada (esto es, la agrícola) no deja nunca de ser el cuerpo, si bien adquiere un carácter funcional un tanto críptico, no siempre racionalmente evidente). Añádase a esto la circunstancia de una fisiología nómada base -o sea, la nuestra aun hoy en día- a la que se le amputa, pudiéramos decir y respecto de la aparición de la agricultura, la posibilidad de su propia vivificación sensoriometabólica (esto es, en el andar mismo que de repente pierde su centralidad estructural y antropológica), entonces se puede, por fin, conceptualmente fundamentar el porqué del despegue semiótico histórico humano en la necesidad técnica -o sea, fisioantropológica– del mismo. Aunque al mismo tiempo vislumbramos en este punto el peligro potencial, siempre presente, de que la cultura sociorracional que ya se consolida precisamente sobre la exclusión del cuerpo a favor de lo sensoriometabólico y su vivificación, se lance al vacío del desbordamiento fisiológico, alejándose fatalmente de su propio arraigo corporal original y que, de no mediar corrección alguna, supone la aproximación real hacia el autoaniquilamiento propio y colectivo (cosa que, como proceso que casi se pudiera considerar innato, vuelve a ocurrir por lo visto con cierta frecuencia a lo largo de la historia humana, una y otra vez.*).
*Esta es, de hecho, la tesis muy bien documentada de Ronald Wright en A Short History of Progress,2004.
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Algunos puntos avanzados a partir de E.Morin: La razón de ser de toda jerarquía grupal es, inicialmente, la amenaza externa. Pero con el tiempo, esa misma jerarquía puede pasar a alimentarse también del antagonismo interno al grupo; aunque la feroz competición entre individuos del mismo grupo antropológico no puede exceder, naturalmente, el dispositivo de reconstitución sociorracional de ese mismo grupo. Hacia es fin técnico entonces, surgen formas de atemperar la competición intragrupal (mas en ningún caso hacerla desaparecer del todo): la solidaridad y cooperación entre individuos -y su capacidad de congeniarse unos con otros- es importante en este sentido, pero quizá el factor más importante es, ante todo, la posibilidad de movilidad social, pues ayuda a articular -y acomodar- una mayor agresividad individual con, simplemente, la permanencia en el tiempo del grupo; y, en general, una mayor capacidad de agresión no deja de ser tremendamente útil respecto los enemigos finalmente externos. Así, a grandes rasgos, se puede argumentar que un aspecto importante de lo sociorracional es precisamente esta habilidad de acomodar una capacidad feroz de agresión por parte del grupo respecto a otros enemigos colectivos, pero sin que dicha capacidad deshaga el grupo propio. Con lo que se hace necesario concebir la extrema agresión y capacidad nuestra de violencia como, paradójicamente, la savia más sustancia y nutriente de, en realidad, nuestra naturaleza racional (o sociorracional), por increíble y siniestro que nos pueda parecer.
Pero, con todo, otra fuerza que sirve para atemperar el nivel de conflicto intragrupal es la que empuja todo hacia una mayor autonomía individual que, según Morin, es una parte importante de la hominización del hombre, algo así como la necesidad de mayor capacidad cognitiva para, en realidad, acomodar nuestra capacidad de violencia al entorno del grupo propio y su consolidada permanencia en el tiempo siempre potencial y por reconstituirse.
En el terreno politico-cultural: O se amplía el espacio cultural para los individuos (autonomía) o se inventa una nueva amenaza externa; que la amenaza externa es también un constante estructural puesto que su fisiología sigue siendo actual para nosotros: es algo así como el resto sincrético de una antigua vigencia que, no obstante, puede volver a activarse. Y parece, entonces, que autonomía y amenaza externa aquí se posicionan uno frente al otro como oposición. Y se puede postular, entonces, una relación proporcional entre estos dos factores: esto es, que la autonmía individual aumenta conforme vaya decreciendo las amenazas externas, puesto que el sistema tendrá que servirse de otros tipos de antagonismos internos como sustituto de la fisiología extrema que supone el enemigo externo. Esto es, que el constante estrucutal que es la integridad del grupo se mantiene, si bien de modo algo distinto en cada caso. Pero así se constata la íntima relación que existe entre la fisiología de resistencia al enemigo externo, y la individualidad social más elevada y autónoma, pues cada uno es el equivalente del otro, pero respecto contextos diferentes; y esto, por otra parte, da fundamento conceptual a la noción de Homo sacer, en tanto que se trata del desdoblamiento del individuo fisiológico respecto del cuerpo ( la nuda vida de Agamben) que efectivamente queda como apartado debido a las exigencias estructurales que se ciernen sobre nuestro ente más fisiológico, ése que sí puede malearse en conjunción con los otros del mismo grupo de pertenencia, frente a la agresión externa.
Pero una mayor autonomía individual se hace posible apuntalada por el proceso ya esbozado de moralización que experimenta la cultura humana a partir de la aparición y afianzamiento de la agricultura, proceso que, lógicamente, requiere la consolidación de una individualidad moral que se encuentre amenazada ahora internamente y por su propia naturaleza sensoriometabólica y pre-social (frente, desde siempre, al visceralísimo terror de su expulsión propia del grupo). Aunque también por lógica, un dispositivo de individualidad fisioantroplógica de este tipo, que en buena medida se desdobla fisiológicamente (y fisioopróbicamente) alejándose un tanto de lo corporal, solo es posible en realidad a partir del despegue que postulamos universal de la semiótica humana (esto es, desarrollo simbólico y del lenguaje finalmente escrito, si bien históricamente de carácter siempre paulatino, progresivo e intermedio).
-Da cuenta de Geertz y las peleas de gallos de Bali desde el punto de vista de un sincretismo estructural, por cuanto el factor de la amenaza externa ha desaparecido -o decaído de forma importante- pero que sigue operativa una estructura fisiológica social que, ante la ausencia de la amenaza externa, recurre al sucedáneo estructural que es la representación fisiosenoria de la violencia (que no deja de ser con todo fisiológicamente real) para mantener en pie, como si dijéramos, la operatividad anterior ya asentada. Parecería esto, entonces, un caso en el que la antropología sedentaria echa mano de la materia ahora cultural para establecer un espacio fisiológico sin duda recreativo, pero con el fin en realidad técnica y estructural de sostener un patrón sociofisiológico ya existente; o sea, he aquí un ejemplo de la acomodación por parte de la antropología más sedentaria de lo que son estructuras sociofiosológicas originalmente nómadas, proceso que se debe a una ocupación fisiosemiótica de lo que antes era el espacio simplemente físico, si bien en este caso se trata de un mecanismo no linguísitico (ni mucho menos literario) que se asienta sobre la simple yuxtaposición del espectáculo de la violencia y los distintos clanes sociales -que por eso es un pasatiempo profundo, tal como lo denomina Geertz-, lo que constituye una suerte de causalidad interdependiente entre los términos y la reafirmación visceral del significado más estructuralmente importante para el grupo: que es la violencia aquí como vivencia fisiológicamente real -como espectáculo que nos cuativa- que suplanta la más cruenta y corporal entre las personas; y el significado visceral así reconstituido dice algo así como es en la violencia fisiosensoria que así recreamos que renovamos nuestra alianza social entre todos los clanes, porque más allá del orden social y pese a sus conflictos e injusticias, no hay nada…* Y parece que el ejercicio, aunque sea solo espectacular, de la violencia (que presenciamos entre las aves, en este caso), nos transmite el porqué nuevamente de nuestro ser social (aunque no de forma lingüística ni conceptual, pero sí, evidentemente, de manera visceralmente racional).
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*Cada ave particular representa un clan local determinado que es el que sufraga el coste de su cuidado y preparación para las peleas. Y al público se le brinda la oportunidad no solo de apostar por una o otra ave, sino de defenirse de alguna manera sobre el plano político de las lealtades y alianzas sociales.
-Desarrolla comparación entre la evolución biológica como sistema complejo, y la otra complejidad de tipo biosocial: Se trata de un continuo entre el concepto de mutación como azar dentro del contexto temporal darwinano, y la naturaleza pulsional, ocasional, hedonista, caprichosa y violenta del individuo (todo esto que contribuye a la anomia), y como aquello que a fin de cuentas justifica que se vuelva a reconstituir lo sociorracional. Y entonces, el proceso es el mismo respecto de los dos ámbitos, salvo que la evolución biológica y de especie supone más tiempo, mientras que la anomia individual transcurre de forma mucho más rápida e inmediata (y, además, de manera prácticamente constante). Y en ambos casos el azar y la anomia (y como el azar que es una forma en sí de anomia) al constituir una fuente de ruido se convierten también en la quilla -como metáfora náutica- que endereza el velero que es el sistema más amplio fisioantropológico del grupo:
La evolución biológica de las especies como proceso de adaptación y estabilidad finalmente temporal, se debe al azar de las mutaciones, en conjunción en las fuerzas de selección.
La potencialidad constante de toda reconstitución sociorracional se debe a la también constante presencia de la anomia fisiocorpórea individual en el tiempo físico-sensorio de los grupos humanos.
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Antropomorfismo: La tendencia a prestar calidades humanas a escenas de sufrimiento animal (no humano), lo cual resulta fácil dado la anatomía más o menos facial de los mamíferos, y por el hecho de que el manierismo corporal de sus padecimientos, o que nosotros percibimos como tal, no deja nunca de causar una fuerte impronta en nosotros. Pero hay otro elemento adicional: nuestra sensibilidad al sufrimiento animal es de base probablemente idéntica a la que mostramos hacia escenas humanas del mismo tipo; pero como grado aun más extremo de la tendencia antropomorfa en nosotros, existe la necesidad que sentimos de encajar la extrema vivificación sensoria que experimentamos con el contexto racional del grupo: sería en realidad esa pulsión que nos obliga a buscar el contexto del grupo, cuando nos enfrentamos a la contemplación, por ejemplo, de una violencia tan extrema que amenaza con desbordar nuestra estabilidad emocional; y buscamos ese grupo como forma en realidad de nuestro propio amparo, tanto en las personas físicas que nos puedan acompañar o encontrarse presentes, como dentro del ámbito semiótico de una moralidad socio-culturalmente establecido. Pero, naturalmente, los animales no tienen cabida finalmente lógica en la idea visceral del grupo, idea-vivencia que, precisamente en cuanto tal se opone a la aflicción sensorio-emocional que tanto nos puede llegar a perturbar; esto es, que la moralidad y su desarrollo semiótico-cultural siempre nos ha salvado de todo tipo de conturbación sensorio-fisiológica y que se puede resumir en la noción esta de dar sentido a nuestra experiencia, si bien los animales, como no son otros en un sentido humano, no los podemos contar visceralmente (aunque sí posteriormente de forma más ética) como uno de los nuestros. Después de todo, los animales si bien parece claro que sienten las cosas de alguna manera, no dicen nunca nada, lo que supone que, en este sentido más importante para nosotros como seres sociales que somos, nos fallan. Es decir, que no son, por lo tanto, relevantes para nosotros a nivel opróbico, respecto nuestro propio cuerpo frente al de los demás del grupo. Y su suerte por ello es, moralmente, secundario, sin duda (y sin prejuicio, por otra parte, de que lleguemos a depender en algún grado emocional de ellos y su compañía física).
La relación filogenéticamente consolidada entre los seres humanos y los perros, a partir de la evolución evidentemente biosocial de éstos últimos (respecto concretamente la fisiología empática -y seguramente neuronal- que exhiben en su trato con nosotros) solo puede deberse históricamente a una amenaza soberana externa de gran enjundia y de larga duración en el tiempo. Pero la explicación del hombre histórico originalmente a la merced de su precariedad existencial frente el mundo solo natural y animal, probablemente no basta para explicar la calidad verdaderamente antropmorfizada en algún grado de los perros. Es decir, que como ya llevamos desarrollando, la complejidad técnica como concepto del que aquí echamos mano, nos lleva finalmente a comprehender que, en general, buena parte de nuestros dotes cognitivos -y hasta nuestra capacidad de benevolencia, finalmente- nos llegan a través de algo así como su contario, a saber, la extrema violencia furiosamente emocional, no entre hombres y el mundo natural, sino la que llegara frecuentemente a ocupar la centralidad técnico-estructural de unos grupos humanos frente a otros, en el tiempo de, simplemente, la consumación mutuamente imbricada de una vitalidad humana antagónica entre las partes, a la vez que estructuralmente única. Parecería que solo así se pudiera dar cuenta cabal del perro en su dimensión socio-emocional y como producto, se supone, de alguna fuerza de selección natural darwiniana.
Ideas a partir de este texto en National Geographic
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La difícil conformidad emocional: Las emociones son el fuelle de la razón(1), y son por tanto siempre más fuertes que ella, mas este hecho no exonera a nadie del deber vital del ser social, esto es, de acarrear sobre sí la tarea del ser en el sostenimiento de la personalidad sociorracional individual, y por encima del simple estar fisiocorpóreo (salvo impedimento cognitivo, claro está).
Y, sin embargo, estamos obligados a conformarnos con nuestras emociones, a veces sin que sea posible incorporarlas ni subsumirlas a proceso racional alguno, pues como sistema complejo que es la individualidad antropológica, se trata de dos ámbitos independientes y diferenciados (lo somatosensorio y emocional frente a su emerger sociorracional en cuanto yo social) que, no obstante, constituyen también una estructura de rección y subordinación (la de lo samatosensorio sobre la racionalidad consciente); y a veces la razón simplemente no sirve respecto su antecedente técnica que es lo somatosensorio-emocional, siempre de portento mayor: entones toca, digo, conformarse -y hasta aprender a gozar- con la vivencia sensoriometabólica en sí, sin que sea necesario a veces que sintamos ninguna urgencia acuciante de “leer entre líneas”, ni de imponer, pasajeramente, sentido alguno. Y esto debe considerarse un punto alcanzado de maduración individual, pues en el poder abrazarse uno a su esencia mas somatosensoria y emocional, se está acorazando frente a la intrusión que puedan intentar llevar a cabo terceros en esa misma intimidad con el fin de apoderarse (o sea influenciar, orientar, manipular y provocar-dirigir) los procesos racionales subordinados. Pero al poder conformarse, como digo, con sus emociones, puede usted rechazar en alguna medida la pulsión que le es ya de por sí innata de imponer algún sentido a su experiencia solo fisiosensoria (puesto que el grupo y su lugar en el depende de ello), pulsión y la tensión que crea en usted y de las que otros pueden aprovecharse.
Pero sepa usted que la regla base de esto de la integridad psicológica, frente a la intrusión sensoria que busca tocarle las teclas opróbicas (y así desequilibrar la imagen moral interna que tiene usted de sí mismo) es que debe usted ir hacia su emociones, abrazándose con ellas, finalmente, y no lo contrario que es precisamente lo buscado de la artimaña, o sea que usted huya atemorizado y sumido -o sumida- en el pavor moral que al final le provocan sus propias emociones (y porque, en efecto, se ha logrado que confunda usted lo estrictamente sensorio-metabólico e íntimo, con una facticidad sociorracional más objetiva, pues el origen fisiológica de ambos es el mismo, cosa que no sabía usted y de la que pueden valerse otros en contra suya). Aunque fácil lo tiene, después de todo, con aprehender el hecho de que no es usted únicamente aquello que siente -o que le hagan sentir otros a través de sus sentidos-, sino que toda personalidad social empieza, en realidad, a partir del arranque emocional, en el posicionarse en lo cognitivo frente a, justamente, la vivificación sensorio-metabólica a la que le conducen sus sentidos (esa otra parte sensorial y preconsciente de usted en la que otros sí que pueden incidir). Y, total, hablamos de una intimidad psíquica de usted como espacio al final virtual (de sustancia finalmente fisiológica que no trasciende sino después) y que todavía no puede utilizarse de manera pública hasta que usted no se constituya en agente moral (esto es, en sus actos susceptibles de escrutinio publico). ¿En qué se basa el entendimiento moral humano sino en aquello que tenga consecuencias sobre los cuerpos y que pueda constatarse de manera evidente para todos? Pero, es como si todo lo anterior no existiera: he aquí la terrible laguna que está en el centro de la cultura occidental respecto de aquello que decimos racional; y es este punto que unos cuantos listillos (¿geniales?) han convertido, por ejemplo, en el modelo económico por lo visto más importante actualmente que aprovecha, simplemente, los antecedentes técnicos (somatosensoriales y opróbicos) de la racionalidad humana de cada uno.
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(1)Idea base de Antonio Damasio en The Feeling of What Happens: The Body and Emotions in the Making of Consciousness(1999) Harcourt; pág. 16 -por ejemplo- del primer capítulo donde establece que las emociones no pueden separarse de la conciencia; y respecto de sus pacientes, el autor y neurólogo ha constatado que, efectivamente, si no hay conciencia no existe tampoco capacidad emocional, y viceversa.
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El dilema del alma de la cuidad de Oswald Spengler: Fascinación, a partir de entonces, que tiene el ciudadano urbano con esa supuesta profundidad fisiológica (tipo Wagner y sus teorías estéticas) de la que se ha quedado excluido, como si dijéramos, al extinguir totalmente su relación con el campo. He aquí la función verdadera del romanticismo histórico que se recrea -y lo hace recreativamente, esto es, como ejercicio fisioantrpológico– en esta relación de dependencia fisiológico-opróbica negada que es la vida urbana (o la de la gran ciudad); la que se apuntala falsamente en solo una parte de la individualidad antropológica, la racional, y al no poder realizar socialmente su propia fisiología biosocial, se refugia en una falsa experiencia racional que se aleja -más de lo normal y de forma más intensamente- de su propia esencia fisiocorpórea. Es decir, que a falta del componente social, a igual que con el preso carcelario a quien se aísla, el ciudadano urbano vive en su propio espacio totémico y fisioopróbico, que se apuntala en lo sociorracional pero que no se va reforzando de forma más saludable, sobre una anomia fisiológica más natural y profunda, sino que va negando de forma aun más brutal e intensa la fisiocorporeidad propia. Y un proceso inicialmente normal y previsible respecto los grupos humanos y su articulación por medio de la fisiología individual que supone un cierto grado de homogeneización fisiológica en contra de la singularidad fisiológico-corpórea, se distorsiona en su propio exceso vital, allende el cuerpo y su vivencia emocional del que se queda peligrosamente librado, salvo el recurso técnico de amparo que es el ejercicio de la violencia salvaje directamente sobre otros cuerpos ajenos, o, como poco, en el sostenimiento de carácter casi onírico que proporciona la vivificación sensorio-metabólica de la violencia solo contemplada; una visceralidad que cumple una misma función curativa, empero sin que peligre, claro está, la estabilidad fisiológico-financiera en el tiempo, simplemente, de su propia conusumación agregada. De hecho, la violencia contemplada y como vivencia solo visceral -tanto física, pero también moral- se convierte en un objeto más de compra y venta en forma de medios informativos o de entrenamiento (y de forma difícil de distinguir a veces entre sí), si bien esto no se puede dejar de considerar y pese a todo, como una necesidad imperativa -de naturaleza técnica inexorable- respecto de la vida sedentaria.
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¿Por qué tiene tanta importancia el sentido sociorracional disponible? Desde la óptica de un plano estructural, el sentido sociorracional presupone la reconstitución sociorracional individual (la individualidad social); constituye asimismo el cauce supremo de la fisiología individual -en toda su ferocidad potencial- que se somete como tal al imperio de la permanencia colectiva frente al mundo extragrupal: pues es el sentido sociorracional y semiótico lo que permite al grupo efectivamente canalizar el ímpetu fisiocorpóreo de los individuos; y cuanto más habilidad en definir y precisar el sentido colectivamente disponible, más espacio hay para una mayor violencia individual que, crucialmente, no se ejercita contra el grupo propio. Naturalmente, la agricultura hizo que estas circunstancias fisioestrcturales humanas se desarrollaran aun más, en compensación por el problema de la limitación física inherente a la antropología de base agrícola, sobre todo por cuanto el desarrollo semiótico -como necesidad inherente a la vida sedentaria- permite una suerte de permutación moral del plano más corporal a un ámbito más fisiológico que físico, y más totémico que real en un sentido físico-espacial; esto es, se trata del traspaso de una esencia moral que surge de la corporalidad humana, a un contexto no físico (en forma de imágenes y narrativa oral, pero sobre todo respecto el texto escrito) de carácter virtual que elude, al menos inicialmente, el terreno de los actos sociocorporalmente trascendentes. Es por eso, entonces, que se puede sopesar la posible justificación técnica de un desarrollo humano cognitivo más avanzado (respecto el sentido y la necesidad de ello) precisamente sobre este punto estructural y bisagra que supone la individualidad (socio)racional: por cuanto un dispositivo sociorracional más efectivo permite, simplemente, una mayor capacidad de agresión respecto a otros grupos, pero sin que se resienta la integridad grupal propia. Es decir, parece inexorable el hecho de que todo lo mejor de nuestra naturaleza social y la agencia moral sobre la que se asienta la individualidad (o sea, esta característica nuestra que permite que exista el amor en el sentido más desarrollado posible, algo así como una voluntad del bien) se deba técnicamente, en realidad, a nuestra violencia fundacional.
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El deleite, el hedonismo, la efervescencia sensoriometabólica y otras fuerzas de corrección: La moralidad contribuye a crear espacios de pendencia no físicos, sino fisiometabolicos, lo que resulta necesario desde la óptica técnico-estructural de la antropología sedentaria. Esto es, la moralidad redunda en ventaja técnica por cuanto pone sobre el horizonte visceral de la experiencia sedentaria la transgresión como en realidad un juego -de lo más serio, claro está- y la gran posibilidad de vivificación sensoriometabólica que permite. Esto naturalmente aumenta su fuerza potencial a partir del desarrollo semiótico-linguistico, después la cultura escrita. En efecto, se produce un desdoblamiento del plano más corporal en una definición de carácter más fisiologico (o sea, esto sobre lo que se asienta la sociorracionalidad en su origen grupal); pero en distintos grados la definición sociorracional (de naturaleza opróbica y respecto toda individualidad social) se va separando de la experiencia más estrictamente física, siendo el entorno de la cultura escrita su polo más extremo respecto un proceso que está en los inicios prototípicos, en realidad, del grupo humano nómada y a partir de una fisiología humana siempre de carácter socioopróbico.
Y parecería aquí en este punto más fácil quizá vislumbrar la relación original entre lo sonsorio-emocional y la consolidación sociorracional: y así, la vivificación sonsorio-emocional en el individuo constituye, a nivel estructural, fuente de presión (por cuanto anomia) que acaba alimentado la consolidación sociorracional del grupo, puesto que de dicha consolidación sociorracional depende la integridad grupal en el tiempo de su propia vitalidad, al tiempo que la capacidad de resistencia del grupo frente a las contingencias externas depende también de, en general, una contumaz (si no feroz) tenacidad individual, sin duda. Y entonces y según este dispositivo aquí esbozado, cuanto más y de mayor intensidad de estimulo sensorio-metabólica individual haya, más reforzada necesariamente habrá de quedar la unidad sociorracional, frente al peligro de la disgregación grupal. Esto se ejemplifica en una comparación entre dos grupos diferentes de primates de la misma especie, pero respecto de contextos geográficos diferentes: el grupo de simios de la sabana muestra una organización en verdad militarizada, frente a una inseguridad constante y debido a que están permanentemente expuestos a amenazas externas; pero el grupo que habita el bosque se configura sobre una autonomía individual mucho mayor dado que la vulnerabilidad del grupo es menor (y puesto que el bosque oculta a uno mismo tanto como impide ver).
[obra de referencia ya citada de Chance, M. y Jolly. C]
El paso, entonces, al contexto sedentario humano ha de acomodar esta configuración base de la individualidad sociorracional, que sigue de hecho siendo la misma. Y así, nuestra capacidad de utilizar imágenes nos permite, simplemente, reproducir estas mismas diferencias de hábitats (con su dispostivo fisiorracional correspondiente en cada caso) de forma ya mucho mas fisologico que físico; de hecho, estamos capacitados, debido a la vivificación sensoriometabólica y su conexión opróbica con lo sociorracional (que es lo que de hecho constituye la sociorracionaldiad como dispositivo), para efectivamente superar casi del todo el espacio físico.
Pero he aquí la delimitación de la posibilidad moral humana en su configuración finalmente sedentaria: en el ímpetu fisiorracional del proceso cultural en sí se va alejando la sociorracionaldad de lo corporal y que, de no corregirse, puede abocar al grupo cultural a su propia aniquilación, esencialmente autoimpuesta. Y se va estableciendo cada generación, por ejemplo, en su propia afirmación viva por cuanto ofrezca una resistencia también vivísima frente a la dirección fisiocultural anterior; esto es, frente a ese ímpetu fisiorracional ya culturalmente asentado que la nueva generación puede o bien reforzar o bien combatir, pero en ningún caso simplemente reproducir especularmente, dado que la urgencia del desarrollo humano individual, respecto de la vida y juventud de toda persona, tampoco se atempera sino con la vejez (que naturalmente supone la sustitución y remplazo por partida doble tanto de los que ya han entrado en la senectedud, como respecto de la aparición, a su vez, de una nueva generación recién nacida). De esta manera se puede decir que son los jóvenes en general que vuelven una y otra vez -y sucesivamente en cada generación- a volver a sacar sobre el tapete del teatro estructural, como si dijéramos, el cuerpo; o bien postulamos el cordel metafórico respecto una presencia cultural que tiene el efecto potencial de retener y cambiar la dirección presente de todo contexto sedentario lo que, en efecto constituye una fuerza simplemente correctora en potencia frente a la inercia de lo fisioculturalmente establecido que, como toda estabilidad fisiológico-antropológica, se aferra a las nociones lógicos-semióticas ya consabidas; nociones que quedarán al final puestas en tela de juicio, con el tiempo, por una nueva generación que está por definición fuera en algún grado del imperio fisiológico-cultural del que dependen los mayores.
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El K ilustrado versus N posmoderno: Al adquirir una circunspección nietzscheana respecto los antecedentes psicofisiologicos reales de la razón humana, se puede finalmente valorar otra vez la parte problemática de la ilustración, concretamente respecto de la necesidad de poner como sea limites –que son definición- sobre la experiencia fisiosensoria en sí. Esto es, que la sociorracionalidad precisamente en tanto artificio (puesto que supera la realidad más verdadera de la fisiología simplemente individual), es de extrema importancia para la vida sedentaria al definir estructuralmente la experiencia fisiosemiótica común y a partir de la cual se puede abrir espacios auxiliares de vivificación fisiosenoria que refuerzan de nuevo la estabilidad base. O sea: desde la razón pura kantiana se está capacitado para comprender la otra parte nuestra fisiosensoria aun no sociorracionalizada; pero desde esa comprensión quedamos equipados, de repente, para volver a mejor valorar la utilidad estructural original de lo kantiano-ilustrado.
Pero de un lado a otro de la línea divisora entre los dos (los kantianos-ilustrados frente a los nietzcheanos-posmodernos), tanto unos como otros, se abducen en el hacer mismo que parecería el mayor alivio que al ser humano se le ofrece (esto es, al menos en vida). Pues ambos están amarrados, curiosamente, al mismo sentido final pragmático pese a iniciarse desde posiciones originales encontradas entre sí. O sea, de una forma u otra, acabamos de nuevo ante el concepto de atrezzo estructural que constituye lo sociorracional respecto en realidad la primacía de la experiencia fisiológica a la que, en términos antropológico-estructurales, se subordina todo y aunque se disfrace de mil lógicas culturales diferentes, lógicas particulares al mismo tiempo que, en este sentido estrictamente funcional, son universales e indiferentes, finalmente, entre sí.
El concepto teórico de antropología en suspensión se apoya justo en este punto, pues la urgencia técnico-estructural real en el fondo de la estabilidad sedentaria tiene que ver con la posibilidad de consumación fisiológico-vital respecto de muchas personas de distintas generaciones a lo largo de, en realidad, una diacronía colectiva y agregada; pero evidentemente nosotros disfrazamos este horror mecánico detrás de estructuras fisiológico-morales y de fisiotitilación, si bien estamos al mismo tiempo condenados, por decirlo de alguna manera, a hacer algo como la misma consumación temporal que implícitamente fundamenta toda vida individual dentro de contextos antropológicos de base agrícola. Es lo que hemos de hacer con el sacer de Agamben, como una cierta clase de residuo que es nuestra experiencia más corporal, fisiosenoria y pre-sociorracional y cuyo sentido más significativo es, en realidad, como fuente de anomia que contribuye al refuerzo sociorracional, y menos como sentido individual particular (¡aunque no para cada uno de nosotros, claro está!) Mas si viviéramos todos como integrantes individuales de reducidos grupos humanos más o menos beligerantes entre sí y en movimiento más o menos permanente, todo esto de un desdoblamiento fisiológico-semiótico que requiere la cultura sedentaria tal y como lo conocemos, no sería apenas necesario
Pero no se puede soltar amarres por completo con los sentimientos y las emociones; y en ultima instancia, es la facticidad en el fondo socioindividual y opróbica de la fisiología humana lo que en realidad fundamenta toda visión racional. Esto es, que no se puede renunciar al hecho socioindiviudal y opróbico, y pretender seguir reteniendo una capacidad racional crítica, futilidad en la que precisamente caía N. Pues es la religión que siempre asigna algun tipo de referencia lógica lo que permite en este sentido el equilibrio antropológico entre la fisiología individual, el grupo y el recurso sociorracional real. O sea: no se puede renunciar a Dios en al menos este sentido técnico (que no tiene porqué seguir exactametne ninguna lógica no comprobada, sino solo reconcer la importancia antropológica de un dispositvo de este tipo, maxime respecto los contextos sedentarios).
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Confusión entre fenomenología y hermenéutica: Ambos son procesos fisiológicos; la primera se supone inicialmente de carácter pasivo, mientras que la segunda constituye una forma de imposición (poder), que parte del individuo, sobre precisamente lo percibido. Y parecería que dicha imposición sobre lo fenomenológico puede concebirse como una forma de agresión suprema, o digamos desesperada por cuanto es el desamparo singularmente fisiológico-corporal del individuo en realidad aquello que obliga -ferozmente- a imponer un sentido inexorablemente colectivo sobre lo que individualmente percibimos; pues en realidad la mecánica de la individualidad sociorracional como dispositivo antropológico es precisamente ésta, que transcurre apropiándose del espacio intermedio entre la neurología de nuestra percepción particular, y el amparo visceral del grupo. Y así, la reconstitución sociorracional del sentido individual es en sí mismo algo así como una violencia de nuevo sobrevenida a la que, sin embargo, nos agarramos con toda fibra de nuestro experiencia fisiológico-corpórea. No es de extrañar, por lo tanto, que nos aficionemos precisamente a esta forma de vivificación sensorio-metabólica, de tan poderosa que es en sí y de por sí, a lo largo de toda nuestra vida: verdaderamente, somos en toda nueva consumación de un estar sensorial que deviene en ser (sociorracional).
Los espacios de ejercicio que decimos fisiosemiótico y «el amor al arte»Ya hemos constatado que las limitaciones de la antropología de base agrícola se superan como dispositivo de compensación por medio de la vivificación sensorio-opróbica (puesto que la moralidad, efectivamente, existe a partir del individuo indefenso tanto en el plano corporal como respeto un plano más estrictamente fisiológico-sensorial y totémico, plano este ultimo que es propiamente el de la cultura; y dado también que la fisiología nuestra original nómada es factor constante aun hoy respecto todo presente sedentario). Sabemos igualmente que esta necesidad técnico-estructural que sojuzga nuestra experiencia fisiológica, convierte las estructuras puramente semióticas y conceptuales de las que también dependemos como colectivos en, finalmente, una suerte de atrezzo en el que apoyarse la vida, en realidad, fisiocorpórea agregada. Pero, hasta ahora, no hemos vuelta la vista atrás para, desde la óptica de la experiencia metabólico-estética, considerar arte asimismo aquellas estructuras respecto las cuales nos proyectamos como individuos pertenecientes y orpóbicamente sujetos al grupo cultural. Y es que la definición sociorracional, a través de la consolidación opróbica individual, resulta ser en sí mismo una forma de arte puesto que condiciona el horizonte posible de cauces vitales particulares y frente a los cuales se ejerce, finalmente, toda personalidad posible. Aunque necesario es recordar que, frente a la fisiología sociorracional opróbicamente consolidada -que es la del individuo social nada menos-, se erige, nuevamente, el sacer de Agamben como sostén digamos óseo original al que desplazamos, al calor de todo ímpetu cultural, a la periferia neurológica de nuestra preconsciente y de un solo estar que aun no se hace ser; pero claro, el arte lo es por cuanto podamos desdoblarnos fisiológicamente en el ser sociorracional al que nos obliga todo grupo cultural, siempre que se nos permita, efectivamente, despegarnos de lo corporal y las capacidades emocionales más primarias.
Despegue semiótico y desdoblamiento fisiológico
El arte en este sentido aquí esbozado sería algo así como una artesanía de la personalidad propia (siempre individual pero forjada, como si dijéramos, sobre el yunque de un colectivo); supone asimismo un dispositivo de la consumación fisiológico–vital, mecanismo que, evidentemente, surge más seriamente solo en contextos sedentarios que, debido a su dependencia mayor en la agricultura, han de sustituir superando, de hecho, un plano original mucho más físico y corporal. Y así, el desdoblamiento fisiológico en el que se basa la cultura antropológica finalmente sedentaria supone, en realidad, la continuación de un proceso similar al que se encuentra en la raíz sociorracional nuestra original de los grupos humanos nómadas. Pero decimos despegue semiótico cuando nos referimos a la fisioantropología estructural; en cambio desdoblamiento fisiológico se refiere al proceso opróbico interno. Y es interesante constatar, en un caso como en el otro, la presencia de sacer, o sea, ese ente corporal cuya sensorialidad acabamos por aprovechar para precisamente alejarnos de él; sensorialidad que es aprovechable por cuanto acarrea transportando sobre sí una moralidad originalmente física para que esté disponible dentro de un contexto más fisiológico que en realidad físico (que es el ámbito propio de tanto la indiviudalidad sociorracional, como el de la cultura en general; y esto probablemente porque el yo sociorracional es la cultura, o supone en esencia la posibilidad de la misma). Y sería, pues, lícito afirmar que si no se comprende la tendencia cultural inherente a los grupos humanos de alejarse de lo solamente físico y material, tampoco puede uno comprender al sacer de Agamben.
Por todo ello quedamos finalmente abocados a considerar la individualidad sociorracional como en sí misma una representación socioopróbicamente obligada que, como en general todo lo cultural, se despega de su singularidad fisiocorpórea original para participar de un céntrico espacio común abierto a todos, siempre que se deje en la penumbra periférica algo así como la intimidad neurológica y corporal (o sea, Sacer). Y arte es, entonces, quizás una voluntad de estilo entre un polo de la individualidad antropológica y el otro, voluntad respecto de la cual no tenemos más remedio que entender como personalidad, igual de idiosincrática e impenetrable para nosotros mismos, como también inefable.