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Manual del vivir sedentario empero para la fisiología humana nómada base

El dilema moral en su ímpetu fisiológica y fisiológicamente sensorial viene a sustituir el estado nómada de movimiento constante; y el contacto social incrementado, intensificado del modo sedentario y agrícola se presta naturalmente al desarrollo del ingrediente estructuralmente clave al respecto, que es la creación y refinamiento de conceptualizaciones lógicas (aunque no necesariamente empíricas) en torno a las cuales los seres humanos pueden forjarse su propia individualidad cultural y específicamente grupal, lo que requiere una cada vez mayor capacidad conceptual de síntesis racional y el desarrollo lingüístico en el que ésta se habrá de basar.

Porque solo valiéndose de lo que ya está culturalmente disponible, de forma socialmente congruente, puede el individuo fisiológico crearse oprobícamente 1 su propia persona e identidad social, participando solo de esta manera en el juego crucialmente estructural que es el dilema moral. Y es, naturalmente, el oprobio biológico como pilar central de la naturaleza sociogenética nuestra aquello que permite que las conceptualizaciones de una semiótica compartida y grupal lleguen efectivamente a hacerse fisiológicamente relevantes y de obligación para la entidad fisiocorpórea de cada uno de nosotros.

Una vez establecida la racionalidad cultural particular de un grupo humano específico, que es asimismo la posibilidad misma de un paradigma correspondiente de individualidad culturalmente específica, la estabilidad sedentaria requiere el refuerzo continuo de esa misma racionalidad mediante el estímulo fisiológico-sensorial, a la manera de un desafío de esa misma congruencia social. Pues en la impresión fisiosensorial individual y corpórea continuada, la vida racional colectiva y socialmente congruente adquiere su verdadera fuerza renovada de imposición.

Los contextos más sedentarios, con el fin de conseguir el estímulo fisiológico y fisiosenorial tan necesario para reforzar la racionalidad funcional del grupo, sacan partida concretamente de la duda siempre presente -a partir de la ambivalencia inherente a nuestra singularidad física- de si uno puede lícitamente considerarse miembro, o no, del grupo (¡al que de hecho pertenece!); esto es, con el desarrollo cultural (sobre todo lingüístico-conceptual) se permite una elaboración mayor del estado base opróbico de los grupos humanos hacia la creación de un plano exclusivamente simbólico que, sin embargo, sigue siendo fisiológicamente real y  fisiológicamente sensorial, como un espacio de ficción que disimula, en cierto sentido el mundo físico, pero que es, no obstante, una realidad desde luego moral para todo individuo perteneciente.

Porque la fisiología humana del individuo, siempre en un contexto colectivo, es una fisiología inexorablemente moral por cuanto forzada sin remedio a alguna forma de congruencia viviente impuesta simplemente por dicho contexto, esto es, por el grupo:

El simulacro funcional de la antropología sedentaria de los grupos humanos, es efectivamente moral porque es fisiológicamente real, siendo un simulacro del tiempo humano (como el tiempo humano en sí) que disimula la realidad física directa.

El manual de vida sedentaria a partir de un nuevo espacio antropológico sedentario, de base agrícola y respecto la experiencia histórica al menos en nuestra concepción occidental de la misma, es principalmente la colección de los primeros textos sagrados hebreos, El Tanaj, y su continuación en el nuevo testamento cristiano o el llamado Evangelio. Porque una lectura antropológica del inicio del libro de Génesis, con sus abundantes referencias a un ente humano que necesariamente solo puede ser el hombre sedentario, surte el efecto de que uno se tenga que cuestionar la verdadera causalidad entre los términos de la divinidad, por una parte, y la agricultura por otra. Y mientras la lógica narrativa del texto presenta la divinidad como el agente causante y proveedor de la agricultura como dádiva para el hombre, un análisis a partir de una noción de la sustancia fisiológico-corporal de los grupos humanos en el tiempo (visión que intenta describir el proceso de una imposición fisiorracional humana sobre sus circunstancias espaciales con el fin técnico primordial de asegurar la permanencia en realidad del grupo), se puede conceptualizar dicha causalidad justo al revés, siendo la circunstancia de la agricultura la que empujó a los seres humanos a la necesidad de tener que agrandar fisioconceptualmente su propio mundo racional ante el problema que significó vivir de forma sedentaria (ahora según el ciclo de los sembrados) pero respecto de una fisiología humana filogenéticamente desarrollada en-y producto de-un mundo nómada anterior que estuviera siempre en movimiento, no solo fisiológico sino físicamente, y cuyos restos aun sobrevivían, para los autores iniciales del Génesis, ya solo en la vida del pastoreo.

Es el dilema moral principalmente, por cuanto fuente de una poderosa tonificación fisiológica individual permanentemente disponible, lo que viene a sustituir la vida en movimiento del mundo anterior, nómada. Además de Adam y Eva, la historia de Caín y Abel tiene una importancia central en la explicación del mundo que representa el antiguo testamento en su conjunto porque alude precisamente a un cierto cambio que pudiéramos decir estructural, aun visible respecto del problema que viene a suponer las consecuencias fisiológicas de la vida nueva, físicamente inmóvil. Y es que la figura de Caín es verdaderamente enigmática, en su clara transgresión que, sin embargo, no le cuesta a él la vida; y su castigo narrado (el de la defenestración al este, y la marca hecha sobre su frente para que todos lo conocieran y nadie le matara) parece en realidad alguna forma de apaño respecto un problema que la narración misma sugiere no tiene en realidad solución alguna, salvo la noción de poner en alerta a los demás respecto lo que solo puede ser, claro está, una forma de amenaza interno a nosotros mismos: porque a Caín y sus descendientes les debemos no solo las ciudades, sino además las artesanías del cuero, la metalurgia y la música, todas ellas actividades que son los cauces lógicos de la misma violencia que mató a Abel, pero volcada ahora en una proyección crucialmente técnica, no como opción vital de los seres humanos, sino que la historia bíblica parece indicar que la misma posibilidad del orden sedentario depende crucialmente de que el hombre haga algo, con una intensidad que precisamente le pide el cuerpo y su fisiología anterior, ahora peligrosamente descontextualizada por el mismo evolución técnico-social.

Porque, naturalmente, a Abel en vida no le afectaba tanto esta nuevo entorno antropológico, puesto que, como hombre que se había dedicado al pastoreo, vivía aun en movimiento y por tanto no de forma socialmente integrada como los demás, y -crucialmente- precisaba Abel menos de la ley que a los demás se aplicaba y de la que en realidad dependían precisamente para sostenerse en el problema existencial que es su naturaleza fisiológica, empero, sin la salida efectiva de la vida nómada. Abel, en cambio, era aún más nómada que sedentario.

Y principalmente por eso, desaparece Abel sin rastro, como si todo el majestuoso canto conceptual que es el antiguo testamento en su conjunto tuviera poco que decir de él, y respecto en realidad del estado técnico de su modo de vivir; un modo de vivir que se abastece a sí mismo en el vigor del movimiento físico en sí y que, por tanto, no tiene necesidad -o no al menos en la misma medida- de crearse otros cauces de sustitución fisiológica, como efectivamente viene a ser la consolidación de una individualidad necesariamente moral que, a partir de la agricultura, busca su mismo sustento fisiológico en la perenne ambigüedad de su propia legitimidad real como ente singularmente fisiológico y respecto del grupo.

Y los tiempos a lo que el inicio de libro Génesis se refiere como oscuros y quietos, antes de la creación narrada y la luz, solo puede aludir a un tiempo previo en que Dios, como solución técnica del problema de la vida sedentaria, no tenía utilidad para aquellos seres humanos que anteriormente subsistían en el movimiento en sí mismo; y la necesidad sociofisiológica de Dios que no tenían anteriormente dentro de la vida nómada, corresponde también con una forma de individualidad diferente, escondida aun históricamente en el movimiento gregario de la unidad humana colectiva, a través de su tiempo; una individualidad por tanto a la que aún no era ni posible ni necesario la exigencia estructural mayor que significara posteriormente el encumbramiento sobre los grupos humanos de los dioses agrícolas, y entre los cuales hay que incluir, además de los paganos, a Yahvé.

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1El sentido concreto con el que uso el término «oprobio»

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La percepción sensorial y la fisiorracionalidad se adelantan al pensamiento racional, socialmente congruente:

Frente a un pasaje visual de bosque que se erige caótico en toda su densidad arbórea y en la frondosidad de su vegetación, nos hemos puesto a buscar -a rastrear con solo la mirada nuestra-, cualquier indicio, pongamos, de la presencia de ciervos cuya silueta intentamos discernir de entre las formas que como impresión visual registran nuestros ojos de arbustos, zarzas, grandes leños caídos y los claros oscuros que son naturales de los bosques arbóreos. Y resulta que hemos de esforzarnos frecuentemente en corregir las certezas con las que de repente creemos habernos topado, pues evidentemente como son ciervos lo que queremos ver, cualquier ambigüedad de las formas que percibimos, si es suficientemente desdibujada visualmente, podemos depositar mentalmente sobre ella, digamos, nuestros propios anhelos de tal forma que de repente, y solo momentáneamente, vemos efectivamente alguna postura, o algún ángulo retorcido pero posible de un miembro de la especie en cuestión. Pero claro, también inmediatamente nos damos cuenta que hemos impuesto sobre lo visual algo que ya de por sí estamos empeñados en encontrar, y es entonces cuando descartamos lo que un segundo después ya es un hecho comprobado de que no estamos viendo realmente lo que buscamos; así que continuamos, pasando a la siguiente zona del bosque con las siguientes formas que se nos presentan, alguno de las cuales seguramente volverán a surtir el mismo efecto en nuestra sensorialidad, pero que volveremos a descartar, y así sucesivamente…

Pero, claro, resulta que estoy viendo ciervos segundos antes de que confirme que efectivamente no los estoy viendo; y pudiera darse el caso de que en algún momento no quepa descartar (en el caso de encontrar finalmente uno) lo que efectivamente es un ciervo y después de que lo hubiera visto yo, aunque sin saber que lo era. Esto es, que en ese caso mi sensorialidad estaría un paso por delante de lo confirmación digamos posterior, más cabal o simplemente empírica.

Imagínese la importancia que esto tendría tratándose por ejemplo de leones, en vez de ciervos, o en el caso de un enemigo humano múltiple que acecha.

Por medio de sensorialidad tenso los límites al máximo de mí propia definición física.

 

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¿Cómo puede la realidad hacerse ficción?

La experiencia humana de la impresión pudiera considerase total precisamente en el ámbito fisiológico-sensorial de la individualidad antropológica, respecto de un yo social que sin embargo tiene obstaculizado el sostén y soporte de lo socialmente congruente (esto es, de lo racional) y por medio del cual existiría una mayor posibilidad de librarse de su esencia corpórea vital, fisiológica y fisiosensorial.

-Es decir, la individualidad cultural más elevada no es sino mediante la síntesis racional de la experiencia fisiológica individual; pero la síntesis racional del existir nuestro en la impresión sensorial, es en verdad patrimonio de un contexto cultural que depende crucialmente de los pilares racionales (compartidos y por tanto socialmente congruentes) producidos por y disponibles gracias a la sociedad del momento real y vivo.

-Si por cualquier razón el momento histórico, universal y presente, no proporciona suficiente base socialmente congruente (esto es, racional) la individualidad fisiológica no puede valerse de ningún sostén socialmente disponible de su propia afirmación racional, puesto que la individualidad cultural es precisamente aquel terreno que cede el yo fisiológico y fisiosensorial a la imposición socialmente congruente del grupo humano.

-La individualidad social o cultural es la racionalidad grupal hecha fisiológicamente relevante y obligada por y para el individuo fisiocorpóreo particular; pero en ausencia de una racionalidad más elevada por cuanto más definida como modelo efectivamente disponible, el yo fisiocorpóreo se aísla en su propia sensorialidad fisiológica de raíz biológica y por tanto opróbicamente constituida, como su único -básicamente solitario-  cobijo.

-Y solitario en la realidad solo fisiológica de su propia naturaleza sociogenética, entre la multitud por decirlo así del rebaño del grupo humano pero sensorialmente absorto en el drama de la contingencia externo, el yo fisiocorpóreo se encuentra entonces impedido en su propia realización sociorracional, pues es el desafío de pertenencia real al grupo en tal contexto se ha simplificado y retrotraído al estado apenas solo fisiocorpóreo de equilibrio digamos geométrico, sobre el terreno físico-material y que habitan -y disputan- los cuerpos vivos.

El espacio estructural creado a partir del saber socialmente congruente (´la racionalidad´) es al mismo tiempo el espacio posible de la individualidad social, esto es, la individualidad antropológica en su vertiente socialmente real y comprensible, a partir de la cual se hace posible el sostenimiento tonificador que aporta el componente fisiológicamente sensorial pero estructuralmente más críptico. Y la individualidad social es, claro está, también aquel componente que vive efectivamente en la cultura, y que ejerce la mayor potestad posible de nuestra experiencia antropológica que es la síntesis racional de nuestro propia experiencia fisiológica y sensorial, y la función a la vez que razón mayor de la identidad individual de cada uno de nosotros.

Envueltos en el manto tonificador y reconfortante que es nuestra experiencia fisiológica, el peso para nosotros de la experiencia racional se difumina. La lengua y la fundación en realidad fisiocorpórea de la cultura, ambos de carácter en el fondo intensamente local, nos brindan nuevos niveles de seguridad en detrimento de la contemplación racional, si nuestra fondo fisiológico, sensorial y fisiocorpóreo pueden simplemente estimularse, estructurándose ya en meros pretextos de la congruencia social, que es ciertamente el núcleo real y verdadero de todo contexto cultural y universal, sea de carácter simplemente fisiológico, mitológico, religioso o racional-positivista.

Pero en la severidad de las contingencias adversas ante las que los grupos humanos pudieran verse sometidos por fuerzas mayores más allá de todo control y agencia verdaderamente efectivos, puede surgir de nuevo la fuerza de nuestra esencia fisiológica y socialmente genética, para incidir de nuevo sobre el espacio racional grupal, reduciéndolo a modo de un recurso y dispositivo de bunkerización como retraimiento a la matriz base del grupo humano fisiológico; y acorazado de alguna manera queda el grupo en su entidad viviente solo opróbica, hasta el retorno en un momento futuro de una nueva estabilización antropológica.

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El bucle fisiológico-racional de los grupos humanos y su antropología

La sensorialidad humana por cuanto está regida por estructuras opróbicas grupales de relevancia fisiológico-sensorial para el individuo, depende precisamente del efecto de una ejemplaridad viviente en el estímulo de la percepción y su impresión; porque los contextos sedentarios que no obligan al movimiento permanente físico, han de abastecerse fisiológica y sensorialmente del caudal real pero soterrado de la experiencia de la impresión, como condición inexorable de la naturaleza fisiológica humana, y que le sirve al grupo humano estructuralmente hacia su misma definición culturalmente racional o al menos funcionalmente congruente respecto del grupo y para todo individuo perteneciente al mismo.

La tonificación fisiosensoria del sujeto percibiente, junto con el oprobio biológico, es ciertamente la base real de la posibilidad moral humana, lo que crea una férrea interdependencia entre nuestra parte fisiocorpórea, y el yo cultural. De tal manera que es mi percepción vigorizada de todo aquello que me espanta, desconcierta, enfurece o entristece; eso que me parece injusto o me horroriza sobre todo en lo cercano que intuyo que es a mí y mi propia suerte o conducta potencial: todo esto es justo lo que me incita y fustiga hacia mi propio ser socialmente congruente, como en realidad una cuestión de vida y muerte, pues mi proximidad sensorial al horror (en todas sus variables manifestaciones) es lo que crea mortificando, digamos, mi propio yo racional en su sujeción, siempre transitoria, a la congruencia social que efectivamente me cobija, desde luego, si es que logro que los otros no me expulsen, apedreen, o de otra manera se vuelvan, ultrajados y enfurecidos, como colectivo, sobre mí…

Porque nunca se sabe, pues en la duda precisamente de la tensión moral de un yo que jamás se colma como definitivamente perteneciente al grupo (puesto que somos singularmente físicos, cada uno por siempre como la madre que a cada uno nos trajo al mundo), está la razón de ser y el porqué de mi propia racionalidad, el porqué me importa tan poderosa y visceralmente el serlo. Lo que implica sutilmente que por norma no lo soy (esto es, racional en un sentido socialmente congruente) por naturaleza, de la misma manera que jamás físicamente puedo integrarme totalmente en ningún grupo humano.

En el horror percibido, que lo es siempre por el fundamento moral sobre el que se asienta en mi propia naturaleza sociogenética y opróbica -como precisamente ejemplos vivientes percibidos de los que ya no pueden contarse entre nosotros, bien como víctimas, o bien agentes de la violencia sobre otros pero cuyo fuerza mortificadora no podemos nunca sensorialmente soslayar -quedamos nuevamente ejercitados, en toda fibra opróbica corporal nuestra, en el porqué nada menos que del acto moral humano, que es simplemente el refuerzo de nuestra naturaleza social y la dependencia en realidad física del grupo que es sin duda el espacio real en el que transcurre inexorablemente nuestra existencia sensorial.

Y aunque no soy exactamente consciente de ello, cuando me someten mis propios sentidos a la experimentación de alguna forma del horror, sin emabrgo, sí sé que no quiero ser eso, igualmente respecto a las imágenes de cualquier víctima despojado de la vida que he de contemplar, como respecto a los que lo hicierion: en ambos casos nace en nosotros una necesidad visceral (esto es ´fisiológica´) de permanecer nosotros, a toda costa, en el grupo y a petición feroz y verdaderamente inmisericorde, como si dijéramos, de nuestro propio cuerpo, pues es de repente nada menos que la voluntad humana de perdurar lo que nos encauza hacia el grupo matriz y su cobijo, y respecto todo aquello en el que se sostiene -sus normas, instituciones, lengua, valores y mitos- siendo la aceptación de los mismos y su asunción por parte del individuo la mayor forma de integración ahora posible (puesto que el cuerpo propio, el final y cabo, siempre te lo quedas tú, irremediablemente).

O esto al menos transitoriamente, como digo, porque se trata de una forma en realidad de tensión estructural y antropológica (desde luego), que precisamente para retener su vigor y disponibilidad, ha de alimentarse y cultivarse en su propio mantenimiento a través del tiempo. Y porque, no se olviden, el mal también atrae, que en cierto sentido es una bendición, puesto que precisamente eso de la naturaleza humana -su ambivalencia- lo que obliga igualmente al ejercicio racional repetido y reforzado también por parte del grupo para que así el modo real de la pertenencia cultural en sí esté efectivamente disponible en el horizonte vital del individuo. Porque en la recia sensorialidad fisiológica nuestra, si se mira bien, ciertamente encontramos la llave de nuestra propia existencia racional-moral sin la cual los grupos humanos jamás hubieron permanecido sin dispersarse.

Y así no tenemos más remedio que afirmar que somos racionales porque no lo somos en el fondo individual de nuestra propia corporeidad singular; e igualmente la libertad humana es en realidad una libertad más bien fisiológica, la de vivir en tensión fisiocorpórea con el grupo que eres tu sensorialmente, pero respecto al cual vivirás corporalmente por siempre en solo su fría periferia, sin posibilidad ninguna de la por ti anhelada integración; un volver a casa poderosamente visceral que sin embargo, de tan ajena a tu realidad física, la han tenido que transcribir narrativamente, pintándola a lo largo de los milenios de distintas culturas humanas como alguna clase de llegada en el más allá, o como un paraíso para ti —y crucialmente— entre los tuyos;

Pero ciertamente en todo la fuerza de nuestra sensorialidad socio-genética, sometidos como estamos a la calidad opróbica de nuestra experiencia solo corpórea —ya de por sí por tanto al menos moralmente intervenida respecto a la supervivencia nuestra como pertenencia a los demás—, sí que disponemos de la posibilidad fisiológica de los contextos antropológicos, como una forma de libertad que precisa que cada uno de nosotros carguemos con una especie de onus estructural efectivo de ser individuos antropológicos, como una fisiocorporeidad susceptible al estímulo sensorial singular, que precisamente por ello se ve coaccionada (es eso, sin duda) hacia su propio ser también social, al cual todos los demás son más o menos capacitados para más o menos comprender racionalmente, esto es, según la congruencia grupal operativo del momento del que todos dependemos inexorable y –esto es lo más importante–, fisiocorporalmente.

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La importancia humana del estar corpóreo en carne y hueso

La noción sensorial de autoconciencia es siempre a partir de la constancia percibida de lo que efectivamente uno no es. La autoconciencia es una conciencia ante todo física mediante la percepción, a partir forzosamente de lo corporal, no tanto de lo que soy (eso viene dado con más fuerza por lo cultural), sino del hecho de que soy, esto es, que adquiero una firmeza de existir yo mismo como objeto, precisamente por los objetos por mí percibidos sensorialmente; objetos que me confieren de alguna manera mi propia entidad existencial-corpórea de manera enrevesada, si se quiere, y en que precisamente me consta al menos que aquello no soy yo. Porque la gnosis primera nuestra es el percibir en sí mismo, y no tanto en la descodificación después racional o pensamiento más culturalmente sostenido.

La clave que hace posible cualquier universo moral, que siéndolo es también racional, es la corporeidad individual humana dentro, sin embargo, de circunstancias colectivas. Porque las relaciones de múltiples cuerpos entre sí, dentro de una integridad en el espacio y también el tiempo, obligan al iniciarse histórico de un proceso de simulacro antropológico que de alguna forma defiere (o posterga…) la experiencia únicamente singular, para así imponer una definición fisiológica, grupal (social) sobre la misma. Este traspaso de lo físico a un fenómeno fisiológico-sensorial que es, crucialmente, interno al mismo individuo, solo puede tener algún sentido como postulado técnico respecto entes corporales fisiosensorialmente singulares.

El lenguaje humano como en principio un proceso estrictamente fisiológico-corpóreo, solo puede tener lugar respecto grupos compuestos de individuos singularmente físicos que experimenten, por tanto, la imperiosa necesidad de salvaguardar la legitimidad de su propia singularidad dentro del grupo. Porque lo que es inicialmente un hecho como actividad fisiológica de crear entidades silábicas con alguna forma de congruencia para los demás, viene a ser en adelante algo que todo individuo no solo ha de respetar, sino de lo que puede valerse como congruencia, sostenida en los demás, para ir continuamente afirmándose frente a ellos y al mismo tiempo que entre ellos.

El atrezzo fisiosemiótico que suponen los sonidos silábicos (a manera de un callejón lógico sin salida) no admite que se descompongan en unidades menores de sentido, sino que funcionan a modo de designaciones hechas en algún momento por el grupo y que, con el tiempo y en la repetición dentro de un espacio físico-geográfico relativamente limitado, crean una congruencia funcional para el grupo que efectivamente obliga a cada miembro singular a que asuma finalmente un paradigma de individualidad también congruente -pero inicialmente y sobre todo- para los demás.

En todos los casos y respecto la base estructural grupal, que es la susceptibilidad del individuo a la fuerza de su propia biología sociogenética y opróbica, el requisito inicial al tiempo que siempre y permanentemente, es tener obligadamente un cuerpo, que es lo mismo que decir algo que perder, como la integridad finalmente física que motiva la posibilidad moral (y por tanto también racional) del hecho humano grupal y su permanencia en el tiempo. Esto es, queda como base de todo, la voluntad imperiosa de la supervivencia física y exclusivamente individual, porque en el fondo no hay otra; o que todas las demás formas de supervivencia -la del grupo, o la integridad moral- se basan inexorablemente en ella.

El desarrollo antropológico a partir del lenguaje y la posibilidad de la creación de espacios sensoriales colectivos (o sea, de referencia deíctica y simbólica), significa la aceleración de este mismo simulacro original y respecto la entidad física individual que es lo que en verdad permanece constante, y aquello que perdura solo en el grupo y gracias a él. El espacio estrictamente sensorial que proporciona el lenguaje (y máximo el lenguaje después escrito) debe considerarse como el mayor lujo que el hombre ha podido darse a sí mismo, pues le sitúa de hecho por encima de la miseria que supone en cierto sentido la experiencia solo física, pura y dura; y podemos los seres humanos entonces alterar vigorosamente entre dos ámbitos (en cierto sentido, entre dos mundos) diferentes, para así guarecernos en uno al tiempo que nos apoyamos en el otro, y viceversa, y así sucesivamente en el tiempo.

Dicha capacidad de los grupos humanos de, efectivamente, sustraerse de su realidad solo física por medio de su propia sensorialidad fisiológica, debe verse como un efecto, al menos respecto su desarrollo cultural más avanzado, de las circunstancias sedentarias de la antropología agrícola.

Empero, un proceso de simulacro en el sentido aquí esbozado, solo puede concebirse a partir de la limitación (o sea, la definición) física nuestra. Que es precisamente aquello del que el ordendaor HAL, de 2001: Odisea del espacio (1968) carecía, igual que muchos de los engendros cibernéticos que vinieron después en el cine de ciencia ficción; películas en las que casi siempre suele ser el caso, la lección moral viene a ser repetidamente la misma, aunque pocas veces se ha exhibido de forma explícitamente práctica en la historia del cine (porque el arte serio no tiene por qué señalar soluciones concretas, dicen). Esto es, que el respeto y la deferencia que podamos tener para la vida corpórea de los demás seres humanos, viene irremediablemente condicionado por el apego que tenemos (o no) a nuestro propio ser y estar corporales.

Pero como ya se va intuyendo, la susodicha crueldad de la cultura (¿Nietzsche dixit?), es inherente al proceso en sí mismo de simulacro de los grupos humanos, como aquello que se propaga después por el tiempo y la civilización sedentaria, pero de forma para nosotros progresivamente más remoto físicamente y de manera verdaderamente subliminal. Y es que la postergación antropológica de la experiencia física como simulacro fisiológico-sensorial, viene a poner una fuerte carga estructural sobre la individualidad social que es aquel ente fisiológico singular que, siendo fisiocorporalmente feroz, se reconduzca hacia el orden congruente de los demás –en la forja de su propia individualidad social, claro está–, pero eso jamás a costa de su esencia física que en el mejor de los caso se erige frente a los demás al mismo tiempo que entre ellos; que puede considerase una forma de pertenecer desafiando.

«Cruel», sin duda es como podría calibrarse la necesidad de interiorizar al seno de los grupos humanos (por tanto, a la misma interioridad del individuo antropológico) una necesaria tensión, en realidad estructural, de que sea siempre sin resolución la condición del ímpetu individual por su propio pertenecer fisiológico para con los demás, pero sin poder soslayar jamás la singularidad corporal-sensorial particular. «Cruel» asimismo es el proceso simulado de un alejamiento de lo corporal en las consecuencias que tiene respecto a contextos antropológicos cuyos sujetos dejan, en cierto sentido, de relacionarse directamente con su propio hecho vital singular y corporal, lo que puede acarrear una falta de sensibilidad hacia la singularidad física de otros seres humanos; si bien, sobre este punto parece que la conflictividad en este sentido -e incluso la violencia a que conduce-, es más bien un factor de vigorizada sostenibilidad de los grupos humanos y sus antropologías a través del tiempo.

Que todo sea, finalmente, para mejor sobrellevar la paradoja de los grupos humanos que es efectivamente la de la supervivencia del grupo a través de la ontogenia de los individuos (que finalmente no sobreviven en ningún caso); pero se trata de una supervivencia colectiva que descarga el peso moral último sobre el individuo, y pese a la euforia de fenómenos culturalmente fisiológicos que, precisamente en su fuerza opróbica subconsciente, nos atraen tanto y nos envuelven tan intensamente. Porque los procesos fisiológicos colectivos (aquellos que se basan en la coerción subconsciente y fisiológicamente sensorial del individuo perteneciente) pueden alcanzar las mayores alturas de salvajismo precisamente in absentia del cuerpo solo singular, que es, como aquí se intenta esbozar, quizá el proceso base de la experiencia humana, pero sin duda de la social.

Todo héroe o heroína, esto es, el individuo que se eleva por cualquier razón y circunstancias sobre el grupo, es forzosamente en todos los casos un héroe o heroína de categoría moral, siempre: nos viene fisiocoropalmente dado de la fábrica de la evolución humana, si se quiere, en sobre todo nuestra capacidad efectiva de percibir e identificarle y quedarnos inmediatamente encandilados en nuestra sensorialidad; que viene a ser una especie de dispositivo sensorial de seguridad respecto el cauce real y fisiológicamente cultural de la vida del grupo, que, cuando se aleja demasiado del origen críptico de su propia entidad colectiva -que está precisamente y como siempre en lo físico y corporal-, porque se arroja furiosamente a sus apetencias colectivas, miedos o incluso los proyectos más objetivamente desarrollados, pero que aun así sean descabellados: entonces surge la discrepancia, la desconformidad seria y la rebeldía, esto es, cualquier forma de presencia y voz de discordia que no tardará en tener un impacto, desde luego de percepción, en los demás, respecto la figura de algún individual que sale -o sobresale- abruptamente al ruedo comunitario para así desafiar la norma consabida grupal; como una repentina fuerza de imposición individual que por su brío e intensidad encandila sensorialmente, desde luego, a los demás testigos presenciales, que son ni más ni menos que el tribunal moral antropológico, si bien en su forma tribal inmediatamente física, o bien el de los contextos sedentarios en que el grupo se interioriza por medio del oprobio biológico de todo ente singular antropológicamente dependiente. Un acto de presencia siempre violento por formidable que contribuye a la mayor alteración del grupo, precisamente en la percepción de cada individuo que se encuentra sensorialmente arrancado de alguna forma de orden previo, y fisiológicamente arrojado a un estado de alarma, agitación, quizá temor, puede que tonificación, puesto que es simultáneamente el objeto de una forma subconsciente (esto es, fisiológica y sensorial) de coacción hacia su propia definición personal-moral respecto a la nueva reformulación de la estabilidad grupal en cuyo desarrollo el individuo está de hecho ya fisiológica y sensorialmente inmerso, sin saberlo.

Porque la dirección finalmente fisiorracional y fisiosemiótico del grupo, en su alejamiento de la singularidad física y corporal, ha de poder corregirse precisamente sobre el punto en el que se aleje demasiado -quizá fatalmente- de la realidad física, además de que las racionalidades culturales solo desde el siglo XIX, o quizá un siglo antes, se han querido declarar a sí mismas empíricas. Y es que las racionalidades culturales de los grupos humanos históricamente nunca se han erigido frente a un estado (miserable) solo física, sino que han intentado agrandar de hecho el mundo que habitamos yendo más allá de lo físico (se debe, más que a su habilidad, seguramente a su tenaz intensidad) simplemente porque se abrió un mundo fisiológicamente sensorial y de representación en el que de hecho el hombre ha sido siempre el hacedor real sin saberlo, inmerso siempre como está en su propia fisiorracionalidad.

Y así sigue hasta hoy.

Cuestión de vida o muerte, pero del grupo; aunque es más bien solo el individuo que tiene algo que perder, y quien paga el pa(c)to, que se dice.

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Algunos puntos de partida en suspensión de Miguel de Unamuno

Busco la religión de la guerra, la fe en la guerra. Si vencemos, ¿cuál será el premio de la victoria? Dejalo; busca la lucha, y el premio, si le hay, se te dará por añadidura. Y tal vez ese premio no sea otro que la lucha misma…
Aquiles, en la morada del eterno descanso, suspiraba por los combates de Troya. ¡Oh, si nunca se hubiera tomado la cuidad sagrada!…
…mirando a las estrellas, me he acordado de aquello de que dios entregó al mundo a las disputas de los hombres y de aquello otro de que el reino de Jesús no es de este mundo.
No me importa, pues, que estés a no conforme conmigo; no me importa que los demás lo estén, pues no los busco para que me ayuden a lograr la victoria. Los busco para luchar, no para vencer, y lucho para soportar la cruz de la soledad, que en la paz me aplasta el corazón.
Citas de “De la correspondencia de un luchador” en Mi religión y otros ensayos, de Miguel de Unamuno

 

La paradoja inherente el corazón mismo de la antropología sedentaria queda así anunciado una y otra vez a lo largo del corto texto ensayístico de Unamuno, como una perpetua inauguración del mismo estado real de limitación humana, también para nosotros los seres humanos de hoy:

La vida física humana y colectiva solo es posible mediante la revitalización fisiológica, como realidad subyacente que es al mismo tiempo la verdadera fuerza viviente de rección de los espacios antropológicos. Y resulta evidente (según un repaso aún somero de la historia humana) que esta realidad fisiológica nuestra va por libre y a espaldas, en cierto sentido, de nuestra existencia sociorracional, reduciendo una y otra vez la racionalidad del hombre a la condición de simple pretexto estructural al servicio en realidad del hecho fisiológico nuestro, por encima frecuentemente de cualquier otra consideración y las consecuencias finalmente del orden de lo real y físico.

Porque en la efervescencia sensorial nuestra, la contradicción en términos que es la permanencia en realidad solo fisiológica (por cuanto grupal, en la fisiología estructural y colectiva que nos obligue de hecho a asumir una identidad propia, singular) parecería funcionalmente más viable. Y precisamente porque, respecto el plano diacrónico de los grupos humanos, más allá de cualquier sensorialidad solo individual -esto es, en el transcurrir temporal de los grupos culturales, de generación en generación como en realidad única forma posible de supervivencia humana definitiva- la mecánica del orden estructural real se ejerce en contra de nuestra entidad física.

Y quizá sea que en nuestra propia experimentar solo fisiosensorial, nosotros también nos sustraemos necesariamente del peso de lo real, en este sentido macro humano y temporalmente estructural que desborda nuestra capacidad racional de ni siquiera aproximarnos; una contemplación a lo Schopenhauer que como poetas, artistas y pensadores estéticos, fisiorracionales -y algún que otro economista- hemos procurado que nos fuera disponible a la manera ciertamente de una profunda titilación estética-existencial, de una contraposición fascinante respecto a nuestro propio experimentar sensorial, culturalmente definido (esto es, racional) pero que de ninguna de las maneras nos sirve como espacio definitivamente habitable.

Aunque eso sí nos tonifica, de nuevo, acaso solo para impulsarnos otra vez a la luz opróbicamente configurada de nosotros mismos, luz que no es otra que el producto último de nuestra necesidad de los otros, como la dádiva de la obligación (a la que apenas nos resistimos) de la individualidad antropológica en sí: el ser cada uno en y por medio de, los otros, y a pesar de las innumerables lógicas culturales diferentes que hayan existido para traducir esta condición universal a la funcionalidad vital específica de un grupo particular.

Pero, mientras tanto, quedamos inmersos en la condición (que no dilema ni, en realidad, contradicción, sino situación efectiva) de una racionalidad fundada crípticamente -pero necesariamente- en la sustancia fisiológica del experimentar corporal y su sensorialidad, porque la funcionalidad universal de los grupos humanos se ha blindado siempre de esta manera en aras de su propia permanencia estructural, a través de un tiempo en realidad no humano, o al menos desde la óptica de la vida finita del cuerpo humano singular. Con lo que huelga abrazar cierta noción de una imposible perfección respecto de la especie humana, que se erige majestuosamente en su propia racionalidad (ahora técnica), sin la capacidad, no obstante, de racionalizar su propio ser y experimentar fisiosensorial, puesto que, como afirma Konrad Lorenz, el ser humano es racional debido a que es, primero y ante todo, un ser fisiológico; y que respecto a cualquier forma de orden entre seres vivos (orden en última instancia como identidad de unos frente a otros), la argamasa del edifico de la vida en la tierra, es la pulsión vital que entra inexorablemente en conflicto con una fuerza contraria.

Así empieza, y en cierto sentido termina también, todo, en la delimitación de la forma cognitiva del estar humano en el mundo que es ciertamente la del cuerpo, pues la fisiología abarca todos los ámbitos de nuestra experiencia, y es la clave conceptual de la comprensión del ser nuestro antropológico.

 

 

 

 

12. Star Trek, The Original:

Physical Experience of the Bodily Opaque.

Physical being has something to do with not knowing what exactly is beyond the body; or rather physical experience of sensory impression has much to do with our trying to formulate our knowledge of exactly what physical experience is. But if one is, however, already culturally convinced of just what that experience is, a big part of physical experience becomes rationally opaque to us as individuals. And what I like or prefer, becomes logically much more important than what actually is, especially in regards to strictly consumer society experience where money naturally reinforces reality itself as only finally purchase options in regards to that which I like or don’t like.

Traditional cultural sayings, in cultures where they are especially abundant, are immediately observable as varied, and ultimately contradictory to on another—that becomes, in a certain sense, a reflection of the complexity of affirming what really is from the standpoint of our physical experience of sensory impression. But the need to seek to effectively say what is, might point to a mode of individuality that refuses to renounce the physicality of our being in sensory impression, and that thus tenaciously clings to its own will towards rational self-definition, however ephemeral, ultimately futile, that may be.

To say—hence know—that which is, from the standpoint of sensorial being, is the culturally rational affirmation of our own physiologically corporeal substance of being, as a destiny of sorts of at least an anthropologically structural configuration civilization forces on us. And rationally affirming that which is, becomes the real renewal also of what we physically are, within the confines of a particular and specifically cultural, anthropological individuality;

Conversely, in our not having very much to say about what really is, perhaps we also disdain in some way physical experience (which the simulacra of human groups inherently tend to do, any way.)

A statistical understanding of that which is, however, beyond the possibility of physical sensory experimentation by a single individual, acts much more like a fictional extension of the power of our bodily selves, rather than a physical reinforcement of the corporeal self; because a statistical understanding is necessarily not produced by nor really in possession of, just the individual, but is rather a conjugation of multiple and accumulated vantage points in regards to the passing of human, sensorial time, a statistically composed vision of reality obviates for the beholder all sense of one’s own physical limitation (hence definition). The circumstance of science in its methodological elimination of subjectivity has, of course, always been key to its power of logical imposition; but such a circumstances was only historically possible originally—in regards to the Western tradition—under the force of anthropological stability of religion, and specifically the Catholic church of the Italian Renaissance; a cultural context in which observation removed itself from the force of our socio-genetic, opprobrium-configured nature, precisely because anthropological stability, in that historical context, could effectively allow for it (specifically in the person of Galileo.)

But science as a cultural conviction available to anthropological individuality, but no longer itself under the canopy of religious understanding, must generate other forms of certainly rational understanding of individuality—of that which is, but from the standpoint of human bodily, sensorial being, exactly because science’s power of synthesis and imposition obviates in this way physical subjectivity itself.

Individuality is anthropologically dependent on the group’s understanding of that which is as of physical and physiologically sensory, human experience in originally specific geographic contexts; and physical experience is, inherently, singularly limited experience for individuals who can only survive, however, as a groups—and very much in the group’s knowing that which is, the individual can at least know what she is not, making the better part of one’s identity to be found finally in the others, for it is only through the group’s knowing that which is, that I can ever hope to understand what I am:

Because what I am is indeed above all a perceiver, of singularly corporeal, physiological entity, who is to be found at least functionally in all cultural narratives of whatever nature that ever existed in the universal, living realities of human groups on Earth; in those also physiologically sensorial, collective contexts in which I had to know myself through the group’s knowledge of that which is, so effectively could I be in belonging myself as an individual perceiver to my fellow perceivers…

In positivist cultural contexts, however, the physio-corporal side of anthropological individuality must receive auxiliary, physio-sensory invigoration to effectively prime the other, cultural side of anthropological individuality (that is the very perennial reason one needs to be culturally rational), given that an empirical and positivist rationality articulates itself specifically outside of the biologically opprobic, socio-genetic nature of our being. But that which is, in positivist cultural contexts, in the crucial and very much aggressive obviation of the subjective, physical self, is not approachable from the standpoint of our physiologically corporeal entity:

Science technically, and indirectly, spurns the physical self, though it makes no methodological assertion in this sense; for Galileo, of course, lived a physiologically sensorial security of an anthropologically defined, cultural self, in the iron tight embrace of Catholic doctrine (and a functionally wholesome sensuality of Mediterranean life, no doubt) and thus could take his own physical entity for granted. But science divested of all religious reference is anthropologically insecure in and only of itself, specifically because better, more effective science takes place of course methodologically beyond the opprobrium-configured foundation of human groups, and so can go beyond human anthropological limits easily and in the blink of an eye, so to speak, as has become historically evident: For, just like in regards to the subjective self, part of its very power is its obliviousness not to that which is, but to what it really is in itself.