El timo de la estampita como modelo antropológico

De la película titulada en España “El golpe” del año 1973 (en inglés The Sting)

1

El eje técnico de cualquier estrategia del engaño a partir de un propósito específico de la obtención de algún beneficio o fin previsto por el timador, es siempre cierta obnubilación de la razón en la víctima a través de la experiencia sensoria. Pero se puede hablar de “falsas apariencias” no tanto en que sean falsas sino por el hecho de que se trata de una estudiada presentación sensorial que lleva al sujeto sensorio objeto a dar un paso equivocado, paso que está previsto naturalmente por el timador (otro tanto podía atribuirse también a la magia contemporánea en calidad de ilusionismo, o hasta incluso al arte en general). O sea, que la falsedad aquí en cuestión solo es respecto a un plano subordinado inicialmente sensorio, mientras se trata, en el nivel superior (que es el de la presentación sensorial) de un dispositivo de carácter esencialmente técnico.

Es decir, que el sentido último del acontecimiento sensorial no está propiamente en la fisiología del sujeto perceptor en sí, sino que pertenece, en tanto programación estratégica, al agente timador. Pero ojo: esto no quita que entendamos dicha experiencia padecida por el ser humano objeto del engaño como al menos fisiológicamente real en tanto proceso metabólico (sobre todo si lo consideramos en su dimensión diacrónica a través de la experiencia repetida -en realidad, incesante en su conjunto- de miles de millones de seres humanos sobre el planeta, un día sí y otro también).

Otra forma de entender esto sería concebir la simple vivificación sensoriometabólica siempre de forma independiente respecto al sentido de la misma pues la racionalidad humana es algo que, en realidad, solo culmina en el autorreflejo opróbico de uno mismo frente al imaginario también neurológico del grupo propio de pertenencia, en ese momento crucial y bisagra entre nuestro cuerpo particular y el sentido efectivo de ese mismo cuerpo; sentido siempre reconstituido, siempre puntual, pero que es una exigencia en realidad colectiva: efectivamente, el porqué de la racionalidad humana en el individuo siempre han sido los otros de entre cuyas filas no queremos -esto ferozmente y parecería en toda fibra nuestra – que nos expulsen nunca, o nunca de forma definitiva.

Y esto obliga a conceptualizar la experiencia sensoriometabólica, emotiva y prerreflexiva como verdadero alimento estructural de la conciencia humana, y como tal, tan importante o valiosa que el conocer consciente y racional en sí. De hecho y en resumidas cuentas, así es como la neurología actual entiende y presenta el funcionamiento emergente de la consciencia1.

Y, además, somos afortunados como hispanohablantes (seamos nativos o no) debido a la posibilidad en español de distinguir muy claramente entre estos dos ámbitos diferentes del experimentar humano, en tanto que el estar se diferencia del ser por el hecho justamente de que el primero abarca el mundo por nosotros percibido, mientras que el segundo supone cierta sujeción semiótica en tanto categorías a un saber consabido y de obligación normativa para todo sujeto socializado perteneciente (o bien todo hablante, desde una óptica estrictamente lingüística). Pero, sin embargo y respecto, por ejemplo, al idioma inglés, esta diferenciación entre dos formas de lo existente (entre lo percibido subjetivamente por el individuo frente a lo existente categorial y socio-normativizado) desparece en la opacidad de un solo to be categorial, solo socio-racional que (inicialmente) obvia la experiencia subjetiva, más corporal y somatosensorio-emotiva.

Otra circunstancia importante a tener en cuenta parecería que, debido a la importancia del hecho colectivo por encima de todo y a partir del plano mayor de la evolución biológica como especie, la vivificación sensoriometabólica se queda permanentemente separada del sentido último de esa misma experiencia individual, sujeta como está a la urgencia prioritaria del perdurar grupal. Y es que el sentido humano a partir de la mismísima personalidad racional y socializada individual es algo que está a nuestra disposición como individuos gracias al grupo, si bien este hecho queda oscurecido por una relación un tanto esquizofrénica entre una parte y la otra, entre la vivificación sensorial-metabólica y emotiva, frente al sentido colectivamente impuesto de esa misma experiencia fisiológica individual.

Hemos de inferir, por tanto, el siguiente planteamiento antropológico: que los grupos humanos se cohesionan a partir, en realidad, de la sensorialidad individual de cada uno de sus miembros; o en el decir de carácter más neurológico -si se me permite- es la materia somatosensorial y metabólica de la vivificación individual lo que obliga a la sociorracionalización cultural (que es, al mismo tiempo, un yo también socializado), pues no hay otra forma de lograr una necesaria unicidad colectiva frente al mundo externo sino a través de la fisiología sensoria nuestra. O decir de otra forma lo mismo: que la dirección metabólica parcialmente homogeneizada del conjunto convierte, momentáneamente, en factor secundario el cuerpo físico real de cada uno; cuerpo que, pasada la urgencia de cualquier contingencia surgida, vuelve después a alcanzar, digamos, a su ímpetu fisiológico que, unos cuantos pasos por delante y en al calor del acontecimiento, se había despegado.

A modo de dilema como ejercicio, planteemos el problema ahora de la prioridad que puede tener uno de estos ámbitos sobre el otro. Es decir ¿debemos considerar cierto el dicho cartesiano cogito ergo sum, o sería más acertado entender -como así de hecho lo entiende A. Damasio-, que la individualidad humana en tanto consciencia empieza, en realidad, en el ámbito de la sensorialidad y los efectos emotivo-metabólicos que acarrea en el individuo a partir de un punto somatosensorial todavía parcialmente prerreflexivo?

Pero de aceptar la cognición nuestra más agudamente elevada en tanto poder de reflexión como algo que deja atrás, de alguna manera y momentáneamente, su origen sensoriometabólica y emotiva, habría que aceptar asimismo una cierta condición a distancia y remota de lo moral en sí, puesto que se origina en la experiencia corporal, somatosensorial. Pero, de hecho, esto es una manera acertada de entender la ética, como aquello que se tiene que aplicar reflexivamente y en tanto importación, en cierto sentido, de lo que no se encuentra presente, o no del todo. Y es que debe quedar claro, a estas alturas, que la civilización supone un desdoblamiento más metabólico que en realidad físico que defiere y posterga, de alguna manera, la inmediatez corporal, lo que obliga a este conceptualización de la ética como importación que ha de llevar a cabo la parte sociorracionalmente reconstituida del existir nuestro.

De manera que el carácter dividido de la cognición humana, según su presentación aquí desarrollada, que se aleja de su origen moral-corporal y emotivo, se presta a la constitución de un mecanismo de protección y salvaguarda también a distancia e igualmente remoto que se hace imprescindible desde el ámbito del ser sociorracional: en este sentido, preguntémonos qué es un héroe sino la irrupción en principio sensoria de una imagen de lo sobresaliente en cualquier sentido que esto pueda darse, pero sobre todo (o es decir originalmente, pero también hoy en día, siempre) respecto un manierismo corporal contundente, de parte de una figura humana o antropomorfa frente a otras, y que aparece de súbito ante nosotros absorbiéndonos sensoriametabólicamente por completo, y al menos momentáneamente. 

Es decir, en una posición exterior y como auxilar respecto lo normativo soico-racional y cultural, se encuentra el soberano sensorio que es el héroe; soberano en tanto el héroe percibido somete la sensorialidad prerreflexiva y todavía no conceptual del sujeto fisiológioco por un significado moral incipiente en tanto coreografía visual de alguna forma de supremecía. Evidentemente, esto arranca de un plano originalmente corporal (respecto un poderío más físico), pero que -también parece claro- se transubstancia facilmente como plasticidad de caractér moral, y no solo corporal.

Y parecería, además, que somos también altamente sensibles -igualmente de forma sensoria y prerreflexiva- a la violencia en toda sus manifestaciones, pero sobre todo respecto a la que surge, o que presenciamos, entre seres humanos. De tal manera que el soberano sensorio es también algo así como la violencia en general, que es el porqué en realidad más profundo del grupo, en tanto geometría de un asedio en la que nos parapetamos como colectivo.

Pero esta especie de soberanía estructutural (que el concepto de rey o monarca -y su postulación por otra parte divina- traduce universalmente al lenguaje humano a partir del este antecedente psicofisiológico, fisioantropológico) funciona precisamente porque la violencia, incluyendo la de los héroes (que son ellos mismos siempre una forma de violencia en tanto imposición moral o de excelencia representada a los ojos de los demás) no se rige por ninguna consolidación cultural ya estabecida sino que existe de forma independiente como susceptibilidad sensoriametabólica en todo individuo. Y es que mientras usted pueda considerarse susceptible de esta forma de súbita vivificación sensoria, eso que se dice la fibra moral de la sociedad quedará intacta, o en su forma más profunda y al menos potencial, pues cualquier delirio demagógico, por ejemplo, respecto cualquier momento histórico que se dé, tendrá muy marcados sus límites en términos de una violencia como imaginería pública que se hace rápidamente intolerable al sujeto sensorio en tanto súbdito político. Es decir, a cualquier normativa cultural puntualmente reconstituida -incluso respecto la autocracia consolidada más maligna-, le acecha el desbordamiento icónico de los límites de, simplemente, la integridad física de los cuerpos sedentarios, cuerpos que, solo a partir de una civilidad esencial y base pueden de hecho permanecer en un mismo locus espacial de la pertenencia grupal y colectiva.

Evidentemente, la violencia corporal no puede exhibirse, así como así, dentro de la experiencia sedentaria, pero la razón es la calidad estructuralmente independiente de la sensorialidad humana en la que se sujetan los grupos antropológicos, frente a su propio despeñamiento colectivo potencial. Pero es un factor, afortunadamente, que juega siempre en contra de la tiranía fisiopolítica del cualquier régimen, en alguna medida.

Hasta aquí algunos puntos comentados en referencia a la complejidad formal que se sigue a partir de una conceptualización damasiana de la conciencia humana; una complejidad que se basa en una relación de tipo simbiótico entre dos sistemas separadas, que permanecen siempre independientes en el tiempo, pues la viabilidad operacional del conjunto se refuerza, de hecho, en esta calidad y condición bipartita entre los subcomponentes. Y así, llegamos a algunas paradojas conceptuales que ahora son precisas no solo mantener sino, además, defender por mor de una mayor claridad teórica:

El desamparo singular corporal es clave fundamental del amparo que supone el grupo, de la misma manera que somos racionales en tanto sujetos socializados debido a la idiosincrasia de nuestra propia fisiología somatosensoria y emotiva más íntima.

La sociorracionalización entendida como homogeneización parcial y «opróbicamente» relevante solo es posible, por tanto, a partir de la anomia individual anterior.

La vivificación sensorial y emotivo-metabólica del individuo supone la contingencia en realidad antropológico-estructural más importante en tanto nuevo reclamo de la reconsitución sociorracional.

El devenir histórico y universal de los grupos humanos se ha articulado sobre este bucle como dispositivo o mecánica que parapeta los cuerpos postergándolos de forma intermitente, a favor de una reconstitución colectiva, en realidad, incorpórea de carácter fisiológica y somatosensorial.

Por último es preciso subrayar que funcionamos en tanto seres vivos sobre una base hedonista, a lo que parece, como el armazón sustanical de nuestra condición homeostática (eso que, precisamente, da sentido funcional a la neurología, esto es, como sistema de homeostasis mediatizado por los sentidos sensoriales y la vivficación emotivo-metabólica que acarrean en el individuo2). Aunque se trata de una homeostasis de carácter biológico que es también moral en tanto que el plano virtual de la percepción crea asimismo un espacio íntimo de disonancia cognitiva en la que el indiviudo ha de reconstituir, de forma permanente, su propia autoimagen moral e identitario, previamente a todo acto posterior y públicamente observable: como hemos argumentado anteriormente, esta circunstancia de la experiencia sensorio-metabólica ínitma que en general antecede los actos humanos de trascedencia sociocorporal, se convierte en el recurso más importante de la antropología agrícola dentro de su tendencia tambien general a la descorpreización virtual (puesto que una moralidad sensoria e incorpórea como experiencia individual íntima, antecede y existe de forma auxilar, respecto los actos finalmente realizados).

2

Por todo ello parece lícito conceptualizar todo modelo antropológico como una antropología del timo, en tanto que la racionalidad sociocultural se produce siempre necesariamente a partir de la anomia sensoria individual anterior; que en la misma digamos “obnubliación”de los sentidos (esto es, en la vivificiación de los mismos), está la promesa del sentido humano, posteriormente erigido a partir de la mecánica siempre del grupo antropológico (confrontado con su propio tiempo y espacio físicos). Y, además, no es la primera vez que haya que entender analógamente la moralidad como una ilusión colectiva (frente a la realidad del desamparo corporal individual y solitario): el mundo social siempre se ha podido percibir de forma insustancial a lado, por ejemplo, de los problemas inmediatamente palpables para el individuo a quien -precisamente por ello- se le ha conminado a través de múltiples lógicas narrativas a que «tenga más visión de las cosas»; a que piense un momento de forma abstracta o estructural o algo más «filosófico». De hecho, podría decirse que todas las religiones formales se proponen, además, equiparar a los seres pertenecientes con un plano más abstracto (una lógica de autoridad) según el cual pueden finalmente regir su propio transcurrir vital y fisiológico particular.

¡Sin embargo, solo la relalidad ilusoria de lo sociocorporal y su articulacion socioopróbica (o sea, moral) es la que se ha hecho verdaderamente fuerte frente al tiempo!

También se ha propuesto aquí (en el conjunto general de estos textos) el problema que tiene la exepriencia sedentaria en tanto que precisa de forma urgente de la episteme, entendiendo ésta en tanto cuace sobre todo metabólico que se eleva sobre la inmediatez físico-espacial, pues acorde con la etimología de un “re-ligamiento”, las religiones constituyen dispositivos metabólicos que transcriben, cada cual según su lógica particular, la circunstanicas psicofisiológicas anteriores de una doxa no reflexiva pero que, sin embargo, contiene ya todo el sentido impuesto por el grupo antropológico y su geometría opróbica sobre la que se configura.

Es decir, que el individuo social solo es en tanto que el grupo se le exija ser, siendo la soberanía real el grupo en sí, y, por extensión, aquella fuerza de asedio (de violencia) que fuerza, en ultiima instancia, el agrupamiento vital: vistas en estos términos, entonces, resultan universalmente comprehensibles las lógicas religiosas como transcripciones conceptuales -pero también semióticas y por tanto de carácter inmaterial- de realidades sociofisiológicas, sociobiológicas anteriores. Pero, de nuevo, todo esto no tendría justificación -ni sentido- estructural sino frente al problema de lo sedentario.

De manera que parecería coherente afirmar que, en términos antropológicos por lo menos, todo empieza por los sentidos por encima de, con prioridad útlima sobre, el posible porqué y razón de la vivificación emotivo-metabólica subsiguente en el individuo; que, de verse en su vertiente agregada y diacrónica (esto es, a través del tiempo fisiológico de miles de milliones de seres humanos en tanto individuos antropológicos), nos vamos aproximando a la cuestión estructural más profunda, esto es, que el valor de esta masa metabólica humana no está, en realidad en el sentido ultimo de la misma, sino en el simple hecho de su existencia en el tiempo: la experiencia sociorracional de los grupos humanos deviene, para nosotros, en sostén conceptual de esa permanencia del grupo en el tiempo, más allá de todo contingencia particular.

Y ése sería, en efecto, el motivo buscado por parte del timador -de tratarse de un timo, quiero decir-. Aunque, bien mirado, un dispostivo que se propusiera el objetivo técnico del sosentmiento en el tiempo del hecho fisiológico humano terrícola pero a través de vivificación sensoriometabólica, se adheriría facilmente a esa descripción, a la de una forma de picaresca. Un timo que se entendería monetario solamente en cuanto al sostenmiento en el tiempo de, en realidad, un sistema de integración fisiológico-corporal de los individuos antropológicos en tanto diferentes generaciones que, siempre transitoriamente, comparten el mismo espacio de pertenencia grupal (pues así sería otra manera de entender la economía desde en una óptica digamos fisioantropológica, o algo así, en el tiempo y en su dimensión agregada).


1 Antonio Damasio, The Feeling of What Happess: Body and Emotion in the Making of Conciousness. 1999

2 Strange order of Things: Life, Feeling, and the Making of Cultures. 2018