Meditaciones a partir de La deshumanización del arte (Ortega y Gasset)

 (Apuntes)

La amenaza soberana y el soberano

Son lo mismo por cuanto su relación fisiológica con el yo neural es la misma: ambos empujan de la misma forma al individuo hacia el grupo propio, ambos ocultan detrás la misma relación en este sentido. Y esto parece ceñirse más acertadamente a Damasio; esto es, un yo neural (o proto yo) que puede aprovecharse para reforzar al grupo (una unicidad absurda por cuanto la unión física es imposible, sino solo fisiológica); y nuestra entidad fisiocorpórea puede considerarse una especie de comodín al que puede volcarse el drama del grupo frente a la amenaza externa.

Conciencia como escapatoria

Una quizá más verdadera libertad humana pudiera ser el espacio fisorracional como individuo agente un poco más por encima de la fisiología subyacente y antropológicamente estructural. O sea, que la conciencia humana parece en sí misma una salida de descarga fisiológica que abre una puerta de salida respecto los procesos opróbicos y sociorracionales que anteceden en el tiempo al individuo social emergente. Esto podría apuntar hacia una explicación de la conciencia humana como escapatoria de la tiranía de lo opróbico. Que es al mismo tiempo un bucle bipartito en el que una parte sirve en el tiempo para reforzar la otra. Esto es, que la emergencia de una agencia más fisiorracional supone una fuente de desafío edificador respecto lo sociorracional en sí que lo obliga a flexibilizarse, a agrandarse, en permanente tensión. En este sentido, sería la individualidad fisiorracional y agente lo que surtiría el necesario efecto de estímulo respecto lo sociorracional; y así, pudiera considerarse la consciencia humana estructuralmente como un paso más en el camino de la «moralización» necesaria para que los grupos humanos -y cada vez más sedentarios- puedan seguir ejercitando su propia esencia fisiológica y sociorracional en la necesidad de la misma (esto es, por los continuos desafíos, ahora internos sobre todo, a ella).

 Se asentaría la conciencia, entonces, sobre la agresión (como todo lo demás en el fondo), como un ejemplo más de la relación estable porque antagónica, en cuanto tensión que no tiene otra opción que aliviarse en el desarrollo de la conciencia más elevada, como en sí una forma de amparo frente a la tiranía de la mecánica sociorraconal (y esto, a su vez, beneficia al grupo forzando nuevamente la reconstitución de lo sociorracional). Las ideas de Ortega respecto la experiencia artística dependen en cierto sentido de dos tipos distintos de libertad humana, aunque ambos remiten a nuestra entidad primaria fisiológica, pues el arte nuevo (que Ortega examina en dicha obra) busca cambiar nuestra experiencia fisiológica en su raíz socioopróbica, elevándola hacia una violencia fisiorracional como imposición de estilo. Precisamente así se eleva el agente fisiorracional humano como sujeto, que es capaz de imponerse activamente sobre un entorno, por ejemplo, simbólico y de representación, más allá de la función fisioantropológica de simple objeto de estímulo que es, qué duda cabe, el punto de inicio fisiológico de toda vivencia humana. Pero el poder de los procesos socioopróbicos se asienta sobre la naturaleza hedonista nuestra y frente a los cuales no llegamos nunca jamás a estar inmunes del todo en tanto los seres fisiocorpóreos que somos y a partir del cual emerge nuestra individualidad sociorracional particular. Y aun así, seguramente en conjunción con los problemas inherentes a la antropología sedentaria, el yo sociorracional –que es también fisiorracional, capaz de participar en la creación de metáforas (o las analogías)- esta empujado hacia su propia imposición sobre todo contexto lo suficientemente ambiguo que lo permita, pues como no puede contradecirse cualquier aserto que se haga, no existe razón alguna por la que no hacerlo: he aquí la segunda forma más elaborada de libertad fisiológica que es de carácter fisiorracional, puesto que es la fisiología no solo pasiva (la que tenemos todos en común y como requisito universal estructural y antropológico), sino que requiere una agencia activamente moral respecto una imposición que se vale de entornos simbólicos o estéticos para flexionarse, digamos, en el ejercicio de una violencia –no hay otra forma de denominarlo- que, sin embargo, no tiene por qué invadir el plano moral y políticamente cruento de los cuerpos físicos reales, o al menos no inicialmente.

Pero ojo: aunque esta segunda clase de libertad humana es inherente en sus fundamentos a todo ser humano, es solo a través de la cultura que el individuo accede a este otro plano ya simbólico, donde emerge lo sociorracional (eso que solo un grupo cultural puede proporcionar al individuo antropológico); y además, el gusto por este tipo de ejercicio de violencia fisiológica pero en principio no físicamente real (sino solo fisiológico), tiene que cultivarse en su mismo carácter necesariamente hedonista para el sujeto ahora social; que hay que aprenderse, practicarse y adquirir, de alguna manera, la propensión a la misma. Pero claro, lo grueso de todo sistema social no depende de un alto desarrollo de una tal propensión, sino que solo de forma seguramente intermedia y en ningún caso numéricamente extendida (¿cuántos artistas y creativos digamos profesionales son necesarios para una sociedad determinada?) pues toda estabilidad estructural antropológica se basa en una parte humana más amplia, pero más inerte que queda, sin embargo, expuesto al estímulo opositor de otro grupo menor y en algún sentido minoritario.          

 

Un análisis psicológico de occidente a partir de la revolución francesa*

Una cultura que, salvo algunos reductos excepcionales, no es <<muy amiga>> del cuerpo pero que, paradójicamente, se refugia en la experiencia fisiosensoria –esto es, en el cuerpo y su fisiología somatosensorial no conceptual- por varias razones. La primera es que todo presente se erige frente a lo socioopróbico y lo sociorracional. Segundo: como antropología sedentaria, se compensa fisiosensorialmente frente a la limitación física de los contextos agrícolas, en aras de su propia permanencia estable (por cuanto vigorizada) en el tiempo generacional, y puesto que la vivificación fisiosensoria fundamenta la posibilidad de lo sociorracional. Aunque en rigor, uno y dos son aspectos técnicos inherentes simplemente a toda situación sedentaria.

Un tercer punto y porqué del problema del cuerpo desde la óptica de Occidente, tiene que ver con los excesos que se incurren respecto las dinámicas fisiorracionales, puesto que, como la cultura se refugia necesariamente en la vivificación fisiocorpórea de todo presente vivo –esto es, en el cuerpo, pero a extramuros de lo conceptual- fácilmente ocurre que una sociedad determinada (o incluso toda sociedad) no sea capaz de corregir su propia dirección antropológica; y esto se debe muy probablemente y en parte, al hecho de que el cuerpo sea el convidado de piedra siempre respecto los procesos sociooprobicos y sociorracionales. Pero esto no es de extrañar puesto que, en cierto sentido, la gran farsa humana es la singularidad físico-cognitiva nuestra.

*El sentido aquí en cuestión, encuentro que está mucho mejor desarrollado y explicado en Comunidades imaginadas (1983) de Benedict Anderson quien da una importancia crucial a lo que el denomina «el capitalismo impreso» (esto de el impacto cultural que causó históricamente la imprenta) y sin lo cual no hubiera sido posible la revolución francesa. Idea que coincide, en general, con la conceptualizacion mía de «lo totémico» como espacio de vida fisiosenoria, opróbicamente relevante -pero no fisicamente trascendente de manera directa- y que sirve a los grupos humanos frente a las limitaciones de la vida sedentaria.

El dramón del arte nuevo (Ortega y Gasset)

O sea, que este arte nuevo que va en contra de la propia esencia fisiológica humana, en aras efectivamente de una elevación fisiorracional, resulta que constituye finalmente una suerte de épica, al menos en el plano fisiológico y fisiopsicológico, que es también –y por otra parte, como siempre- el enaltecimiento del presente vivo frente a los procesos y fuerzas <<socioopróbicos>>, incluyendo la semiótica en general que no se niega, pero con la que se juega y sobre la que se deja una marca propia de imposición fisiopsicológica, fisiorracional. He aquí pues otra generación que cumple con su sino técnico que es la vigorización somatosensorial como su mismísima trascendencia fisiológica en un sentido paradójico, puesto que es la vivificación fisiometabólica aquello que pone en vilo la tensión fundacional de lo sociorracional, siendo lo sociorracional la circunstancial e históricamente lograda conjunción de la sustancia fisiocorpórea de todo individuo vivo, y la permanencia del grupo. Esto es, la experiencia somantosensorial y fisiológica, intranscendente en sí, solo llega a trascenderse por cuanto permite los entornos sociorracionales posteriores: se trata, nuevamente, del abismo de Damasio entre las dos partes de la individualidad antropológica (que él explica como el paso que hay entre el proto yo neurológico, y el yo consciente individual).

De manera que, si la sociorracionalidad grupal humana supone siempre una equivocación, puesto que el hecho problemático de la singularidad física que solo perdura en cuanto unicidad colectiva y múltiple -y que se fundamenta ante todo en el ocultamiento funcional de esta circunstancia técnica- se hace crucialmente necesaria la formulación de conceptualizaciones rectoras respecto la misma sustancia fisiosensoria. Esto es, algún tipo de acervo conceptual e <<ideológico>> se hace imprescindible para salvaguardar la dirección ultima del contexto antropológico y, finalmente, su misma viabilidad. Y al final no importa tanto en que consiste esta <<ideología>> -son todas  ”equivocadas” en su misma naturaleza técnica, puesto que resuelven ante todo la paradoja base que hay entre el individuo y el grupo (como aquello que permite finalmente la vivificación somatosensorial a la vez que el reforzamiento grupal)- porque el modelo real y universal de toda antropología es, simplemente, el de la consumación de las generaciones vivas, tiempo que nunca transcurre, por cierto, aisladamente sino respecto generaciones siempre entremezcladas.

HAMPERED BY DAMASIO

¿Qué satisfacción en este contexto proporciona al individuo el contar con un plano fisorracional más elevado por cuanto entrelaza la vivificación somatosensorial y metabólica con contenidos conceptuales que limitan, por tanto definen de alguna manera, esa misma sustancia fisiosensoria? Porque en contextos sedentarios esto crea cauces de vivificación fisiosensorial que, evadiendo el plano físico, no suponen una afrenta moral directa y que, por tanto, no son ni política ni judicialmente relevantes, o no al menos inicialmente.

¿Cuál es el problema de la intrascendencia de la fisiología?

 

El arte, al vaciarse de su patetismo, se queda solo ante su intrascendencia.

Ortega y Gasset, Deshumanización del arte (1925)

Así que su posible trascendencia es su patetismo: ¿cómo se explica eso? Se entiende perfectamente dentro del contexto del grupo, esto es, respecto una fisiología que tiene como función socio-estructural la de primar la posibilidad racional (sociorracional) del grupo antropológico, siendo esta relación de naturaleza utilitaria que impone el grupo sobre la fisiología individual la llave de la permanencia histórica de los grupos humanos pre-agrícolas.1

La fisiología está condicionada por su verdadero locus de definición sociobiológica que vamos a describir recurriendo más o menos a las ideas de Agamben en Homo Sacer(1995). En este sentido postulamos la amenaza soberana como aquella fuerza externa al grupo que, por su magnitud, supondría la aniquilación del mismo y que es, por lo tanto, una suerte de soberana estructural ya que absorbe al grupo en al acto mismo de su propia resistencia vital, y mientras pueda. Postulamos, además, ésta como una suerte de antecedente a lo que después será la traducción conceptual (y cultural siempre particular) del soberano político que es -esto sí es de Agamben- aquella figura política investida con el poder de quitar la vida a cualquiera y sobre la cual en realidad se asiente la estabilidad sociopolítica posterior; esto es, el soberano es, en su capacidad de violencia, ni más ni menos, el fundamento del orden mismo como potestad para el ejercicio de violencia que es, por otra parte, potestad exclusivamente suya.

Y, sin embargo, el soberano conceptualizado (dentro de cualesquiera contexto cultural) no deja de ser una traducción del plano más profundo y de carácter sociobiológico en el que la individualidad también queda momentáneamente asumida por la configuración grupal de la única manera que esto es en realidad posible: en los procesos metabólicos internos al individuo a partir de la vivificación somatosensorial es, sin embargo, el grupo que se consolida en el acto de su propia afirmación numérica ante las situaciones extremas. Pero es, de forma mas profunda, el estado colectivo no vivo como potencialidad lo que adquiere para sí el soberano político, y puesto como también se conoce la ya mencionada potestad del uso de la fuerza como la excepción soberana que se refiere a la unificación directa del plano profundo con el sociopolítico y cultural, esto es, cuando es el soberano quien suspende la vida misma, como tal es su capacidad: y entonces es cuando la amenaza soberana y el soberano político son una y la misma cosa, de manera que afirmamos que la idea semiótica (y culturalmente particular) del soberano se asiente en realidad sobre una anterioridad fisiológica que entronca con el fondo mismo universal de los grupos humanos, forjado en su evolución antes, evidentemente, de la aparición histórica de la agricultura.

Adicionalmente, es necesario añadir los conceptos de Antnonio Damasaio respecto de la vacuidad neural de la que se origina la conciencia humana emergente: es precisamente esta suerte de insubstancialidad original nuestra que resulta maleable para los grupos humanos en conjunción que el «oprobio biológico» individual; o como escudo humano quizá pudiéramos calificar nuestra entidad neurológica, por cuanto es la mecánica de los grupos humanos que la mediatizan frente a la amenaza externa, y por mor de apiñamiento numérico grupal.

Pero entonces, ¿es acertado afirmar que la vivificación somatosensorial (o sea, la fisiología en su efervescencia siempre estética de alguna forma) sea en realidad intrascendente, puesto que parece ser que el mundo moral humana se abre a partir de esta geometría grupal y las imposiciones por parte de la misma que, de manera inherente, lleva la sensorialidad individual de cada uno de nosotros? El problema de la intrascendencia de la experiencia sensoria y fisioestética (esa intrascendencia que según José Luis Pardo en Poesía e historia espantara tanto a Hegel) puede muy bien radicar en el hecho de que no es de hecho intrascendente, sino que ya lleva de forma incipiente la marca filogenéticamente impuesta de la amenaza soberana, pero tamizada por el grupo; esto es, que llevamos en el tejido neural y somatosensorio nuestro el drama ya incorporado de la supervivencia grupal frente a su propia aniquilación, encapsulado como sí dijéramos, en nuestra pulsión vital de pertenencia respecto al grupo.

En todo caso, a partir de esto efectivamente se abre el plano base de la posibilidad moral humana: una amenaza soberana, como garante causal del apiñamiento colectivo, que adopta conceptualmente la forma del soberano político (el que decide sobre la vida misma), es también al mismo tiempo el grupo soberano, puesto que el individuo no es (en un sentido social) sino en su sometimiento al grupo; pero mediante nuestra capacidad de encandilamiento sensorial con las víctimas y los débiles -esto es, respecto de todo espectáculo corporal de la violencia física que no solemos tolerar por mucho tiempo (o una gran mayoría universal humana)- se erige el héroe soberano que corresponde en realidad casi con una capacidad sensoria nuestra de percepción, aunque es siempre un ser humano que lo acaba realizando de forma moralmente fáctica y en todo su furia, como una suerte de violencia correctora respecto el bienestar último del grupo; y por inversión lógica surge también la víctima soberana ante quien toda cultura, por distintos avatares conceptuales-culturales puede hincar rodilla (y no solo el cristianismo). Y, por ultimo, está la figura (más estética, como también una sensibilidad fisiocorpórea nuestra) del genocida soberano, como aquel individuo que vemos que, usurpando ilícitamente la posición estructural de la amenaza soberana, se ciñe hostilmente sobre el grupo mismo, que tal es su poder o el que no puede evitar codiciar…

¿Cuál es, entonces, el problema de la intrascendencia de la vivencia fisiológica humana? El individuo lo tiene más dificil para arroparse en lo sociorracional, puesto que la vivificacion sensoriometabólica sirve para reconsituir nuevamente lo racional (que para eso estamos de forma corpórea y entre los nuestros). Es decir, la intrascendencia asusta sobremanera al indiviudo en tanto no tiene a dónde cobijarse y debido, además, a que no puede expresar racioanalmente este miedo puesto que procede de una parte preconsciente y mucho más subcortical de su propia vivencia del yo. Y así de ateridos buscamos, de repente, una forma de simplificación existencial que nos permita un nuevo recogimiento vital a través una nueva soberanía corporal y fáctica (y ya saben ustedes algunos nombre históricos -y también acutuales- de soberanos en este sentido simplificadores).

1Respecto de la antropología sedentaria, la fisiología humana ha de seguir cumpliendo con su configuración genética inherente (y marcado anteriormente por ese pasado nómada), principalmente en la vivificación, siendo eso el instrumento hacia una misma justificación y porqué de lo sociorraiconal, pero en un contexto diferente en el que la realidad física de los grupos humanos ha cambiado.

Otra sopa más de gansos

El juego del terrario terráqueo y una especie «defectiva» humana

Pongamos por caso práctico y medio de aproximación al asunto la situación de un estanque y alrededores donde se han asentado una bandada de unos 30 gansos de la especie que en Norteamérica se dice canadiense. Por lo que se ve, a partir de la primavera y durante el tiempo que tardan en madurar los polluelos hasta poder volar, los gansos se quedan, parece, afincados como grupo (o varios grupos juntos) en este mismo lugar y sus alrededores inmediatos. Los gansos son extremadamente cautos respecto a lo que les rodea y está claro que su baza principal de supervivencia es el grupo en sí. Y, sin embargo, el único depredador real con el que parece que se enfrentan los gansos son las tortugas carnívoras, cuyo medio de aproximación y ataque respecto de los gansos es el subacuático, esto es, desde abajo de la superficie del agua y solo cuando los gansos, con las patitas colgando, se deslizan, por ella.

Naturalmente, la técnica o maniobra que siguen las tortugas sería la de morder la pata del ave y, si la tortuga es de un tamaño suficiente respecto al ganso una vez hincada mandíbula, arrastrarlo abajo hasta el fondo, siguiendo seguramente un patrón de caza similar al de los cocodrilos. Y de la realidad de esta dualidad  existencial mortífera, y de un nivel por encima y a espaldas del otro, atestiguan (muy probablemente) los frecuentes avistamientos sobre tierra firme de gansos maduros que, cuando andan, cojean de una pata, a veces de forma visiblemente dolorosa como resultado seguramente de un ataque de tortuga no exitoso (es decir, para la tortuga).

De simbiótica pudiéramos, entonces, calificar la relación en la que se integran amabas especies en el tiempo, siendo el beneficio para los gansos (puesto que la definición exacta y uso correcto del concepto depende de que los dos se beneficien mutuamente) el de Malthus, o sea: el sostenimiento en el tiempo precisamente de la especie por cuanto el número de gansos nunca excederá la presión restrictiva de la presencia de las tortugas; naturalmente las tortugas, además del alimento, se benefician también de esta misma posibilidad de vida sostenida en, también limitada por, la otra especie. Pero claro, visto desde la óptica hipotética de administración de un sistema vivo y su manutención en el tiempo, estas dos especies son de esta forma compatibles en el hecho de que habitan (literalmente) dos planos diferentes totalmente inconexos entre sí; esto es, que los patos, cuando están sobre la superficie del agua, no tienen ni tendrán nunca consciencia de que exista otro ámbito de amenaza para sí más allá de lo que puedan ver sobre esa superficie; y aun habiendo sido atacado alguna vez por una tortuga desde abajo, no por eso adquiere el ganso la capacidad de anticipar ni adivinar ataques futuros acechando invisibles detrás de la superficie opaca del agua. O se puede decir, de forma quizá aun más pedagógica, que sobre la superficie el ganso es sujeto de su propia vitalidad metabólica, mientras que desde el anverso sumergido y subacuático de las tortugas, es objeto; y el paso de uno a otro ámbito, dentro de la mecánica más amplia de la vida en su conjunto, se hace sin mayores problemas gracias (¡y afortunadamente, sin duda!) al grado casi absoluto de inconsciencia y enajenación de las partes vivas implicadas.

Y, sin embargo, respecto al sostenimiento de la vida humana en contextos biológicos parecidos, dicha hipotética administración sería del todo imposible puesto que los dos ámbitos diferentes de la experiencia -bien como sujeto en la propia vitalidad de uno mismo, o bien como objeto en esa misma vitalidad pero subordinada al fin técnico de la manutención de otro- se unen a través de la conciencia nuestra que, de hecho, es capaz de sentir razonando muchas amenazas potenciales aun no explícitas, más allá de simplemente nuestra experiencia solo somatosensorial inmediato. Y es que a final un equilibrio así o algo parecido no sería sostenible técnicamente y como estructura en el tiempo, simplemente porque los seres humanos no toleraríamos la angustia y desgaste psicológico que supondría tener la capacidad de prever amenazas, pero no hacer ni enmendar nada al respecto; que de hecho nuestra historia social como especie pudiera decirse que se basa, quizá, sobre este aspecto de desafío -de total rechazo- a dejarnos claudicar, no solo ante las amenazas, sino también a que nos utilicen respecto a fines e intereses que percibimos que no son los nuestros propios.

¿Qué pasa, entonces, con esta especie verdaderamente singular dentro del terrario que es de hecho capaz de prever la consecuencias potenciales de eventos que todavía no han ocurrido, a diferencia de todos los demás entes vivos presentes que no pueden hacerlo?

Siguiendo con el caso hipotético de gestión y mantenimiento en el tiempo del terrario, nos vemos obligado, como gestores, a preguntarnos acerca de qué hacer con una especie que confunde irremediablemente los dos planos de su existencia, la de su fisiología como singularidad física y, a través de su capacidad cognitiva (aunque imperfecta), el plano más estructural en el que estamos condenados a la autocomprension de nuestra propia calidad de objeto respecto de otras fuerzas. Pero en primer lugar constatamos que los seres humanos tenemos la posibilidad de imponer lógicas que, bien mirado, nos ayudan a sobrellevar la angustia de ser de forma humana (esto es, en nuestra conciencia de la vulnerabilidad corporal): toda religión al final sirve para encajar este problema, según unas circunstancias históricas siempre especificas, que garantiza finalmente que el grupo no se deshaga, que es algo así como la vida misma estructural; y religión es, por tanto y siempre, una lógica como cauce por el que los seres humanos individuales viven su propia, vigorizada fisiología metabólica particular, pero sin que por ello se haga imposible el hecho grupal. Es decir, que toda religion o conjunto de ideas que, respecto de una cultura pudiera calificarse de tal, remite finalmente al grupo y su legitimidad nuevamente reforzada, al tiempo que sirve al individuo en el ejercicio de su propia individualidad metabólica y fisiocorporal.

Por de pronto hemos de reparar en la cuestión inicial acerca de el problema técnico que supone el hombre como especie dentro de nuestro terrario (y nuestra hipotética gestión de mismo), en comparación con todas las demás especies vivas que lo habitan: esto es, ellas sí pueden acoplarse en relaciones simbióticas de sostenimiento darwiniana en el tiempo y sin mayores problemas, pero el ser humano está «condenado» a soportar el problema técnica que supone la conciencia humana solo mediante el mayor violencia racional de la que es capaz, que es precisamente otra vertiente de la definición de lo religioso, como una imposición humana de necesidad sobre las circunstancias de la vida del grupo, que abre espacio a la fisiología individual al tiempo que el grupo queda reforzado. Evidentemente, el dilema moral respecto de un individuo sedentario como agente moral se presta a esta necesaria union de la fisiología nuestra aun nómada, y el sino técnico de la misma que es la manutención del grupo. Solo así se puede entender, por tanto, que la agricultura obligara al hombre a crear las divinidades antropomórficas ante el problema, precisamente, de su arraigo un tanto artificial y, en un sentido puramente fisiológica, antinatural. Efectivamente, la fisiología humana pasa, como si dijéramos, del contexto más o menos permanente de desplazamiento físico colectivo (este contexto que es la verdadera cuna de nuestro ser fisiológico) a una suerte de travesía moral de los contextos sedentarios que se sostienen, ahora, en realidad más fisiosensorialmente que respecto de lo estrictamente físico.

 

La fisiología humana y una mecánica sociorracional

.…A la vez que el mundo avanza hacia la tecnificación robótica, que la informática y la astronomía conectan el conocimiento humano y el universo, cada vez menos ignoto, la humanidad sigue teniendo necesidad de misterio, de algo que la haga sentir viva por encima de la tecnología. Enganchados a móviles y a ordenadores, necesitamos a la vez sentir que estos no lo solucionan todo y que hay algo que se les escapa, algo que nos pertenece y que ya estaba dentro de nuestros espíritus antes de que aparecieran ellos. Algo que tampoco tiene que ver con la religión como nos la presentan, en todo caso con sus antecedentes mágicos. En el fondo de todos nosotros, lo queramos o no, hay un eco de la historia de ese tiempo en el que las preguntas aún no tenían respuestas, o por lo menos no todas ellas. Del artículo de opinión titulado Solsticio* de Julio Llamazares en El País, 21 de junio, 2019

No sería más cierto decir que la fisiología humana como producto de la evolución histórica está hecha para alimentarse de la ambigüedad: por ella es que hemos de buscar, y por ella también es que hemos de imponer lógicas, sobre todo en contextos colectivos, que hagan posible que nuestra vida sensoria vigorizada no perjudique el hecho colectivo, al tiempo que la vida fisiológica en su efervescencia particular (o sea, la anomia que supone para el grupo todo individuo) haga nuevamente necesario lo sociorracional? El no poder discernir el fondo de las cosas incentiva la fisiología humana a vivificarse, lo que a su vez supone una forma de anomia individual que, de nuevo, pide que se le frene, que se le encauce, de nuevo sociorracionalmente. Ese y no otro es el dispositivo fisiológico de la racionalidad humana. Pero lo importante es comprender que lo racional no existe a no ser que sea necesario que exista: la anomia individual es pues la clave, a través del estímulo vigorizado que supone la ambigüedad y el no saber, situaciones que si bien podemos nosotros considerar extremas, son en realidad el pan nuestro fisiológico de cada día.

*Artículo original en El País

 

 

La forma humana de agarrarse al planeta:

La geometría opróbica de los grupos humanos

Partiremos pues del armazón moral base sobre el que se asienta después la estabilidad sedentaria, éste que consiste en el estímulo sensorial respecto toda singularidad somatosensoria frente al grupo de pertenencia; pues ya en solo la efervescencia fisiológica de  la percepción nuestra (un estado momentáneo que describiremos con el concepto prestado de qualia) se erige el escenario de  la imposición sociorracional del grupo. Es decir, que la vivificación sensorial, y los procesos metabólicos internos que acarrea, han devenido a través de la evolución humana en elemento detonador de la emergencia del sujeto social, puesto que todo grupo humano depende en su misma permanencia en el tiempo del encauzamiento parcial de la fisiología de sus componentes individuales; y el alimento que es la sustancia somatosenorial individual respecto la sociorracionalidad grupal, es también la dependencia técnica de ésta en aquél, lo que obliga a la inferencia de que, en caso de la merma o imposibilidad del ímpetu somatosensorial, no está estructuralmente necesaria la reconstitución sociorracional, o no al menos en la misma medida ni grado.

Es preciso, en este punto, observar que lo socio-racional y socio-moral son una y la misma cosa; o esto es lo que el empleo mío del término sociorracional pretende abarcar, sobre todo respecto al estado más arcano de los grupos humanos físicos que, naturalmente, sigue hasta hoy en día sujetando de hecho y en el fondo, la estabilidad antropológica ahora sedentaria.1 Pero como ya llevamos desarrollado, la antropología sedentaria requeriría universalmente de los espacios somatosensoriales para poder seguir el mantenimiento vivo de esta relación simbiótica como equilibrio entre estos dos ámbitos de la experiencia real y antropológica nuestra, puesto que el hecho anterior del desplazamiento físico de las sociedades nómadas se había diluido, poco a poco, en el arraigamiento agrícola. Y se produce una suerte de traslado del primer ámbito al segundo respecto un elemento ya presente anteriormente, pero que después se desarrolla bajo nuevas presiones del entorno sedentario. Este elemento común que después se irá magnificando, cogiendo poderoso ímpetu, es esta base moral que está ya inherente a nuestra experiencia simplemente somatosensorial (o fisiocorpórea).

Pero sobre todo sería importante postular una base fisiológica ocular que, como resultado de una evolución filogenética anterior, fundamentase el desarrollo <<ejemplarizante>> moral de la sustancia fisiológico-sensorial, pues no otro ha sido el pilar central sobre el que se asienta la experiencia cultural human a partir de agricultura. Y esto sencillamente porque la experiencia metabóblica que acarrea el estímulo ocular no puede considerarse en todo rigor físico, o al menos no en un sentido plenamente corporal, aunque sí moral, por cuanto las pulsiones emocionales dentro de nosotros que remuevan nuestra visión ocular, siguen regidos opróbicamente por las circunstancias sociorracionales del grupo, pero no de forma públicamente expuesta. Esto es, la misma mecánica de individualidad antropológica –ésa que requiere opróbicamente del sujeto social emergente- funciona consolidándose antes (normalmente) del acto moral humano (ese acto real y socialmente trascendente que sí está expuesto a escrutinio público y que implica consecuencias de tipo finalmente corporal).

Pero sería de esta manera que pudiéramos conceptualizar el problema –y la solución correspondiente- de la nueva antropología sedentaria: que ante la limitación espacial y esta suerte de desequilibrio fisiológico que supuso, no tuvo más remedio que recurrir a la experiencia virtual de la vivificación somatosensorial (y particularmente la ocular) para efectivamente abrir un espacio moral nuevo, para un tipo nuevo de ejercicio fisioantropológcio de la anomia individual, pero necesariamente a favor de la reconstitución y refuerzo, una vez más, del grupo y sus requerimientos orpóbicos. Pues ése y no otro sería el sentido instrumental, por ejemplo, de los dioses antropomorfos morales surgidos a partir de la agricultura y respecto universalmente de las grandes religiones que surgiernon –dicen- solo a patir de la agricultura debido simplemente a que eran necesarios en tanto que se trataba de sociedades que habían perdido el recurso de amparo, de efecto un tanto analgésico, que había supuesto el desplazamiento físico, más o menos permanente, de la experiencia cultural nómada anterior.

1Decimos naturalmente porque los grupos humanos se encuentran hoy en día (pero en realidad desde la aparición de la agricultura) expuestos a aun menos formas de selección natural, lo que puede esgrimirse como argumento a favor de la idea de que la evolución humana (biológica y sociobiológica) se ha ralentizado de tal forma que buena parte de nuestra biología ha quedado como constante frente a aquellos cambios de las circunstancias físico-espaciales nuestras que han ido sucediéndose en la historia sedentaria humana y su técnica (si bien dichos cambios implican en realidad cambios más fisiológicos que físicos respecto el mundo real que ocupan nuestros cuerpos).

Comunidades imaginadas

A partir del planteamiento de Benedict Anderson

La tumba de soldado desconocido o cenotafio: está vacío porque corresponde a una idea (una imaginación) como evasión del cuerpo en sí mismo. ¿De qué otra manera se puede explicar la “unicidad colectiva” de los grupos humanos enaltecidos? O sea, que decir que los grupos se cohesionan en las ideas que cada uno singularmente puede cultivar en sus propios anhelos fisiológicos (pero en común con los demás), es también dar una importancia indirecta a la supresión, en al menos algún grado, del cuerpo. He aquí pues los dos polos extremos y universales de la cultura humana entre los cuales se establece un proceso de consumación generacional compleja (puesto que coinciden múltiples generaciones coetáneas en todo presente vivo); y es que los grupos solo son en la vivificación fisiológica (tanto sensorial como cognitiva) de los individuos que concurren en un mismo logos de la pertenencia grupal. Pero todo encandilamiento y vivificación, tanto somatosensorial como también cognitiva, es en cierto sentido la reducción en suspenso del cuerpo físico en sí que queda suplantado –o bien excluido al decir de Agamben- por la experiencia estrictamente fisiológico-sensorial y cognitiva. Es más: puede conceptualizarse la suspensión efectiva del ser físico en sí siempre que sujetos nos quedemos a los efectos del estímulo sensorial en tanto qualia.

(Sentido estructural de la comunidad religiosa)

-la lengua sagrada escrita que admitía, por tanto, ámbitos vernáculos particulares y múltiples (es decir, que la experiencia corporal inmediata de grupos culturales permanecía en su misma vitalidad fisioantropológica, siempre que se rigieran en lo totémico-abstracto por la tradición escrita oficial, originalmente impuesta): experiencia histórica del

-Islam (árabe clásico)

-Del hinduismo

-El Latín, tanto en el mundo romano como respecto el mundo posterior cristiano. (El origen de las lenguas románicas se basa en el mismo principio dentro del mundo antiguo romano; en la experiencia medieval cristiana se da lo mismo, o la continuación de la misma situación como una arquitectura político-espiritual frente a lo que antes hubiera sido un sistema mas imperial, aunque tuviera también su rasgo de “espiritual”.)

Pero, claro, con el tiempo la lengua vernácula podía ir generando su propia eminencia cultural en detrimento de la lengua cultural matriz; o si ésta mermaba por las razones que fueran, también cabe que la lengua vernácula fuera creciendo en su propia auto dignificación ante el vacío dejado por la merma de sistema religioso.

La importancia aquí parece estar en la vinculación que supone la lengua hablada con, por una parte, la corporalidad inmediata y local, y por otra una “ideología” finalmente de agencia sociorracional, y esto dado la importancia que tiene lo sociorracional (la semiótica cultural es un ámbito de ella) y su función estructural de cauce fisiológico, como aquellas ideas que permiten precisamente la vivificación somatosensorial y fisiológico-cognitiva, al mismo tiempo que refuerzan la identidad grupal y su permanencia en el tiempo. Esto es, que una sustancia semiótico-conceptual tiene finalmente la función de acomodarse a la experiencia fisiocorpórea, o bien hacer que ésta se acomode a ella, pues se erige cada una en una dependencia respecto de la otra dentro finalmente de un modelo de consumación fisiovital generacional.

Y parece también claro que el idioma en sí mismo es el cauce fisiológico más importante –aunque no el primero- de todo grupo humano, incluso antes de lo espiritual, o esto al menos en un sentido organizado y formal como las entidades religiosas que se suelen condicionar con el factor concurrente de la agricultura, y no antes.

Entonces ¿cómo ocurrió esto histórcamente? La tesis de Anderson describe el fortalecmiento de los ámbitos vernáculos mediante una conjunción de cirucnstancias históricas:

-caída de la visión pesimista cristiana que postergaba todo resepcto de la vida después (Renacimiento)

-Cambios culturales respecto la experiencia corporal [opino yo que particularmente Galileo, por cuanto hay que postergar sensación sensorial para confirmar después y por otros medios técnicos aquello que hemos de ver o que hemos detectado]

-La imprenta y el “capitalismo impreso”.

 

Nos referiremos ahora Geertz y la idea que desarrollé anteriormente de que los grupos humanos acaban adueñándose de su propia vivificación sensorial como mecánica que sustenta la permanecia colectiva en el tiempo; en cuanto esa experiencia sociorracional que ha de ir reconstituyéndose en base a la vida fisiológico-sensoria vigorosamente experimentada por los individuos, tal y como especulara Geertz respecto las peleas de gallos en Bali: de esta manera el “concocimiento” del porqué somos lo que somos en nuestra jerarquía social (con todo su dureza) queda nuevamente “realizada” como reproducción virtual mediante la violencia salvaje de las aves, equipadas ellas con finas cuchillas atadas a los talones en forma de espuelas, y siendo cada una representante de uno o otro clan social. Es decir, vivimos así vicariamente, como si dijéramos y como si de una forma de literatura realizada se tratara (opinión que es de hecho la de Geertz) la misma violencia real que, sin embargo, evitamos en nuestra obediencia al orden social (de los clanes); que parece decir, además, que más allá del orden social –con todo sus rivalidades y juegos desagradables de intereses- no hay más que el mayor oscuridad, desde luego. Interesante contraste aquí con los juegos superficiales que señalara Geertz, los de tipo casino que no implican ninguna conexión con el entramado social, pues ante el peso de algo así como el orden social y el críptico porqué del mismo (que uno de hecho puede “disfrutar” como actividad incluso casi estética) cabe la opción simplemente de la distracción, de la vivificación somatosensorial y cognitiva, pero entorno a nada ni respecto profundidad moral alguna.

Es mas, también puede argumentarse que el gusto natural nuestro por la contemplación de la violencia se hace llevadero y funcional precisamente en su yuxtaposición con nociones de más peso, siendo en el fondo nuestro hedonismo vital lo realmente importante. De ahí que postulemos, en vista de esta certeza sobre todo fisiológica y somatosensoria, que los grupos llegan a consolidarse en el tiempo precisamente por que incorporan la sustancia fisiosensorial vivificada al centro de su propia experiencia colectiva, bajo multitud de pretextos culturales históricos diferentes y de cualquier tiempo y geografía humanos.

-sin duda la imposición histórica del inglés, sobre todo después de la segunda guerra mundial, puede contemplarse desde una óptica estructural parecida al concepto técnico de la comunidad religiosa según Anderson, pues multiples realidades corpóreas de culturas originalmente dispares pueden juntarse dentro de un mismo campo totémico de la proyección fisiosemiótica, al tiempo que, sin embargo, permanezcan separados y en buena medida independientes en la esfera de la vivencia fisiológico-corporal más inmediata grupal. Es decir, que la fisiocorporeidad cultural original perdura precisamente en el hecho moral continuado de los cuerpos dentro de un mismo logos de la pertenencia individual culturalmente original (que supone una sociorracionaldiad concreta nuevamente reconstituida a partir de las circunstancias apremiantes fisiológico-corporales que la justifican), mientras que en el plano social más amplio -necesariamente más abstracto, de carácter totémico y que prescinde un poco más de lo corporal- son la motivaciones más fisiorracionales, respecto ideas socialmente relevantes (de verdadera obligación opróbica) en torno a las cuales los seres humanos son obligados a definirse, y también proyectarse en sus propios anhelos profesionales, sociales.

Decir, entonces, que el estado liberal y democrático basado en el mercado libre constituye una especie de religión secular, o política, no sería observación tan liviana como pudiera parecer (cuando se habla de, por ejemplo, el culto al dinero). Y es que el tema puede sopesarse de forma más profunda a partir del problema de antropología sedentaria y esto de la consumación vital de multiples generaciones (y respecto, de hecho, a millones de seres humanos) que no solo están, sino que, además, su propia naturaleza fisiológica les condena, de una forma u otra, a hacer algo. Y eso, puede postularse, es en realidad la función primigenia de las religiones antropomorfas a partir de la agricultura, que poco a poco van convirtiendo el mundo estrictamente físico en un plano en realidad moral que precisamente por su carácter más fisiológico que físico, puede de hecho capacitar los grupos humanos para efectivamente soportar un mundo nuevo -pero fisiológicamente no autóctono- de la vida sedentaria.

 

….los miembros de la nación más pequeña no conocerán jamás a la mayoría de sus compatriotas, no los verán ni oirán siquiera hablar de ellos, pero en la mente de cada uno vive la imagen de su comunión. (Comunidades Imaginadas, de Benedict Andersion; cursiva es del texto original)

Y con suficiente desarrollo de esta imagen como cauce y verdadero ámbito de ejercicio fisiológico-moral (el desarrollo permitido precisamente por «el capitalismo impreso»), el marco de la estabilidad antropológica se va elevando -incluso de forma aun más intensa que antes- por encima de la experiencia solo física, cosa que por otra parte ya hemos establecido que está en el origen de los grupos biológicos, no solo humanos. Y reforzado queda también el grupo mediante el bucle que se va estableciendo entre el solipsismo sensorial individual en el que vive cada uno de nosotros, y el anonimato que efectivamente permite el crecimiento de los super tribus que solo se sirven de lo físico para apuntalar lo que supone el ámbito mucho mas amplio (y, paradójicamente, más significativo) que es esa nebulosa sociorracional semiótica que, sin embargo, no puede desamarrarse nunca del todo de lo corporal por cuanto la relevancia opróbica solo existe para el cuerpo vivo y sintiente; dicha nebulosa semiótica que, a partir de entonces y siempre, tendrá que ir reforzándose ella misma en un tiempo fisiológicamente moral, como si dijéramos, para volver a reconstituir la validez viviente de lo sociorracional.

Pero, compárese esto con el sostenimiento grupal solo físico, esto es, respecto un grupo que carece de un espacio totémico de una vigencia moral solo sensorial que sí puede proporcionar el «capitalismo impreso», que será después la sociedad de la información. Tal contexto es el del nómada que solo parcialmente desarrolla espacios totémicos, puesto que buena parte de su tiempo sensorio lo pasa el nómada en el desplazamiento físico lo que constituye en sí mismo un recurso fisiológico de efecto analgésico; porque ciertamente la experiencia solo corporal supone una forma de libertad por cuanto obvia el sentido del peso de la existencia (¿no sería esto también la ventaja en el fondo del universal antropológico que es el baile, por ejemplo, o incluso de la música?) Pero eso también es una forma de cierto ensimismamiento que se presta, evidentemente, a la manutención de grupos en movimiento, menos arraigados y en los que no existe el apremio circunstancial de interactuar socialmente unos con otros, siendo esto aquello que principalmente impide que dichos grupos necesiten siquiera mayores ámbitos ni totémicos, ni racionales (y eso concretamente en la forma de dioses antropomórficos y morales que surgen históricamente solo después de la agricultura y lo que supuso -y sigue siendo- una anomalía fisiológica que es la vida sedentaria.)

Sí, porque en realidad el ámbito de lengua escrita («espiritual» y ultraterreno) quedaba como impenetrable respecto de los ámbitos meramente físicos de cada cultura específica (que efectivamente agrupa muchos mundos culturales diferentes dentro de lo musulmán, por ejemplo); pero esto es así no solo en un sentido religioso, sino respecto todo sistema de representación lingüística, por cuanto el campo totémico que crea está ligado a la experiencia física, al mismo tiempo que está totalmente separado, de tal forma  que lo que están haciendo los cuerpos, hasta cierto punto, no importa con tal de que correspondan a un plano lingüístico (simbólico con posibilidad de ejercicio fisiototémico) mayor. Esto sería el enfoque, por ejemplo, de la supuesta tolerancia digamos toledana como concepto histórico de las tres culturas (cristiano, musulmana, judía) antes de la expulsión.

Esto es, que cada una tenía su texto escrito (su propio campo totémico y fisiorracional) y por tanto era en cierto sentido secundario el estado de facto de los cuerpos vivos, puesto que además la religión -lo fisorracional en general- siempre ha servido al hombre para imponerse sobre sus cirucntancias y alejarse, por tanto, de la miseria exclusivamente físico-espacial (como una forma de desde luego de lujo); pero como ya indicamos, esto lo hacen también otras especies vivas respecto de una biología específicamente social e intragrupal.

Y así, la cultura puede permitirse un paso más en el largo camino de la superación de la digamos miseria de la limitación físico-espacial, lo que tenemos, por lo menos en su origen, en común con los animales en general, por cuanto sobreviven siempre como grupos (¿qué otra evolución es posible?) que acaban desarrollando variaciones biológicas internas al grupo para ejercitar una evolución originalmente forjado frente a las amenazas externas (toda interactuación «social» por parte de animales y seres humanos pudiera entenderse en este sentido, como un desarrollo filogenético cuyo función es suplementar un desarrollo biolgico anterior, exo-grupal y frente a las amenazas externas.) Pero claro, en la cuestión humana entra con fuerza la circunstancia de lo sedentario como verdadera crisis fisiológica frente a la cual se desarrollaron las divinidades antropomorfas históricas.

Y se puede entonces razonar que es algo connatural a la antropología mismo que los grandes grupos humanos postergan en en cierto sentido el plano puramente físico creando espacios totémicos mayores (cosmologías religiosas de relevancia opróbico-moral, por ejemplo) en los que la vivificación precisamente moral -más que directamente física- acaba por compensar la nueva situación sedentaria (que es el origen causal de las divinidades antropomorfas); compensación fisiomoral necesaria por cuanto justifica una nueva reconstitución de la sociorracionalidad cultural particular. Y, naturalmente, el idioma escrito se presta a que se configure una estabilidad fisioantropológica de este tipo que permite apartar neutralizando, en cierto sentido, el plano sociofísico (ya que está efectivamente transido y apuntalado opróbicamente por la normativa cultural del momento, aunque sí que lo puede llegar a presionar, máxime en la volatilidad fisológica del capitalismo, por ejemplo); pero es también cierto que los poderes fácticos de todo ámbito cultural particular buscan el control efectivo de los lugares públicos precisamente como forma de inicidir sobre el plano sociofísico (ese plano que, por constituirse en la interacción directamente presencial entre seres humanos, prescinde un poco más de la semiótica y los valores culturales más abstractos, puesto que el contacto físico directo permite un margen mucho mayor de opciones personales (con la posibilidad de rectificar, por ejemplo -además del uso del humor- cuya atracción y gusto que sentimos los seres sociales que somos, es siempre poderosísimo). Y es que se puede razonar que el origen de todo ímpetu cultural, y quizá su verdadero motor, es este plano sociofísico y fisiocorpóreo que, precisamente porque no está a prori sociorracionalizado del todo, incita siempre potencialmente a una nueva forma de sociorracionalización; y esto, desde la óptica de todo poder ya constituido socialmente, no deja nunca de suponer una forma de riesgo.

-Las comunidades imaginadas son primeramente «una comunidad» imaginada específica para el individuo fisiocorpóreo a quién le va la vida (‘la personalidad social’) en el pertenecer o no; con lo que podemos también afirmar que el acto de vivir la fisiología propia frente a una comunidad imaginada implica que esto lo lleva a cabo un individuo que puede por tanto imaginarse a sí mismo como tal, esto es, como aquel individuo que imagino que soy respecto de aquel grupo. Y una comunidad imaginada es, al mismo tiempo a partir de ahí, un individuo que puede concebirse como tal, esto es, por cuanto ser humano perteneciente que se empeña precisamente en el pertencer. Podemos decir, por tanto, que una comunidad imaginada supone también la posibilidad de la proyección culturalmente particular de un yo social particular; que esta proyección, además, es parte central de la personalidad (aunque no todo), como una parte de nuestro interior que queda extrínsecamente configurada a partir de la geometría opróbica de los grupos humanos reales.

Y, sin embargo, el cuerpo existe -puesto que el entramado moral de la vida sedentaria depende de ello-, pero de forma relegada y excluida (que es el logos de su inclusión de Agamben); y esto necesariamente por mor del establecimiento fisiológico-opróbico del grupo: pero el cuerpo excluido, sin embargo, habita el centro moral de todo, y es por eso que las culturas más refinadas llegan hacer un poco más explícita esta realidad con lógicas que normalmente son paradojas. En este sentido, se puede decir que lo que nosotros decimos «filosofía oriental» es, en realidad lo mismo que la paradoja de la trinidad cristiana, que es lo mismo la conceptualización posterior postivista de términos antitéticos que en realidad establecen un continuo que no excluye ni el uno ni el otro, salvo en su posición extrema. Esto es, que son todos formas igualmente aproximadas de resolver la paradoja mas profunda nuestra que nuestra individualidad es solo tal en forma de un cuerpo inerte, en standby, como si dijéramos, mientras que nuestra personalidad social (el yo social) es en realidad producto de un grupo, o sea -paradójicamente- de calidad en realidad no solo físicamente singular.

-El concepto del absurdo de Camus que desarrolla en El mito de Sísifo, es también util en el sentido que pone de relieve la incompatibilidad entre sí de dos niveles diferentes por los que transcurre nuestra experiencia, el uno que es inmediatamente sensorial y exclusivamente particular de esto que somos cada uno in corpore, frente al otro plano grupal más importante –por cuanto más significativo- donde radica la semiótica que se asiente únicamente sobre la calidad bien efímera de lo colectivo que constituye no obstante y paradójicamente, un imperativo moral-racional férreo. Esto es, en el terreno del significado posible humano no podemos acceder en realidad corporalmente puesto que es el imperio de un colectivo ante el que nos postramos en nuestra propia fisiología corpóreo-sensorial, una colectividad que nos permite acceder a nosotros mismos en un sentido social (Agamben dixit): no en cuerpo, pero sí en nuestra fisiología que, como vamos intentado desarrollar a lo largo de estos apartados, que queda opróbicamente regida por la presencia, o bien física o bien totémica, del grupo.

De absurdo no hay, entonces, otra manera de calificar un estado vital en el que somos físicamente un cuerpo que, no obstante, adquiere buena aparte de su esencia emocional-moral más allá de su propia materialidad física, en y a partir de, los otros. Pero la respuesta humana desde siempre ha sido apechugar con ello, a lo que Camus en su obra se esfuerza en dar forma conceptual, si bien introduce un elemento abiertamente espartano que parece requerir de nosotros, adicionalmente, un temple y tenacidad de hierro que, de entrada, no parecen combinarse muy bien con lo que hoy conocemos como la sociedad de consumo. 

 

…el siglo XVIII marca en Europa occidental no solo el surgimiento de la época del nacionalismo sino también el crepúsculo de los modos de pensamiento religioso. El siglo de la Ilustración, del secularismo racionalista, trajo consigo su propia oscuridad moderna. Con el reflujo de la creencia religiosa no desapareció el sufrimiento que formaba parte de ella. La desintegración del paraíso: nada hace a la fatalidad más arbitraria. El absurdo de la salvación: nada hace mas necesario otro estilo de continuidad. Lo que requería entonces era una transformación secular de la fatalidad en continuidad, de la contingencia en significado. (B.Anderson, Comunidades imaginadas)

¿Hay «significado» detrás de simplemente la contingencia? La respuesta es no es necesario que lo haya. Esto es, que la estabilidad y continuación estructural de los contextos sedentarios pueden sostenerse en base a lo que es la contingencia, sin más; seguramente porque la llamada sociedad del riesgo es en realidad una estabilidad estructural basada en la contingencia, puesto que simplemente eso supone un reparto funcional de actividades laborales humanas (en cuanto a las transacciones económicas que son consecuencia natural y sistémica respecto el acontecer en general); y si dichos acontecimientos son somatosensorialmente potentes, pues mejor, por cuanto queda nuevamente justificada la renovada reconstitución sociorracional (y, por ende, una vigorizada estabilidad que precisamente por vigorizada, se mantiene y permanece estable).

…pocas cosas eran (son) más propicias para este fin que una idea de nación: es cierto también porque acomoda la fisiología humana a la vida sedentaria, de la misma manera que lo hace (lo hacía) la religión. Esto es, la exigencia fisiológica real e inherente al individuo, pero respecto al grupo (por debajo de su comprehension racional inicial), queda, digamos, estructuralmente satisfecha ante todo en la idea, a partir de entonces opróbicamente relevante, del grupo al que pertenecer, (como cierto fuera el caso de la idea de Cristo o el paraíso, y el sentido comunal que subyacen siempre detrás de estas imágenes para el creyente); esto es, como contexto totémico en que vigorizar moralizando la fisiología propia, camino de nuevo al refuerzo sociorracional renovado…

Se hace aquí necesario recalcar que, para que todo esto tenga visos de alguna exactitud conceptual que corresponde en algo posiblemente con «lo real», no hay más remedio que postular (como ya lo he hecho en algún punto) que la fisiología humana individual constituye un recurso del que se aprovecha la geometría grupal ante el espacio material, y particularmente en el contexto de la vida sedentaria que ya no dispone de la misma manera del desplazamiento físico-corporal. Más exactamente, es necesario asentar la idea de una base fisiológica en el fondo, en general, de toda institución humana.

 

Antecedentes y algunos ejemplos de «universales fisioantropológicos»

-Nietzsche

-Spengler

España invertebrada, Ortega y Gasset

-Xavier Zubiri

-Heidegger

-Elias Canetti

-Konrad Lorenz

-Pierre Bourdieu

-Damasio

 

 

 

Reflexiones a partir de España invertebrada (1921) de Ortega y Gasset

El origen somatosensorial de toda aristocracia ejemplar

-Una biología de las sociedades (Ortega y Gasset) que antecede toda institución después humana y social

-El oprobio biológico

DOS FUERZAS CENTRALES

-una más defensiva frente a la otra que es de carácter eferente y hacia fuera

Pero ambas constituyen una suerte de programación moral que se impone sobre la fisiología del individuo de tal forma que la propia realización vital individual tiene, sin embargo, su centro funcional en los otros. Es de esta forma precsiamente que los grupos humanos lograron permanecer sin dispersarse, lo que supone la configuración base sociofisiologica que, aun hoy, es la nuestra.

Ejemplaridad y docilidad (comentario):

La figura del héroe empieza por ser primero una pauta fisiológico-sensoria (muy probablemente del tipo que desarrolla Ortega en su apartado del mismo titulo) para después formar parte de una lógica narrativa. Es un ejemplo, por tanto, de cierto traslado que se produce entre la fisiología real y física a un ámbito de representación de carácter totémico, pero que es igualmente oprobicamente relevante para el individuo (aunque no directamente moral respeto el escrutinio público). Es decir, dicho ámbito totémico y virtual tiene una relevancia moral a nivel emcional interno para el individuo sintiente, hecho que es apenas perciptible a partir de la observación objetiva externa.

Se obedece a un mandato, pero se es dócil a un modelo

Encapsula la idea de que se trata primeramente y ante todo de un fenómeno óptico.

Dos fuerzas centrales, una el anverso de la otra…

Como si de un continuo se tratara, una es el contrario de la otra, siendo finalmente ambas partes de un conjunto en realidad opróbico por cuanto ambas se relacionan a través de la permanencia o no del individuo respecto del grupo. En un caso el efecto es “proactivo” y hasta una forma de alegría como precisamente el máximo amparo existencial que podamos conocer; el otro caso contrario es el espanto también mayor de nuestra exclusión (terror que es en el fondo algo así como el espectro equivalente de la aniquilación del grupo en sí, pero sola sentida y visceralmente real a través de la exclusión del uno frente a los demás).

Crítica a Ortega

En este punto resulta necesario señalar un defecto (pienso que serio) respecto el esquema conceptual de una aristocracia fisiocorpórea de Ortega. Y es que la cadena causal ejemplaridad-docilidad no se explica bien sin una comprensión de lo que supone el rechazo por parte del individuo de los efectos fisiológicos que sobre el sujeto somatosensorial tiene la percepción, puesto que la agitación del estímulo –máxime cuando es intenso- puede sentarle muy mal al individuo: puede asustarle, irritarle y, claro, ponerle fuera de sí (¡sorprende que nuestro pensador no hubiera prestado atención alguna a esto!) Pero esta parte de nuestra respuesta sensorial es también clave y patrimonio crucial de toda individualidad primeramente somatosensorial, puesto que en el momento vivo del presente fisiológico-corporal podemos llegar a considerar en algunas circunstancias que todo tipo de preconfiguración fisiosensoria (eso es lo que postula en realidad Ortega) la sentimos como un estorbo a nuestra vitalidad presente y corporal, y eso por mucha importancia estructural que pudiera tener, pues el individuo simplemente  “no lo traga” o que “no le da el real gana” (cosa que encaja muy bien por otra parte con la noción de una naturaleza humana básicamente hedonista (1))

Con lo que llegamos a un nuevo equilibrio que se asienta sobre una nueva oposición, la que existe concurrente siempre al momento del presente vivo del individuo sintiente, frente a todos aquellas fuerzas de pulsión metabólica y preconscientes que, en distintos grados de origen filogenético han llegado -lógicamente, antes de la consolidación definitiva de la agricultura- a incidir crípticamente (esto es, de manera ante consciente) en el ente separado que somos en nuestra, a todas luces autónoma, experiencia corporal-sensorial. Es, entonces y de esta manera que los seres humanos podemos rebelarnos contra estas ataduras preconceptuales cuyos efectos sentimos que nos pueden llegar a abrumar tanto. Pero, sin embargo, es este hecho lo que no tiene cabida dentro del planteamiento teórico de España invertebrada (respecto concretamente la relación planteada entre la ejemplaridad y la docilidad como una biología social anterior a cualesquiera planteamientos posteriormente jurídico-políticos.) Pero sería precisamente de la naturalidad de nuestra “antinatural” rechazo de los procesos fisioopróbicos internos (originalmente filogenéticos) que evidentemente nos constituyen en nuestra biología social, la que cualquier explicación pretendidamente racional que se esgrimiera tendría que dar cuenta. Esto es, tal teoría tendría que explicar ya no nuestra adhesión metabólica (en, por ejemplo nuestra admiración por los “excelsos”), sino el hecho de que precisamente eso que nos constituye en nuestro digamos tejido emocional, lo podamos llegar a rechazar con tanta furia y violencia emocional.

Pero hasta aquí en el discurrir de lo que se pretende fundamentalmente técnico en cuanto una visión de la fisiología humana, queda patente la necesidad de una tensión permanente entre las partes de todo conjunto vivo (seguramente sea esto así a nivel molecular y celular, o respecto grupos de seres multicelulares y finalmente humanos); pues la enjundia vital y palpitante de cada uno de las partes es la llave de la posibilidad de la permanencia del conjunto. En este sentido, el presente vivo tiene una lógica prioridad sobre todo la herencia biológica de la especie, puesto que es la pulsión vital y a la vida misma que solo conoce el cuerpo vivo aquello que, de alguna manera, hace necesario que se traiga nuevamente a colación toda nuestra herencia filogenéticamente recibida  (incluyendo, claro está, la de tipo social o grupal); y en rigor, exactamente lo mismo ocurre con la moralidad-racionalidad humana cuya renovada legitimación nuevamente emergente, solo puede ser la de la anomia de la pulsión fisiológico-somatosensoria anterior que, de manera recurrente y en el logos de una multiplicación circunstacional a través de múltiples organismos independientes, pide de nuevo que se le vuelva a encauzar y embridar, pero según el patrón de un grupo ya establecido. Pero la insumisión nuestra, incluso respecto a nuestra propia sensorialidad somática (y las reacciones emocionales-opróbicas que en nosotros nos provoca) tiene una importancia evidentemente técnica que convendría que se comprendiera conceptualmente y más allá de solo la literatura (¡que ésta sí nos enaltece como individuos precisamente por cuanto insumisos!).

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(1) Concepto que recibe apoyo en la obra de, por ejemplo, Ignacio Morgado Bernal, Deseo y placer: La ciencia de las motivaciones (2019)

Damasio (de nuevo) y nuestro ente fisiológico-neural subyacente:

Acomodar a este contexto la idea del yo neurológico, lo que supone una fuente de «recursos» pre-conscientes que toda sociorraionalidad históricamente consolida puede ir explotando, esto de forma parecida a como la publicidad busca aprovecharse de la parte inconsciente nuestra para incidir sobre la conducta racional; o de forma parecida con la que antes lo hiciera los sistemas culturales religiosos. Además, esto supone una buena oportunidad para introducir el tema de lo opróbico como viga maestra de la individualidad social que solo puede formarse inexorablemente frente a un grupo; la vacuidad neural se presta teóricamente a esto: he aquí el patrón «modular» que dice el autor (Anderson) que es en realidad un ámbito subyacente (y anterior neurológicamente hablando) que actúa efectivamente como un recurso que la circunstancias de una geometría opróbica en el tiempo real e histórico pueden ir explotando, máxime respecto la antropología sedentaria.

Que es decir, la profundidad estructural de los grupos humanos en el que se dirimía la supervivencia colectiva pero a través de la sustancia somatosensorial de todo individuo dentro un mismo logos espacial de pertenencia, es lo que subyace tanto a

-las antiguas cosmovisiones religiosas,

-el derecho divino de los soberanos,

-y, después, el nacionalismo histórico tal como lo entendemos hoy

O sea, se unifican las tres cosas en una teoría de la «geometría fisioopróbica de los grupos humanos».

Pero, ¿qué penumbra es ésa?

…Entre una noticia y otra los seres humanos viven en la penumbra. Esta picadora de carne mediática produce esencialmente dos fenómenos: la pérdida de la relación humana con el mundo y la impresión de poder conocerlo y juzgarlo por completo. Por esto último se interesan los filósofos, pero en lo que concierne a lo primero, también vale la pena molestar a los artistas. Quien coja papel y lápiz o se siente con los dedos ante un teclado para contar una historia tiene la oportunidad de regresar a ese barrio para encender una luz más tenue. Una vela que permita iluminar a las personas y las cosas sin deslumbrarlas, confundirlas ni pintarlas como demonios.Tiene la oportunidad de recoser la escandalosa muerte de Davidea su vida de chico joven. Mostrándonoslo tal cual era en vida y lo mucho que se parecía a todos los demás adolescentes del planeta. Tanto a los ricos como a los pobres. A los extranjeros que huyen y a nuestros conciudadanos que les cierran puertas y puertos…Ascanio Celestini, La picadura de carne mediática* en El País, 17 de mayo del 2019

Digamos que penumbra se define -vamos a decir inicialmente- frente a su negación que sería el estado fisiológico precisamente no penumbra, esto es, el estar nuestro que consiste en la efervescencia metabólica y emocional a partir del estímulo externo (tanto espacial como totémico-cognitivo). Y como ya llevamos diciendo, los contextos sedentarios, debido a la restricción respecto el desplazamiento físico que imponen sobre los sujetos antropológicos, arraigan su basamento funcional en la «moralización» de la vida corporal y fisiológica, como fuente principal de tonificación fisiosensoria (puesto que no hay cauce de desplazamiento directamente físico) y llave, por tanto, de la reconstitución sociorracional posterior. Y así, la penumbra que aquí traemos a colación se refiere, más específicamente, a una fisiología no estimulada que carece, por tanto, de la necesidad misma de que se sociorracionalice; con lo que cualquier apreciación semiótica posible desde la óptica de los otros, esto es, «la voz» que dé cuenta racional (al menos según un colectivo humano determinado), no llega a tomar forma puesto que falta el ímpetu fisioopróbico inicial respecto el porqué de esa misma racionalización social posterior; porque en efecto, si no me amenaza me propia sensorialidad con ponerme fuera de los límites de lo que es apropiado para el grupo humano al que pertenezco, no se hace necesaria la reconstitución sociorracional.

Penumbra, entonces y en el contexto conceptual de Celestini (y su traductor del italiano al español), adquiere tintes de lo no comprensible precisamente porque carece de la experiencia fisiomoral que es la causa estructural de que se genere -de que emerja socioopróbicamente– la comprensión socio-semiótica (tanto conceptual, o solo simplemente simbólica) que los contextos sedentarios requieren para estructuralmente  acomodar nuestra esencia fisiológico-sensoria originalmente nómada. O sea, el aburrimiento, parece sugerir, puede llegar a ser un problema verdaderamente estructural por cuanto apunta hacia la languidez, posible disolución, de lo sociorracional en sí.

Salvo que Ud sea artista: entonces, dice -o parece afirmar- Celestini, uno tiene la posibilidad individual de jugar con su propia experiencia sensoria dándole atisbos de sentido lógico (en el mismo ímpetu totémico de la proyección fisiorracional individual) sin que esto acarree necesariamente consecuencias político-corporales, puesto que se trata de impulsos y actos artísticos que se entienden inicialmente como ficciones que, mientras pueden connotar contenidos morales (incluso cuando se hacen de forma pública) no pretenden desafiar el sentido colectivo y consabido de lo real. Esto es, si es Ud artista —o simplemente  que tiene grandes dotes de creatividad que se dice— puede llegar por sí mismo a planos sociomorales, sociorracionales, de forma autónoma, porque vive con mayor capacidad soberana y de agente la sustancia fisiológico-sensoria de su propia existencia personal; pero respecto de las personas que tienen menos recursos (basicamente culturales, en origen, o humanistas -eso que es la apreciación estética de algún tipo de «belleza», en general-) están más sujetos a los pasos obligados y previsibles que marca la mecánica de los grupos humanos sedentarios, dentro de la situación en suspense que a la larga suponen los ciclos perennes de incesante estímulo ⁄ descanso, efervescencia metabólico-emocional ⁄ resconstitución y amparo (socio)racional en el tiempo sucesivo de las generaciones humanas sedentarias.

Pero ojo: aunque la capacidad creativa de imposición fisiorracional es patrimonio verdaderamente neural de todo ser humano vivo, el equilibrio sistémico en el tiempo antropológico requiere que se concrete, se limite y en buena medida se homogeneice según el grupo humano histórico particular; a partir de esa estabilidad en agregado respecto el mínimo común, la variedad humana naturalmente desembocará en divisiones intragrupales, y puesto que la individualidad antropológica que es en realidad colectiva, se basa también en el hecho de que cada cuerpo singular no tiene más remedio que definirse en parte frente a sus mismos compañeros de grupo. De manera que, mientras haya una necesidad estructural de las fuerzas prometeicas (porque la expansión infatigable de la curiosidad humana fuerza a cada paso al grupo acomodar dicha fuerza), la estabilidad antropológica, sin embargo, día sí y otro también, se debe a la otra parte contraria que, siguiendo lo que es solo un ejemplo de solo una posible codificación conceptual, sería algo así como lo apolíneo.

Y otro tanto: porque la complejidad de la vida humana socioestructural nos aboca al problema técnico de que es necesario que muchas personas (lo grueso de la población y la estabilidad que eso aporta) vivan precisamente sensorialmente encadenados a lo que solo supone el espectáculo de las sombras sobre la pared de una cueva proyectadas por otros. De hecho, la estabilidad sedentaria depende de esas cadenas. O mejor dicho: todos encadenados estamos a nuestra propia sensorialidad individual, mas solo una parte mínima, en principio, del conjunto puede llegar a percatarse de ello; y la contribución estructural que realizan entonces estos, es vigorizar la otra parte más complaciente, sin que en rigor se pueda nunca decantar por una de ellas sobre la otra. Fíjese: ¡Esto supone un grado de complicación de análisis, desde luego estructural, al que no había llegado el mismísimo Platón dichoso!

La picadora de carne mediática (El País)

La antropología de la contingencia (que te lo pide el cuerpo)

Vas al aeropuerto. Te diriges al área de check-in. Te piden una identificación y te emiten la tarjeta de embarque. Te diriges a las puertas y te encuentras con el control de seguridad. Te piden el pasaporte y el pase de abordar. Después de que pasan tus cosas por el escáner, te pones el cinturón, los zapatos, la chaqueta, guardas la computadora y el celular. Llegas a migraciones: necesitas enseñar el pasaporte y la tarjeta de embarque. Ya falta poco. Te diriges a las puertas, pero antes hay un último oficial que te pide… ¿adivina qué? Tu documento y el pase de abordar. Luego esperas pacientemente a que inicie el abordaje de tu vuelo. “Vamos a abordar por grupos, por favor tengan a la mano su pasaporte…y su pase de abordar”. 

Algunos servicios son ineficientes por diseño porque fueron concebidos para hacer la vida más fácil al proveedor del servicio, no al consumidor. El caso de los aeropuertos es un buen ejemplo. El área de seguridad quiere confirmar que eres un pasajero. El área de migraciones de un gobierno necesita saber que estás saliendo del país. La aerolínea necesita saber que eres tú el titular del boleto. ¿No podrían hacerlo solo una vez y compartir la información entre ellos?… Arturo Muente, en El País, 7 de agosto, 2019

(Los pintores de horizontes fisiológicos)

Las quejas del articulista respecto una mayor eficiencia burocrática han de enfocarse también en un contexto fisioantropológico que está fuertemente ceñido por los límites espaciales, esos que son concurrentes simplemente a la experiencia sedentaria basada en la agricultura. Pero intentaremos en este análisis elevarnos un poco más por encima de la sorna ideológica (bien justificada, por otra parte) que puede que aflore en nosotros cuando por ejemplo entendemos, efectivamente, que para que la industria mundial de las armas pueda sostenerse en el tiempo y al amparo finalmente de todo gobierno serio (puesto que los intereses socioeconómicos no se pueden desdeñar) tiene que existir el temor que solo una amenaza real y más o menos creíble pueda garantizar: si no hay pulsión moral atemorizada, no hay tensión finalmente financiera, así de sencillo.

Pues esto mismo se tiene que poder identificar respecto múltiples ámbitos de nuestra experiencia antropológica y, sobre todo, respecto al cómo vemos el mundo, que como se verá, sigue necesitando el temor de un contexto ambiguo, poco claro -y hasta ambivalente- para que tomemos en serio, por decirlo de alguna manera, la vida misma, y más concretamente lo que supone en el fondo (como base en realidad de todo) la suerte anticipada de nuestro cuerpo frente a lo desconocido. Pues algo así es el mecanismo supremo fisológico-moral de la experiencia sedentaria y sin el cual la sociorracionalidad grupal no se justificaría (y dado que ésta tiene que brotar necesariamente del estímulo sensorial y efervescencia metabólica del individuo sintienete quien, claro está, no es tal sino en el locus propio de la pertenencia grupal, fin para el cual está configurada en realidad nuestra naturaleza fisiocorpórea).

Esto es, que sin pulsión sensorial del individuo dentro del espacio colectivo de su propia pertnencia grupal, no hay posibilidad de no solo lo moral, sino que tampoco podemos hablar de lo racional. Así de sencillo.

Compárese en este sentido la vida nómada, en la medida que nos lo permita la imaginación, experiencia que podemos suponer deriva hacia una suerte de sostenimiento en la fisiología misma del andar; pero lógicamente la pertenencia grupal en tal contexto tiene mucho más que ver con el espacio físico de un grupo que se desplaza, lo que plantea al individuo el problema directamente físico de no caer rezagado respecto al resto. He aquí el punto bisagra entre los dos tipos de antropología, siendo la sedentaria la que está obligada, como se ve, a aprovecharse más de ámbitos más fisiológicos (el lenguaje, la proyección simbólico-semiótica, etc.) que en realidad físicos, puesto que la misma efervescencia fisiometabólica como requisito causal de la reconstitición opróbico-moral y racional, no viene normalmente y de forma continuada para nosotros los agrícolas de solo la experiencia del movimiento exclusivamente corporal.

Es más, la experiencia sedentaria ha de compensarse sobre precisamente este punto, en tanto que el hábito natural nuestro -en el sentido de la evolución biológica humana- ya no existe como experiencia corporal (o no al menos de la misma forma y dado que las fuerzas de selección natural efectivas son pocas), lo que deja solo la experiencia fisiológico-sensorial como el recurso y salida principal a explotar. Y, efectivamente, el cuerpo en sí queda relegado a una especie de estado auxiliar y como si dijéramos en standby (eso, poco más o menos, es el planteamiento de Agamben en Homo Sacer respecto de una inclusión que supone la expulsión), pues a partir de la agricultura vivimos en verdad más en un plano de nuestra propia proyección fisiológico-semiótica, en la efervescencia del un estímulo metabólico que es al mismo tiempo una suerte de interpelación moral respecto del grupo sobre el que de hecho se ha fundado universalmente toda cultura humana sedentaria, pero en el tejido nervioso de cada uno.

Y parece que, a unos pasos detrás del imperio fisiológico en el que se erige toda cultura y colectivo humano, sigue  después el cuerpo físico viviente, pero también necesariamente inerte, de alguna manera.

Ejercicios fisiocorporales con el demiurgo

Y es que a partir de un estado corporal que se erige en repuesta solo fisiológica ante los embates estructurales de una experiencia social del riesgo (o sea, la insinuación e implicación lógica constante del mismo, esto del riesgo y la amenaza potencial que se cierne sobre nosotros en nuestros quehaceres incluso más mundanos), se puede acceder, como si dijéramos, a un ámbito más elevado de lo que constituye una forma inherente en nosotros de antropomorfismo: en efecto, vamos creando -y nutriéndonos finalmente- de la ilusión de una agencia intencional exterior a nosotros mismos y del que somos objeto.

Nuestra percepción de cualquier tipo de agencia causal (el sol, el viento, etc) desde incluso niño nos aboca a procesos de imposición antropomórfica sobre el mundo que observamos como parte poderosísima de nuestra sensorialidad y los procesos fisiorracionales que alimenta. En este sentido, el trabajo de Piaget apunta a nuestra necesidad de entender el mundo en función de la presencia humana y puesto que ésa sería, a nivel simplemente corporal, nuestra prioridad absoluta (idea de Stewart Elliot Guthrie en Faces in the Clounds: A New Theory of Religion (1993)); esto es, no hay nada más relevante para nostoros que la presencia o no de otro ser humano y un mundo finalmente social, de manera que llevamos en nuestra esencia incluso neural una suerte de atención en el fondo moral respecto de la presencia humana externa a nosotros, y esto seguramente porque nos jugamos tanto en cuanto a nuestro propio desamparo corporal singular (esto que es lo esencial del concepto de oprobio biológico).

Pues bien, la experiencias social de una amenaza que se cierne sobre nosotros que podemos conocer en los dispositivos y rutinas de seguridad, como describe el articulo citado, o también mediante las implicaciones lógicas, por ejemplo, de la contemplación permanente del chaleco antibalas de todo oficial de policía que veamos en cualquier situación y contexto diario, nos aboca a procesos de imposición antropomorfa que rápidamente tienden a adueñarse de, no solo nuestro forma de pensar, sino en realidad de nuestra vitalidad digamos neural y preconsciente, de tal manera que es muchas veces inevitable que en alguna medida y distintos grados vayamos suponiendo la existencia de una fuerza siempre nebulosa externa y de alguna manera enfrentada a nosotros: los terroristas, el gobierno, las corporaciones, la banca, el Pentágano y la CIA; los narcotraficantes y grupos mafiosos de toda etnia particular o profesional; los pedofilos y traficantes de mujeres o de personas en general, etc; o ese ellos como sujeto de tercera persona del plural -agente por excelencia- que, como muletilla conceptual, no concretamos nunca: esta predisposición fisiorracional en nosotros acaba por crear, en distintos grados de credibilidad -pero raramente de manera totalmente fehaciente- una repuesta humana a todos luces normal e inherente a nuestra propia corporalidad filogenéticamente evolucionada y respecto, evidentemente, los contextos colectivos anteriores (esto que trato de decir está en el famoso texto de, por ejemplo, Hofstader de 1964, The Paranoid Style in American Politics; y para la cuestión de la evolución véase Konrad Lorenz, por ejemplo, en Sobre la agresión.)

En efecto, desde la experiencia solo fisiológica de nuestra sensorialidad (pero que es moralmente sensible en en este sentido corporal) construimos inferencias ya lógicas, o dentro del ámbito de nuestra racionalidad consciente, respecto a una realidad no necesariamente observada (¿cómo podemos tener constancia fehaciente de, por ejemplo, la existencia real y concreta de los hombres de negro financieros como poder fáctico real del mundo?) sino solo sensorialmente sugerida a partir de la circunstancia primigenia humana de, simplemente, nuestra corporalidad individual y la vulnerabilidad que supone esta limitación-definición física. Y sin duda, dado que nuestra naturaleza antropomorfizante es algo que no podemos ni evitar ni en realidad siquiera controlar (aunque sí entender y dominar bastante, pero no respecto el origen de nuestros instintos), cabe naturalmente que se nos manipule precisamente sobre este punto.

Y también crucial, respecto al asunto que ahora nos ocupa, es la importancia de por qué esto nos puede beneficiar frente al problema central (que ya llevamos repetidamente señalado a lo largo de estas páginas) que es esto de la crisis fisiológica que supone la aparición de la agricultura: pues en mi natural imposición antropomorfa sobre toda situación que, por ambigua me permite hacerlo dentro de los limites de lo racional que, no obstante, no llega a explicitarse, paso de mi corporalidad sensorial al demiurgo proyectado (llamémoslo así como en realidad siempre se ha hecho) para beneficiarme, precisamente, en mi propia entidad individual ahora devuelta, digamos, por mi propia postulación fisiorracional en la que puedo, aunque solo sea en realidad fisiológica y fisiototémicamente, recrearme a mí mismo en mi propia vivificación fisiosensoria.

¡Sé, efectivamente, que soy yo, o al menos de forma visceral y en todo tejido de mí cuerpo puesto que me encuentro finalmente ante otro, aunque lo haya tendido que postular yo, pues mi cuerpo, de entrada, no tiene por qué entender concepto alguno!

Y la cosa es que esto quizá no sería necesario si pudiera, por ejemplo, simplemente echar a andar, junto a mi grupo de pertenencia, en búsqueda física del siguiente racimo de moras, los raíces o los tubérculos que llevar a la boca.

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Stewart Elliot Guthrie, Faces in the Clouds: A New Theory of Religion, Oxford University Press, 1993

Casuísticas de un «oprobio biológico»:

El cuerpo propio y los cuartos que te juegas

Imagen de Kinsasa en los años 70

Somos ciegos. En una región cualquiera de África, Medio Oriente o Asia desfilan ante nosotros cientos de códigos y avisos que no podemos ver. Cualquier analista, activista, trabajador humanitario o —sobre todo y por la parte que me toca— periodista debería tenerlo en mente cada vez que visite alguno de estos lugares: somos ciegos. (“Ensayo sobre la ceguera”, artículo de Nacho Carretero en Jotdown.es, agosto, 2019; la imagen corresponde también al mismo artículo y cuya propiedad se atribuye originalmente a Getty. )

El cuerpo humano perdura, evolutivamente hablando, porque se hace miembro de un grupo; o mejor dicho, el aparato neural-fisiológico de cada uno de nosotros nos aboca a un proceso inexorable de consolidación sociorracional y de personalidad propia al que solo un grupo puede obligar, y mediante la otrora imperativa de supervivencia en un tiempo finalmente solo numérico de las especies vivas que, desde exclusivamente la óptica de la picota darwinista de la existencia, están efectivamente en una huida hacia delante, en cierta forma siempre más cuantitativa que en realidad cualitativa.

Parece que el tema está ya bastante bien esbozado y documentado -en el trabajo de A. Damasio, sin ir más lejos- respecto de una obligada preconfiguración neurológica y somatosensorial que garantiza que al final y en principio, la fisiología individual esté efectivamente a la merced de la situación en realidad más importante que es, simplemente, la permanencia del grupo en el espacio temporal. Claro que como producto de esta situación surge la moralidad humana y su hermana casi gemela, la sociorracionalidad necesariamente cultural, pues es la fisiología individual (la anomia en el plano estructural) lo que el grupo somete a su propia y vigorizada permanencia frente a las amenazas externas y que toma la forma ni más ni menos que de la individualidad ya emergida sociorracional, pues toda singularidad somatosensoria dentro de un mismo locus antropológico de pertenencia queda imbricada en el conjunto numérico mayor mediante su propia individualidad social, como auténtica mediación somatosensorial y metabólica, de lo estructural a través del cuerpo singular y su fisiología. Y así, la anomia de la singularidad físico-fisiológica deviene en fuerza y fondo causal de la unión numérica y sociorracional mayor:

La sociorracionaldad cultural es:

          la anomia somatosensoria individual 

                    + vivificación sensorial-metabólica 

                                      +  el locus colectivo de la pertenencia

De manera que se ha efectuado un proceso de homogenización fisiológica que supone también una fisiología individual hecha de alguna manera extrínseca, y al calor de la contingencia que obliga una y otra vez a la reconstitución sociorracional precisamente como resultado de cualquier tipo de precariedad respecto del grupo y su permanencia en el tiempo. Pero entiéndase esto en el sentido de que buena parte de nuestra naturaleza vital se basa en la insumisión, pues no de otra manera puede mantenerse este equlibrio aquí descrito entre homogenización colectiva, por una parte, y la anomia fisiológica y somatosensorial de cada uno que justifica precisamente que dicha tendencia homogeneizadora sea necesaria, puesto que la unidad de todo grupo humano no tiene lugar un sentido físico lato.

Necesario también es recalar que contingencia tiene el sentido más amplio de todo acontecimiento que los seres humanos seamos capaces de percibir, sobre todo ocularmente, pero incluyendo también sucesos internos al individuo mismo; acontecimientos que constan, en fin, de reacciones somatosensoriales de tipo emocional y cognitivos que solo el individuo corporal experimenta, y no de forma siempre consciente incluso también respecto estímulos internos (imágenes mentales del pensamiento propio, no externo.)

…El ojo blanco deambula viendo paseantes negros o árabes, viendo ciudades o pueblos, viendo saludos entre vecinos, clases sociales, mujeres y hombres, pobres y adinerados. Pero no ve el enredo de hilos y conexiones que hay detrás, no ve quién conecta con quién. Para los autóctonos es evidente, salta a la vista la estructura social. Para el visitante es como caminar por Las Vegas con una venda en los ojos. No existe nada más que lo que traslada desde su esquema mental. Es lógico. No se ve lo que no se concibe…(N. Carratero)

He aquí que la argamasa viviente que pudiera articular los grupos humanos de esta manera aquí esbozada y sobre la que se asentaría tal mecánica de lo sociorracional así reconstituida de forma recurrente sobre la sustancia de nuestra estar fisiológico y metabólico-sensorial, no puede ser sino el cuerpo individual y su sensorialidad (junto, claro está, con el aparato neurológico en un sentido damasiano): esto en su conjunto que llamo yo la fisiocorporeidad  anterior a nuestro ser social, que corresponde a un ámbito exclusivo de la efervescencia sensorial de toda percepción -como qualia– y justo antes de la emergencia de todo yo consciente socialmente forjada. Y al cuerpo solo es, en un sentido socialmente trascendente, respecto una imagen de su propio estado opróbico1, esto es, el cuerpo singular frente a, encarado con, los demás y de cuya presencia no podemos en ningún caso prescindir: he aquí el origen en realidad sensorial de la moralidad humana que es, ante todo e inicialmente, una imagen de nuestra potencial y agonizante exclusión; un ente de tal manera fisiológico por cuanto imagen ante la cual quedamos momentáneamente sujetos, que se puede decir que forma una suerte de extensión corporal, más allá de esto que somos en carne y hueso.

Del origen biológico no cabe duda, puesto que este fenómeno del oprobio tal y como llevo yo manejándolo, es algo observable en otras muchas especies vivas (si no todas ellas de una o otra manera), y que está presente de forma evidentemente no racional, esto es, anterior, por tanto, a todo desarrollo cerebral más complejo. Pero respecto de los seres humanos concretamente, no cabe duda que es ante todo una suerte de imagen mental que surte un poderoso efecto sobre nuestro organismo, respecto particularmente lo que debe ser esto del aparato neurológico presconsciente damasiano. En este sentido, la suceptibiliad del ojo humano hacia el antropomorfismo respecto de imágenes sociooprobicamente relevantes (las caras humanoides, o el manierismo corporal; conjuntos de objetos uniformes que pueden percibirse en forma de grupo; percepción de la fuerza física poderosa frente a lo minúsculo y débil; la captación ocular de relaciones socioafectivas, etc…) supone el germen mismo de lo moral a partir de nuestro afán fisiocorpóreo y obsesivo -de parte de un cuerpo en esencia desamparado en su misma singularidad- por reconocer, tener constancia de, el grupo y el amparo, finalmente corporal y pertenciente, que brindan.

Pero decir que algo es biológico no es lo mismo que decir que está genéticamente determinado. Y así, muy probablemente como el lenguaje, el oprobio biológico es una capacidad que está genéticamente programada pero cuyo desarrollo vivo -a igual exactamente que la adquisición del idioma nativo- depende de la inmersión social y afectiva, respecto de un cuerpo singular y su metabolismo sensorial. Y la personalidad humana es pues la historia de un cuerpo singular única, pero que se forja en realiad fisiocorporalmente respecto un grupo cuya importancia, además de su presencia física en algun momento, es sobre todo en un plano fisiometabólico que, como llevo desorrallando aquí en este texto específico y lo largo de conjunto mayor de estos escritos, una experiencia fisiológica no del todo consciente (o sea que es neurológicamente anterior) pero que es ya de por sí moral, respecto de la pertenencia o no del individuo, y al menos la tensión imperiosa en este sentido que está en forma, no obstante, de qualie, esto es, pura efeversencia solo sensorial y metabólica.

…Las fronteras son efectos ópticos. Otra vez nuestros ojos occidentales engañados. Para un fulani del norte de Nigeria poco significa la frontera con Níger. Al otro lado hay más fulanis. Que un francés y un británico, hace cien años, cogieran un lápiz y trazaran por ahí una línea como quien reparte una tarta nada significa para la etnia y los clanes que allí habitan desde hace siglos. La línea trazada a lápiz la vemos el resto de europeos, pero no vemos la frontera verdadera, la invisible, la que separa a los fulani, por ejemplo, de los kanuri…(N. Carratero)

De manera que todo cuerpo singular, a partir de un estar fisiocorpóreo, se constituye en ser social -que es también moral, también racional- solo por medio de su imbricación con el grupo, vínculo que supone ni más ni menos que buena parte de la personalidad en sí. Pero, el lazo mayor y base de todo no deja de ser nunca la anomia a nivel estructural que supone la singularidad fisiológico-sensoria de cada uno en lo particular: la homogenización opróbica de la que dependen la permanencia de grupos humanos, por tanto, se debe a, se reconstituye y se refuerza en, la esencial insumisión de todo cuerpo singular y su fisiología; y es esta precariedad inicial -o sea, la dispar singularidad física viviente de cada uno en su propia vivificación sensorio-metabólica- que no puede faltar nunca, a pesar de que el lujo de la cultura humana -paradoja suprema- se asienta sobre, precisamente, la utilidad estable de cierto grado de uniformidad fisiológica entre las partes del conjunto, mas non troppo.

Por otra parte, se observa una clara articulación causal entre el ser sociorracional de un grupo étinico particular, respecto su cotidianidad fisiocorpórea específica en la que está inmerso todo individuo perteneciente (incluyendo claro está el cauce fisiológico-semiótico particular que es su idioma), frente a otros grupos ajenos rivales, o que participan de alguna clase de oposición entre sí: pues gracias al otro rival que es el grupo ajeno y diferente, el pertenecer propio al grupo propio, adquiere mayor enjundia vital, sin duda. Y esto de tal manera que el conflicto intergrupal de baja intensidad (o al menos respecto una violencia abiertamente corporal que ocurre solo muy de vez en cuando) sirve de cierto animado estímulo frente a la limitación física de toda antropología más o menos sedentaria, erigiéndose finalmente en una especie de lujo de la misma, en cuanto el poder del estímulo fisiológico para disipar la constricción del mundo solo físico-espacial, y quizá como sempiterna problema nuestro, o por lo menos después de la agricultura.

Pero sea como fuere, es posible preguntarnos ahora por otro aspecto de libertad humana, respecto de los múltiples grupos a los que uno puede pertenecer si en su experiencia corporal -o por lo menos somatosenorial- uno se presta a ellos. Pues así muy bien podríamos definir la experiencia probablemente universal, de una forma o otra, de múltiples lealtades viscerales que el ser humano de hecho puede sentir (respecto la etnia propia frente a la nación; o sentimiento nación que no excluye diferentes identidades sociales o políticas, etc.) O más aún estas otras preguntas: ¿es posible deberse como individuo a varios grupos antorpológicos en este sentido opróbico? Y también ¿puede una persona, después de llegar a la edad adulta, incorporarse a un grupo nuevo que no sea de origen el suyo?

La respuesta está en el juego del cuerpo dentro de un nuevo entorno (que supone, por cierto, siempre una fisiología nueva); y con el cambio geográfico viene posiblemente y consustancial a ello el cambio del entorno social. Y si pudiera ser que nuestros cuerpos todos dependiéramos de, por ejemplo, las mismas fuentes de alimentos -tanto para los recién llegados como la mayoría que estaba ya ahí- podemos suponer sin duda que la lógica sociorracional no tardaría mucho en hacerse evidente para todos, puesto que se trata simplemente de un locus de la pertenencia sobre la que, aquí se ve, se sustenta la vida biológica humana. Pero eso como base en el fondo subyacente de todo, porque en seguida se inicia -otra vez- el juego del poder finalmente político que supone simplemente la presencia en sí del grupo (y su posibilidad agregada de estabilidad diacrónica como lujo finalmente técnico-económico): la suerte de las minorías nunca puede, de hecho, considerase firme en ningún caso.

Y aun así, dejándose el cuerpo propio sobre la mesa social de un nuevo entorno, sí que se llega, en un tiempo bastante corto, a poder concebir -y por tanto ver, por tanto valorar- los entresijos humanos y morales de la experiencia social nueva. Esto es, solo si se juega uno los cuartos arriesgando el único aval que para ello tiene: el cuerpo propio y su aparato somatosenorial sobre el que se articula. Pues ahí, en ese estar sensorial y metabóolico de un cuerpo frente al espacio, ha residido siempre el yo social de cada uno de nosotros, que solo es cuando necesita ser, esto es, frente a los otros como parte de estructuras humanos-fsiológicas recurrentes y concatenadas que constituyen una posibilidad de amparo colectivo, y aunque se cimienta todo, no obstante, en el íntimo terror individual a la vez que universal de la pérdida anticipada de ese mismo amparo.

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1El sentido que intento abarcar con el uso de este término en otro texto mío: La ficción humana más importante.

Artículo de N. Carretero en Jot Down